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Xxx

Tred McKnuckles jamás se había tropezado con una imagen tan desoladora. Las gentes de Clicking Heels los habían tratado, a él y a Nikwillig, con generosidad y atención, hasta el punto de comprometer su propia seguridad metiéndose en un conflicto que no era el suyo. Cuando Nikwillig y él se presentaron en su aldea sin previo aviso, aquellas gentes los trataron con una amabilidad y un desprendimiento que los dos enanos perdidos de la distante Ciudadela jamás hubieran podido imaginar.

Y ahora aquellas gentes habían pagado el precio de su generosidad.

Tred recorrió las ruinas de la población, las viviendas destrozadas y humeantes, los cuerpos desparramados. Después de espantar las aves carroñeras que se estaban alimentando de un cadáver, el dolor lo llevó a cerrar los ojos. El rostro del cadáver era el de una de las mujeres que lo habían atendido con mimo durante su convalecencia.

Bruenor Battlehammer observaba en silencio el sombrío deambular del enano, prestando especial atención al desolado rostro de Tred. Con anterioridad, éste había sido presa del afán de venganza, pues Tred había perdido a su hermano y sus compañeros durante el asalto a la caravana. Los enanos estaban acostumbrados a aceptar esta clase de tragedias como un inevitable factor de su existencia. Lo habitual era que vivieran en territorios fronterizos, de forma que estaban acostumbrados a tratar con unos y otros peligros. No obstante, la expresión reflejada en el rostro de Tred hablaba de un dolor más sutil y, acaso, más profundo. Un dolor que nacía de la mala conciencia por lo sucedido. Tred y Nikwillig habían ido a dar a Clicking Heels durante su huida desesperada, y como resultado, la aldea había sido borrada de la faz de la tierra.

Para siempre, de un modo brutal.

La frustración y el remordimiento permeaban las facciones de Tred, quien no cesaba de recorrer aquellas ruinas humeantes. De vez en cuando, al tropezarse con uno de los numerosos cadáveres de orco, el enano descargaba su rabia soltándole una patada en el rostro.

—¿Cuántos crees que fueron? —preguntó Bruenor a Drizzt cuando el drow regresó de explorar el terreno circundante, donde había estado examinando huellas y rastros a fin de dilucidar lo sucedido en Clicking Heels.

—Un puñado de gigantes —contestó Drizzt. Señalando un risco lejano, añadió—: Entre tres y cinco, a juzgar por las huellas que dejaron y los restos de montones de piedras.

—¿Montones de piedras?

—Los atacantes prepararon su ataque a fondo —explicó Drizzt—. Yo diría que los gigantes arrojaron una lluvia de pedruscos sobre la aldea en mitad de la noche, a fin de debilitar las defensas. La cosa se prolongó durante largo tiempo, durante unas horas como mínimo.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque en algunos puntos del muro se advierte que los defensores taponaron una brecha como pudieron, antes de que el muro volviera a ser derribado —explicó el drow. Drizzt señaló un punto lejano—. En aquel lugar, una mujer fue aplastada por una gran piedra. Pero los aldeanos tuvieron tiempo de apartar la piedra y llevarse su cuerpo.

Desesperados por la incesante lluvia de proyectiles, un pequeño grupo incluso trató de huir de la aldea cruzando las líneas de los gigantes. —Drizzt señaló un punto vecino a un gran peñasco distante—. Una hueste de orcos estaba preparada para tal eventualidad, de forma que los pobres aldeanos no tuvieron la menor oportunidad.

—¿Cuántos orcos? —preguntó Bruenor—. Me has hablado de un puñado de gigantes, pero quiero saber cuántos orcos participaron en el ataque.

—Un centenar —aventuró el drow—. Más o menos. Hay una docena de orcos muertos sobre el terreno, lo que habla de una superioridad aplastante sobre los aldeanos.

Las piedras catapultadas por los gigantes mataron a numerosos defensores e hicieron trizas las líneas de contención. La tercera parte de los defensores fueron aniquilados junto al peñasco, de forma que sólo un pequeño retén de bravos montañeses resistió junto al muro hasta el final. De hecho, no creo que los gigantes se molestaran en participar en el asalto final. —Un gesto sombrío mudó la faz de Drizzt—. A esas alturas ya no era necesario.

—Lo van a pagar muy caro. ¿Me explico?

El drow asintió.

—¿Dices que eran un centenar? —repuso Bruenor, echando una mirada a su alrededor—. Pues me temo que nos superan en una proporción de cuatro a uno.

El drow se contentó con mirarlo en silencio, con las manos en los mangos de las dos cimitarras que llevaba al cinto y la expresión adusta al tiempo que decidida, la misma expresión que nunca dejaba de levantar los ánimos y, a la vez, provocar un ligero temor entre quienes lo conocían.

—¿Cuatro a uno, dices? —apuntó Drizzt—. Quizá sería mejor que enviaras a la mitad de tus muchachos de regreso a Mithril Hall… Así por lo menos tendremos ocasión de divertirnos un poco.

Una sonrisa maliciosa se pintó en el arrugado rostro de Bruenor.

—Justo lo que estaba pensando.

—¡Eres el rey, maldita sea! ¿Es que ya has olvidado lo que eso significa?

La furibunda reacción de Dagnabbit después de que Bruenor le anunciara que se proponía encontrar y castigar a los orcos y gigantes responsables de la destrucción de la aldea y del ataque a la caravana de Tred no sorprendió en lo más mínimo al rey de los enanos. Dagnabbit estaba a cargo de la protección personal de Bruenor, y el mismo Bruenor admitía en su fuero interno que su naturaleza impulsiva requería de cierta vigilancia por parte de Dagnabbit.

Pero ésta no era una de tales ocasiones, según entendía él. Su reino estaba a muy pocas jornadas de marcha de Clicking Heels, y tenía la responsabilidad (también el placer) de eliminar a los orcos y gigantes renegados que vagaban por la comarca.

