Intolerancia
—¿Hablas en serio cuando dices que te marchas? —preguntó Shingles a Torgar.
Éste se encontraba en su modesta vivienda de la Infraciudad de Mirabar, metiendo sus pertenencias en un petate.
—Completamente en serio, amigo mío.
—No pensaba que te sintieras tan ofendido.
—¡Bah! —exclamó Torgar, clavando la mirada en el rostro de su amigo—. ¿Y qué otra alternativa me han dejado? ¿Cómo se atreve Agrathan a presentarse en la muralla y decirme que mantenga el pico cerrado…? ¡Que mantenga el pico cerrado!
Llevo trescientos años defendiendo Mirabar y al Marchion en el campo de batalla.
Tengo más cicatrices en el cuerpo que Agrathan, Elastul y sus cuatro escoltas juntos.
Me he ganado cada una de esas cicatrices a pulso, ¿y ahora tengo que aguantar que Agrathan se presente en mitad de mi guardia y me eche una reprimenda delante de todos los centinelas?
—¿Y adónde te propones ir? —preguntó Shingles—. ¿A Mithril Hall?
—Sí.
—¿Es que piensas que allí te recibirán con los brazos abiertos y un botellón de cerveza? —inquirió el otro con sarcasmo.
—El rey Bruenor no es mi enemigo.
—Tampoco es tu amigo, por mucho que te empeñes en creerlo —lo avisó Shingles—. Lo más seguro es que desconfíe de tus intenciones y te crea un espía.
A pesar del sentido común implícito en las advertencias de Shingles, Torgar se obstinaba en rechazar cada una de sus aseveraciones. Incluso si Shingles estaba en lo cierto, Torgar prefería enfrentarse a las consecuencias de su error que seguir en aquella situación intolerable. Torgar empezaba a hacerse mayor y seguía siendo el último miembro de la estirpe de los Hammerstriker, circunstancia que ansiaba modificar en un futuro próximo. Tras su reciente vinculación con Bruenor y, sobre todo, tras los desventurados acontecimientos de las últimas semanas en Mirabar, Torgar pensaba que los hijos que quería tener gozarían de una vida más plena como integrantes del Clan Battlehammer.
Quizá Torgar necesitase meses, incluso años, para ganarse la confianza de los súbditos de Bruenor, pero qué se le iba a hacer.
Torgar terminó de llenar el petate, que se llevó al hombro, y enfiló la puerta. Para su sorpresa, Shingles en ese instante le ofreció una jarra de cerveza. Alzando su propia jarra desbordante, el enano de mayor edad brindó.
—¡Porque tu camino sea pródigo en monstruos a los que matar!
Torgar levantó su jarra y correspondió.
—Cuenta con que sabré desbrozarlo de monstruos y dejarlo expedito… Por si un día te decides a seguir mis pasos.
Shingles soltó una risita y bebió con avidez.
A pesar de lo dicho, Torgar no se engañaba en lo tocante a las intenciones de su interlocutor. El viejo enano Shingles era el patriarca de un clan enorme, por lo que era improbable que emigrara a Mithril Hall al frente de los suyos.
—Te echaremos de menos, Torgar Hammerstriker —dijo Shingles—. Y está claro que los alfareros y cristaleros van a lamentar tu marcha, pues dejarán de hacer negocio reemplazando todas las jarras y botellas que te obstinas en romper en las tabernas de la ciudad.
Torgar soltó una carcajada, terminó su cerveza, devolvió la jarra a Shingles y volvió a dirigirse hacia la puerta. Antes de salir ofreció a su amigo una última mirada de gratitud sincera, mientras ponía la mano en su hombro.
Una vez en el exterior, Torgar tuvo que afrontar las miradas de curiosidad de muchos de los enanos que deambulaban por las principales arterias de la ciudad. Allí por donde pasaba, los herreros dejaban de martillar. Todos los enanos de Mirabar estaban al corriente de los recientes problemas de Torgar con las autoridades, de las incontables trifulcas, de su insistencia en que el rey Bruenor no había sido tratado como se merecía en su visita a la ciudad.
