11

En un terreno de su elección

El grupo parecía nervioso al avanzar por la senda. De modo inexplicable, en la horda sólo había un gigante. De sus tres compañeros no se veía ni rastro.

Oculto en la copa de un árbol, a escasa altura de la cabeza del gigante, Drizzt Do’Urden advirtió la extrema precaución con que avanzaban sus enemigos, precaución que obligaría a sus compañeros a obrar con mayor precisión todavía. La clave de la situación radicaba en el gigante, como Drizzt había explicado pacientemente a Dagnabbit y Bruenor al planificar el ataque. Firmemente convencido al respecto, Drizzt se había situado en primera línea, por delante de los enanos ocultos en el bosque y dispuesto a descargar el primer golpe, que estimaba decisivo, en compañía de la pantera, su formidable aliada.

La senda aparecía claramente marcada entre los árboles que poblaban la pequeña hondonada. Drizzt contuvo el aliento y se apretó contra el tronco del árbol cuando los avisados orcos enviaron una avanzadilla para inspeccionar el terreno. Menos mal que había logrado convencer a Bruenor y Dagnabbit de que tendieran la emboscada a cierta distancia de allí.

La avanzadilla de cuatro orcos inspeccionó el terreno, pateando los montones de hojas muertas apiladas sobre el suelo. Mientras dos de los orcos se mantenían a la expectativa en primera línea, sus dos compañeros deshicieron lo andado para franquear el paso a la columna.

Ésta reanudó su marcha, sin tantas precauciones como un momento atrás.

Los orcos situados a la cabeza pasaron bajo la posición de Drizzt. Éste dirigió su mirada al otro lado del sendero, donde Guenhwyvar estaba al acecho. Con un gesto, el drow indicó a la pantera que se mantuviera inmóvil pero presta al ataque.

Drizzt se situó sobre una rama que había elegido previamente y echó mano a sus cimitarras, que mantuvo bajo la capa, de forma que su mágico destello y el brillo del metal no lo delatasen.

El gigante seguía caminando, dando largos pasos, con la vista fija al frente.

Drizzt saltó de la rama y aterrizó sobre el descomunal hombro del gigante, sajando una y otra vez con sus cimitarras antes de saltar al otro lado del sendero cuando ya el gigante se aprestaba a agarrarlo. El drow no había causado grandes daños al gigante, pues no era ésta su intención, pero sí había conseguido que el bruto se distrajera un segundo.

Cuando Guenhwyvar saltó tras él, la pantera encontró vía libre a su garganta, donde, mordió firmemente, desgarrando el cuello del gigante.

Éste emitió un sordo rugido y golpeó al felino con sus manazas. Lejos de soltar su presa, Guenhwyvar siguió cerrando sus mandíbulas, hundiendo sus colmillos en la carne, mordiendo con fuerza cada vez mayor, machacando la tráquea del gigante, abriendo las arterias de su cuello.

En el suelo, los orcos salían de estampida, huyendo del patear del gigante y de las ramas de árbol que caían al suelo.

—Pero ¿qué pasa? —quiso saber el orco.

—¡Un maldito gato de las montañas! —exclamó otro orco—. ¡Un enorme gato negro!

El gigante finalmente consiguió quitarse a Guenhwyvar de encima, sin darse cuenta de que el felino acababa de arrancarle un gran trozo de cuello. Con un esfuerzo adicional, el bruto aferró a la pantera y empezó a apretar. Guenhwyvar emitió un lastimero, prolongado gemido de dolor.

Estremecido por aquel sonido, Drizzt envió a la pantera a su plano astral. Por mucho que el gigante seguía apretando con las manos, la pantera al instante se convirtió en una niebla insustancial.

El monstruo se llevó la mano al hombro y palpó la sangre, que brotaba a chorro.

Frenético, el gigante se revolvió y pateó el suelo, aterrorizando a los orcos antes de desplomarse dando boqueadas.

—¡El gigante ha matado al gato! —exclamó uno de los orcos—. ¡La bestia se encuentra bajo su cuerpo!

Un par de orcos corrieron a socorrer al gigante, si bien el aterrado mastodonte los apartó de su lado a manotazos. Eran multitud los orcos cuya atención estaba por completo concentrada en el gigante y se preguntaban si sería capaz de levantarse o no.

Razón por la que no vieron que los enanos los estaban rodeando con sus martillos de guerra.