—¡Lo que está claro es que no puedo tolerar que esos condenados orcos campen a sus anchas y aniquilen a quienes viven junto a mi propio reino!

—¡Los orcos no están solos! —recordó Dagnabbit—. Los acompañan varios gigantes. En total forman un pequeño ejército. Y no hemos venido aquí para…

—Hemos venido aquí para acabar con quienes acabaron con los compañeros de Tred —interrumpió Bruenor—. Y está claro que se trata de la misma partida de asesinos.

A un lado, Tred asintió a sus palabras.

—Una partida de tamaño bastante mayor de lo que suponíamos —insistió el testarudo Dagnabbit—. Tred habló de una pequeña banda dirigida por un par de gigantes, pero quienes arrasaron esta aldea eran muchos más. Permitid que vuelva en busca de Pwent y los suyos. ¡Con cien de mis mejores elementos, seguro que exterminaremos a esos orcos y gigantes!

Bruenor fijó su mirada en Drizzt.

—Pero lo más probable es que para entonces les hayamos perdido la pista, ¿no te parece? —suplicó más que imploró.

Drizzt asintió con la cabeza.

—Por lo demás, me parece imposible sorprenderlos si nos presentamos al frente de un ejército de cien enanos.

—Un ejército que exterminará hasta al último orco y hasta al último gigante —se empecinó Dagnabbit.

—Pero que se verá obligado a batallar en el terreno que escojan nuestros enemigos —arguyó Drizzt. El drow volvió su mirada hacia Bruenor, que, estaba claro, no precisaba de demasiados argumentos—. Si atacamos al frente de un verdadero ejército, nos verán venir, de forma que estaremos obligados a luchar contra una lluvia de piedras y unas defensas fortificadas, acaso en lo alto de los peñascos, que son prácticamente inaccesibles. Al final seguramente saldremos victoriosos, pero ¿a qué precio? Si nos lanzamos en su persecución ahora mismo, podremos valernos del factor sorpresa y emboscarlos según nuestra conveniencia y tendremos todas las de ganar.

—Me huelo que os estáis preparando para disfrutar de un poco de diversión —apuntó Catti-brie, acercándose al pequeño grupo.

La sonrisa de Drizzt dejó a las claras que no se equivocaba.

Dagnabbit volvía ya a la carga, pero Bruenor había oído lo suficiente. El rey alzó la mano y ordenó silencio a su lugarteniente.

—Ya puedes empezar a buscar la pista de esos monstruos, elfo —indicó a Drizzt—. Nuestro amigo Tred está ansioso de derramar sangre de orco. Como enanos que somos, es un favor que le debemos.

La expresión de Tred dejaba patente su satisfacción por el desenlace de la discusión. El mismo Dagnabbit guardaba silencio, aparentemente resignado a la decisión de su señor.

Drizzt se volvió hacia Cattibrie.

—¿Te parece?

—Pensé que nunca me lo preguntarías. ¿Cuentas con tu pantera?

—Muy pronto la verás —prometió el drow.

—Regis y yo avanzaremos como enlace entre vosotros y Bruenor —se ofreció Wulfgar.

Drizzt asintió. La perceptible armonía del grupo, un grupo en el que cada miembro sabía perfectamente lo que tenía que hacer, redobló la seguridad de Bruenor.

En realidad, Bruenor precisaba del aliento ajeno, pues su conciencia llevaba horas acusándolo de obrar de acuerdo con el capricho más egoísta, de estar conduciendo a sus amigos y seguidores a un brete, de vida o muerte, por pura aprensión a asumir el real cargo que lo aguardaba al final de esa aventura.

No obstante, al observar cómo sus curtidos camaradas empezaban a aprestarse para el inminente combate, a Bruenor se le disiparon muchas de sus dudas. Una vez concluida esta campaña, una vez que los orcos y los gigantes hubiesen sido aniquilados o devueltos a sus oscuros agujeros, asumiría su lugar en Mithril Hall con la autoridad moral conferida por su reciente triunfo. Aunque no podría soslayar los tejemanejes burocráticos y diplomáticos inherentes al trono, la aventura no habría desaparecido de su existencia por entero. Bruenor así se lo prometió, cosa que lo llevó a pensar de nuevo en los secretos de Gauntlgrym. Volvería a aventurarse por los caminos, y el viento volvería a acariciar sus barbas rojas.

Bruenor sonrió en silencio al hacerse esta promesa.

El rey de los enanos no sabía que el cumplimiento de las propias aspiraciones a veces encierra una trampa fatídica.

—El terreno es pedregoso, por lo que será difícil seguirles el rastro, por muy numerosos que sean —observó Drizzt cuando, en compañía de Catti-brie, empezó a adentrarse por el terreno rocoso que se extendía al norte de la aldea arrasada.

—Acaso no sea tan difícil… —contestó ella, haciéndole una seña para que se acercara.

Cuando Drizzt llegó a su lado, Cattibrie señaló una gran roca plana de color gris cuya superficie exhibía una mancha rojiza. Drizzt se arrodilló junto a la roca, se quitó uno de sus guantes de cuero, llevó su dedo a la mancha y la contempló con atención por un instante. Una sonrisa apareció en su rostro.

—Cargan con heridos.

—Lo raro es que los mantengan con vida —comentó Catti-brie—. Por lo que parece, se trata de unos orcos muy civilizados.

—Mejor para nosotros —afirmó Drizzt, quien de pronto volvió el rostro y vio que una imponente silueta aparecía por una curva del sendero.

—Los enanos ya están preparados para avanzar —informó Wulfgar.

—Pues nosotros ya hemos dado con un camino —repuso Catti-brie, señalando la mancha de sangre en la roca.

—¿Sangre de orco o de un prisionero? —inquirió Wulfgar.

La pregunta tuvo el efecto de borrar las sonrisas de Drizzt y Cattibrie, pues a ninguno se le había ocurrido esa desagradable eventualidad.

