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… Y creían haverlo visto todo

—¡En menudo lío nos hemos metido! —rezongó Ivan.

Ivan insistía en pasearse nerviosamente por el pequeño claro que los elfos estaban empleando como cárcel de los dos intrusos. Valiéndose de cierto encantamiento mágico que Ivan no terminaba de entender, los elfos de la luna habían conseguido que los árboles que circundaban el claro formasen un impenetrable muro de troncos.

Como era de esperar, Ivan distaba de mostrarse feliz ante su nueva situación.

Pikel, por su parte, estaba tumbado de espaldas en mitad del claro, con las manos cruzadas bajo la nuca, entretenido en contemplar las estrellas del firmamento. Descalzo de sus sandalias, el plácido enano movía traviesamente los rechonchos dedos de sus pies.

—¡Si no me llegan a arrebatar el hacha, los hago pedazos! —exclamó Ivan.

Pikel soltó una risita y siguió entreteniéndose en mover los dedos de los pies.

—¡Cierra el pico de una vez! —exclamó Ivan, que se detuvo con las manos en las caderas y la mirada fija en aquel compacto muro de árboles.

Al cabo de un momento parpadeó y se frotó los ojos con incredulidad, pues uno de los árboles se había desplazado a un lado, mostrando el inicio de un sendero perfectamente visible. Ivan seguía inmóvil, a la espera de que los elfos apareciesen en cualquier momento por la brecha recién abierta, pero transcurrió un largo instante sin que sus captores dieran señales de vida. El enano finalmente dio unos saltitos y echó a caminar hacia la brecha, ante la que se detuvo al oír la sarcástica risita de su hermano.

—¡Esa brecha la has abierto tú! —lo acusó Ivan.

—Ji, ji, ji…

—Si podías hacer algo así, ¿por qué nos hemos pasado dos días aquí sentados?

Pikel alzó el torso apoyándose en los codos y se encogió de hombros.

—¡Vámonos de una vez! —dijo Ivan.

—Quia —denegó Pikel.

Ivan se lo quedó mirando con incredulidad.

—¿Por qué no?

Pikel se levantó de un salto y empezó a dar brincos.

—¡Sshhh! —le urgió con el índice en los labios.

—¿A quién estás pidiendo silencio? —preguntó Ivan, entre furioso y atónito.

¡Pero si estás hablando con esos malditos árboles! —cayó en la cuenta.

Pikel lo miró y se encogió de hombros.

—¿Me estás diciendo que esos malditos árboles avisarán a los malditos elfos que nos hemos escapado?

Pikel asintió.

—¡Pues bien, hazlos callar!

Pikel volvió a encogerse de hombros.

—Eres capaz de trasladarlos y de moverte a través de ellos, ¿y no eres capaz de hacerlos callar?

Pikel de nuevo se encogió de hombros.

Ivan pateó el suelo con su bota.

—¡Pues bien, que se lo digan a los elfos! ¡Veremos si esos malditos elfos son capaces de atraparme!

Pikel se puso las manos en las caderas y ladeó la cabeza en expresión de duda.

—¡Sí, sí! ¡Ya sé lo que vas a decirme! —contestó Ivan, con un gesto desdeñoso a su hermano.

Estaba claro que Ivan no tenía armas. Estaba claro que no tenía coraza. Estaba claro que no sabía dónde se encontraba o cómo conseguiría salir de allí. Estaba claro que no lograría adentrarse diez metros en el bosque sin ser atrapado y, acaso, malherido.

Pero nada de todo eso importaba al temperamental enano. Ivan quería hacer algo, lo que fuera, para burlar a sus captores. Así eran los enanos, e Ivan era un enano hasta la médula. Lo mejor era propinarle un cabezazo al enemigo, por mucho que éste vistiera una coraza con un peto acaso reforzado con pinchos. Todo era preferible a quedarse cruzado de brazos.

Más decidido que nunca, Ivan cruzó la brecha abierta entre los árboles y se perdió en la espesura.

Pikel emitió un suspiro y se dispuso a calzarse las sandalias. Sin embargo, tras oír un ruido entre los árboles, dejó lo que estaba haciendo, volvió a tumbarse sobre la hierba y siguió admirando las estrellas. En paz absoluta.

—¡Jamás hubiera creído que un enano pudiese mover un árbol sin la ayuda de un hacha! —comentó Innovindil.

