Algunas exageraciones
—Si no hubieran huido, habríamos ganado la batalla —insistió Urlgen ante su enfurecido padre—. ¡Los gigantes de Gerti huyeron como sabandijas!
Con el entrecejo fruncido, el rey Obould soltó una tremenda patada a un orco muerto. El cuerpo del orco dio media vuelta en el aire antes de volver a caer de bruces sobre el barro. El rostro de Obould expresaba el desprecio más profundo.
—¿Cuántos enanos eran?
—¡Un verdadero ejército! —exclamó Urlgen, agitando sus brazos—. ¡Cientos y cientos de ellos!
Al lado del joven oficial, un orco de rostro atemorizado hizo ademán de protestar, si bien la mirada de desprecio que Urlgen le dedicó enmudeció al bruto al instante.
Obould contempló a su hijo con aire avisado, intuyendo las exageraciones de Urlgen.
—Así que cientos y cientos, ¿eh? —apuntó—. En tal caso, esos tres gigantes de Gerti nada hubieran podido hacer…
Urlgen farfulló que sus fuerzas eran muy superiores, que el número de enanos era irrelevante, y que de haber contado con el concurso de los tres gigantes, habría conseguido una victoria aplastante, lo cual resultó una ridícula aseveración.
Obould no dejaba de advertir que su hijo en ningún momento había pronunciado las palabras «derrota» o «retirada».
—Tengo curiosidad por saber cómo conseguiste escapar —repuso el rey de los orcos—. ¿La batalla fue enconada?
—Se prolongó durante horas y horas —fanfarroneó Urlgen.
—Si los enanos os rodearon, ¿cómo se explica que consiguieras escapar?
—Porque yo y los míos luchamos a brazo partido hasta que conseguimos cruzar sus líneas.
Obould asintió con gesto engañoso, pues sabía que Urlgen y sus guerreros habían salido huyendo a las primeras de cambio, casi con toda seguridad frente a una fuerza enemiga bastante inferior. No obstante, el rey de los orcos prefería no incidir en dicha cuestión por el momento. Ahora mismo, lo principal era relativizar el desastre a fin de conservar la insegura si bien crucial alianza con Gerti.
A pesar de su jactancia y de la confianza que tenía en sus propios efectivos —las tribus de orcos que le habían jurado lealtad—, el astuto monarca sabía que, sin el concurso de Gerti, sus conquistas en la región nunca pasarían de los parajes más desolados de la Frontera Salvaje. Y se vería abocado a sufrir un fracaso similar al de la Ciudadela de Muchaflecha.
Obould asimismo comprendía que a Gerti no le iba a gustar enterarse de que uno de sus gigantes yacía muerto junto a los orcos masacrados por el enemigo. Inquieto por dicha perspectiva, Obould se acercó al gigante caído, cuyo cuerpo exhibía pocas heridas, si bien su garganta había sido arrancada casi por entero.
Confuso, Obould fijó su mirada en Urlgen y encogió los hombros a modo de interrogación.
—Mis guerreros dicen que un gran felino lo atacó —explicó Urlgen—. Un felino negro y enorme que de pronto saltó de ese árbol. El animal mató al gigante, pero el gigante acabó con él.
—¿Y dónde está su cuerpo?
Urlgen frunció la boca de forma que sus formidables colmillos mordieron su labio inferior. Su mirada se fijó en los orcos que lo acompañaban, que, desorientados, empezaron a mirarse entre sí.
—Lo más seguro es que los enanos se lo hayan llevado. Seguramente querían quedarse su piel.
Obould esbozó un gesto de incredulidad. Emitiendo un repentino gruñido, soltó una tremenda patada al gigante muerto y se alejó de allí a grandes zancadas, con el entrecejo fruncido a más no poder, preguntándose por el mejor modo de informar a Gerti del desastre. Quizá podría echar las culpas de lo sucedido a los tres gigantes desertores y añadir que esperaba que en el futuro Gerti le prestara unos guerreros más resueltos en el campo de batalla.