—Yo diría que de orco —dijo el drow—. No vi señal alguna de que esos monstruos perdonaran la vida a ningún aldeano. Pero, por si se tratara de un prisionero, lo mejor es que nos movamos con rapidez.

Wulfgar asintió e hizo una seña a Regis, que hizo otro tanto a Bruenor, Dagnabbit y los demás.

—Wulfgar se muestra muy tranquilo —observó Catti-brie, una vez que el bárbaro hubo vuelto a situarse a la cabeza de los enanos.

—Wulfgar ha cambiado mucho desde que tiene familia —apuntó Drizzt—. Lo bastante para que se le pase la mala conciencia por los errores del pasado.

Antes de que Drizzt pudiera reemprender la marcha, Cattibrie lo agarró por el brazo y lo miró fijamente a los ojos.

—Wulfgar ha cambiado mucho, cierto. Lo suficiente como para no sufrir más al

Vernos siempre juntos a los dos.

—¿Qué puedo decir? Quizá que espero que algún día nos veamos en la misma situación en la que Wulfgar se encuentra ahora —dijo él, con una sonrisa maliciosa.

Y espero que sea muy pronto.

Dicho esto, el drow echó a caminar por el escarpado terreno, con tal agilidad que Cattibrie al punto renunció a seguirlo. Catti-brie conocía a la perfección su manera de seguir un rastro. Drizzt siempre avanzaba de un buen punto de observación a otro mientras ella le seguía los pasos a cierta distancia. Mientras que el drow la mantenía al corriente de lo que se veía a cierta distancia, Catti-brie a su vez estaba constantemente pendiente de la naturaleza del terreno que iba a pisar.

—¡No tardes demasiado en hacer venir tu pantera! —gritó ella.

A cierta distancia ya, Drizzt le respondió con un gesto de la mano.

Siguieron avanzando con rapidez durante varias horas, pues el rastro de sangre era fácil de seguir, y cuando por fin encontraron la fuente de dicho rastro —se trataba de un orco muerto a un lado del sendero, cuya inane estampa les aportó cierto alivio—, el camino seguido por los monstruos a esas alturas resultaba evidente. En las montañas no abundaban los senderos, y el terreno que se extendía a ambos lados de la pista venía a ser impracticable, incluso para las largas piernas de los gigantes de la escarcha.

—Si siguen por esta senda, les daremos alcance en un par de días —prometió Drizzt a Bruenor mientras cenaban esa noche—. Ese orco llevaría unos tres días muertos, pero nuestros enemigos no avanzan con rapidez, pues no parecen contar con un propósito definido. Incluso es posible que estén más cerca de lo que pensamos, que se hayan dividido en dos grupos con la esperanza de encontrar nuevas víctimas indefensas en las estribaciones superiores.

—Por eso mismo he hecho redoblar la guardia, elfo —dijo Bruenor con la boca llena—. No tengo la menor intención de dejarme sorprender por una turba de orcos y gigantes.

Drizzt no podía estar más de acuerdo, pues era él quien quería atacar por sorpresa a aquellos orcos del demonio.

Al día siguiente, Drizzt y Cattibrie dieron con numerosos rastros de sus enemigos, entre ellos una multitud de pisadas impresas en una hondonada de piso fangoso. El número de huellas no hacía sino confirmar sus estimaciones sobre el tamaño de la fuerza enemiga.

Tanto Drizzt como Cattibrie eran conscientes de que estaban pisándoles los talones a los orcos y gigantes, quienes no hacían el menor esfuerzo por borrar las huellas de su paso.

¿Y por qué iban a hacerlo? Como todas las demás aldeas de la Frontera Salvaje, Clicking Heels era un enclave aislado. En circunstancias normales, la destrucción del poblado no sería conocida por las demás aldeas de la región hasta pasadas semanas o meses, quizá hasta que llegara el verano, momento en que el transporte era más fácil. El comercio era infrecuente en esa región, tan sólo practicado en los mercados de plazas fuertes como Mithril Hall, y eran pocos los que se aventuraban por aquellas sendas pedregosas. Por si esto fuera poco, y como sucedía en el caso de una docena de aldeas de la comarca, Clicking Heels no se encontraba junto a ninguna ruta comercial, pues estaba básicamente poblado por cazadores, de forma que su emplazamiento aparecía en muy escasos mapas de la zona.

Era éste un territorio salvaje, por domeñar, cosa que los orcos y los gigantes sabían a la perfección. Por consiguiente, era poco probable que la partida de asaltantes contara con un par de vigilantes en su retaguardia, pues en principio nada tenían que temer de una aldea arrasada a sangre y fuego en la que ni un alma había sobrevivido.

Cuando Drizzt y su compañera volvieron a cenar con los enanos aquella segunda noche, el drow se mostró seguro de las palabras que dedicó a Bruenor.

—Diles a tus muchachos que pueden dormir tranquilos —repuso—. Antes de que el sol se ponga mañana daremos con nuestros enemigos.

La mirada del drow se posó en el enano a cuya vera estaba cenando.

Tred hizo un firme gesto de asentimiento. A continuación hincó un tremendo bocado en la pata de cordero que tenía entre las manos.

El terreno era rocoso y accidentado en extremo. Eran pocos los árboles, de hoja perenne en su mayoría, que crecían en las pequeñas hondonadas protegidas por las laderas de las montañas cada vez más escarpadas. El viento aullaba y se arremolinaba en torno a las empinadas paredes puntuadas por cascadas de un agua plateada que contrastaba con los grises y azules del entorno. El viajero poco experimentado podía perderse con facilidad en aquellos senderos laberínticos que en ocasiones no llevaban a ninguna parte o iban a morir a un precipicio tan abrupto como insondable.

Incluso Drizzt y sus compañeros, buenos conocedores de la naturaleza de la región, se encontraban con problemas en aquellos parajes escarpados. Aunque no tendrían dificultad en dar con los orcos, pues la senda seguida por éstos era visible sin dificultad, en un terreno así no iba a ser fácil sorprenderlos.