Innovindil se hallaba junto a Tarathiel, sobre una baja rama de árbol que daba al pequeño claro, absorto en la contemplación de los dos hermanos.

—Salta a la vista que ese enano tiene poderes druídicos —dedujo Tarathiel.

¿Cómo es posible?

Innovindil soltó una risita.

—Quizás los enanos estén alcanzando un plano superior de la conciencia, aunque no es fácil de creer cuando uno se fija en ese desastrado.

Mientras contemplaba a Pikel, que seguía entreteniéndose en mover los dedos de los pies, Tarathiel asintió en silencio a las palabras de su interlocutora.

Los dos siguieron contemplando el claro. Pocos minutos después de que Ivan se hubiera adentrado en la espesura, el temerario, vociferante enano fue arrastrado por tres elfos de regreso al claro.

—Podría ser un peligro —apuntó Innovindil.

—Todavía no estamos seguros de cuáles son sus intenciones —recordó Tarathiel.

Innovindil llevaba todo el día abogando por la liberación de los enanos, a quienes proponía escoltar y dejar sueltos en el Bosque de la Luna.

—¿Por qué no lo pones a prueba? —propuso Innovindil, como si hubiera acabado de tener una revelación—. Si ese enano es el druida que parece ser, que lo demuestre.

Veamos cómo se las arregla Pikel Rebolludo en la arboleda de Montolio.

Tarathiel se acarició la barbilla afilada, sonriendo al sopesar las palabras de su compañera. Innovindil acaso estuviera en lo cierto, circunstancia que no sorprendería a Tarathiel. Innovindil contaba con una excepcional agudeza que en más de una ocasión le había servido para encontrar la salida a atolladeros muy complicados.

Tarathiel volvió su rostro hacia ella, pero Innovindil seguía teniendo la mirada fija en el claro, con un brillo inquieto en los ojos. Con un gesto, Innovindil de pronto le indicó que la acompañara. Tras bajar de un salto de la rama, Innovindil se dirigió al centro del claro, donde la confrontación entre el Rebolludo de las barbas amarillas y los tres elfos empezaba a adquirir un cariz bastante serio.

—Un momento, Ivan Rebolludo —dijo. Todos los rostros se volvieron en su dirección—. Vuestra ira no está justificada.

—¡Bah! —se mofó el enano, con un gesto característico en él—. ¿Es que te propones mantenerme enjaulado para siempre, elfa? ¿Y te parece que me gusta esa perspectiva?

—Y si alguno de nosotros se presentara por las buenas en vuestro país, ¿te parece que sería recibido con los brazos abiertos? —respondió ella con sarcasmo.

—Lo más probable —contestó Ivan, dirigiendo una mirada furibunda a Pikel, que soltó una nueva risita—. Cadderly siempre se muestra amable con los visitantes, incluso cuando son humanos.

—Me refiero a vuestro propio país, al país de los enanos —aclaró Innovindil, siempre rápida de reflejos.

—No, es posible que no… —admitió Ivan de mala gana—. Pero ¿a qué elfo se le ocurriría ir allí?

—¿Y a qué enanos se les ocurre salir del tronco de un árbol? —replicó ella.

Ivan ya iba a contestar, pero guardó silencio, sabedor de que cuanto dijera sería fútil.

—Tocado —reconoció.

—¿Y cómo es posible que un enano consiga mover un árbol? —preguntó la elfa, fijando su mirada en Pikel.

—Cosas mías… —contestó Pikel con una risita, señalándose el pulgar con el pecho.

—La verdad es que el numerito ha sido de impresión —terció Tarathiel con sarcasmo.

—Tiene su truco —concedió Ivan.

—Entonces entenderéis nuestra confusión —dijo Innovindil—. No es nuestra intención manteneros prisioneros, Ivan Rebolludo, pero tampoco estamos en condiciones de soltaros así como así. Os habéis adentrado en nuestro territorio, y entenderéis que la seguridad de nuestro territorio está por encima de cualquier otra consideración.

—Me hago cargo —respondió el enano—. Como espero que vosotros os hagáis cargo de que tengo cosas mejores que hacer que pasarme días enteros aquí contemplando las estrellas. ¡Si por lo menos se movieran un poco…!

—¡Pero está claro que se mueven! —contestó Innovindil con entusiasmo, creyendo que había dado con un punto de interés común, una excusa para romper un poco el hielo.

Sus esperanzas se vieron confirmadas cuando Pikel se levantó de un salto y asintió con viveza.