Quizá esa fuera la solución, se dijo. Un grito llamó su atención, un grito proveniente de los numerosos exploradores enviados a examinar el terreno. El aviso del explorador no tardó en llevarlo a desechar sus planes.
Un instante después, Obould se encontraba ante un segundo campo de batalla, ante los cuerpos masacrados de los tres gigantes desaparecidos, entre los que se encontraba una de las amigas más queridas de Gerti. Los tres cadáveres no estaban lejos del lugar en el que Urlgen había establecido su campamento antes del desastre. Obould comprendió que los tres gigantes no habían participado en la batalla por el simple hecho de que habían sido aniquilados antes de que ésta se librara. Con todo, Obould se dijo que, si Gerti se decidía a investigar lo sucedido, y estaba claro que lo haría, tendría que reconocer que los principales responsables de lo sucedido habían sido sus gigantes antes que los orcos de Obould.
—¿Qué pasó? —preguntó a Urlgen.
Como quiera que Urlgen no le respondiese al momento, el frustrado Obould arreó un tremendo puñetazo a su hijo, tumbándolo cuan largo era.
—Obould tiene miedo —indicó Ad’non Kareese a sus tres compañeros de conspiración.
Ad’non había acompañado a Obould a ambos campos de batalla, recomendándole en todo momento que tuviera paciencia, lo que siempre recomendaba al señor de los orcos.
—Es para tener miedo —dijo la sacerdotisa Kaer’lic Suun Wett con una risita, sin que ni Ad’non ni Donnia Soldou compartieran su diversión.
—Lo sucedido podría suponer el final de la alianza —señaló Donnia.
Kaer’lic se encogió de hombros, como si la cosa le trajera sin cuidado. Donnia le dedicó una mirada furiosa.
—¿Preferirías seguir viviendo repantigada en nuestro reino, sin nada que hacer?
—Planteó ella.
—Hay suertes peores.
—Y también las hay mejores —terció Ad’non Kareese—. Tenemos ocasión de sacudirnos el aburrimiento y obtener grandes beneficios, con mínimos riesgos. Yo prefiero seguir el camino emprendido.
—Lo mismo que yo —lo secundó Donnia.
Kaer’lic volvió a encogerse de hombros, como si la cuestión le aburriera y careciera de importancia.
—¿Tú qué piensas? —preguntó Donnia a Tos’un, que estaba sentado a un lado y no se había perdido palabra de la conversación, por mucho que no hubiese hecho el menor comentario.
—Yo creo que haríamos bien en no subestimar a los enanos —contestó el guerrero de Menzoberranzan—. Mi ciudad ya cometió ese error en cierta ocasión.
—Muy cierto —convino Ad’non—. Aunque debo decir que las palabras de Urlgen relativas al número de enanos enemigos me parecen muy exageradas en vista de las dimensiones del campo de batalla. Yo diría que los enanos eran muy inferiores en número; pero, aún así, se las arreglaron para poner a los orcos en desbandada y matar a los gigantes. No es descartable que cuenten con unos formidables poderes mágicos.
—¿Poderes mágicos? —se sorprendió Kaer’lic—. Es sabido que los enanos apenas tienen poderes mágicos.
—Pues yo diría que en esta ocasión se valieron de la magia —insistió Ad’non.
Los orcos hablan de que un gigante fue muerto por un felino enorme, un felino que se esfumó después de acabar con él.
—¿Un felino negro? —aventuró Tos’un.
Los tres fijaron sus miradas en el refugiado de Menzoberranzan.
—Eso mismo —confirmó Ad’non.
Tos’un asintió con gesto de conocedor.
—La pantera de Drizzt Do’Urden —afirmó.
—¿El renegado? —preguntó Kaer’lic, con súbito interés.
—El mismo. Y la pantera mágica que robó de Menzoberranzan. Un enemigo de cuidado.
