Muy listos para ser orcos
La llegada de los dos enanos fue una sensación en la aldea de Clicking Heels, por mucho que en aquel perdido rincón de la Columna del Mundo las novedades no solían ser bienvenidas. Después de que los enanos siguieran su camino, entre los aldeanos empezó a disiparse el temor a un ataque inminente, lo que les dio ocasión de saborear a placer la historia que habían relatado los enanos. Y es que, cuando había sensación de seguridad, las novedades acababan teniendo su gracia.
Pero los habitantes de Clicking Heels estaban demasiado escarmentados para dormirse en los laureles. Durante las jornadas siguientes, limitaron al mínimo las salidas al exterior, duplicaron la vigilancia diurna y triplicaron las guardias nocturnas.
Por las noches, a intervalos cortos y regulares, los centinelas gritaban desde sus puestos de vigilancia: —¡Sin novedad!
A todo esto, los aldeanos no cesaban de observar el terreno desbrozado que se extendía hasta los muros de la población, sumidos en una atenta vigilancia nacida de numerosas experiencias desagradables.
Incluso cuando ya había transcurrido una semana desde la partida de los enanos, los centinelas seguían aplicándose en la vigilancia, sin permitirse un minuto de descanso en sus puestos de observación junto a los muros.
Carelman Twopennies, uno de los guardianes asignados al muro la noche posterior a los siete días de la partida de Tred y Nikwillig, estaba exhausto, de forma que ni siquiera se atrevía a apoyarse en uno de los palos de la empalizada, por miedo a quedarse dormido. Cada vez que el aviso de «Sin novedad» resonaba a su derecha, Carelman se sacudía el sueño y fijaba la mirada en el campo oscuro que se extendía junto a su sección del muro, presto a gritar la señal de que todo estaba en orden cuando el turno le llegara. Pasada la medianoche, una vez que el centinela situado a su derecha hubiese dado su aviso, Carelman escudriñó la oscuridad que se desplegaba extramuros y no detectó ningún movimiento inusual. Cuando por fin le llegó el turno, se aprestó a gritar que todo estaba en orden.
Sin embargo, en el mismo momento de pronunciar esas palabras resonó un silbido y un gran pedrusco arrojado por un gigante fue a estrellarse en su cabeza.
—Sin nov… ¡Aag! —fueron sus últimas palabras.
Un instante después estaba muerto, tumbado entre la empalizada de madera y el grueso muro de piedra.
Carelman Twopennies no llegó a oír el griterío que se alzó a su alrededor ni el estrépito producido por los siguientes pedruscos al aterrizar sobre los muros y los edificios, machacando las defensas de la aldea. Tampoco llegó a oír las voces de alarma que saludaron la irrupción de una horda de orcos, muchos de los cuales cabalgaban sobre fieros worgos.
Carelman Twopennies no llegó a enterarse de la muerte de su familia, de sus amigos, de la aldea entera.
El Marchion Elastul se mesó las barbas, que eran de un rojo llameante. Era éste un gesto que muchos enanos interpretaban como una muestra de orgullo por contar con semejantes barbas. No obstante, a Torgar no le impresionaban en demasía las rojas barbas del Marchion, pues ningún hombre contaba con unas barbas comparables a la más misérrima de las barbas de los enanos.
—¿Qué voy a hacer contigo, Torgar Hammerstriker? —inquirió Elastul.
A espaldas de Elastul, los cuatro Martillos asignados a su guardia personal se miraron nerviosamente y empezaron a cuchichear.
—No me parece que tengáis que hacer cosa alguna conmigo, Majestad —contestó el enano—. Llevo trabajando en defensa de Mirabar desde antes de que nacierais, desde antes de que naciera vuestro propio padre. Por eso no me parece que tengáis que hacer nada.
La mirada destemplada que el Marchion le dedicó dejó clara la poca gracia que le hacían las palabras de Torgar.
—En mi condición de soberano me encuentro ante una verdadera disyuntiva —explicó el Marchion.
—¿Disyuntiva? —preguntó Torgar, rascándose las barbas—. Pues no entiendo esa palabrilla…
Elastul lo miró con la confusión pintada en el rostro.
—Un dilema —aclaró.
—¿El qué? —preguntó el enano.
Torgar tuvo que emplearse a fondo para reprimir una sonrisa maliciosa. El enano no ignoraba que los humanos eran presa de un complejo de superioridad y que, en muchas ocasiones, lo mejor era hacerse el tonto.
—¿El qué? —preguntó el Marchion.