En una meseta emplazada sobre una montaña enorme a la que ascendían diversos senderos, Drizzt dio con un rastro revelador al agacharse sobre el suelo embarrado y detectar la pisada reciente de una bota.

—Una huella muy fresca —explicó a Catti-brie, Regis y Wulfgar. Poniéndose en pie, se frotó los dedos sucios de barro y dictaminó—: Tiene menos de una hora.

Sus compañeros miraron en torno y fijaron la vista en un promontorio elevado situado al norte.

Cattibrie fue la primera en ver movimiento en lo alto de aquella cima: la borrosa forma de un gigante que avanzaba por una ladera sembrada de grandes rocas desprendidas.

—Ha llegado la hora de que Guenhwyvar entre en acción —indicó Wulfgar.

Drizzt asintió y sacó la estatuilla que llevaba en una bolsita amarrada al cinto.

Tras poner la estatuilla en el suelo, llamó a la pantera a su lado.

—Haríamos bien en avisar a Bruenor —añadió el bárbaro.

—Avísalo tú mismo —sugirió Catti-brie—. Llegarás antes a su lado que tu paticorto compañero.

Wulfgar hizo un gesto de asentimiento, pues la sugerencia tenía sentido.

—Intentaremos localizar y espiar al enemigo hasta que vuelvas con los refuerzos —le dijo Drizzt. Su mirada se posó en Regis, que acababa de echar a caminar, aunque hacia el oeste, y no hacia el norte—. ¿Te propones espiarlos por el flanco?

—Mientras tú te diriges al norte y ella al este, yo exploraré en esta dirección —respondió Regis.

Sus tres compañeros sonrieron, estaban frente al Regis de siempre. El gigante a quien habían divisado se dirigía al este desde el oeste, de forma que, al encaminarse hacia el oeste, Regis contaba con que sus dos camaradas se tropezarían con la partida de orcos y gigantes antes que él.

—Guenhwyvar me acompañará en mi ruta hacia el norte, en línea recta hacia el enemigo —explicó Drizzt—. La pantera puede moverse a solas sin despertar sospechas.

Propongo que los cuatro nos reunamos en este mismo lugar después de la puesta de sol.

Una vez que los compañeros se hubieron puesto de acuerdo, cada uno de ellos se desplegó en la dirección asignada.

A Regis le resultaba extraño encontrarse a solas en aquel paraje desolado sin la protección de Drizzt y los demás. En Diez Ciudades, el mediano más de una vez se había aventurado a solas por el Solobosque, aunque casi siempre por senderos con los que estaba familiarizado, como el que llevaba a las orillas del gran lago Maer Dualdon, donde podía pescar a sus anchas.

En todo caso, a Regis le resultaba vivificador estar solo en aquella naturaleza agreste a sabiendas de que unos enemigos muy peligrosos rondaban por las cercanías. A pesar de sus muy reales temores, Regis era consciente de la extraña energía que en aquel momento recorría su cuerpo diminuto. Era la excitación de la aventura, la posibilidad de que un goblin lo estuviera espiando tras un peñasco o de que un gigante en aquel instante se aprestara a arrojarle un peñasco…

A decir verdad, Regis no tenía previsto que esta clase de aventuras se convirtieran en la norma de su vida, si bien comprendía que se trataba de un riesgo necesario que podría ser beneficioso para todos, un riesgo que valía la pena asumir.

Pero Regis no se alegró de ser el primero en toparse con los orcos, con un grupo formado por una docena de rezagados. Absorto en sus propios pensamientos, el mediano prácticamente se metió en sus mismas filas antes de percibir su presencia.

A Drizzt no le gustaba lo que estaba viendo. En lo alto de un promontorio rocoso, el drow estaba tumbado de bruces, ocupado en la contemplación de un gran campamento de orcos, justo lo que se había imaginado encontrar. No obstante, a un lado del campamento se erguían unos seres monstruosos: cuatro enormes gigantes de la escarcha, por completo distintos a los sucios gigantes de baja estofa que solían aliarse con los orcos. Estos gigantes tenían aspecto distinguido y parecían limpios y vestidos con elegancia, engalanados con anillos y brazaletes, tocados con pieles magníficas que no semejaban ni demasiado nuevas ni demasiado ajadas.

Los gigantes formaban parte de un clan de mayor tamaño y mejor organizado, un clan que sin duda pertenecía a la alianza que Jarl, el Grayhand, un viejo conocido de Drizzt y los enanos de Mithril Hall, había urdido en ese rincón de la Columna del Mundo.

Si el viejo Grayhand se prestaba a que algunos de sus mejores guerreros operasen en combinación con un clan de orcos, las consecuencias podían ir bastante más allá del expolio de una aldea aislada o la emboscada a un grupo de enanos.

Drizzt miró en derredor, por si había alguna forma de acercarse a los gigantes, pues quería escuchar su conversación, si tal cosa era posible. El drow contaba con que aquellos guerreros de talla enorme hablaran en un lenguaje con el que estuviera familiarizado.

Mas el terreno que se extendía entre su persona y el campamento orco no ofrecía muchas posibilidades para ocultarse, con la agravante de que se vería obligado a descender por una pared rocosa cortada a pico. A todo esto, el sol empezaba a ponerse en el horizonte, de forma que no contaba con mucho tiempo, si es que quería reunirse con sus amigos a la hora y en el lugar fijados.

Drizzt siguió observando el campamento durante varios minutos más, prestando especial atención al escaso trato que los orcos y los gigantes tenían entre sí. El drow se fijó en que, de pronto, un orco de gran tamaño y aspecto imponente, engalanado con mejores ropajes que sus desastrados compañeros y con una enorme hacha amarrada a la espalda, se acercó al cuarteto de gigantes. El recién llegado no se movía con el aire deferente de los demás, quienes se contentaban con proporcionar alimento a los gigantes o, simplemente, pasar junto a su lado del modo más discreto posible. Ese orco —que Drizzt al momento tomó por el cabecilla o uno de los cabecillas del grupo— se aproximó a los gigantes con paso decidido y, sin muestra visible de nerviosismo por su parte, se embarcó en una conversación jovial con ellos.

