13

Las cosas están claras

Torgar movió la cabeza lo justo para que el tremendo puñetazo se perdiera en el aire. El enano giró sobre sí mismo y se lanzó contra su atacante, a quien mordió con fuerza en el brazo. Su oponente, otro enano, agitó el brazo espasmódicamente mientras insistía en descargar nuevos puñetazos con su mano libre, pero Torgar se limitó a aceptar los golpes y morder con más fuerza, con el cuerpo pegado al de su rival para reducir el impacto de los puñetazos.

Eran varios los enanos enzarzados en aquella pelea de taberna. Los puños y las botellas volaban, las frentes chocaban y más de una mesa o silla salía disparada por los aires para aterrizar con estrépito en la cabeza de un rival.

La bronca no tenía visos de terminar, de modo que el exasperado tabernero, Toivo Soplaespuma, finalmente se rindió en sus intentos de poner paz, apoyó la espalda en la pared y cruzó sus robustos brazos sobre el pecho. La expresión de su rostro estaba entre la resignación y la divertida contemplación del espectáculo. A Toivo no lo inquietaba en demasía la destrucción de su establecimiento, pues sabía que los enanos involucrados en la zapatiesta no tardarían en reparar los desperfectos.

Siempre sucedía así cuando el local que había sido dejado patas arriba era una taberna.

Uno tras otro, los participantes de la trifulca fueron abandonando el establecimiento, por lo general proyectados de un patadón en el trasero y a través de las ventanas hechas añicos hacía rato.

Cuando se calmó el alboroto, Toivo no pudo reprimir una sonrisa al advertir que el causante de la refriega, el propio Torgar Hammerstriker, seguía repartiendo golpes a diestro y siniestro. Lo que tampoco sorprendía a Toivo. El encallecido Torgar raras veces salía trasquilado de una pelea, a no ser que sus rivales estuvieran en aplastante mayoría, y jamás había sido vencido cuando a su lado peleaba Shingles.

Aunque no era tan rápido con los puños como otros enanos, el viejo y malencarado Shingles sabía cómo defenderse y mantener a raya sus enemigos. A Toivo se le escapó la risa cuando un enano furioso se lanzó contra Shingles enarbolando una botella.

Shingles alzó la mano y exhibió una expresión de incredulidad que detuvo en seco a su oponente. A continuación señaló la botella que el otro tenía en alto e hizo un gesto negativo con el dedo cuando su atacante advirtió que en la botella aún quedaba un sorbo de cerveza.

Con un gesto, Shingles indicó al enano que primero apurara la cerveza. Una vez que el enano lo hubo hecho, Shingles echó mano a su propia botella, llena, fingió que se disponía a echar un largo trago y, sin más dilación, estampó un botellazo en el rostro de su adversario, botellazo que no fue sino el prólogo de un tremendo puñetazo que derribó al enano cuan largo era.

—¿Y bien? ¿Acabaréis de una vez? ¡A ver si me limpiáis el local! —gritó Toivo a Torgar, Shingles y un par de enanos más una vez que la pelea por fin hubo terminado.

Los cuatro pusieron manos a la obra, levantando a los enanos semiinconscientes del suelo, aliados y enemigos por igual, y echándolos sin la menor ceremonia por las rotas puertas del establecimiento.

Cuando los cuatro terminaron con su labor y se dispusieron a marcharse, Toivo invitó con un gesto a Torgar y a Shingles a que volvieran al mostrador, en el que estaba sirviendo unas copas.

—¿Una recompensa por el espectáculo de hoy? —preguntó Torgar a través de sus labios tumefactos.

—Me temo que tendrás que pagar las copas y todo lo demás —contestó Toivo.

Si serás tonto… ¿Es que te propones sembrar el caos en toda la ciudad?

—De eso nada, tabernero. Sólo lo siembro de vez en cuando.

—¡Bah! —se mofó Toivo, mientras recogía unos cristales rotos del mostrador.

¿Qué clase de recibimiento esperabas que Bruenor encontraría en Mirabar? Te recuerdo que los de Mithril Hall nos están comiendo el negocio.