Por eso mismo, el modo decidido con que se dirigía a la escalera que conducía a la superficie causaba sensación…
Torgar no se molestaba en devolver aquellas miradas. Se trataba de su propia elección; se iba por propia voluntad. Con la salvedad de la sugerencia efectuada a Shingles unos momentos atrás, no había pedido a nadie que lo acompañara en su camino, como tampoco esperaba que nadie le diera muestras de apoyo. Torgar era consciente de la magnitud de su decisión. El miembro de una de las familias más honorables y distinguidas de Mirabar se iba para siempre. Ningún enano dejaría de tomar buena nota. Para los enanos, el hogar constituía el pináculo de su existencia.
Cuando llegó a los elevadores, Torgar estaba al frente de una pequeña procesión de enanos, entre los que se hallaba Shingles. Aunque era consciente de los murmullos que resonaban a sus espaldas, de apoyo tanto como de desaprobación, Torgar no se molestó en responder.
Al llegar a la superficie, cuando el sol de la tarde ya relucía apagado, Torgar se encontró con que el rumor de su marcha lo había precedido, pues un grupo sustancial, de humanos tanto como de enanos, lo estaba esperando en la superficie. Sus miradas lo acompañaron mientras se dirigía a la puerta oriental. Muchos de los comentarios que se oían a sus espaldas no eran agradables: Torgar oyó repetidas las palabras «traidor» y «loco».
No respondió a los insultos. Ya había previsto algo así cuando por fin se decidió a liar el petate.
No importaba, se dijo. Una vez que hubiera cruzado la puerta oriental, era poco probable que volviera a ver a todas aquellas gentes.
La idea por poco lo llevó a frenar sus pasos.
Por poco.
El enano rememoró la desagradable conversación mantenida con Agrathan, lo que valió para reafirmarlo en su decisión, para que Torgar se dijera que estaba haciendo lo que procedía, que no era él quien estaba dando la espalda, sino que más bien había sido la misma Mirabar la que había dado la espalda a Torgar, al desairar al rey Bruenor y cubrir de reproches y sospechas a quienes habían trabado relación con éste. Torgar pensaba que éste no era el sólido, íntegro reino de sus antepasados. Ésta no era una ciudad determinada a ejercer el liderazgo por medio del ejemplo. Ésta era una ciudad en decadencia. Otra de tantas ciudades empeñadas en batir a sus rivales por medio del engaño y las malas artes, en absoluto interesadas en superarse y superar a los demás por medio de la noble competencia comercial.
Justo antes de llegar a la puerta, en la que un par de enanos centinelas lo contemplaban con incredulidad, a pocos pasos de unos guardianes humanos que más bien lo examinaban con disgusto, Torgar se vio llamado por una voz familiar.
—Te pido que no lo hagas —le rogó Agrathan, que se acercaba corriendo.
—Y yo te pido que no trates de impedírmelo —replicó Torgar, con el gesto adusto.
—Lo que aquí está en juego va mucho más allá de la simple marcha de un enano de la ciudad —arguyó el consejero—. Estoy seguro de que te das cuenta. Sabes muy bien que los tuyos tienen muy presente el paso que estás dando, que en la ciudad empiezan a correr rumores bastante inquietantes…
Torgar se paró y clavó la mirada en el nervioso Agrathan. Tentado estaba de hacer un comentario punzante sobre el acento con que Agrathan se expresaba, un acento que últimamente estaba bastante más próximo al de los humanos que al de los enanos. A Torgar le divertía que Agrathan, el mediador, el político por excelencia, diese la impresión de expresarse con dos voces distintas.
—A lo mejor ha llegado el momento de que los enanos de Mirabar empiecen a plantearse esas cuestiones que tanto te preocupan —sentenció Torgar.
Agrathan meneó su cabeza con escepticismo, se encogió de hombros y emitió un suspiro.
