Malas noticias
—Ni hablar —repuso Pikel con testarudez, dando un pisotón junto a la hierba que crecía ante el gran roble, prohibiéndole a Ivan el acceso al interior de aquel árbol encantado.
—¿Qué me estás diciendo? —soltó Ivan—. ¿Es que has abierto la entrada para mantenerla obstruida? ¡Maldito estúpido!
Pikel señaló al oso que estaba a espaldas de Ivan. Sentado en la hierba, el animal contemplaba la escena con cierto aire de abatimiento.
—¡No puedes llevarte al oso! —rugió Ivan, dando un paso al frente.
—Y tanto que puedo —replicó Pikel, situándose frente al árbol.
Rojo de ira, Ivan acercó su nariz a la de su hermano. El gruñido del oso que en ese momento resonó a sus espaldas lo llevó a mostrarse prudente.
—No puedes llevártelo con nosotros —trató de razonar el enano de barbas amarillas—. Ese oso sin duda tiene familia. ¿Es que quieres dejar huérfanos a sus oseznos?
—Hum… —musitó Pikel. A lo que parecía, no había caído en eso.
No obstante, su rostro al instante se iluminó. Pikel se acercó a Ivan y musitó algo a su oído.
—¿Y cómo sabes que no tiene familia? —bramó Ivan en protesta.
Pikel murmuró unas nuevas palabras a su oído.
—¿Que te lo dijo? —exclamó Ivan con incredulidad—. ¿Que ese oso estúpido te lo ha dicho? ¿Y tú te crees lo que te ha dicho? ¿No se te ha ocurrido pensar que igual se trata de una mentira? ¿Que ese oso sólo quiere escapar de… de su hembra, de su parienta o como se llame la mujer del oso?
—¡La osa! ¿Será posible? ¡Ji, ji, ji! —se mofó Pikel, que a continuación volvió a musitar algo a su oído.
—¿Cómo? ¿Que es una osa…? —preguntó Ivan, mirando de reojo al animal—. ¿Y tú cómo lo sabes? Pero eso no importa… Lo que está claro es que ese oso, osa o lo que sea, no tiene que venir con nosotros.
El rostro de Pikel se ensombreció, sin que Ivan diera su brazo a torcer. Ivan no estaba dispuesto a ir de árbol en árbol en compañía de una osa salvaje. Incluso sin dicha compañía, la perspectiva ya le resultaba inquietante.
—Está claro que no se viene con nosotros —insistió—. Y si no llegamos a tiempo para la coronación de Bruenor, explícale tú mismo a Cadderly las razones. Y si el invierno nos atrapa aquí y me veo obligado a despellejar a tu amiga para contar con pieles con las que abrigarnos, tú verás. Y si…
El sordo gemido que brotó de labios de Pikel interrumpió la regañina de Ivan, que al momento reconoció que su hermano aceptaba la derrota.
El Rebolludo de verdes barbas se acercó a la osa. Pikel acarició largamente las orejas del manso animal, extrayéndole los parásitos, que luego dejaba en el suelo.
Un momento después, la osa se puso a cuatro patas y se marchó del claro a paso cansino. Pikel comentó que el animal parecía muy triste, a lo que Ivan respondió que no había para tanto. La osa simplemente se dirigía allí donde las osas moraban.
Pikel echó a andar y pasó junto a su hermano. Con su flamante bastón de caminante golpeó tres veces en el tronco del árbol. A continuación hizo una profunda reverencia, como si le pidiera permiso al árbol para entrar.
Como era de esperar, Ivan no oyó nada. Pero su hermano sí pareció oír una respuesta, pues Pikel tomó a Ivan por el brazo, invitando al enano de barbas amarillas a precederlo.
Ivan se detuvo y, a su vez, invitó a Pikel a ir delante.
Pikel hizo una reverencia e indicó a Ivan que entrara el primero.
Ivan volvió a dar un paso atrás e hizo un nuevo y categórico gesto a su hermano.
Pikel hizo otra reverencia, con absoluta tranquilidad, y repitió su invitación.
Ivan dio un paso adelante, pero de pronto cambió de idea y, con un empujón, hizo que su hermano entrase en el tronco del árbol. Una vez que su hermano hubo desaparecido, dio un paso al frente y… se dio de morros contra el tronco.