—¡Porque son más hábiles que nosotros! —exclamó Torgar, quien al punto se detuvo y llevó la mano a sus labios maltrechos—. Bruenor y los suyos elaboran mejores armas y corazas —explicó ceceante y en tono más pausado—. La única forma de superarlos es que ofrezcamos mejores productos o abramos nuevos mercados. La única forma de…

—No digo que no tengas razón, aunque tampoco digo que la tengas —interrumpió Toivo—. En todo caso, lo que está claro es que llevas días enteros dando la matraca con esta cuestión. ¿Te sorprende que algunos se lo tomen a mal? ¿O es que te propones encabezar una insurrección de los enanos contra el Marchion y el Consejo? ¿Es lo que te propones? ¿Sumir a Mirabar en una guerra civil?

—Claro que no.

—¡En ese caso cierra la bocaza de una vez! —soltó Toivo—. Esta noche te has lucido al venirnos a todos con el cuento de siempre. ¡Si serás memo! Sabes muy bien que la mitad de los enanos de por aquí están inquietos por la cantidad cada vez menor de oro que tienen en sus cofres. Y también sabes que sus perjuicios tienen origen en la ascensión de Mithril Hall. ¿Es que no te das cuenta de que tus palabras dan ideas a muchos?

Torgar hizo un gesto despectivo y se agachó a beber de su copa, que venía a ser el reflejo de su impotencia para contrarrestar los argumentos del tabernero.

—Toivo no anda desencaminado —dijo Shingles, a quien Torgar fulminó con la mirada—. No es que me haya cansado de peleas —agregó Shingles—. Lo que pasa es que no es buena cosa derramar por los suelos tantos litros de buena bebida como hemos hecho esta noche.

—Lo que pasa es que me tienen hasta las narices —repuso Torgar, con voz repentinamente contrita y fatigada—. Bruenor no es nuestro enemigo, y de nada sirve tratarlo como tal. Lo que tendríamos que hacer es luchar por competir debidamente con Mithril Hall.

—Reconocerás que quienes rigen esta ciudad tampoco te caen demasiado bien. Ni el Marchion ni esos cuatro mequetrefes que lo siguen por todas partes y que no asustarían a un niño —agregó Toivo—. ¿O es que me equivoco?

—Si Mithril Hall estuviera poblado por humanos, ¿te parece que el Marchion y los suyos se mostrarían así de decididos a plantarles cara?

—Sí que me lo parece —contestó Toivo sin vacilar—. Como me parece que en ese caso no te tomarías tan a pecho la rivalidad entre ambas ciudades.

Torgar hundió la cabeza entre sus brazos, cruzados sobre el mostrador. El tabernero no iba equivocado, como sabía en el fondo. Algo en su interior lo llevaba a considerar a Bruenor y los suyos una especie de parientes lejanos. Tanto los enanos de Mithril Hall como los de Mirabar provenían del viejísimo Clan Delzoun, cuya existencia se perdía en la noche de los tiempos. Mithril Hall, Mirabar, Felbarr… Todos los enanos estaban unidos por un histórico vínculo de sangre. Y a Torgar lo reventaba que unas pequeñas diferencias de índole comercial pudieran interponerse entre quienes venían a ser hermanos de sangre.

Por si eso fuera poco, durante la visita de Bruenor y los suyos, Torgar se había encontrado muy a gusto entre ellos.

—¿Por qué no dejas de provocar a la gente y dejamos de meternos en peleas? —propuso Shingles finalmente, dirigiéndose a Torgar, a quien dirigió un guiño de complicidad—. Si hay que pelearse, que sea de tarde en tarde. Yo ya no estoy para estos trotes. ¡Y mañana me va a doler todo el cuerpo!

Toivo dio una palmadita a Torgar en la espalda y salió de detrás del mostrador para barrer los desperfectos.

Torgar se pasó la noche entera de tal guisa, con la cabeza entre los brazos cruzados, apoyados en el mostrador. Pensando.

Y preguntándose, para su propia sorpresa, si habría llegado el momento de marcharse de Mirabar.

—Espero que el elfo no los atrape y liquide esta misma noche —comentó Bruenor—. Pues nos quedaríamos sin diversión.