Torgar sostuvo su mirada durante un momento más, le dio la espalda y atravesó la puerta a grandes zancadas, sin prestar atención a las miradas de los centinelas y la pequeña multitud de enanos y humanos que lo siguieron hasta detenerse en el mismo límite de la puerta.
—¡Que Moradin te acompañe, Torgar Hammerstriker! —exclamó un espíritu valeroso.
Otras voces gritaron palabras bastante menos amables.
Torgar siguió caminando, dejando a sus espaldas el sol, que empezaba a ponerse.
—Si será estúpido… —masculló Djaffar, el oficial al mando de los Martillos, dirigiéndose a los guerreros que aguardaban a su lado montados en sus caballos, enjaezados para la batalla.
Djaffar y los suyos estaban ocultos tras unas grandes rocas, en lo alto de un cerro situado al noreste de la puerta oriental de Mirabar, la misma puerta que una figura solitaria acababa de cruzar antes de echar a andar con porte orgulloso por el camino.
Djaffar y sus guerreros no estaban sorprendidos por el discurrir de las cosas.
Aunque acababan de conocer lo de la marcha de Torgar, hacía días que estaban preparados para ello. Nada más enterarse de que Torgar había salido de la Infraciudad para no volver, habían cruzado la puerta septentrional de la ciudad sin llamar la atención, mientras todas las miradas estaban fijas en el enano, que se dirigía a la puerta oriental en solitario. Tras torcer por un atajo, habían llegado a esa posición elevada, donde llevaban un rato esperando.
—Si de mí dependiera, lo mataría como a un perro y dejaría su cuerpo en el camino para que los buitres se dieran el gran festín —explicó Djaffar a los demás.
¡Los traidores no merecen otra suerte! Por desgracia, el Marchion Elastul tiene la debilidad de ser demasiado magnánimo… En fin, ¿habéis entendido lo que tenéis que hacer?
A modo de respuesta, tres de los jinetes miraron a su cuarto compañero, que enarbolaba una red de buenas dimensiones.
—Dadle una oportunidad para rendirse. Una y nada más —indicó Djaffar.
Los cuatro guerreros asintieron a sus palabras.
—¿Cuándo, Djaffar? —preguntó uno de ellos.
—Paciencia —contestó el curtido oficial—. Esperemos a que se aleje de la muralla, a que ya nadie pueda verlo ni oírlo. No estamos aquí para desencadenar un motín. Nuestro propósito consiste en evitar que ese traidor pueda revelar los secretos de nuestra ciudad al enemigo.
La determinación visible en los rostros de sus acompañantes convenció a Djaffar de que los soldados por él escogidos se hacían cargo de la importancia de la operación.
El pequeño destacamento dio alcance a Torgar un poco más tarde, cuando ya el crepúsculo se enseñoreaba de los cielos. El enano estaba sentado en una roca, ocupado en refregarse los doloridos pies y sacar las piedrecillas de sus zapatos. Cuando los cuatro guerreros aparecieron de improviso, Torgar se levantó de un salto e hizo ademán de empuñar su gran hacha de combate. Al reconocer los rostros de los jinetes, volvió a sentarse en la roca, no sin mirarlos con la expresión desafiante.
Los cuatro guerreros lo rodearon con sus monturas curtidas en mil batallas, que resoplaban de excitación.
Un momento después, Djaffar apareció a lomos de su montura. Torgar soltó una risita sardónica.
—Torgar Hammerstriker —anunció Djaffar—. Por decisión del Marchion Elastul Raurym, has sido condenado al destierro de Mirabar.
—Muy amable, pero ya me he desterrado yo mismo —replicó Torgar.
—¿Tu intención sigue siendo la de seguir al este, en dirección a Mithril Hall y la corte del rey Bruenor Battlehammer?
—La verdad, no creo que el rey Bruenor tenga tiempo ni ganas de recibirme, aunque si me lo pidiera, no tendría inconveniente.
