El héroe
Cattibrie se arrastró en silencio hasta el borde de la cornisa rocosa y contempló el panorama. Como suponía, el campamento de los orcos se encontraba a sus pies, dispuesto sobre una descomunal meseta cuya superficie estaba sembrada de grandes piedras. El campamento no contaba con una verdadera hoguera, sino más bien con un montón de brasas relucientes ante el que estaba sentado un orco solitario, cuyo cuerpo bloqueaba casi por entero la escasa iluminación.
Cattibrie examinó la zona, ajustando la mirada al espectro de calor antes que al círculo de luz, y se alegró de llevar consigo su aro milagroso cuando percibió el borroso resplandor de un segundo orco, situado no lejos del primero y ocupado en tallar una rama. Después de que su mirada efectuase un segundo y rápido recorrido, Catti-brie volvió a ajustar su vista al espectro normal. Aunque su aro tenía poderes maravillosos y le permitía ver en la oscuridad, lo cierto era que no dejaba de tener sus limitaciones. El aro operaba mucho mejor bajo tierra, permitiéndole ver allí donde sus ojos eran ciegos.
En la superficie, si había estrellas o un fuego resplandecía, el aro mágico muchas veces provocaba confusiones y distorsionaba las distancias, sobre todo cuando las superficies eran neutras en relación con el calor, como las piedras.
Cattibrie permaneció inmóvil, sin que sus ojos pestañearan en lo más mínimo al ajustarse a la luz mortecina. Pensó en el camino que emplearía para llegar junto al orco; el aro mágico le había confirmado la viabilidad de aquella ruta.
Pero el orco tenía un compañero.
De forma instintiva, Cattibrie pensó en recurrir a Taulmaril, pero su mano finalmente se detuvo antes de aferrar el arco amarrado a su espalda. Tenía los dedos hinchados y lastimados; por lo menos uno de ellos estaba roto. Después de haber estado practicando un poco con el arco por la mañana, comprendía que difícilmente acertaría a los orcos desde tal distancia.
Finalmente echó mano a Khazid’hea. Su fabulosa espada, que recibía el apodo de Cercenadora por su hoja, tan afilada como letal, capaz de hendir una coraza con tanta facilidad como una tela. Cattibrie sintió la energía, la impaciencia ante el combate de aquella espada hambrienta y dotada de sensibilidad tan pronto como su mano se cerró en torno a su empuñadura. Como siempre, Khazid’hea ansiaba entrar en acción.
El empuje de la espada no hizo sino acentuarse cuando Cattibrie la sacó de su vaina, procurando mantenerla a corta distancia del suelo pedregoso, pues su hoja afiladísima podía reflejar hasta el menor destello de luz.
La espada la impelía a descender por el sendero cuanto antes y lanzarse contra su primera víctima.
Cattibrie se disponía ya a emprender el camino, cuando de pronto se detuvo y miró hacia atrás. Se daba cuenta de que lo mejor sería avisar a los demás. Drizzt se había marchado hacía rato, pero sus amigos no podían andar muy lejos.
Entonces se dijo que sólo eran un par de orcos, que si eliminaba al primero de ellos con rapidez, luego sería uno contra uno. Es posible que fuera la misma espada la que la llevaba a pensar así.
Cattibrie encontraba que el razonamiento tenía su lógica. Hasta la fecha jamás se había topado con un orco que pudiera rivalizar con ella en el manejo de la espada.
Sin darle más vueltas a la cuestión, Cattibrie se apartó de la cornisa y emprendió el descenso por un sendero cercano que llevaba a la meseta en la que estaba enclavado el campamento de los orcos.
Muy pronto se encontró a muy escasa distancia del orco sentado en el centro del campamento, quien seguía agachado sobre las brasas ardientes, ocupado en removerlas de vez en cuando. A un lado, su compañero continuaba entreteniéndose en tallar una vara con su cuchillo.
Cattibrie dio un paso adelante y luego otro más. Apenas se encontraba a metro y medio del orco. Sin embargo, oliéndose algo, éste de pronto miró en su dirección, gritó y…
Y cayó de espaldas, retorciéndose agónicamente debido a las mortales estocadas de Cattibrie, quien al punto se revolvió para hacer frente a su compañero, que venía corriendo.