—¿La pantera?
—La pantera, tanto como el propio Drizzt Do’Urden —corroboró Tos’un—. Drizzt es un enemigo muy peligroso, no sólo de los orcos y los gigantes que se pueda encontrar en el camino, sino también de quienes estén detrás de esos orcos y esos gigantes.
—Pues qué bien —dijo Kaer’lic con sarcasmo.
—Drizzt fue uno de los mejores discípulos de Melee-Magthere —explicó Tos’un—. Luego aprendió de Zaknafein, el mejor maestro de armas de la ciudad. Si Drizzt participó en la batalla, no me extraña que los orcos mordieran el polvo.
—¿Te parece que un solo drow puede decidir la batalla contra un batallón de orcos aliados con gigantes? —preguntó Ad’non con la duda en la voz.
—No —admitió Tos’un—. Pero si Drizzt participó en la lucha, seguro que también lo hizo…
—… El rey Bruenor —acabó la frase Donnia—. Ese renegado es el amigo íntimo y consejero principal de Bruenor, ¿me equivoco?
—No te equivocas —confirmó Tos’un—. Y es muy probable que esos dos contasen con aliados.
—¿Dirías que Bruenor se encuentra lejos de Mithril Hall, al frente de una pequeña columna de enanos? —inquirió Donnia, con una sonrisa taimada en su hermoso rostro—. Si es así, me parece que estamos ante una oportunidad única.
—¿Para asestar un golpe definitivo a Mithril Hall? —repuso Ad’non, siguiendo su línea de razonamiento.
—Y para reforzar la alianza con Gerti.
—O para meternos en problemas y atraer la atención de enemigos mucho más poderosos que nosotros —terció Kaer’lic, cínica como siempre.
—Mi querida sacerdotisa, me temo que te has dejado deslumbrar por la vida muelle, olvidándote así de los placeres que el caos nos proporciona —intervino Ad’non, con una sonrisa tan ancha como la de la propia Donnia—. ¿Es que quieres dejar pasar semejante ocasión de disfrutar de un poco de diversión y obtener los oportunos beneficios materiales?
Kaer’lic hizo ademán de responder, si bien las palabras no terminaban de salirle.
—La verdad, no me entusiasma compartir la vida con esos orcos hediondos —dijo finalmente—. O con Gerti y sus guerreros, que se dan esos aires de superioridad. Más me divertiría enfrentar a Obould con Gerti y ver cómo los orcos y los gigantes se despedazan entre sí. Después nos sería fácil liquidar a los pocos que siguieran con vida.
—Y después nos encontraríamos sumidos en el tedio más absoluto —objetó Ad’non.
—Muy cierto —admitió Kaer’lic—. ¿Y qué si es así? Propongo que nos limitemos a observar con los brazos cruzados cómo se desarrolla esta guerra entre los enanos y nuestros aliados. Si el rey Bruenor se encuentra lejos de Mithril Hall, los acontecimientos pueden sernos beneficiosos. Eso sí, tenemos que obrar con cuidado.
Cuando me marché de la Antípoda Oscura, no lo hice para caer víctima del hacha de un enano o la espada de un drow traidor.
Los demás asintieron en silencio, Tos’un el primero, pues ya había visto caer a varios de sus compañeros a manos de los guerreros de Mithril Hall.
—Yo misma me encargaré de hablar con Gerti. Tranquilos, que sabré comunicarle la noticia del desastre bajo una luz favorecedora para nuestros intereses —aseguró Donnia.
—Yo me mantendré junto a Obould —dijo Ad’non—. Cuando me indiques que ha llegado el momento, convenceré al rey de los orcos para que se entreviste con la giganta.
Después de que los demás se marcharan animados por el plan recién urdido, Kaer’lic se quedó a solas con Tos’un.