Expresada en tono entre indiferente y casual, su respuesta logró que la rabia reluciese en los rostros de los cinco jinetes. Circunstancia que parecía complacerlo en extremo.
—En tal caso, eres culpable de traición a la corona.
—¿Culpable? —se mofó Torgar—. ¿Es que tenéis pensado declarar la guerra a Mithril Hall?
—Sabes que son nuestros principales rivales.
—Eso no me convierte en traidor, por mucho que me dirija a Mithril Hall.
—¡En espía, pues! —exclamó Djaffar—. ¡Y mejor será que te rindas de inmediato!
Torgar lo miró en silencio durante un momento, sin mostrar emoción alguna, sin dar la menor pista sobre el modo en que se proponía reaccionar ante aquellas acusaciones. Su mirada se posó por un instante en la enorme hacha de combate que tenía a un lado.
Los soldados de Mirabar no necesitaron más excusa. Los dos guerreros situados a la izquierda de Torgar lo cubrieron con la gran red y, espoleando a sus monturas, cabalgaron a ambos lados del enano, a quien arrancaron de su asiento y arrastraron por el suelo pedregoso, envuelto en la recia malla.
Torgar entró en una especie de frenesí y empezó a tirar y morder las cuerdas, esforzándose en liberarse, pero los otros dos jinetes al momento bajaron de sus cabalgaduras y se le echaron encima enarbolando sendos garrotes imponentes. Torgar se revolvió en la red, lanzó patadas a diestro y siniestro y hasta se las compuso para morder a uno de sus acosadores, pero su desventaja era patente.
A garrotazo limpio, los guerreros lo dejaron medio inconsciente. Después sacaron su cuerpo de la red y lo despojaron de su espléndida coraza plateada.
—Aguardemos a que la ciudad duerma antes de regresar —indicó Djaffar a los suyos—. He hecho las oportunas gestiones ante la Orden del Hacha para que ningún enano monte guardia en la muralla esta noche.
Aunque la cosa no terminaba de sorprenderla, a Shoudra Stargleam se le cayó el alma a los pies al ver lo que sucedía. La Sceptrana estaba de pie en su balcón, disfrutando de la noche y ocupada en cepillar sus largos cabellos negros cuando reparó en unos ruidos que provenían de la puerta oriental de la ciudad, puerta que era perfectamente visible desde donde se encontraba.
Después de que los portones fueran abiertos de golpe, en la ciudad entraron varios jinetes. Shoudra reconoció a Djaffar, quien lucía su característico yelmo con penacho de plumas. Aunque la oscuridad no le permitía ver bien, la Sceptrana no tardó en intuir la identidad de la figura diminuta y desastrada que avanzaba con las manos encadenadas y amarradas a la cola del caballo, a la retaguardia.
Aunque se mantuvo en silencio, Shoudra no hizo nada por ocultarse cuando la pequeña comitiva pasó bajo el balcón en el que se encontraba.
Caminando con paso dificultoso, firmemente amarrado, contusionado, azuzado y vituperado por Djaffar, Torgar Hammerstriker terminó de cruzar la calle.
Al desventurado ni siquiera lo habían dejado calzarse las botas.
—¿Qué habéis hecho, Elastul, infeliz…? —se preguntó Shoudra con voz queda y estremecida. La Sceptrana comprendía que el Marchion acababa de cometer un error cuyas consecuencias podían ser muy, pero que muy serias.
El puño resonó en su puerta como el rayo convocado por un hechicero, despertando a Shoudra de su sueño inquieto. Shoudra se levantó del lecho y se dirigió a abrir la puerta por acto reflejo, medio dormida todavía.
Al abrir, la Sceptrana se quedó de una pieza al encontrarse a Djaffar, quien estaba tranquilamente apoyado en la pared que había frente a la puerta de su apartamento.