—Algunas de ellas se mueven, por lo menos —explicó la elfa.

Innovindil se acercó a Ivan y señaló una estrella particularmente brillante que relucía a poca altura en el horizonte, justo encima de las copas de los árboles. Así siguió un momento, hasta que se volvió hacia Ivan, quien la estaba contemplando con los ojos incrédulos y las manos en las caderas.

—No cambiemos de tema —dijo Ivan con tono seco.

—Tienes razón —admitió la elfa.

—Por lo demás, no es la primera vez que tratamos con elfos —indicó Ivan—. En el Bosque de Shilmista combatimos con una hueste de ellos contra los orcos y los goblins. ¡Esos elfos se llevaron estupendamente con mi hermano y conmigo!

—¡Mi hermano! —coreó Pikel.

—Es posible que nosotros también acabemos llevándonos bien —dijo Innovindil—. No me extrañaría en lo más mínimo, pero tenéis que ser pacientes. La cuestión es demasiado importante para que nos precipitemos.

—Las elfas nunca cambiaréis —sentenció Ivan con un suspiro de resignación.

Cierta vez fui al mercado de Carradoon en compañía de una elfa que quería comprar vino. La elfa se pasó toda la mañana yendo de un puesto a otro, hablando con este y otro mercader, sin terminar de decidirse, hasta que en el último momento compró una botella del primer vino que había atraído su atención. ¡Típico!

—Lo que sucedió fue que a esa elfa le gustaba tomarse su tiempo para asegurarse de que se llevaba el mejor vino, lo mismo que nosotros a la hora de saber más sobre Ivan y Pikel Rebolludo —explicó Innovindil.

—Sabríais más de nosotros si nos dejarais salir de este condenado claro.

—Es posible. Como también es posible que pronto os dejemos salir.

Innovindil fijó su mirada en Tarathiel, que, estaba claro, no compartía su generosa disposición. Innovindil le soltó un ligero codazo en las costillas.

—Ya veremos… —apuntó Tarathiel, de mala gana.

Thibbledorf Pwent pegó una patada a una pequeña piedra, que salió despedida por los aires.

—Ése no es el comportamiento que Bruenor espera de ti —lo regañó Cordio Carabollo, el clérigo que había acompañado a los heridos en su camino de regreso a Mithril Hall.

Cordio y los demás habían encontrado a Pwent y sus Revientabuches acampados en una meseta situada al norte del Valle del Guardián. Se habían establecido allí con los suyos después de escoltar el grueso de la columna hasta Mithril Hall.

El encuentro entre ambos grupos estuvo en un tris de resultar desastroso, pues Pwent y los suyos al principio se lanzaron al ataque contra los recién llegados, a quienes tomaron por enemigos. Cordio y los demás tuvieron que hacer gestos frenéticos desde el valle para que los bizarros Revientabuches se dieran cuenta de quiénes eran en realidad.

Una vez aclaradas las cosas, Pwent y los suyos se tranquilizaron al saber que Bruenor y sus compañeros se encontraban bien. Cordio entonces les explicó que su señor pensaba regresar a Mithril Hall siguiendo un camino más largo, empeñado como estaba en garantizar la seguridad de los asentamientos de la zona, como correspondía a su condición de rey.

—¡Ése no sabe quién soy yo! —exclamó Pwent a gritos—. ¡Me propongo salir a por él y hacerlo volver por las buenas o por las malas!

—Bruenor sabe muy bien quién eres: un guerrero leal que sabe obedecer su voluntad —replicó Cordio, también alzando la voz.

Pwent se hizo a un lado y propinó una nueva, tremenda patada a otra piedra. Esta piedra, sin embargo, era de tamaño mucho mayor y estaba medio hundida bajo la tierra, de forma que su patada apenas consiguió moverla. Pwent hizo lo que pudo por disimular la fuerte cojera que al instante lo atenazó.

—Tu misión consiste en organizar dos campamentos —lo reconvino Cordio.

Deja de dar patadas a las piedras o acabarás por hacerte polvo los dedos de los pies. Es importante que envíes emisarios a Mithril Hall, mantengas tu campamento aquí y establezcas un segundo campamento junto al Surbrin, al norte de las minas.

Pwent escupió al suelo y soltó un gruñido, si bien asintió a esas indicaciones y al momento se aprestó a ponerlas en práctica, ladrando una retahíla de órdenes que puso en acción a una miríada de Revientabuches. Ese mismo día, lo que era un simple campamento provisional en el que esperar el regreso de Bruenor se transformó en una pequeña fortaleza con muros de piedras encajada en la cara septentrional de una montaña situada al norte del Valle del Guardián.