Sumidos en la confusión más absoluta, los orcos discutían a gritos entre ellos.

Hasta que un orco volvió el rostro lo suficiente para darse cuenta del sigiloso avance de los enemigos. Abriendo mucho los ojos, el orco señaló a los enanos y abrió la boca en un grito.

El grito al instante fue secundado por los demás. Al griterío de los orcos muy pronto se le sumó el de los enanos, que corrían al asalto, arrojando una primera lluvia de flechas y lanzas antes de recurrir a sus hachas, martillos, espadas y piquetas para sembrar la muerte entre sus enemigos.

Un orco trató de reagrupar a sus compañeros, hasta que una cimitarra hendió su espalda y le atravesó un pulmón. Otro orco asumió entonces el mando, hasta que una flecha silbó en el aire y se clavó en el tronco de un árbol, a escasos centímetros de su cabeza. Más preocupado por su propia seguridad que por la organización de la defensa, el efímero cabecilla salió corriendo despavorido.

Justo cuando la primera de las líneas empezaba a tener un mínimo de organización, Wulfgar arremetió describiendo molinetes con su martillo de guerra y abatiendo enemigos de dos en dos. Aunque recibió algunos golpes en la refriega, el bárbaro no cejó en su empuje, alentado por la canción que sus labios dedicaban a Tempus, su particular dios de la guerra.

A un lado, Cattibrie se debatía entre la euforia y el dolor. Cada vez que tensaba su arco se veía obligado a destensarlo, frustrada. Sus dedos lesionados le impedían disparar, pues tenía miedo de herir a alguno de sus compañeros sumidos en el fragor de la batalla.

A todo esto, seguía sin saber dónde se encontraba Drizzt entre aquel amasijo de orcos.

Aunque le dolía no participar en la batalla, Cattibrie entendía que ésta se estaba desarrollando del mejor de los modos posibles. Sus camaradas habían pillado a los orcos desprevenidos, sin que los fieros enanos mostraran la menor vacilación en su asalto.

Cattibrie encontraba particularmente alentadora la forma de luchar de Wulfgar.

El bárbaro luchaba con ferocidad y confianza en sus propias fuerzas, propinando golpes mortales a diestro y siniestro. Su estampa era la de un hombre muy distinto al de antaño, inseguro de sí, temeroso y ansioso de proteger a los suyos por encima de todo. Éste no era el hombre que había abandonado sus filas cuando se lanzaron contra la Piedra de Cristal.

Éste era el Wulfgar que había conocido por primera vez en el Valle del Viento Helado, el que se sumara con entusiasmo al asalto de Drizzt a la guarida de Biggrin.

Éste era el Wulfgar que había encabezado la contraofensiva bárbara dirigida contra los esbirros de Akar Kessell que moraban en aquel gélido paraje. Éste era el hijo de Beornegar, el mismo de antes.

Cattibrie no pudo reprimir una sonrisa al verlo arremeter contra sus enemigos, pues el instinto le decía que no había espada o garrote que pudiera con él, que el bárbaro estaba muy por encima de todos ellos. Aegis-fang daba cuenta de orcos y más orcos, como si éstos no pasaran de ser meros obstáculos inertes en el camino de su dueño.

Cuando un orco se ocultó tras un arbolillo, Wulfgar soltó un grito estremecedor y, con un tremendo golpe, aplastó el arbolillo y al orco que se escondía tras él.

Cuando Cattibrie por fin apartó sus ojos del bárbaro, el combate había concluido.

Los orcos que continuaban con vida —y que seguían siendo numéricamente superiores a los enanos en proporción de tres a uno— huían en desbandada, arrojando sus armas al suelo.

Bruenor y Dagnabbit dirigieron a sus guerreros con prontitud, deseosos de cortar la retirada al mayor número posible de enemigos. Wulfgar se aprestó a colaborar en la limpieza final.

Desde donde se encontraba, Cattibrie advirtió que tres orcos corrían a esconderse entre los árboles. Catti-brie les apuntó con el arco, pero ya era demasiado tarde para alcanzarlos.

Las sombras de los orcos empezaron a perderse en la mágica oscuridad del bosque, si bien los gritos que poco después resonaron la convencieron de que Drizzt estaba allí, cortando la retirada de los tres enemigos.

Un orco salió corriendo de repente de la espesura y se dirigió hacia donde ella se encontraba. Cattibrie echó mano a Taulmaril para defenderse.