Cuando los ojos del hombre recorrieron su cuerpo de pies a cabeza, Shoudra reparó en que aquella cálida noche de verano apenas iba vestida con un ligero camisón de seda que distaba de cubrir sus formas por entero.
Shoudra cerró la puerta unos centímetros para esconderse un poco tras ella. A través del resquicio, su mirada se fijó en el Martillo, quien le estaba sonriendo con descaro.
—Señora… —dijo Djaffar, llevándose dos dedos a su yelmo iluminado por la antorcha que había en el corredor.
—¿Qué hora es? —demandó ella.
—Aún falta mucho para el amanecer.
—En tal caso, ¿qué quieres? —preguntó Shoudra.
—Me sorprende que os hayáis retirado a dormir, señora —repuso él, con falso aire de inocencia—. Hace poco os vi, bien despierta, en el balcón.
Ya por completo despierta, Shoudra al momento recordó el penoso espectáculo que le había sido dado contemplar poco antes. Todo empezaba a cobrar sentido.
—Me retiré poco después.
—Me atrevo a suponer que un tanto curiosa por lo sucedido…
—Eso es cosa mía, Djaffar —contestó ella con tono cortante, deseosa de poner al otro en su sitio—. ¿Hay alguna razón que os lleve a molestarme a estas horas? ¿Se ha producido alguna emergencia que tenga que ver con el Marchion? Porque si no es así…
—Señora, me gustaría que habláramos sobre lo que visteis desde el balcón —dijo Djaffar con tranquilidad, sin mostrarse intimidado por el tono de su interlocutora.
—¿Y quién ha dicho que yo viera algo?
—Eso es justamente lo que quería oír. Y lo que me gustaría seguir oyendo en el futuro.
Los azules ojos de Shoudra se abrieron al máximo.
—Mi querido Djaffar, ¿es que estás amenazando a la Sceptrana de Mirabar?
—Sólo os estoy pidiendo que recapacitéis y obréis con sensatez —respondió el Martillo, sin amilanarse—. El traidor Torgar ha sido arrestado por orden expresa del Marchion.
—Un arresto efectuado de forma brutal, por otra parte…
—Nada de eso. Torgar se rindió a nuestra autoridad sin oponer la menor resistencia —adujo Djaffar.
Shoudra ni por un momento se lo creyó. La Sceptrana conocía lo bastante bien a Djaffar y sus cuatro Martillos para saber que, cuando estaban en superioridad numérica, nunca desestimaban la ocasión de recurrir a la violencia.
—Señora, Torgar ha sido devuelto a Mirabar al amparo de la noche por razones muy poderosas. Estoy seguro de que sabréis comprender que se trata de un asunto delicado en extremo.
—Pues claro. A ningún enano de Mirabar, aunque esté en desacuerdo con Torgar, le gustará saber que el curtido Hammerstriker ha vuelto a la ciudad por la fuerza y cargado de cadenas —respondió ella.
Djaffar hizo caso omiso del sarcasmo perceptible en la voz de Shoudra.
—Exacto. —El Martillo esbozó una sonrisa maliciosa y agregó—: Está claro que podríamos haberlo muerto y abandonado en la espesura, en algún paraje en el que su cuerpo jamás sería encontrado. Imagino que lo entenderéis. Como imagino que entenderéis que vuestro silencio reviste una importancia extrema.
—¿Seríais capaces de hacer una cosa así sin que os remordiera la conciencia?
—Señora, yo soy un guerrero, y mi misión consiste en proteger al Marchion de Mirabar por los medios que sean —respondió Djaffar con la misma sonrisa torcida.
Por lo demás, confío plenamente en que sabréis guardar silencio.
Shoudra lo miró fijamente sin contestar. Por fin, al advertir que no iba a sacarle ninguna otra respuesta a la Sceptrana, Djaffar volvió a llevar dos dedos a su yelmo de combate y se alejó por el pasillo.
Shoudra Stargleam cerró la puerta. Sobresaltada, volvió su rostro hacia el balcón y apoyó la espalda en la puerta. La Sceptrana se frotó los ojos con incredulidad y meditó sobre los excepcionales acontecimientos de aquella noche.