El segundo orco se detuvo en seco cuando Khazid’hea apareció ante sus ojos en perfecto equilibrio. El orco dio un lanzazo, pero Cattibrie lo esquivó fácilmente con un movimiento de cadera. El bruto dio un nuevo lanzazo, que también hendió el aire, luego giró sobre sí mismo con rapidez y embistió con su jabalina contra el costado opuesto de Catti-brie.
Sin éxito, pues Cattibrie de nuevo esquivó el lanzazo y giró justo cuando el orco arremetió con la jabalina por delante. Catti-brie no desaprovechó la ocasión de asestar un mandoble definitivo. Khazid’hea entró en acción y su hoja afiladísima rebanó limpiamente el extremo inferior de la jabalina del orco. El bruto soltó un chillido de frustración, dio un paso atrás y lanzó lo que quedaba de su arma contra la mujer. Con un ligero movimiento de su muñeca, Catti-brie desvió el curso de la jabalina, que fue a perderse en la noche.
Cattibrie se lanzó al ataque, con la espada a punto, presta a hincar la hoja en el pecho del orco.
Sin embargo, su embestida se vio frenada por una piedra que pasó silbando frente a su rostro.
Al volverse para plantar cara al inesperado atacante, una segunda piedra impactó con fuerza contra su espalda.
Una tercera piedra pasó silbando junto a su oído, y una cuarta le dio de lleno en el hombro. Su brazo se vio súbitamente privado de sensibilidad.
Los orcos salían en masa de sus escondites junto a las rocas que circundaban el campamento, enarbolando sus armas y sometiéndola a una lluvia de pedradas a fin de seguir manteniéndola a su merced.
La mente de Cattibrie discurría a toda velocidad. Le resultaba difícil creer que hubiese sido capaz de caer en una trampa tan burda. En sus manos sentía el calor de Khazid’hea, que la impelía a lanzarse contra sus enemigos, a despedazarlos uno tras otro. Por un instante, Catti-brie se preguntó sobre el control efectivo que poseía sobre su arma.
Pero no, al momento comprendió que el error era suyo, y no de la espada. En un trance como ése, Cattibrie normalmente se mantendría a la defensiva, a la espera de que sus enemigos se lanzaran contra ella, pero los orcos no daban muestras de que se propusieran atacarla frontalmente. Más bien se contentaban con seguir sometiéndola a una lluvia de piedras que llegaban de todas partes y la obligaban a mantenerse en continuo movimiento, sin que por ello pudiera esquivar el ocasional, doloroso impacto de una pedrada contra su cuerpo. Sin pensárselo más, con la espada centelleando en su mano, Catti-brie se lanzó contra el punto que le parecía más vulnerable del círculo que la envolvía.
Cattibrie se movía por puro instinto, apelando al músculo antes que a la razón.
Habilidosa en el combate, la mujer eludió una espada, un hacha y una nueva jabalina —un, dos, tres— y se las compuso para hacerse a un lado, atravesando con la espada a un orco al que pilló de improviso. Sujetándose el vientre con las manos, el orco se desplomó malherido.
Cattibrie arremetió contra un segundo orco, quien al momento soltó la piedra que llevaba en las manos y se retorció frenéticamente mientras se esforzaba en vano en taponar el chorro de sangre que brotaba de su cuello.
El giro de la muñeca de Cattibrie hizo que el arma de un tercer orco cayera sobre una piedra, dejándole el campo expedito para soltar una estocada mortal. Sin embargo, en el momento preciso en que Khazid’hea iniciaba su andadura mortal, una piedra fue a dar en la mano ya de por sí lastimada de la mujer, cuyo brazo se vio inundado por una súbita oleada de dolor. Para su horror, antes incluso de alcanzar a comprender lo que estaba sucediendo, Khazid’hea cayó sobre el pedregoso suelo.
Una jabalina buscó su cuerpo, si bien la agilísima mujer se las compuso para hacerse a un lado y aferrar el mango de la lanza. Cattibrie dio un paso adelante y soltó un tremendo codazo que consiguió que su atacante perdiese el equilibrio, dejando la jabalina en manos de Catti-brie.