Dagnabbit fijó en su rey una mirada de curiosidad, esforzándose en comprender el significado de sus palabras. Al fin y al cabo, sólo habían visto las huellas de un par de orcos, dos brutos desvalidos que huían despavoridos y ansiosos por esconderse. Los últimos días habían discurrido bajo un mismo patrón, consistente en dar cacería a grupitos minúsculos, a veces a uno o dos orcos aislados, por esta u otra senda de montaña. Bruenor se quejaba de que, con frecuencia, Drizzt, Cattibrie, Wulfgar y Regis eran los primeros en atacar a los monstruos en fuga, con quienes acababan antes de que el grueso de la columna tuviera ocasión de intervenir.

—Me temo que no hay mucha presa que cazar —objetó Dagnabbit.

—¡Bah! —se mofó el rey de los enanos, dejando su escudilla vacía de potaje en el suelo—. ¡Más de la mitad de esos orcos asquerosos escaparon a nuestra emboscada y todavía no hemos atrapado más que a una docena!

—Podéis estar seguro de que a cada día que pasa aumentan las probabilidades de que los demás se escondan en unos agujeros cada vez más profundos. Y no vamos a darles caza allí.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no?

El tono con que Bruenor pronunció estas palabras no podía ser más revelador del afán de combate que anidaba en el corazón del señor de los enanos.

—Me pregunto para qué estáis aquí, señor —repuso Dagnabbit con tono respetuoso—. Vuestro amigo el elfo oscuro y su pequeño grupo se bastan y sobran para limpiar la comarca de orcos. Y lo sabéis perfectamente.

—Tenemos que llegar a Shallows y avisar a las gentes del lugar. ¡Y tenemos que avisar a las ciudades vecinas!

—Ésa es otra misión que Drizzt podría llevar a cabo sin nuestra ayuda, acaso más rápidamente.

—Nada de eso. Por mucho que Drizzt tratase de avisarlos, los lugareños recibirían a pedradas a ese maldito elfo.

Dagnabbit negó con la cabeza.

—El nombre de Drizzt Do’Urden es conocido por muchos. Y cuando ése sea el caso, bastará con que Catti-brie, Wulfgar o su pequeño compañero sean los encargados de transmitir la alerta. Por mucho que la mitad de los orcos lograra escapar, sabéis bien que no conseguiremos atrapar más que a un puñado. De la partida original no queda nada. A estas alturas, esos brutos andan dispersos y ocupados en cavar túneles cuanto más profundos mejor. Esos orcos no son una amenaza para nadie.

—¿Tú crees que no hay más orcos? —dijo Bruenor.

—Si hay más enemigos en la región, doble motivo para que volváis a Mithril Hall cuanto antes —razonó Dagnabbit—. Cosa que también sabéis perfectamente. Por eso me pregunto ¿qué estamos haciendo aquí, mi señor? ¿Qué estamos haciendo aquí?

Bruenor se arrellanó en el leño sobre el que estaba sentado y miró a Dagnabbit con absoluta seriedad.

—Respóndeme a una pregunta: ¿prefieres estar aquí, con tus barbas al viento y tu hacha en las manos, con la perspectiva de dar buena cuenta de un orco muy pronto, o preferirías estar en Mithril Hall, conversando con algún pisaverde embajador de Luna Plateada o Sundabar, o discutiendo sobre cláusulas comerciales con algún mercader de Mirabar? ¿Tú qué prefieres, Dagnabbit?

Su interlocutor tragó saliva ante aquella pregunta tan directa como inesperada. Por supuesto, siempre era posible recurrir a una respuesta política, respuesta que en último término no sería sino una mentira, cosa que Bruenor sabía tan bien como el propio Dagnabbit.

—Lo que yo quiero es estar al lado de mi señor, pues ésa es mi misión y… —adujo el joven enano, sin que Bruenor picara en el anzuelo.

—O lo uno o lo otro —cortó el soberano—. ¿Tú qué prefieres? ¿Una cosa o la otra?

—Mi deber…

—¡No te estoy preguntando por tu deber! —zanjó Bruenor—. Hasta que no estés dispuesto a hablarme con sinceridad, olvídate de volver a dirigirme la palabra —añadió con tono acalorado—. Por el momento, mejor harás en traerme otra escudilla de potaje, ¿o es que pretendes matarme de hambre? ¡Cumple con tu maldito deber de una vez, fantoche!