Con su piel pálida y casi translúcida, y sus ojos azules de una tonalidad tan vívida que parecía reflejar los colores que lo rodeaban, el elfo Tarathiel parecía bien poca cosa.
Aunque no muy alto, Tarathiel era de cuerpo delgado, delgadez que venía acentuada por sus rasgos angulosos y sus orejas largas y puntiagudas. Pero su aspecto era engañoso, pues el guerrero elfo era un combatiente formidable, como sabían los enemigos que habían tenido ocasión de enfrentarse a su espada, que era tan liviana como afilada.
Agazapado en aquel paso situado a buena altura y azotado por los vientos, a un día de marcha de su hogar en el Bosque de la Luna, Tarathiel reconoció el rastro al instante. Por allí habían pasado los orcos. Muchos orcos, hacía poco. Circunstancia que en otro momento no hubiera preocupado demasiado a Tarathiel, pues la presencia de los orcos no resultaba extraña en aquel valle enclavado entre la Columna del Mundo y las Montañas de Rauvin. Sin embargo, Tarathiel llevaba tiempo siguiendo el rastro de aquellos orcos y sabía que provenían del Bosque de la Luna, su querido refugio, que aquellas bestias habían desbrozado a su paso.
Tarathiel apretó los dientes con rabia. Él y su clan habían fracasado en la defensa de su bosque natal, pues ni siquiera habían conseguido detectar a los orcos con presteza suficiente para expulsarlos. Tarathiel temía las posibles consecuencias. ¿Redundaría su nula combatividad en un pronto regreso de aquellos brutos repugnantes?
—Pues si lo hacen, los aniquilaremos sin piedad —concluyó el elfo de la luna, volviéndose para subir a su montura, que pastaba apaciblemente a un lado.
El pegaso respondió con un sonoro resoplido, como si entendiera sus palabras. A continuación bajó la testuz y recogió sus alas de pluma blanca junto a los flancos.
Tarathiel dedicó una sonrisa a aquel hermoso animal, uno de los dos que había rescatado años atrás en esas mismas montañas después de que sus padres hubieran sido muertos por los gigantes. Tarathiel se encontró con los dos pegasos abandonados en un barranco, muertos a pedradas por los gigantes. Las ubres de la yegua muerta le dijeron que ésta había parido recientemente, lo que lo llevó a buscar y rebuscar durante casi una semana entera hasta dar con los potrillos. Ambos crecieron robustos y sanos en el Bosque de la Luna bajo los cuidados —no la propiedad— del pequeño clan de Tarathiel. El potro, a quien en su momento llamó Crepúsculo en atención a la rojiza tonalidad de sus crines blancas, se prestó con docilidad a ser montado. El mellizo de Crepúsculo se llamaba Amanecer, porque su melena blanca y reluciente exhibía una tonalidad rojiza más intensa, un reluciente brillo entre rosado y amarillento. Ambos pegasos eran de tamaño similar, de dieciséis palmos de altura, musculados y con las patas robustas y los cascos anchos y fuertes.
—Vayamos en busca de esos orcos y démosles una lección —sentenció el elfo en tono malicioso, dedicando un guiño a su montura.
Como si hubiera entendido sus palabras, Crepúsculo resopló y arañó el suelo con sus cascos.
Unos instantes después estaban en el aire. Las alas enormes y poderosas de Crepúsculo batían con fuerza o se ensanchaban al máximo para ganar los vientos que surcaban las cimas de las montañas. No tardaron en dar con la partida de orcos, una bandada de brutos que ascendía trabajosamente por una senda.
Tan compenetrados estaban el jinete y su montura que Tarathiel guió a Crepúsculo mediante la simple presión de sus muslos. Después de que el pegaso se lanzara en picado a unos cincuenta metros por encima de los orcos, Tarathiel cogió su arco y, con furia, empezó a disparar flecha tras flecha contra el grupo de monstruos.
Presas del pánico, los orcos se desbandaron entre juramentos y maldiciones.
Tarathiel calculó que un mayor número de ellos resultaron muertos o heridos al tropezar y caer por aquella ladera empinadísima que por el efecto de sus flechas. Tarathiel ascendió en el aire hasta ocultarse tras la montaña. Era su intención dar a los orcos tiempo para reagruparse, hacerles creer que el peligro había pasado. Y entonces lanzarse de nuevo contra ellos, con mayor rapidez esta vez.