—El qué de qué.
—¡Por favor! —exclamó el Marchion. Elastul estaba temblando de modo visible, sin que Torgar diera muestra de darse por enterado—. Por obra de tus actos me veo en un dilema.
—¿Qué dilema es ése?
—Las gentes de Mirabar te tienen en gran estima. Todos te consideran uno de los principales oficiales de la Orden del Hacha, un enano honorable y de reputación ejemplar.
—¡Marchion Elastul! Oigo vuestras palabras y se me ruborizan estas barbadas mejillas. Hasta la retaguardia se me ruboriza —añadió Torgar, echando una mirada de soslayo—. Una retaguardia para la que no parecen pasar los años, pues sigue siendo tan peluda como siempre.
Elastul lo miró como si tentado estuviera de abofetearlo. Torgar se lo estaba pasando en grande.
El Marchion suspiró profundamente y se dispuso a responder, pero la puerta de la sala se abrió de golpe antes de que pudiera pronunciar palabra. La Sceptrana Shoudra Stargleam hizo irrupción en la estancia.
—Marchion… —saludó, haciendo una reverencia.
—Justo estamos debatiendo si no será conveniente fundir el emblema de la Orden del Hacha que orna la coraza de Torgar —indicó Elastul, desentendiéndose del enano.
—¿En serio? —preguntó Torgar, fingiendo aire inocente.
—¡Ya está bien! —cortó Elastul—. Pues claro que sí. Y sabes muy bien por qué te he hecho venir. Tenías que ser tú, entre todos los enanos, quien se atreviera a confraternizar con nuestros enemigos…
Torgar alzó su mano callosa. Su expresión se había tornado repentinamente seria.
—Yo diría que os excedéis al tratar a ciertas personas como enemigos —indicó.
—¿Es que te has olvidado ya de las riquezas que Bruenor Battlehammer y los suyos nos han arrebatado?
—De arrebatar, nada. Se limitaron a comerciar. Lo sé bien, porque yo mismo cerré un par de tratos que al final me resultaron ventajosos.
—¡No estoy hablando de su maldita caravana! Me refiero a las minas que poseen al este del territorio. ¿Tengo que recordarte que nuestro comercio no ha hecho sino descender desde que las fraguas de Mithril Hall volvieron a entrar en funcionamiento?
Pregúntaselo a Shoudra. Ella sabe bien lo difícil que nos está resultando renovar nuestros viejos pactos comerciales y atraer a nuevos compradores.
—Muy cierto —convino ella—. Desde que Mithril Hall ha vuelto por sus fueros, mi labor es cada vez más difícil.
—La labor de todos —corrigió Torgar—. No sólo la tuya. Cosa que a mí no me parece mal, por otra parte. Ello nos obligará a arrimar el hombro y tratar de superarnos.
—¡El Clan Battlehammer no es amigo de Mirabar! —insistió Elastul.
—Ni tampoco es nuestro enemigo —mantuvo Torgar—. Razón por la que os pido que seáis más cuidadosos con vuestras palabras.
El Marchion se revolvió en su trono de modo tan súbito que Torgar, por acto reflejo, llevó su mano al hombro derecho, junto al mango del hacha enorme que siempre llevaba a la espalda, movimiento, que a su vez, provocó que Elastul y sus cuatro Martillos dieran un respingo y pestañearan con incredulidad.
—El Rey Bruenor vino en condición de amigo —sentenció Torgar cuando las cosas se hubieron calmado—. Y lo dejamos entrar en la ciudad atendiendo a esa condición de amigo.
—También es posible que viniera con intención de espiar a quienes son sus rivales más directos —objetó Shoudra, sin que Torgar le prestara demasiada atención.
—En todo caso, si uno permite que en su ciudad entre un personaje legendario
Entre los enanos, no es de recibo que luego se escandalice si esos mismos enanos se muestran ansiosos de tratar con él.
—Te recuerdo que muchos de los enanos de mi ciudad son fervientes partidarios de que emprendamos acciones encubiertas contra el rey Bruenor —dijo Elastul—. Tú mismo los has oído defender la conveniencia de enviar espías a Mithril Hall, acaso para sabotear el funcionamiento de las fraguas, inundar algunas de las excavaciones más prometedoras o insertar piezas de mala calidad entre los lotes de armas y corazas que el Clan Battlehammer pretende comercializar.