A la mañana siguiente, una columna de doscientos guerreros salió de Mithril Hall en dirección al norte para unirse a los Revientabuches, en el preciso momento en que ciento cincuenta guerreros más salían por la puerta oriental de Mithril Hall y se encaminaban al norte, por otra ruta, en dirección a la ribera del Surbrin, cargando con las herramientas y los materiales precisos para erigir una segunda fortificación.

Thibbledorf Pwent al momento encomendó funciones de enlace a sus Revientabuches, a los que asignó el recorrido de las sendas que unían ambos campamentos.

A Pwent lo reconcomía la obligación de permanecer tan al sur, pero cumplió su cometido con eficiencia. Sin abstenerse, por otra parte, de enviar distintas partidas de reconocimiento al norte y el noreste, por si daban con su señor bienamado y ausente.

Por lo demás, Pwent en todo momento tenía presente que Bruenor no habría ordenado la construcción de los dos campamentos fortificados si no los hubiera estimado necesarios en el futuro.

Lo que hacía que la espera fuese todavía más inquietante.

—¿De veras es un druida? —preguntó Tarathiel, atónito después de que dos miembros de su clan lo hubiesen informado de que los encantamientos de Pikel no tenían nada de patraña, de que el enano parecía tener poderes druídicos.

A su lado, Innovindil tuvo que hacer esfuerzos para reprimir una sonrisa. Lo cierto era que se lo estaba pasando en grande con aquellos invitados inesperados. De hecho, había pasado bastante tiempo en compañía de Ivan, el gruñón, quien era un enano de pura casta. Innovindil e Ivan habían estado intercambiando viejas anécdotas e historias, y aunque el enano seguía siendo técnicamente un prisionero, estaba claro que el contacto con Innovindil le había alegrado el ánimo, de forma que ahora ya no se mostraba tan problemático como antes.

Con todo, Tarathiel seguía pensando que Innovindil estaba comportándose como una tonta al preocuparse de aquel modo por los enanos.

—Ese Pikel reza a Mielikki regularmente, y de modo sincero —explicó uno de los observadores—. No hay duda de que sus poderes mágicos son reales. Lo que es más, sus poderes superan en mucho a los que pudiera tener cualquier clérigo encomendado a un dios de los enanos.

—No entiendo nada —dijo Tarathiel.

—Ese Pikel Rebolludo es difícil de entender —intervino el segundo observador—. En todo caso, por lo que hemos visto, sus poderes son reales. Estamos ante un verdadero sacerdote de los bosques, «un druidón», como se define a sí mismo.

—¿Su magia es muy poderosa? —preguntó Tarathiel, que siempre había tenido sumo respeto a los druidas.

Los dos observadores cruzaron sendas miradas. De su expresión se deducía que la pregunta les resultaba incómoda.

—No es fácil decirlo —contestó el primero—. La magia de Pikel es… esporádica.

Tarathiel lo miró con curiosidad.

—Se diría que Pikel sólo recurre a los encantamientos de forma ocasional —intentó explicar el otro—. En general son encantamientos de escasa envergadura, aunque a veces parece contar con unos poderes extraordinarios, como los que corresponderían a un druida de primer rango, el equivalente a un sumo sacerdote.

—Uno diría que se las ha arreglado para hacerse con el cariño de la diosa, que lo tiene en gran estima —añadió el primer observador—. Uno diría que Mielikki, o alguna de sus asociadas, se interesa por su suerte y lo protege en todo momento.

Tarathiel hizo una pausa para digerir esa información.

—Seguís sin responder a mi pregunta —repuso.

—Lo que está claro es que no es más peligroso que su hermano —contestó el primer observador—. Salta a la vista que esos dos enanos no constituyen ninguna amenaza para nosotros. Ni para el Bosque de la Luna tampoco.

—¿Estáis seguros?

—Lo estamos —respondió el otro.

—Quizás ha llegado el momento de que hables con los enanos —sugirió Innovindil.

Tarathiel volvió a guardar un silencio pensativo.

—¿Te parece que Amanecer podría transportarlo? —preguntó por fin.

—¿A la arboleda de Montolio?

Tarathiel asintió.

—Veamos si la imagen del símbolo de Mielikki se muestra amable con ese enano que se las da de druidón.