El pegaso terminó de ascender en el cielo, efectuó un brusco viraje y de nuevo se lanzó en picado, batiendo sus alas a pleno pulmón. Esta vez se cernieron sobre los orcos a bastante menor altitud, apenas fuera del alcance de los orcos armados con lanzas o jabalinas. El arco de Tarathiel de nuevo entró en acción y una flecha se clavó de lleno en el pecho de un primer orco, que al punto cayó desplomado.
Crepúsculo avanzó a toda velocidad entre una cortina de proyectiles y ascendió indemne en el aire.
Tarathiel no creyó necesario repetir el asalto. Enfilando el sureste, se alejó de las montañas, en dirección a su hogar.
—¿Cómo iba yo a saber que tu estúpido encantamiento había caducado? —recriminó Ivan a su hermano, que seguía riéndose a mandíbula batiente. El enano de barbas amarillas se palpó la nariz ensangrentada—. Yo no veía ninguna maldita entrada cuando me decías que en el tronco había una, así que ¿cómo iba a dejar de ver esa maldita entrada cuando ya no estaba?
A Pikel se le saltaban las lágrimas.
Ivan dio un paso al frente y arreó un puñetazo a Pikel, quien, sabedor de sus intenciones, al punto se agachó e hizo que su redondo casco detuviera el golpe. ¡Bang!
Ivan volvió a dar un salto de dolor.
—¡Ji, ji, ji…!
Tras recobrarse al cabo de un segundo, Pikel empezó a perseguir a su hermano, que al instante se ocultó tras un árbol, perdiéndose de vista.
Ivan se detuvo en seco, aguzó los sentidos y fue en pos de su hermano. Pero al rodear el tronco del árbol, el enano se encontró con que lo veía todo al revés.
Literalmente.
El mágico método de transporte arbóreo empleado por Pikel no siempre resultaba cómodo. Los dos hermanos se vieron transportados a través de las raíces del árbol, trasladados de la raíz de un árbol a la de su vecino. El viaje, vertiginoso, llevó a Pikel a aullar de miedo. Ivan, por su parte, sentía que tenía el estómago en la boca.
Ambos siguieron un tortuoso curso de sacacorchos antes de dar unos giros tan violentos que Ivan se mordió el interior de la mejilla sin querer.
El pasaje discurrió de esa manera durante varios minutos, hasta que ambos hermanos por fin salieron al exterior. Ivan, que había adelantado a Pikel durante la mareante travesía, se estrelló contra la tierra. Pikel surgió un segundo más tarde y fue a aterrizar sobre el cuerpo de su hermano.
Las cosas parecían suceder siempre de ese modo.
Ivan se revolvió con furia y apartó a su hermano de un golpe, sin que ello refrenara en lo más mínimo las sonoras carcajadas de Pikel.
Ivan se levantó con intención de darle su merecido, pero al instante comprendió que estaba demasiado mareado. Tenía el estómago revuelto a más no poder. Tras dar unos pasos, trastabilló en dirección al tronco de un árbol. Aunque logró rehacerse en el último segundo, su pie tropezó con una raíz, lo que le hizo caer de rodillas.
Ivan alzó la mirada e hizo ademán de levantarse, si bien una arcada repentina lo obligó a sujetarse el estómago revuelto.
Pikel también estaba mareado, cosa que no parecía importunarlo en lo más mínimo. Como si fuera uno de los hijos pequeños de Cadderly, se levantó entre alegres risas para volver a caerse de nuevo, se levantó y volvió a caerse, sin dejar de reírse por un momento, divirtiéndose a más no poder.
—¡Si será tonto…! —murmuró Ivan antes de empezar a vomitar.
Tarathiel estaba contemplando cómo jugaban Crepúsculo y Amanecer. A todas luces felices de volver a verse, los dos pegasos trotaban alegres por la pradera dedicándose ocasionales y cariñosos mordisquitos.
—No te cansas de mirarlos —repuso una melódica voz a espaldas de Tarathiel.