Con la atención concentrada en aquella charla, ansioso de oír aunque fuera un atisbo de sus palabras, Drizzt no se dio cuenta de la llegada de un centinela orco hasta que ya fue demasiado tarde.

Desde su posición elevada, Cattibrie contempló el campamento de los orcos y gigantes, bastante al oeste del promontorio en el que se encontraba. Catti-brie entendía que Drizzt también estaba espiando el campamento y que seguramente podía acercarse a él, si bien le llevaría tiempo dar con su compañero. Si finalmente se encontraban, lo que tampoco era seguro del todo, apenas les quedaría tiempo para regresar al punto de encuentro. En consecuencia, Catti-brie optó por recorrer el extremo oriental del campamento enemigo, examinando el terreno que los orcos y gigantes se verían obligados a recorrer por la mañana. A no ser, claro, que el grupo optase por ponerse en marcha en mitad de la noche, lo que seguramente sería del agrado de los orcos aunque difícilmente de los gigantes.

Con el ojo experto que correspondía a la hija adoptiva de Bruenor Battlehammer, Cattibrie trató de descubrir los mejores puntos para un ataque. Los cuellos de botella en la senda, el terreno elevado desde el que los enanos podrían sorprender a sus enemigos con una lluvia de piedras y martillos…

Tras dar por concluida su observación, la mujer fue la primera en llegar al punto de encuentro. Wulfgar se presentó un poco más tarde, en compañía de Bruenor, Dagnabbit y Tred McKnuckles.

—Su campamento está situado al norte a vuelo de pájaro desde donde nos encontramos —informó ella.

—¿Cuántos son? —quiso saber Bruenor.

Cattibrie se encogió de hombros.

—Drizzt seguramente sabrá decirlo mejor. Yo más bien me dediqué a reconocer el terreno para determinar por dónde podríamos atacarlos por la mañana.

—¿Tienes alguna idea al respecto?

Cattibrie respondió con una significativa sonrisa de asentimiento. Bruenor se frotó las manos de contento y volvió su rostro hacia Tred.

—Muy pronto vas a tener ocasión de vengarte, amigo mío —repuso con un guiño.

Como tantas veces había sucedido en el pasado, Regis se salvó por pura suerte. En el último segundo se escondió tras un peñasco sin despertar la atención de los orcos, que estaban ocupados en el reparto de un botín, acaso proveniente de la aldea arrasada hacía poco.

Tras una viva discusión a gritos profusa en empujones, los orcos del pequeño grupo decidieron quedarse ellos solos con el botín sin compartirlo con sus compañeros, lo que tranquilizó un tanto sus ánimos. En lugar de seguir por la senda y reunirse con el grueso de sus filas, los orcos optaron por acampar allí mismo, contentándose con enviar a dos de sus compañeros por un poco de comida.

Esta circunstancia brindó a Regis la posibilidad de escuchar su conversación. El mediano no tardó en encontrar respuesta a numerosas de las preguntas que se había estado formulando. A la vez, la charla de los orcos lo llevó a plantearse nuevos y numerosos interrogantes.

Drizzt no podía encontrarse en una posición más desventajosa. Tumbado de bruces sobre el promontorio rocoso, absorto durante largos minutos en el reconocimiento del campamento enemigo, acababa de detectar la presencia del orco a sus espaldas. El drow agachó la cabeza y medio se cubrió el rostro con el manto de su capa, confiando en que el orco no lo vería a la luz del crepúsculo. Sin embargo, cuando las pisadas del orco empezaron a sonar más próximas, Drizzt comprendió que tendría que cambiar de plan.

Al momento se levantó de un salto y se volvió hacia su adversario, echando mano a sus dos cimitarras y situándose en posición de repeler el ataque de su adversario. El orco no hizo ademán alguno de lanzarse al asalto, sino que más bien alzó las manos en el aire, dejó caer su arma al suelo y empezó a gesticular de forma frenética.

El orco dijo algo que Drizzt no terminó de entender, por mucho que la lengua de los orcos era bastante similar a la de los goblins, que el drow sí entendía. En todo caso, a Drizzt no se le escapó el extraño tono casi de disculpa empleado por su oponente, como si el orco tuviera miedo del drow con quien acababa de toparse.

Dicho temor no sorprendió a Drizzt, pues las razas emparentadas con los goblins solían tener miedo a los drows, como solían tenerlo casi todos quienes pertenecían a una raza inteligente. Mas Drizzt intuía que la cosa iba más allá en este caso. El orco no parecía mostrarse sorprendido, como si la aparición de un elfo drow a poca distancia de su campamento no tuviera nada extraño.

Drizzt se proponía interrogar a su oponente, pero al momento comprendió que no iba a tener ocasión. Una sombra negra acababa de aparecer junto al orco.

Guenhwyvar al instante saltó los aires y se lanzó contra el orco.

—¡Guen, no! —gritó Drizzt.

El orco se desplomó; su garganta era una abierta flor de sangre. Drizzt corrió a su lado, decidido a taponar la hemorragia de la garganta como fuera.

Sin embargo, al instante comprendió que al orco no le quedaba ni resto de su garganta.

Frustrado por haber perdido la ocasión de saber más, al tiempo que satisfecho por la presteza de Guenhwyvar a la hora de acudir en su socorro, Drizzt sacudió la cabeza con incredulidad.

Tras esconder el cadáver del orco en una grieta entre las rocas, con Guenhwyvar a su lado, Drizzt echó a caminar hacia el punto de encuentro. Por el momento, los interrogantes seguían superando las certezas.