Bruenor alzó su escudilla vacía. Pero Dagnabbit no se levantó de inmediato a cumplir lo ordenado.

—Es cierto que prefiero estar aquí —admitió por fin—. Como prefiero estar luchando contra los orcos que pasarme el día entero en la fragua.

Una sonrisa relució tras las llameantes barbas rojizas de Bruenor.

—Entonces ¿por qué me vienes con semejantes preguntas? —demandó—. ¿Es que piensas que yo soy distinto a ti? Por muy rey que sea, también soy igual a todos los demás miembros del Clan Battlehammer.

—Lo que pasa es que no tenéis ninguna intención de volver a vuestro reino —osó decir Dagnabbit—. Tenéis decidido que ésta va a ser vuestra última aventura.

Bruenor guardó silencio y se encogió de hombros, momento en que reparó en que un par de ojos color púrpura lo estaban observando desde unos arbustos vecinos.

—Lo que tengo decidido es que me apetece repetir de ese potaje —se limitó a decir.

Dagnabbit lo contempló por un instante, asintiendo en gesto pensativo.

—Espero que ese maldito elfo no acabe él solo con todos los orcos sin daros una oportunidad —concluyó, antes de ponerse en pie y dirigirse a la hoguera.

Una vez que Dagnabbit se hubo alejado, Drizzt Do’Urden salió de los arbustos y se sentó junto a Bruenor.

—Supongo que ni uno de esos dos orcos sigue con vida, ¿me equivoco? —preguntó Bruenor.

—Catti-brie es una arquera espléndida —respondió el drow.

—En tal caso, tendrás que encontrar las huellas de más orcos.

—No dudéis de que las sabré encontrar —contestó el drow—. Aunque, tal y como se han escondido, podríamos pasarnos años rebuscando en estas montañas. —Drizzt miró a Bruenor con intención, hasta que el soberano no tuvo más remedio que devolverle la mirada—. Cosa que sabéis muy bien.

—Primero Dagnabbit y ahora tú —dijo Bruenor—. ¿Se puede saber qué es lo que quieres de mí, elfo?

—Que obréis según os dicte vuestro propio corazón —respondió Drizzt—. Nada más y nada menos. Cuando emprendimos esta aventura, vuestro andar decidido hablaba del entusiasmo que anidaba en vuestro espíritu. En aquel momento creíais encontraros al comienzo de una aventura formidable, la más formidable de todas.

—Y sigo creyéndolo.

—No —respondió Drizzt—. Nuestro encuentro en el Paso Rocoso fue premonitorio de las dificultades que nos aguardaban en el camino. Y sabéis perfectamente que una vez que hayáis vuelto a Mithril Hall, ya no os permitirán volver a salir de vuestro reino. Lo intentarán por todos los medios.

—Te crees muy listo, ¿verdad, elfo? —respondió Bruenor con un gesto desdeñoso—. Pues es posible que te estés pasando.

—Se trata de una simple observación —contestó Drizzt—. Desde que salimos del Valle del Viento Helado, Bruenor Battlehammer no ha hecho sino encontrar dificultades a cada paso. Excepto cuando el camino nos ha aportado alguna distracción temporal, como la visita a Mirabar o esta cacería en las montañas.

Bruenor dio un paso adelante y agarró la vacía escudilla de Dagnabbit. Tras agitarla un momento en el aire, se acercó a la olla del potaje, hundió la escudilla en ella y volvió a su sitio con la escudilla en las manos, chupándose los dedos rechonchos y empapados en la espesa salsa.

—Lo que está claro es que en Mithril Hall me servirán el potaje en una vajilla de las buenas, en un plato de los buenos, con una servilleta de las buenas.

—Las servilletas siempre os han parecido superfluas.

Bruenor se encogió de hombros sin decir palabra, aunque la expresión de su rostro reveló a Drizzt que el rey de los enanos empezaba a intuir el significado último de sus palabras.