—Se acercan tiempos difíciles —predijo la sacerdotisa—. Si nuestros aliados no presentan adecuada resistencia al ejército de los enanos, tendremos que huir para salvar el pellejo.
Tos’un asintió en silencio. Ya había pasado por una experiencia similar.
Obould caminaba con envaramiento al adentrarse en el complejo de cavernas de Gerti, consciente de la expresión hostil con que lo contemplaban tantos gigantes de la escarcha. A pesar de cuanto Ad’non insistía en decirle, Obould estaba seguro de que los gigantes estaban al corriente de las pérdidas sufridas. Y el rey de los orcos sabía que los gigantes tenían una mentalidad muy distinta a la de los miembros de su propia raza. Los gigantes otorgaban importancia extrema a las vidas de todos y cada uno de los integrantes de su clan. A los gigantes de la escarcha les importaba mucho la muerte de sus compañeros.
Cuando el señor de los orcos entró en la sala real, Gerti lo esperaba sentada en su trono de piedra, con el codo posado sobre la rodilla, el delicado mentón en la mano y los ojos azules mirándolo fijamente y sin pestañear en absoluto.
El orco se acercó y se detuvo a unos pasos prudenciales del trono, en previsión de que la giganta le propinara un repentino bofetón. Obould resistió la tentación de referirse inmediatamente a lo sucedido y consideró preferible esperar a que fuese la propia reina quien iniciara la conversación.
Obould tuvo que esperar durante un largo rato.
—¿Dónde están los cuerpos? —preguntó Gerti por fin.
—En el lugar donde cayeron.
Gerti clavó la mirada en él, con los ojos muy abiertos, como si la rabia estremeciese su cuerpo.
—A mis guerreros les es por completo imposible acarrear con ellos —explicó Obould—. Si tal es vuestro deseo, haré que los sepulten bajo montones de piedras. Pero me dije que acaso querríais traer sus cuerpos aquí.
Su explicación tuvo la virtud de calmar a Gerti, quien se arrellanó.
—Quiero que vuestros guerreros acompañen a los gigantes por mí escogidos.
—Por supuesto —convino Obould.
—Me ha llegado el rumor de que la imprudencia de vuestro hijo puede estar detrás de lo sucedido —dijo ella a continuación.
Obould se encogió de hombros.
—Es posible. Yo no me encontraba allí.
—¿Vuestro hijo sigue con vida?
Obould afirmó con la cabeza.
—Porque huyó del campo de batalla al frente de muchos de los vuestros.
El tono era incriminatorio a más no poder.
—Cuando empezó la batalla, con los míos sólo estaba un único gigante, que fue el primero en caer —adujo Obould al instante, deseoso de aplacar la ira de su anfitriona, pues era su intención volver sobre sus pasos con la cabeza todavía sobre los hombros.
Los otros tres gigantes se alejaron del campamento principal en mitad de la noche sin decírselo a nadie.
Por la expresión que se pintó en el rostro de Gerti, el orco adivinó que había acertado en su respuesta, matizando la responsabilidad del desastre sin acusar abiertamente a los gigantes.
—¿Sabéis adónde se dirigieron los enanos una vez concluida la batalla?
—Sabemos que no volvieron directamente a Mithril Hall —respondió Obould.
Mis exploradores no han dado con ningún rastro de una posible marcha hacia el sur o el este.
—Entonces ¿todavía siguen en nuestras montañas?
—Eso pienso —respondió el orco.
—En tal caso ¡encontradlos cuanto antes! —exigió Gerti—. La reina de los gigantes jamás deja una cuenta sin saldar.
Obould reprimió una sonrisa de astucia, sabedor de que era preciso mantener la solemnidad de la ocasión. No le resultó fácil, pues el rey de los orcos intuía que lo sucedido no haría sino redoblar la determinación a luchar de Gerti y sus gigantes.
El rey Obould se preguntó si Bruenor, el señor de los enanos, tenía idea de la catástrofe que empezaba a cernirse sobre él.