—El terreno nos es ventajoso —explicó Catti-brie a sus compañeros, reunidos en la meseta situada bajo la posición de sus enemigos—. Podemos sorprenderlos como mejor nos convenga.

Aunque nadie contradijo sus palabras, el rostro de Bruenor expresaba preocupación.

—No me gusta la presencia de esos gigantes —apostilló éste—. Cuatro de ellos nos pueden plantear muchos problemas, incluso sin contar con el apoyo de los orcos. Lo mejor sería efectuar un primer ataque en mitad de la noche. A fin de dividir sus filas.

—Si lo hacemos, nos será muy difícil contar con el factor sorpresa por la mañana —arguyó Catti-brie.

El grupo debatió varias ideas, posibles planes para separar a los gigantes del campamento principal y atacarlos allí donde fueran más vulnerables. Aunque las propuestas fueron muchas, no resultaba fácil dar con una solución.

—Tal vez haya una forma… —terció Drizzt, interviniendo por primera vez en la conversación.

Mientras relataba su encuentro con el orco de tan extraña conducta, Drizzt se preguntó si verdaderamente estaría en lo cierto.

Por último, se decantaron por el lugar que les pareció más adecuado. Los seis, con Guenhwyvar pero sin Drizzt, se pusieron en camino hacia allí, mientras el drow se dirigía a su puesto de observación. Una vez allí, Drizzt observó el panorama que se extendía a sus pies. Sus ojos expertos atravesaron la noche y detectaron una ruta de acceso al aislado campamento de los gigantes. Un instante después, el drow se marchó de allí, tan silencioso como una sombra.

—Él se encargará de atraerlos hacia aquí desde el flanco derecho —dijo Bruenor, después de llegar al terreno escogido para la emboscada.

El enano se hallaba frente a un profundo precipicio. Un sendero pedregoso y accidentado discurría por la empinadísima pendiente que se abría a sus pies.

—¿Te las arreglarás para subir, Panza Redonda?

Éste, que se encontraba al fondo del precipicio, acababa de encontrar varios accesos a la cornisa de roca a la que iba a dirigirse. No obstante, Regis seguía escudriñando buscando una ruta que resultase practicable para un compañero no tan ágil como él.

—¿Te apuntas a la cacería? —preguntó a Tred McKnuckles, quien, a su lado, se mostraba un tanto atónito ante los complejos preparativos de sus curtidos compañeros.

—¿A ti qué te parece? —respondió el enano.

—Que harías bien en sujetar tu arma a la espalda y seguirme —contestó Regis con una sonrisa maliciosa. Sin añadir más, el mediano empezó a ascender por la ladera.

—¡Oye! ¡Que yo no soy ninguna araña! —rezongó Tred a gritos.

—¿Quieres venganza, sí o no?

Regis no tuvo que añadir más, pues Tred emprendió el ascenso siguiendo de modo preciso los pasos de su predecesor, gruñendo y refunfuñando al modo de los enanos.

Tred tardó largo rato en llegar a la cornisa que había en lo alto, y cuando por fin llegó, Regis llevaba ya rato cómodamente sentado con la espalda apoyada en la pared rocosa, unos ocho metros por encima del sendero.

—A ver si consigues quebrar esa roca y obtener un pedrusco de buen tamaño —lo retó el mediano, señalando una gran roca desprendida sobre la cornisa.

Tred contempló con ojos escépticos la enorme roca de sólido granito.

—¿Os parece que podréis precipitarla sobre la senda? —preguntó Catti-brie desde abajo.

Regis se acercó al saliente con intención de responder. Tred seguía contemplando la gran roca con escepticismo.

Sin aguardar respuesta, Cattibrie se acercó a Wulfgar, con quien habló por un instante. El bárbaro desapareció un momento y volvió al cabo de unos segundos con una larga y gruesa rama en las manos. Tras situarse bajo la cornisa, Wulfgar alzó los brazos.

Cuando resultó evidente que le resultaba imposible alcanzar a sus compañeros con la rama, el bárbaro la tiró hacia arriba.

Regis aferró la rama y, con una sonrisa en el rostro, la subió hasta donde estaba y se la entregó al sorprendido Tred.

—Espera y verás —prometió el mediano.

A un lado, en otro saliente rocoso cercano al ocupado por Regis y Tred, Guenhwyvar emitió un gruñido sordo que provocó que Tred diera un respingo.

Regis sonrió ante el desconcierto de su compañero y, sin decir palabra, se acomodó en un punto desde el que podía contemplar el sendero que discurría a sus pies.

Cuando los oyó hablar en un lenguaje lo bastante parecido al común para resultar comprensible, Drizzt se dijo que sus planes tenían muchas probabilidades de triunfar. El drow se encontraba oculto tras las sombras de una gran roca situada en un extremo del campamento. A todas luces confiados, ni los orcos ni los gigantes habían dispuesto vigilancia alguna.

La conversación de los gigantes se refería a menudencias, no aportaba informaciones precisas. Cosa que a Drizzt no le preocupaba en demasía. Su principal interés consistía en poner a prueba aquella corazonada que le decía que ese grupo estaba familiarizado con los elfos oscuros.

Drizzt dio con su oportunidad cosa de media hora más tarde. Uno de los gigantes estaba roncando con sonoridad similar a la de una avalancha. Otro, la única mujer del cuarteto, descansaba junto al primero, a punto de quedarse dormida, si es que no lo estaba ya. Los dos restantes continuaban conversando, si bien sumiéndose en unos largos momentos de silencio atribuibles a la somnolencia. Por fin, uno de los dos gigantes se levantó y echó a andar.

Drizzt respiró con fuerza, pues no era fácil plantar cara a un oponente tan formidable como un gigante de la escarcha. Por si no bastara su envergadura y capacidad de lucha, los gigantes de la escarcha no tenían un pelo de tontos. En eso no se parecían a sus primos, los ogros y los gigantes de las colinas. Era sabido que los gigantes de la escarcha solían ser seres astutos. Drizzt tendría que contar con el respeto unánime debido a su raza y su historial como guerrero.