—¿Qué habéis hecho, Elastul, infeliz…? —dijo por fin con voz queda.
En la habitación vecina, otros labios acababan de formular la misma pregunta.
Nanfoodle, el alquimista, llevaba muchos años en Mirabar, pero siempre había tratado de mantenerse al margen de las querellas políticas de la ciudad. Nanfoodle era un alquimista, un estudioso, un gnomo con cierto talento para la magia y la ilusión, pero no pasaba de ahí. Pero en modo alguno se sentía ajeno a los acontecimientos precipitados por la visita del legendario señor de Mithril Hall, a quien Nanfoodle hubiera querido conocer personalmente.
Al oír que un puño llamaba a la puerta de Shoudra, Nanfoodle erróneamente pensó que era a él a quien buscaban. Tras levantarse de la cama y correr con intención de abrirla, al llegar junto a la puerta oyó las voces de Shoudra y Djaffar. En el acto comprendió que era su vecina la que tenía visita.
Nanfoodle no se perdió una sola palabra de la conversación. Torgar Hammerstriker, uno de los enanos más respetados de Mirabar, cuya familia llevaba siglos al servicio del Marchion, había sido brutalmente apresado en el camino y devuelto a la ciudad cargado de cadenas.
Nanfoodle se estremeció. Desde que el rey Bruenor Battlehammer se había presentado a las puertas de la ciudad, las cosas no habían hecho más que complicarse.
Nanfoodle intuía que todo aquello iba a acabar mal.
Y aunque el gnomo se había jurado mantenerse alejado de todo cuanto oliera a política y limitarse a seguir con sus experimentos y llevarse las recompensas oportunas, al día siguiente fue a visitar a un amigo.
Al consejero Agrathan Hardhammer no le gustó enterarse de lo que el gnomo le reveló. No le gustó en lo más mínimo.
—Lo sé todo —anunció Agrathan a Shoudra tan pronto como ésta le abrió la puerta aquella mañana. Después de escuchar a Nanfoodle, el enano se decía que era fundamental hablar con la Sceptrana cuanto antes.
—¿Qué sabes?
—Lo mismo que tú. Que cierto enano descontento anoche fue maltratado por los Martillos y devuelto a Mirabar cargado de cadenas.
—¿Sabes quién estaba al frente de ese destacamento de Martillos?
—Djaffar. ¡Maldito sea su nombre! —exclamó Agrathan.
La animosidad perceptible en dicha respuesta no dejó de sorprender a Shoudra, quien jamás había oído a Agrathan referirse a ningún Martillo en particular.
—Te recuerdo que Djaffar y los demás Martillos no hacían sino cumplir las órdenes de Elastul Raurym —comentó ella.
—El Marchion está jugando con fuego —sentenció el enano, con un punto de rabia en la voz.
Shoudra también veía las cosas de esa forma, hasta cierto punto. Al tiempo que entendía la frustración y los miedos de Agrathan, asimismo comprendía que Elastul se negase a permitir que Torgar hiciera de su capa un sayo y se marchase tranquilamente de la ciudad. Perfecto conocedor de las defensas de Mirabar, Torgar también estaba al corriente de la capacidad productiva y los recursos minerales de la ciudad. Aunque la Sceptrana no creía en la posibilidad de una guerra entre Mithril Hall y Mirabar, nunca había que descartar ninguna posibilidad…
—Me temo que Elastul pensó que no tenía elección —adujo Shoudra—. Y en todo caso, es una suerte que no osaran zanjar el asunto matando a Torgar.
Sus palabras no tuvieron el efecto previsto. En lugar de calmar un poco a Agrathan, la simple mención de tan diabólica posibilidad provocó que el enano apretase los dientes y la fulminase con la mirada. Al cabo, Agrathan respiró con fuerza e hizo visibles esfuerzos por calmarse.