—Por eso sugiero que, nada más llegar a Mithril Hall, lo primero que hagáis sea nombrar un administrador temporal —propuso el drow—. Así podréis convertiros en lo que de veras queréis ser: un rey errante y aventurero, dispuesto a acrecentar la influencia de su pueblo, siempre a la busca de otro reino perdido y aún más antiguo.

Mithril Hall está perfectamente capacitado para funcionar por sí solo. Si no lo creyerais así, jamás os habríais aventurado a visitar el Valle del Viento Helado.

—No es tan fácil como lo pintas.

—Vos sois el rey. Y a vos os toca definir cuál es la función de un rey. La rutina de la corte acabará por atraparos, justo lo que más teméis, pero tal cosa sólo sucederá si vos mismo permitís que os atrape. En último término, sólo Bruenor Battlehammer puede decidir el destino de Bruenor Battlehammer.

—Sigo opinando que pintas las cosas más fáciles de lo que son, elfo —dijo Bruenor—. Aunque no digo que andes desencaminado…

Tras emitir un suspiro, el rey de los enanos bebió un largo sorbo de su escudilla.

—Me pregunto si sabéis bien lo que queréis —repuso Drizzt—. ¿U os sentís un tanto confuso, amigo mío?

—¿Te acuerdas de cuando salimos en busca de Mithril Hall por primera vez? —preguntó Bruenor—. ¿Recuerdas que te engañé y te hice creer que me encontraba en mi lecho de muerte?

A Drizzt se le escapó una risa. Jamás se olvidaría de aquel episodio. Al frente de las gentes de Diez Ciudades, acababan de obtener una sonada victoria sobre las huestes de Akar Kessell, el señor de la Piedra de Cristal. Cuando Drizzt se entrevistó con Bruenor, éste parecía hallarse en su lecho de muerte, lo que no era sino un engaño destinado a conseguir que el drow lo ayudara a encontrar Mithril Hall.

—Reconozco que no necesité mucha persuasión —admitió Drizzt.

—Cuando por fin dimos con el reino perdido, pensé dos cosas —explicó Bruenor—. Por un lado, mi corazón latía como nunca. ¡Puedes estar seguro! Por fin me encontraba en mi verdadero hogar… Por fin podría vengar a mis antepasados. Elfo, cuando sumimos a aquel dragón en la oscuridad eterna, me dije que aquél era el mejor momento de mi vida. ¡Al mismo tiempo, no se me escapaba que también era el peor momento de mi vida!

Drizzt asintió, intuyendo adónde quería ir a parar el otro.

—¿Y qué pensasteis cuando por fin dimos con Mithril Hall? —preguntó, sabedor de que Bruenor precisaba decirlo en voz alta, admitirlo abiertamente.

—¡En verdad me sentía eufórico! Pero a la vez… —Bruenor Battlehammer meneó la cabeza y volvió a suspirar—. A la vez, cuando emprendimos el regreso desde el sur y mi clan volvió a hacerse cargo de nuestro reino, mi corazón estaba empañado por la tristeza.

—Porque sabíais que la aventura y los nuevos paisajes tenían prioridad sobre el objetivo.

—¡Tú lo sabes tan bien como yo!

—¿Por qué pensáis que Catti-brie y yo nos marchamos con tanta prontitud de Mithril Hall, una vez concluida la guerra contra los drows? Me temo que en eso somos iguales. Es un rasgo de nuestra naturaleza que un día acabará con nosotros.

—Pero hasta entonces lo habremos pasado en grande, ¿no te parece, elfo?

Drizzt rompió a reír. Bruenor secundó sus risas, y Drizzt se dijo que parecía como si al rey de los enanos le hubieran quitado un enorme peso de encima. Con todo, la risa de Bruenor cesó de modo abrupto y una expresión sombría se adueñó de él.

—¿Qué hay de la chica? —inquirió el señor de los enanos—. ¿Y si le sucede algo malo en el transcurso de esta aventura? Si resulta muerta en el camino, pongamos por caso, ¿no te parece que el remordimiento te perseguirá hasta el último día de tu existencia?

—Es algo en lo que pienso con frecuencia —admitió el drow.