Drizzt avanzó entre las sombras hasta situarse a pocos metros del gigante sentado.

—Me temo que habéis pasado por alto un tesoro —musitó.

Soñoliento, el gigante dio un ligero respingo y dirigió una mirada de sorpresa en su dirección. Al divisar al elfo oscuro, irguió la espalda de golpe.

—¿Donnia? —preguntó.

Drizzt no reconoció dicho nombre, aunque entendió que se trataba del patronímico de un drow.

—Soy un compañero suyo —respondió—. Como digo, habéis pasado por alto un tesoro.

—¿Dónde…? ¿Qué tesoro es ése?

—En la aldea. Un arcón repleto de joyas y gemas preciosas enterrado bajo una de las casas que derruisteis.

—¿Por qué me estás ofreciendo semejante tesoro? —preguntó el gigante con sospecha, receloso de que un drow se aviniera a facilitarle semejante información.

—Porque yo solo no puedo llevármelo todo —explicó Drizzt—. Apenas si puedo cargar con la décima parte de ese tesoro. Y aunque pudiera llevármelo todo en el curso de varios viajes, sospecho que hay mucho más escondido bajo una gran losa de piedra que no puedo mover.

El gigante dirigió una rápida mirada a su alrededor, claramente interesado en cuanto acababa de oír. A pocos pasos de donde se encontraba, uno de sus compañeros tosió, se revolvió en el suelo y siguió roncando.

—Estoy dispuesto a compartir la mitad contigo. Y hasta con tus compañeros de raza, si lo crees necesario. Pero no con los orcos —indicó Drizzt.

La sonrisa malévola que apareció en el rostro del gigante dejaba claro que Drizzt no se equivocaba en demasía al evaluar la verdadera naturaleza de las relaciones entre los gigantes y los orcos.

—Hablemos de la cuestión en detalle, pero no aquí —propuso Drizzt, haciendo ademán de esfumarse entre las sombras.

El gigante volvió a mirar a su alrededor, se puso en cuclillas y, con sigilo, siguió al drow por una senda pedregosa que llevaba a un pequeño claro oculto tras una empinada pared rocosa.

En un saliente que había en dicha pared, unos tres metros sobre la cabeza del enorme gigante, dos pares de ojos lo estaban observando en silencio.

—¿Y cómo se lo tomará Donnia Soldou? —preguntó el gigante.

—Donnia no tiene por qué enterarse —contestó Drizzt.

Al encogerse de hombros, el gigante vino a reconocer que la tal Donnia no pasaba de ser una aliada circunstancial. El elfo oscuro respiró con alivio al saberlo. Hasta el momento, Drizzt temía que los orcos y los gigantes no fuesen sino la avanzadilla de un gran ejército drow.

—De acuerdo. Pero Geletha se viene conmigo —dijo el gigante.

—¿El compañero con quien estabas hablando?

El gigante afirmó con la cabeza.

—Y una cosa más: repartiremos entre los tres. Una parte para cada uno.

—No me parece muy justo.

—Está claro que tú solo no puedes levantar esa losa.

—Del mismo modo que vosotros no sabréis encontrarla solos. —Drizzt insistía en seguir con el regateo, tratando de mantener al gigante distraído mientras sus compañeros terminaban de ocupar sus puestos.

El drow se dijo que no tendría que seguir demasiado tiempo con aquella farsa.

Cuando una flecha silbó y se hincó en el pecho del monstruo, Drizzt no se sorprendió.

El gigante profirió un gruñido, si bien su herida no era grave. Drizzt desenvainó sus cimitarras y se volvió de un salto, colocándose frente a la posición de Cattibrie, fingiéndose todavía aliado del gigante.

—¿De dónde venía esa flecha? —exclamó—. Levántame en brazos, que quiero verlo por mí mismo.

—¡Ha venido de ahí enfrente! —rugió el gigante, que se agachó para facilitar el ascenso del drow.

Drizzt subió de un salto por su brazo, similar a un árbol, y rajó con sus cimitarras el rostro del monstruo, cuyas facciones se vieron al punto surcadas por varías líneas de un vívido carmesí.

Con un tremendo rugido, el gigante trató de agarrarlo, pero el drow acababa de saltar a un lado, en el preciso momento en que una segunda flecha de nuevo hendía el cuerpo del gran bruto.

Apartando la flecha de un manotazo, el gigante siguió dirigiéndose hacia Drizzt, hasta que un sonido similar al de un leño al partirse resonó de improviso. Bruenor Battlehammer acababa de clavar su hacha letal en la parte posterior de la rodilla del gigante.

El gigante emitió un ronco mugido y llevó su mano a la herida, un momento antes de que Cattibrie acertara con una tercera flecha en su rostro.

Sobreponiéndose a sus heridas, el bruto alzó el pie, con la evidente intención de aplastar al pequeño Bruenor.

A trompicones, Dagnabbit surgió de la oscuridad y clavó su martillo aguzado en la parte superior del pie que el gigante mantenía en tierra.

—¡Tempus! —se oyó un grito.

Un segundo martillo revoloteó en el aire. Aegisfang se clavó en el pecho del monstruo, justo debajo del cuello, proyectando al gigante de espaldas contra la pared de roca. Wulfgar surgió tras el martillo y, tras recuperarlo de forma mágica, se lanzó contra el gigante postrado, a quien asestó un tremendo mandoble en la rodilla.

¡Había que oír los aullidos del bruto!

La siguiente flecha de Cattibrie acertó de lleno en su rostro.

De pie, en el saliente rocoso, con la rama en su mano a guisa de palanca, Tred contempló con asombro lo sucedido. Aunque anteriormente había combatido con gigantes en muchas ocasiones, jamás los había visto morder el polvo con tal rapidez.

Su mirada se posó en Guenhwyvar. Agazapada sobre la cornisa, la gran pantera, sin desatender el combate, tenía las orejas erguidas y la atención vuelta al este.