Sin embargo, en ese preciso momento, un garrote se estrelló contra el centro de su espalda, de forma que sus brazos quedaron inertes por un segundo. El orco aprovechó para rehacerse y arrebatarle la lanza de las manos. Lanzándose al ataque, el bruto dio un lanzazo que rasgó los muslos y las nalgas de Cattibrie. Ésta giró sobre sí misma y se las arregló para desviar de un manotazo la estocada de una espada. Cuando una segunda espada hendió el aire, Catti-brie también consiguió desviar su impacto con la mano, aunque el aguzado filo abrió un corte en la palma de su mano.
Cattibrie jamás se había visto en una situación tan desesperada. Por extraño que resulte, su mente pensó en los innumerables momentos de peligro que había vivido junto a sus compañeros. A continuación, con vívida claridad, antes de que el garrote volviera a golpearla y la llevase a caer de rodillas, poniendo fin a su intención de salir corriendo del campamento y perderse en la oscuridad, Catti-brie comprendió que un solo error en ocasiones podía tener consecuencias desastrosas.
Al caer sobre la piedra, Cattibrie reparó en la presencia de Khazid’hea a pocos pasos de ella. Pero la espada en realidad venía a estar tan lejos como si se encontrara en el otro extremo del mundo, o así lo pensó la mujer mientras los orcos se cernían sobre ella. Desesperada, Catti-brie rodó sobre sí, se situó de espaldas sobre la piedra y empezó a patear con furia, en un intento de mantener alejadas las armas de sus oponentes.
—¿Qué sucede, Guen? —preguntó Drizzt con voz queda.
El drow se acercó a la pantera, que tenía las orejas aplastadas contra el cráneo y el cuerpo por completo inmóvil mientras sus ojos escudriñaban la negra noche. Drizzt se agazapó a su lado y siguió con sus propios ojos la mirada de la pantera, incrédulo ante la perspectiva de divisar a algún enemigo, pues no había dado con rastros de orcos en toda la jornada.
Con todo, había algo extraño en el aire. La pantera así lo comprendía, al igual que Drizzt. Algo no terminaba de cuadrar. Drizzt miró ladera abajo y contempló el lejano resplandor del campamento de Bruenor, donde todo parecía estar en orden.
—¿De qué se trata? —preguntó a la pantera.
Guen soltó un gruñido ronco y un punto quejumbroso. Drizzt sintió que el corazón se le aceleraba y echó una rápida mirada a su alrededor, censurándose la temeridad que había cometido al salir aquella tarde y dirigirse tan lejos, ansioso como estaba por divisar de una vez la torre solitaria que señalaba el emplazamiento de la ciudad de Shallows, dejando a sus compañeros tan lejos.
Cattibrie hacía lo que podía por apartar aquel torrente de orcos, y aunque consiguió resistir durante largo rato, el esfuerzo resultaba excesivo y su posición en el suelo era demasiado desventajosa, de forma que sus patadas en el aire poco a poco se fueron mostrando incapaces de mantener alejados a sus enemigos. Tras recibir una tremenda patada en las costillas, no pudo más que encogerse en un ovillo y aguantar los inmisericordes golpes. Las lágrimas empezaron a correr por su rostro cuando comprendió la magnitud de su error.
Nunca más volvería a ver a sus amigos. Nunca más volvería a reír junto a Drizzt, nunca más volvería a gastar bromas a Regis, no llegaría a ver cómo su padre por fin asumía el trono de Mithril Hall.
No llegaría a tener hijos. No vería cómo su hija crecía hasta convertirse en mujer, no vería cómo su hijo se convertía en hombre. No volvería a sostener a Colson en brazos ni a gozar de la sonrisa que hacía poco había reaparecido en el rostro de Wulfgar.
Por un segundo, todo pareció detenerse a su alrededor. Cuando alzó la mirada, el orco más imponente del grupo se cernía sobre ella armado con un hacha enorme. Entre los vítores de los suyos, el orco levantó el hacha con sus dos gigantescas manos.
Por completo indefensa, Cattibrie rezó en silencio porque su muerte no fuese demasiado dolorosa.
El hacha se elevó en el aire. Una fracción de segundo más tarde, la cabeza del orco cayó inerte hacia delante.