—Elastul quizá habría hecho mejor en ordenar que le dieran muerte —repuso por fin. Esta vez fue Shoudra quien se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos—. A los enanos de Mirabar les hará muy poca gracia saber que Torgar se encuentra aquí, prisionero en su propia ciudad. Y está claro que, tarde o temprano, acabarán por saberlo.
—¿Tienes idea de dónde se encuentra?
—Yo esperaba que tú lo supieras.
Shoudra se encogió de hombros.
—Quizá sea conveniente que hablemos los dos con Elastul.
Shoudra Stargleam no se opuso a la propuesta, y eso que intuía que la entrevista no sería demasiado útil para resolver la situación. A ojos de Elastul, Torgar Hammerstriker se había comportado de un modo más que dudoso, próximo a la traición, y Shoudra tenía serias dudas de que el enano fuera a verse libre de su encierro en un futuro próximo.
La Sceptrana acompañó a Agrathan al palacio del Marchion. Al entrar en la sala del trono reparó en la ausencia de los guardianes y sirvientes que solían estar junto a Elastul en todo momento. Al Marchion sólo lo acompañaban los cuatro Martillos de rigor, que seguían guardando su acostumbrada formación detrás del trono. Shoudra también advirtió la mirada que Djaffar le dedicó nada más verla, una mirada sugerente y descarada que incomodaba a la Sceptrana.
—¿Se puede saber qué queréis? —quiso saber Elastul de buenas a primeras, sin detenerse en saludos formales—. Me espera una dura jornada y no tengo tiempo para menudencias.
—Queremos hablar del encarcelamiento de Torgar Hammerstriker, Marchion —contestó Agrathan sin ambages—. Torgar Delzoun Hammerstriker —subrayó el enano.
—Vuestro amigo está recibiendo un trato más que correcto —respondió Elastul.
Y lo seguirá recibiendo mientras no plantee problemas. —Advirtiendo la expresión escéptica de Shoudra, el Marchion añadió—: Por lo demás, he dejado muy claro que exijo completa discreción en lo tocante a este asunto. —Sus ojos estaban fijos en la Sceptrana.
—No ha sido ella quien me lo ha dicho —intervino Agrathan.
—¿Quién ha sido, entonces?
—Eso carece de importancia —respondió el enano—. En todo caso, si lo que queréis es envolver este asunto en un velo de silencio, me temo os resultará tan difícil como impedir que el agua se os escape entre los dedos de vuestra mano.
Irritado por la respuesta, Elastul volvió su rostro hacia Djaffar, quien se limitó a encogerse de hombros.
—La cuestión es importante, Marchion —insistió Agrathan—. Torgar no es un ciudadano del montón.
—Mejor dicho, Torgar ya no es ciudadano de Mirabar. Y punto —corrigió Elastul—. Él mismo lo ha querido así. Es mi responsabilidad garantizar la seguridad de Mirabar, razón por la que me he visto obligado a tomar medidas tajantes. Torgar está encarcelado y seguirá estándolo, hasta que abjure de su postura y haga público arrepentimiento de su ridículo proyecto de trasladarse a Mithril Hall.
»No hay nada más que discutir, consejero —añadió Elastul antes de que Agrathan pudiera responder.
Agrathan volvió su mirada hacia Shoudra en busca de apoyo, pero la Sceptrana se encogió de hombros e hizo un ligero gesto de negación con la cabeza.
Así estaban las cosas. Saltaba a la vista que el Marchion Elastul consideraba a Mithril Hall una ciudad enemiga, y se diría que todos sus actos estaban encaminados a conseguir que dicha consideración acabara transformándose en realidad.
Tanto Agrathan como Shoudra esperaban que Elastul recapacitase y se diese cuenta de las implicaciones de su decisión, pues ambos temían la reacción que la noticia del encarcelamiento de Torgar pudiera provocar en la ciudad.
Shoudra Stargleam se dijo que el Marchion estaba jugando con fuego.