Éste se volvió y se encontró con Innovindil, su amiga y amante. Más bajita que él, Innovindil tenía el pelo tan rubio como negro lo tenía Tarathiel, si bien sus ojos eran del mismo vívido azul que los de él. El rostro de Innovindil exhibía aquella expresión que a Tarathiel le encantaba, una sonrisa ligeramente torcida en la comisura izquierda del labio que daba un aire entre travieso y misterioso a sus facciones.
Innovindil se le acercó y tomó su mano.
—Has estado mucho tiempo fuera.
Con su mano libre, mesó los cabellos de Tarathiel. Tras soltar su pelo, acarició con gentileza su pecho esbelto y fuerte.
La expresión de Tarathiel, alegre tan sólo un momento atrás, de pronto se tornó sombría.
—¿Los has encontrado? —preguntó ella.
Tarathiel asintió.
—Como sospechábamos, se trataba de una partida de orcos. A lomos de Crepúsculo, conseguí volver a levantar varios de los árboles que esos brutos derribaron a su paso por el Bosque de la Luna.
—¿Cuántos eran?
—Bastantes.
La sonrisa maliciosa reapareció en el rostro de Innovindil.
—¿Y cuántos siguen vivos?
—De seguro que maté a uno de ellos, por lo menos —respondió él—. Bastantes más acabaron contusionados.
—¿Los suficientes para que se lo piensen dos veces antes de volver por aquí?
El elfo volvió a asentir.
—Si quieres, vamos los dos a por ellos —sugirió él, devolviéndole la sonrisa—. A lo mejor necesitamos un día entero para localizarlos, pero si conseguimos exterminarlos, seguro que nunca más volverán por aquí.
—Se me ocurre un modo mejor de emplear los próximos días —respondió Innovindil, acercándose a su compañero, a quien besó gentilmente en los labios—. Me alegro mucho de que hayas vuelto —añadió, con voz más seria.
Los dos se alejaron de la pradera, dejando a los dos pegasos jugando a sus espaldas. La pareja se encaminó a la pequeña aldea de Moonvines, su hogar y el de su clan.
Cuando aún no habían salido del prado, sus ojos se fijaron en una hoguera que brillaba a lo lejos.
—¡Una hoguera en el Bosque de la Luna!
Tarathiel pasó su arco y sus flechas a Innovindil y desenvainó su espada curvilínea. Los dos se pusieron en marcha a la vez, avanzando en silencio entre los árboles oscuros. A mitad del camino que llevaba a la hoguera lejana, varios miembros de su clan se les unieron, armados y prestos al combate.
—¡Otra vez has preparado un caldo de verduras! —exclamó Ivan—. ¡No me extraña que últimamente siempre tenga retortijones! ¡Nunca comemos carne!
—Pues sí —repuso Pikel, moviendo su dedo en el aire, en un gesto que nunca dejaba de irritar a Ivan, que a veces tentado estaba de seccionar aquel dedo de un mordisco. Por lo menos, así tendría ocasión de probar un bocado de carne, se decía.
—¡Pues bien, voy a conseguirme un poco de comida de verdad! —anunció por fin, poniéndose en pie y echando mano a su pesada hacha—. ¡Y, la verdad, no vendría mal que me echaras una mano con tus encantamientos y paralizases al ciervo o al animal que descubra y me dieses ocasión de matarlo limpiamente!
Con los brazos cruzados, Pikel arrugó la nariz con asco.
—¡Bah! —repuso Ivan, poniéndose en camino.
Ivan se detuvo en seco al encontrarse con que, plantado en la rama de un árbol que había en su camino, un elfo lo estaba apuntando con su arco.
—Pikel… —dijo Ivan en voz baja, sin apenas moverse, sin apenas mover los labios—. ¿Te parece que podrías hablar con ese árbol de enfrente?
—Hum… —repuso Pikel.
Ivan volvió el rostro hacia su hermano. Pikel estaba inmóvil y con los brazos en alto, rodeado por una multitud de elfos con el rostro ensombrecido y los arcos prestos para el disparo.
El bosque entero dio la impresión de adquirir vida. De cada sombra y cada árbol brotaban nuevos elfos armados.
Encogiéndose de hombros, Ivan llevó su mano al hombro y dejó caer al suelo su pesada hacha de combate.