—Ya viste lo que el remordimiento hizo con Wulfgar —añadió Bruenor—. El bárbaro llegó a olvidarse de quién era. Su mente sólo atendía al recuerdo de lo sucedido.

—Ése fue un error por su parte.

—¿Me estás diciendo que todo te da igual?

Drizzt soltó una risa sonora.

—Por favor, no me hagáis decir lo que no es verdad. Por supuesto que no es como lo pintáis. Pero, respondedme a una pregunta, Bruenor Battlehammer, ¿hay alguien en el mundo que quiera a Catti-brie o a Wulfgar más de lo que vos los queréis? Y sin embargo, ¿tenéis previsto obligarlos a vivir el resto de sus días entre los recios muros de Mithril Hall?

Tras una breve pausa, Drizzt agregó: —Por supuesto que no. Tenéis confianza en Catti-brie y por eso le dejáis campar a sus anchas. Le habéis permitido entrar en combate y la habéis visto herida. No me parece que el vuestro sea el comportamiento habitual en un padre adoptivo, si queréis saber mi opinión.

—¿Y quién te ha dicho que quiero saber tu opinión?

—Bien, si quisierais saberla…

—¡Si quisiera saberla y me respondieras de esa forma, te ganarías un puntapié en ese flaco trasero que tienes!

—Si quisierais saberla y os respondiera de esa forma, no seríais lo bastante rápido para acertar en mi flaco trasero. Y luego os encontraríais con que una lluvia de golpes estaría cayendo sobre vuestra pétrea cabezota.

Bruenor hizo un gesto desdeñoso y tiró su escudilla al suelo. A continuación se bajó sobre la frente su casco ornado con un cuerno y empezó a golpear el metal con los nudillos.

—¡Elfo, me temo que harían falta más de cien golpes para dañar esta cabeza!

Drizzt sonrió, sin replicar a la bravata del otro.

Cuando Dagnabbit volvió un instante después, su señor estaba de un humor excelente. El joven enano fijó su mirada en Drizzt, quien se limitó a ofrecerle una sonrisa de complicidad.

—Si queremos llegar a Shallows en dos días lo mejor es que nos pongamos en camino cuanto antes —indicó Dagnabbit—. Acabemos con ese pequeño grupo que hemos localizado y olvidémonos de perseguir a más orcos.

—Si es como lo planteas, olvidémonos de los orcos ahora mismo —respondió Drizzt.

Dagnabbit asintió, sin mostrar sorpresa o disgusto por las palabras del drow.

—Veo que insistes en llevarme de vuelta a Mithril Hall como sea —dijo Bruenor, meneando la cabeza. Un trozo de potaje salió volando de sus luengas barbas. El rey de los enanos, al verlo, se la limpió con la mano.

—Hay otra opción: establecer nuestro campamento de avanzadilla en Shallows —repuso Dagnabbit inesperadamente—. Establecer una línea de enlace con Pwent y sus muchachos, que estarían en los dos campamentos vecinos a Mithril Hall y pasarnos el verano limpiando de monstruos las montañas cercanas a Shallows. Las gentes del lugar sabrían apreciar nuestro esfuerzo en ese sentido.

La inicial estupefacción de Bruenor cedió paso a una ancha sonrisa.

—¡Tu plan me parece óptimo! —aprobó, echando mano a su escudilla para repetir por segunda vez—. Mejor que acabe con este potaje antes de que lo haga ese gordinflón de Panza Redonda —explicó el rey de los enanos, y empezó a comer con avidez.

Sentado junto a Bruenor Battlehammer, Drizzt se alegró por su amigo el enano.

Una cosa era saber lo que el corazón ansiaba y otra muy distinta admitir que uno lo sabía.

Como muy distinto era atender a dichas ansias del corazón.

Torgar recorría su lugar asignado en la muralla septentrional de Mirabar. Sus pasos se veían dificultados por una hinchazón en la rodilla que era el producto de las andanzas de la noche anterior. El viento soplaba con fuerza ese día, cubriendo de arena al enano, aunque también era lo bastante cálido como para que Torgar se hubiera soltado un poco el pesado peto de su coraza.