La reluciente cabeza de un martillo acababa de hendirle la nuca. El orco trastabilló, aunque sin terminar de caer. Wulfgar le propinó un tremendo empujón con su poderoso hombro e hizo que el cuerpo muerto del orco cayera al lado de la mujer tendida en el suelo.
Con un rugido salvaje, el hijo de Beornegar dio un paso al frente y situó sus robustas piernas a ambos lados de Cattibrie, mientras sus brazos musculados hacían que Aegis-fang barriera el aire, obligando a los sorprendidos orcos a retroceder unos pasos.
Wulfgar derribó a uno de los brutos de un mazazo en el flanco, dio un paso hacia delante y golpeó a un segundo orco en las piernas, volteándolo en el aire por obra del impacto y haciendo que se estrellara contra el suelo rocoso. Presa de una rabia que Cattibrie nunca había presenciado, una furia guerrera con la que los orcos nunca se habían topado, el bárbaro se agazapó y giró rapidísimamente sobre sí, impactando con Aegis-fang en el pecho del orco más próximo, que salió despedido como un títere. A diferencia de Catti-brie unos momentos antes, ese monstruoso humano estaba perfectamente armado, de forma que los orcos ya no se sentían tan valientes. Wulfgar arremetió contra ellos, haciendo caso omiso de los débiles golpes con que a medias trataban de defenderse y soltándoles una salva de martillazos que causaba estragos en sus filas.
Cattibrie en ese momento tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar por el suelo y acercarse a su espada. Tras hacerse con ella, intentó levantarse, pero le faltaron las fuerzas. De nuevo perdió el equilibrio y cayó; por un instante pensó que el intento le costaría la vida, haciendo inútil los intentos de Wulfgar por salvarla, hasta que un orco pasó corriendo a su lado. Catti-brie comprendió que el bruto no se proponía atacarla.
Simplemente estaba tratando de escapar.
Lo que tenía sentido, se dijo, fijando la mirada en Wulfgar. Después de que un segundo orco se perdiera corriendo en la noche, un tercero pataleaba en el aire con desespero, sujeto por una mano implacable que lo tenía agarrado por la garganta. El orco era enorme, casi tan corpulento como el propio Wulfgar, pero el bárbaro seguía alzándolo en vilo como si fuera una pluma. A pesar de sus frenéticos pataleos, el orco ni por asomo conseguía liberarse de aquel puño de hierro.
Con su mano libre, Wulfgar hizo que Aegisfang trazara un molinete en el aire, poniendo en fuga a un nuevo orco que insistía en acosarlo. Liberado de ese oponente, el bárbaro volvió a centrar su atención en el orco que tenía prisionero. Wulfgar emitió un ronco gruñido; los nudosos músculos de su brazo estaban al límite de sus fuerzas.
El cuello del orco se quebró con un crujido y su cuerpo se tornó flácido. Wulfgar tiró su cadáver a un lado.
Ciego de furia, el bárbaro arremetió contra los demás brutos. Aegisfang se mostraba implacable sembrando la muerte entre sus filas, y eran incontables los que ponían pies en polvorosa. Los huesos crujían al romperse mientras Wulfgar hacía una auténtica escabechina entre las huestes de los orcos, con tal facilidad que se diría que estaba segando un campo de trigo.
La lucha cesó con tanta rapidez como se había iniciado; Wulfgar bajó los brazos.
Temblando visiblemente, con el rostro ceniciento, el bárbaro caminó hasta el cuerpo de Cattibrie y se agachó a su lado.
Wulfgar tiró de su mano, y la mujer se vio de pie, sostenida por unas piernas que a duras penas podían con el peso de su cuerpo.
Lo que no importaba en demasía, pues Cattibrie se dejó caer en brazos de Wulfgar, quien la atrajo hacia sí y la estrechó contra su torso.
Cattibrie escondió el rostro en el fornido hombro del bárbaro y rompió a sollozar.
Wulfgar la abrazó con más fuerza todavía y musitó unas palabras de ánimo a su oído, mientras su propio rostro se hundía en los espesos cabellos rojizos de la mujer.
A su alrededor, los animales de la noche, algo más calmados una vez pasado el fragor del combate, volvieron a su calma habitual mientras los orcos supervivientes se perdían en la oscuridad. Empezaba a amanecer.