No obstante, el orco cayó derribado por una forma que de pronto apareció a sus pies. Cattibrie meneó la cabeza con incredulidad al advertir que se trataba de Regis, que acababa de ponerse en pie en el lugar donde estaba oculto. El mediano se lanzó contra el orco y golpeó una y otra vez con su maza, antes de hacerse a un lado para no verse manchado por la sangre de su rival, que brotaba a chorros. Al advertir la presencia de Catti-brie, Regis se limitó a encogerse de hombros antes de volver a acuclillarse entre los arbustos y confundirse con el paisaje.

Cattibrie miró a su alrededor, se encajó el arco a la espalda e insertó la flecha en su carcaj mágico y siempre lleno.

Tan brutal como efímera, la lucha había concluido.

En todo Faerûn no existía raza más combativa que la de los enanos, y entre los enanos no había grupo cuya combatividad pudiera rivalizar con la del Clan Battlehammer, en especial con los miembros de ese clan que habían sobrevivido a las penalidades del Valle del Viento Helado. Buena muestra de este espíritu era el hecho de que, tiempo ha concluida la batalla, bastante después de que los enanos se hubieran reagrupado, muchos de ellos advirtieron por primera vez que habían sido heridos.

Algunas de esas heridas eran profundas y serias. Al menos dos habrían resultado fatales si entre la partida no se hubieran encontrado un par de clérigos, que administraron los adecuados cuidados, cánticos y encantamientos de curación.

Entre los heridos se contaba Wulfgar, el bárbaro tan fiero como orgulloso, herido en varias partes de su cuerpo por las armas de los orcos. Wulfgar apenas emitió un ligero gruñido de queja cuando un enano limpió uno de sus cortes con una solución que escocía mucho.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Catti-brie al bárbaro, que aguardaba estoicamente sentado sobre una piedra a que le llegara el turno de ser atendido por aquellos clérigos agobiados de trabajo.

—Me han dado unas cuantas veces —respondió él con tono neutro—. Aunque ninguna de estas heridas me duele tanto como el tajo que Bruenor me propinó cuando nos encontramos por primera vez…

Wulfgar esbozó una amplia sonrisa al decirlo, y Cattibrie pensó que nunca en la vida había visto una sonrisa como aquélla.

Drizzt se unió a ellos en aquel instante, frotándose una mano dolorida.

—Me he lastimado al golpear contra la empuñadura del arma de un orco —explicó, agitando la mano en el aire.

—¿Dónde está Regis? —preguntó Catti-brie.

Con un gesto del mentón, el drow señaló el lugar donde el aludido había pillado a un orco por sorpresa.

—Después de una batalla, Regis nunca deja de registrar los cadáveres de los enemigos —explicó Drizzt—. Según dice, ahí está la gracia.

Mientras seguían conversando, una cercana discusión a gritos llamó su atención.

—Bruenor y Dagnabbit —repuso Catti-brie—. Y adivino por qué se pelean.

Drizzt y ella se levantaron para marcharse. Como quiera que Wulfgar siguiera inmóvil ambos se volvieron para preguntarle si estaba bien, pero, con un gesto de su mano, el bárbaro les indicó que no se preocuparan.

—Esa herida es más dolorosa de lo que Wulfgar da a entender —señaló Catti-brie a Drizzt.

—Harían falta más de cien heridas como ésa para acabar con él —repuso Drizzt.

Cuando llegaron junto a sus compañeros, resultó que el motivo de la discusión era el intuido por Cattibrie.

—¡Volveremos a Mithril Hall cuando yo lo ordene! —rugió Bruenor, clavando su dedo índice en el pecho de Dagnabbit.

—Tenemos heridos —recordó Dagnabbit, decidido contra viento y marea a proteger la integridad física de su temerario señor.

Bruenor se volvió hacia Drizzt.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó—. Yo propongo que sigamos avanzando de una ciudad a otra hasta llegar a Shallows. No tiene sentido que dejemos escapar así a nuestros enemigos.

—Los orcos han sido muertos o puestos en desbandada —apuntó Dagnabbit—. Y no queda uno solo de sus aliados gigantes.

Drizzt no estaba tan seguro. El atavío, la apostura y la limpieza de los gigantes muertos lo llevaban a sospechar que no eran guerreros errantes sino miembros prominentes de un clan de gran tamaño. Pero Drizzt prefería reservarse sus sospechas hasta que reuniera más información.