Regis extendió el brazo hacia la cornisa, indicando que el gigante se encontraba allí donde querían.

Con un gruñido de satisfacción, Tred hizo palanca bajo la roca que descansaba en el saliente. El gran pedrusco se inclinó hacia el borde de la cornisa. Justo cuando empezaba a rehacerse y plantar cara a la embestida combinada del drow, el bárbaro, la mujer y los dos fieros enanos, el gigante se vio aplastado por el gran pedrusco de granito. El sonido de su cuello al romperse resonó en la piedra.

Con un gesto, Regis felicitó a Tred por su excelente puntería. Sin embargo, los problemas no habían hecho más que empezar. El mediano y el enano al punto comprendieron el motivo por el que la inquieta Guenhwyvar se había mantenido al margen de la lucha. Un gigante corría hacia ellos por el sendero, seguido de lejos por la sombra no menos gigantesca de la hembra, su compañera.

Regis fijó su mirada en Tred.

—¿Hay más pedruscos a mano? —preguntó, con un deje de miedo en la voz.

A sus espaldas, Guenhwyvar saltó sobre el hombro del primer gigante, a quien derribó sobre la senda. Rehaciéndose de su sorpresa, Tred se abalanzó sobre el bruto, a quien asestó un tremendo hachazo en mitad de la frente, hachazo que resonó como el impacto de la piedra contra la piedra.

Estremecido, Regis contempló la furiosa acometida de su compañero.

—Iba a proponerte que le diéramos en la frente —musitó.

Sin oír lo que el mediano le estaba diciendo, Tred seguía aferrado al mango de la gran hacha clavada en mitad de la frente de su enemigo, que, poco a poco, cayó de rodillas y acabó por desplomarse de bruces en el suelo.

El enano se irguió junto al cadáver del monstruo y se dispuso a afrontar la acometida del segundo bruto. Sin embargo, su hacha seguía firmemente hincada en la frente del gigante, lo que lo llevó a perder unos segundos preciosos.

En ese instante oyó un gemido a su lado. Al momento comprendió que Dagnabbit había tenido la mala suerte de verse aplastado por el gigante en su caída.

A todo esto, en el sendero, Drizzt plantaba cara a una giganta de la escarcha fuera de sí por la muerte de su compañero. Cuando la giganta levantó el brazo para arrojarle un pedrusco que llevaba en la mano, Drizzt recurrió a uno de sus innatos poderes de drow e hizo aparecer un círculo de oscuridad frente al rostro de su oponente. Sin perder un instante, Drizzt se lanzó en plancha contra el suelo. El pedrusco pasó silbando sobre su cabeza y se estrelló contra la pared rocosa antes de rebotar y golpear levemente el hombro de Wulfgar, que salió despedido por los aires. El pedrusco asimismo arrancó a Taulmaril de las manos de Cattibrie, cuyos dedos, al instante, se cubrieron de sangre.

Con las manos unidas con fuerza, Cattibrie cayó de rodillas, presa de un dolor vivísimo.

Drizzt se lanzó contra la giganta, que respondió soltándole una tremenda patada.

El drow esquivó la furiosa coz, dio una pirueta en el aire, rodó sobre sí mismo y se puso en pie de un salto, esgrimiendo sus dos letales cimitarras, con las que trazó dos profundas líneas de sangre en la espalda de la giganta.

Bruenor entró en acción y clavó su hacha en el tobillo de su enemiga, quien respondió soltándole un terrible manotazo que envió al enano rodando entre las rocas.

Rehaciéndose al punto, Bruenor recuperó el equilibrio y se ajustó su casco ornado con un cuerno.

—¡Vas a conseguir que me enfade, orca hinchada! —la amenazó.

La giganta propinó una nueva patada a Drizzt, quien de nuevo fue más rápido.

Haciéndose a un lado, el drow giró sobre sí mismo y volvió a rajar una y otra vez la piel de su enemiga.

Tras decidir que sus oponentes eran demasiados, la giganta soltó una última patada destinada a mantener al drow a distancia y, dando media vuelta, se volvió hacia el sur y echó a correr a campo través, allí donde sus largas piernas le proporcionaban ventaja.

No llegó muy lejos.

Aegisfang al momento hizo trizas el talón de la giganta, que trastabilló y cayó de bruces sobre el piso pedregoso. Aunque trató de levantarse, sus enemigos no le dieron la menor oportunidad. Drizzt se lanzó sobre su espalda, Guenhwyvar saltó sobre sus hombros y apresó con los colmillos la parte posterior de su cuello, Catti-brie se sumó a la carga esgrimiendo su diabólica y afiladísima espada, Khazid’hea, Bruenor la secundó armado con su hacha y Wulfgar culminó la embestida empuñando su pesado martillo de guerra.

El mismo Tred se sumó al ataque, en compañía de un Dagnabbit más estremecido que verdaderamente contusionado.

De pie, en el saliente rocoso sobre sus cabezas, Regis estaba jaleándolos cuando de pronto advirtió que el primero de los gigantes, si bien malherido, hacía esfuerzos por levantarse. Avisado, Wulfgar echó mano a su letal Aegisfang y machacó sin piedad el enorme cabezón del bruto.

Concluido el combate, la partida se dirigió a reagruparse con el grueso de los enanos.

—¡Nunca había visto nada igual! —exclamó Tred.

—Un simple aperitivo de la batalla que nos espera —bromeó Bruenor.

—¡Pues el Rey Bruenor es un maestro en esa clase de aperitivos! —exclamó Dagnabbit.

—Hay maestros y hay maestros —respondió Bruenor, señalando con el mentón a Drizzt, que estaba ocupado en cuidar de las heridas que Catti-brie tenía en las manos.

Aunque ésta tenía más de un dedo roto, seguía decidida a participar en la lucha.

Esa noche no iban a descansar. Les esperaba un nuevo aperitivo premonitorio de la batalla final.