Torgar no podía negar la verdad que encerraban las palabras del Marchion, como no podía negar que, en el pasado, él mismo había proferido invectivas semejantes contra Mithril Hall. En todo caso, las cosas habían cambiado desde la visita de Bruenor y los suyos. Torgar acaso no viese con buenos ojos la pujanza comercial del Clan Battlehammer, pero si Bruenor y sus enanos un día se vieran amenazados por un enemigo externo, Torgar estaría encantado de acudir en su socorro.
—¿Es que imagináis que un día tendremos que enfrentarnos al Clan Battlehammer? —preguntó el enano. El Marchion y Shoudra intercambiaron sendas miradas—. ¿Se os ha ocurrido que acaso podríamos aliar nuestros esfuerzos en mutuo beneficio?
—¿Qué quieres decir? —inquirió Elastul.
—Bruenor y los suyos tienen grandes reservas de mineral, un mineral de mejor calidad que el que aquí podríamos explotar aunque excaváramos a mil kilómetros de profundidad. Por lo demás, el Clan Battlehammer cuenta con unos artesanos excepcionales, lo mismo que nosotros. Sería formidable que nuestros mejores artesanos trabajaran con los suyos y que nuestros aprendices y los suyos, o quienes son demasiado viejos para martillear con precisión, se ocuparan de elaborar las piezas de fabricación más sencilla, las ruedas de carro y las rejas, en lugar de las espadas y las corazas. Creo que me explico.
El Marchion abrió mucho los ojos, aunque no porque la sugerencia de Torgar lo hubiera impresionado de modo favorable. El enano lo entendió así de inmediato y supo que acababa de meterse en un buen lío.
Temblando de tal forma que parecía estar a punto de salir disparado de su trono en cualquier momento, Elastul tuvo que hacer un esfuerzo para recobrar la compostura.
Rabioso a más no poder, negó repetidamente con la cabeza, incapaz de decir nada.
—Sólo era una idea —adujo Torgar.
—¿Una idea? También a mí se me ocurren ideas. La de hacer que Shoudra arranque de una vez el hacha que orna tu coraza, por ejemplo. La de ordenar que seas azotado en público, la de hacerte juzgar por traición a Mirabar incluso. ¿Cómo te atreves a instar a mis súbditos a confraternizar con el Clan Battlehammer? ¿Cómo osas defender a quien es nuestro principal rival, el enano soberano de un clan cuyos manejos nos están costando sacos y sacos de oro? ¿Cómo te atreves a abogar por una alianza con Mithril Hall? ¡Y en mis propias narices, nada menos!
Shoudra Stargleam se acercó al trono del Marchion y puso su mano sobre el brazo de Elastul, con intención de que éste se calmara un poco. Al mismo tiempo, Shoudra fijó su mirada en Torgar, a quien indicó con un gesto de la cabeza que aprovechase para salir de allí cuanto antes.
Mas Torgar no estaba dispuesto a marcharse sin decir la última palabra.
—Es posible que odiéis a Bruenor y sus muchachos, y hasta es posible que tengáis buenas razones para ello —declaró—, pero, a mi entender, ese odio es nuestra principal debilidad.
»Tal es mi punto de vista. Sois muy libre de arrancarme el emblema del Hacha, pero os recomiendo que lo penséis dos veces antes de castigarme con los azotes —añadió Torgar antes de que el Marchion pudiera replicar.
Proferida esta amenaza, Torgar Delzoun Hammerstriker se dio media vuelta y salió de la estancia.
—¡Juro que su cabeza muy pronto adornará la punta de una lanza!
—En tal caso tendréis que enfrentaros a la insurrección de los dos mil enanos del escudo que residen en Mirabar —advirtió Shoudra, con su mano todavía posada en el brazo del Marchion—. No es que esté en completo desacuerdo con cuanto acabáis de exponer sobre Mithril Hall, mi buen Elastul, pero en vista de la respuesta de Torgar y tantos otros, no me parece aconsejable que nos empeñemos en seguir por esta línea de abierta animosidad.
Elastul la miró furibundo, llevándola a entender que muy pocos integrantes del Consejo de las Piedras Brillantes estarían de acuerdo con una afirmación así.
Shoudra se apartó de su lado, dio un paso atrás e hizo una deferente reverencia, al tiempo que meditaba sobre la naturaleza desestabilizadora de la visita del rey Bruenor a Mirabar. Si el Marchion insistía en empecinarse de aquel modo, las consecuencias podían ser desastrosas para la vieja ciudad minera.