—¡Estamos hablando de unos pocos orcos y de unos pocos gigantes! —bramó Bruenor, antes de que el drow pudiera pronunciar palabra—. ¡Lo más seguro es que en la región haya bastantes más!

—Mayor razón para que nos retiremos, nos reagrupemos y encomendemos las tareas de limpieza a Pwent y sus muchachos —respondió Dagnabbit.

—Si Pwent y sus muchachos llegan a Shallows, se olvidarán de esos orcos piojosos —contestó Bruenor.

Varios de los contertulios, Drizzt entre ellos, captaron la broma, bienvenida en aquel momento de tensión. Dagnabbit, sin embargo, no pareció pillarla, o eso se deducía de su expresión ceñuda.

—No creas que no entiendo tu punto de vista —dijo Bruenor al cabo de un momento—. Lo que sucede es que, en mi opinión, nos quedan un par de asuntos pendientes de los que no quiero desentenderme. Tenemos que atender a nuestros heridos. Y tenemos que avisar a las gentes de esta región del peligro que corren. A la vez, tenemos que estar preparados para combatir a nuestros enemigos en terreno más próximo a Mithril Hall.

Dagnabbit ya se disponía a contestar, pero Bruenor lo hizo callar con un gesto de su mano.

—En consecuencia, lo que haremos será enviar un grupo con los heridos, con órdenes de decir a Pwent que se ponga al frente de cien de sus muchachos y establezca una base al norte del Valle del Guardián. Los doscientos guerreros restantes se encargarán de bloquear el terreno llano que se extiende junto al Surbrin al norte de Mithril Hall. Éste es mi plan —concluyó.

—Un buen plan, que suscribo —repuso Dagnabbit.

—Un buen plan que no te queda más remedio que aceptar —corrigió Bruenor.

—Pero… —balbució Dagnabbit, cuando Bruenor se volvía ya hacia Drizzt y Cattibrie.

El rey de los enanos de nuevo miró al oficial.

—Pero propongo que vuelvas a Mithril Hall con los heridos —remachó Dagnabbit.

Drizzt creyó ver que de los oídos de Bruenor salía humo. Por un instante creyó que el señor de los enanos iba a agarrar a Dagnabbit por las barbas.

—¿Me estás diciendo que me aleje para esconderme? —preguntó Bruenor, dando un paso hacia Dagnabbit y situando su nariz a escasos milímetros de la de éste.

—Te estoy diciendo que mi trabajo consiste en preservar tu seguridad.

—¿Y quién te encomendó dicha labor?

—Gandalug.

—¿Y dónde está Gandalug ahora?

—Sepultado bajo una pila de rocas.

—¿Y quién es su sucesor?

—Está claro que eres tú.

Con aire divertido, Bruenor situó las manos en sus caderas y dirigió una traviesa mirada a Dagnabbit, como si las conclusiones cayeran por su propio peso.

—Es verdad que Gandalug ya me avisó de que algún día me vendrías con éstas —reconoció Dagnabbit, vencido.

—¿Y que te recomendó que me dijeras en un caso así?

Dagnabbit se encogió de hombros.

—Gandalug se contentó con soltar una carcajada —respondió.

Bruenor le dio un puñetazo en el hombro.

—Dispón las cosas del modo que he dicho —ordenó—. Me acompañarán quince de los nuestros, más mi hija y mi hijo adoptivos, el mediano y el drow.

—Sería conveniente que por lo menos uno de los sacerdotes acompañara a los heridos.

Bruenor se mostró de acuerdo.

—Pero el otro se viene con nosotros —agregó.

Zanjada la cuestión, Bruenor se volvió hacia Drizzt y Cattibrie.

—Wulfgar está entre los heridos —le informó ella.

Cattibrie lo guió hasta la roca en la que Wulfgar estaba sentado, ocupado en vendarse el muslo.

—¿Quieres volver con el grupo de los heridos? —preguntó Bruenor, examinando las numerosas heridas.

—Me apetece tan poco como a ti —contestó Wulfgar.

Bruenor sonrió y no insistió.

Más tarde, once enanos, siete de ellos heridos y uno más transportado en unas angarillas improvisadas, se pusieron en camino hacia los llanos campos del sur que

Llevaban a su hogar. Quince más, encabezados por Bruenor, Tred y Dagnabbit, y acompañados en los flancos por Drizzt, Cattibrie, Regis y Wulfgar, pusieron rumbo al noreste.