Torgar era consciente de las miradas, de desdén en su mayoría, que los demás centinelas le dedicaban. Su encuentro con Bruenor había sido el inicio de una especie de espiral en descenso, de un sinfín de discusiones a lo largo y ancho de la ciudad, unas discusiones que con frecuencia acababan a puñetazo limpio. Torgar ya estaba harto. Lo único que quería era que le dejasen cumplir con sus deberes en paz, recorrer las murallas sin meterse en más problemas.

Sin embargo, al advertir que un enano vestido con ropajes de excelente calidad se dirigía hacia él, Torgar comprendió que sus deseos no se iban a hacer realidad.

—¡Torgar Hammerstriker! —saludó el consejero Agrathan Hardhammer.

Agrathan se acercó a la escalera que llevaba al parapeto, se arremangó los faldones y emprendió el ascenso.

Torgar seguía caminando en dirección opuesta, contemplando el exterior de la muralla, pero cuando Agrathan volvió a llamarlo, en voz más alta esta vez, comprendió que de nada serviría andarse con dilaciones.

Torgar se detuvo y apoyó las manos fuertes y encallecidas en las piedras de la muralla, con la vista fija en el paisaje desolado.

Agrathan se acercó y también apoyó las manos sobre las almenas.

—¿Anoche te metiste en otra pelea?

—Quien me busca me encuentra —contestó Torgar.

—¿Es que piensas pelearte con todo el mundo?

—Sólo con quienes me busquen las cosquillas.

Torgar fijó su mirada en Agrathan y advirtió que el consejero distaba de mostrarse divertido por sus palabras.

—Tu comportamiento está sembrando la división en Mirabar. ¿Es lo que pretendes?

—Yo no pretendo nada —replicó Torgar con honestidad. Clavando sus ojos en Agrathan, agregó—: Si el problema tiene que ver con mi costumbre de decir siempre lo que pienso, ese problema hace mucho que existe.

Agrathan relajó un tanto su postura y miró a Torgar como si no estuviera en desacuerdo con sus palabras.

—Muchos de nosotros nos sentimos incómodos ante la situación planteada por Mithril Hall. Lo sabes bien. ¡Ya nos gustaría que nuestros principales rivales no fueran los enanos del Clan Battlehammer! Pero da la casualidad de que lo son. Así están las cosas, te guste o no, y de nada sirve enzarzarse en trifulcas con todo el mundo cada dos por tres.

—También nosotros somos responsables de tanta discusión y tanta desavenencia —recordó Torgar—. Por eso mismo sostengo que lo mejor sería llegar a un acuerdo beneficioso para ambas partes. Valdría la pena probarlo. Si nunca lo probamos, ¿cómo vamos a saber si se trata de la solución adecuada o no?

—Tus palabras no dejan de tener sentido —reconoció Agrathan—. Razón por la que la cuestión ha sido debatida en el Consejo de las Piedras Brillantes.

—Entre cuyos miembros se cuentan muy escasos enanos —objetó Torgar.

Agrathan lo miró con frialdad.

—Los enanos tienen sus propios representantes, cuyas palabras son escuchadas con atención por los demás miembros del Consejo —replicó el consejero.

Por la expresión y el tono de su interlocutor, Torgar entendió que había tocado un nervio sensible, pues Agrathan se preciaba de ser un leal integrante del Consejo.

Tentado estuvo de insistir en la cuestión, y hasta de dar la espalda al otro, pero se contuvo. En los últimos tiempos tenía la impresión de que se estaba dejando llevar por una especie de voz interior, una voz por completo ajena a lo que le dictaba el sentido común.

—Al ingresar en la Orden del Hacha de Mirabar tuviste que prestar un juramento —repuso Agrathan—. ¿Te acuerdas de él Torgar Hammerstriker?

Ahora fue Torgar quien miró con frialdad a su interlocutor.

—Juraste obediencia al Marchion de Mirabar, y no al señor de Mithril Hall. Quizá harías bien en meditar al respecto.

El consejero dio unas palmaditas en el hombro de Torgar —eran muchos los que últimamente parecían recurrir a dicho gesto— y se marchó.

Torgar se acordó del juramento prestado, un juramento que no terminaba de casar con la realidad actual de Mirabar.