A todo esto, Shoudra no podía por menos de admirar la osadía mostrada por Bruenor al presentarse de aquel modo allí donde sabía que no sería bienvenido, pero donde tampoco le iban a dar con la puerta en las narices. Una maniobra muy astuta. Y la Sceptrana de Mirabar empezaba a intuir que su señor estaba cayendo de bruces en la trampa tendida por Bruenor.
—¿Hay prisioneros? —preguntó Obould a su hijo.
Desde un peñasco elevado, ambos se complacían en contemplar las ruinas de Clicking Heels.
—Muy pocos —contestó Urlgen con una sonrisa cruel.
—¿Los estáis interrogando?
Urlgen dio un respingo, como si no hubiera reparado en dicha posibilidad.
Obould emitió un gruñido y le soltó un pescozón en la nuca.
—¿Qué quieres saber? —preguntó el confuso Urlgen.
—Todo cuanto puedan decirnos —respondió Obould, silabeando cada palabra, como si estuviera dirigiéndose a un niño de teta.
Urlgen esbozó un gesto de fastidio, aunque no se atrevió a protestar abiertamente.
Al fin y al cabo, la culpa del descuido era efectivamente suya.
—¿Sabes cómo interrogar a los prisioneros? —preguntó Obould. Su hijo lo miró como si la pregunta fuese ridícula—. El truco está en torturarlos, como de costumbre —explicó Obould, por si las moscas—. Con la diferencia de que uno aprovecha para hacerles preguntas mientras se divierte.
Una hora más tarde, Urlgen volvió a reunirse con su padre, quien ahora estaba enfrascado en una conversación con los gigantes que le habían ayudado en el ataque, siempre atendiendo a las consideraciones políticas, como era habitual en él.
—A lo que parece, no todos los enanos murieron en la emboscada que les tendimos —indicó Obould. En su tono se mezclaban la impaciencia por la inminente cacería y la decepción por que el ataque se hubiera saldado con supervivientes.
—¿Enanos? ¿Es que en esta aldea ridícula había algún enano?
Urlgen no terminaba de explicárselo.
—Pues no… Aquí no había ningún enano —reconoció.
Obould y los gigantes ahora mostraban un similar desconcierto.
—En la aldea no había un solo enano —repuso Urlgen con determinación, tratando de zanjar la confusión—. Lo que pasó es que dos de esos malditos enanos escaparon con vida después de que los emboscáramos hace una semana.
La revelación no terminó de sorprender a Obould, quien sabía que en la región seguía habiendo enanos. Una partida de orcos había sido exterminada no lejos de esa aldea. La táctica empleada en el ataque llevaba el sello de los enanos.
—Esos dos enanos estuvieron en la aldea. Llegaron heridos de gravedad —explicó Urlgen.
—¿Y murieron en la aldea?
—No. Se marcharon en dirección a Mithril Hall antes de comenzar nuestro ataque.
—¿Hace mucho?
—No hace mucho.
A Obould se le despertó el instinto depredador.
—¿Os parece que vayamos de cacería? —preguntó a los gigantes—. La cosa promete ser divertida.
Sin necesidad de insistir, los azulados gigantes asintieron al unísono.
Con todo, la alegre expresión de Obould se ensombreció cuando en su mente resonaron las advertencias de Ad’non Kareese: —Hay que recurrir a pequeñas incursiones, de forma puntual. Para acabar con ellos poco a poco.
La persecución de aquellos enanos que se dirigían al sur muy probablemente implicaría una aproximación excesiva e imprudente a Mithril Hall, con el consiguiente riesgo para las fuerzas de Obould.
—Bah… Mejor dejémoslos en paz —decidió el rey de los orcos.
Si bien los gigantes al instante parecieron aceptar su decisión, Urlgen abrió unos ojos como platos.
—No lo dirás en serio… —dijo el joven e impulsivo orco.
—Por supuesto que lo digo en serio —zanjó Obould—. Es mejor que lleguen a su destino. Cuando los enanos de Mithril Hall sepan lo ocurrido, se apresurarán a enviar un destacamento de exploración. Del que no tardaremos en dar buena cuenta.
En el rostro de Urlgen volvió a pintarse una sonrisa. Obould a continuación le explicó que más valía ser prudentes, pues la mera mención de los enanos acaso incitara a sus guerreros más jóvenes a lanzarse contra el sur.
—Y si esos enanos asquerosos se encuentran en las proximidades de Mithril Hall, igual nos las tenemos que ver con un ejército superior en número. No nos conviene plantarles cara.
A pesar del asentimiento de sus interlocutores, del mismo Urlgen incluso, Obould se creyó obligado a puntualizar: —Por el momento, claro está.