Entre los fantasmas
La caravana cruzó el puente que conducía al sur de Mirabar y siguió el curso del río Mirar durante diez días, y a buen paso. Al sur se erguían los altos árboles del Bosque Acechante, conocido por ser reducto de tribus de orcos y otros habitantes desagradables.
Al norte se alzaban las imponentes montañas de la Columna del Mundo, cuyas cimas insistían en retener su blanco manto por mucho que el verano estuviera al caer.
La hierba crecía alta junto al camino y los dientes de león ornaban las ondulantes laderas del valle de Khedrun, si bien los precavidos enanos no se dejaban contagiar por la paz que se respiraba en aquel paisaje de ensueño. Tan al norte como se encontraban, todo el territorio era salvaje, lo que les llevaba a redoblar las precauciones por las noches, a disponer sus carretas en círculo y a contar con la vigilancia en los flancos de Drizzt, Cattibrie y Wulfgar, a quienes se sumaba la pantera Guenhwyvar cada vez que Drizzt la convocaba.
En el extremo oriental del valle, a casi ciento sesenta kilómetros entre ellos y Mirabar, el río Mirar describía una curva hacia el norte, empujado por las primeras estribaciones de la Columna del Mundo. El Bosque Acechante también se extendía hacia el norte, siguiendo el curso de las aguas como una sombra.
—Mañana nos encontraremos con un terreno mucho peor —advirtió Bruenor mientras sus enanos preparaban el campamento para esa noche—. Mañana a mediodía volveremos a encontrarnos con terreno escarpado y nos veremos obligados a adentrarnos entre las sombras del bosque. —Bruenor contempló a los suyos. Nadie decía palabra. Sólo algún enano asentía estoicamente—. Los próximos días van a ser bastante más duros —añadió Bruenor, sin que ni un alma pestañeara.
Concluida la arenga, cada uno volvió a ocuparse de sus labores.
—A mí no me parece que el camino vaya a ser tan accidentado —comentó Delly Curtie a Wulfgar después de que éste se uniera a ella y su hija pequeña, Colson, en la pequeña tienda que Delly había plantado junto a uno de los carromatos—. No creo que sea peor que las calles de Luskan.
—Hasta ahora hemos tenido suerte —respondió Wulfgar, mientras tomaba a Colson en brazos.
Wulfgar contempló a la pequeña, la hija de Meralda Feringal, Dama de Auckney, una pequeña ciudad enclavada en la Columna del Mundo, al oeste del paso que la comitiva había atravesado al salir del Valle del Viento Helado. Wulfgar había salvado a Colson del yugo del Señor de Feringal y su tiránica hermana, quienes acostumbraban maltratarla por el simple hecho de que la pequeña era una bastarda que no llevaba la sangre de Feringal en sus venas. El Señor de Auckney tenía a Wulfgar por el padre de la niña, pues Meralda le había mentido a fin de proteger su honor, diciéndole que había sufrido una violación en el camino.
Pero Wulfgar no era el padre de la pequeña, pues nunca había mantenido esa clase de relaciones con Meralda. Con todo, al mirar a Colson en este instante, a la niña que se había convertido en la alegría de su vida, deseó que la pequeña fuera realmente su hija.
Al alzar la mirada, advirtió que Delly lo estaba mirando con verdadero amor. En ese momento comprendió que tenía mucha suerte.
—¿Esta noche vas a salir con Drizzt y Catti-brie? —preguntó Delly.
Wulfgar negó con la cabeza.
—Estamos demasiado cerca del Bosque Acechante. Drizzt y Catti-brie pueden arreglárselas para montar guardia sin mí.
—Más bien di que te quedas para velar por mi seguridad y la de Colson —argumentó Delly, sin que Wulfgar la contradijera.
La mujer se acercó para tomar otra vez a la niña en sus brazos. Sin perder la sonrisa, Wulfgar la detuvo con el hombro.
—No quiero que descuides tus obligaciones por mi culpa —dijo Delly.
Wulfgar se echó a reír.
—Mi primera obligación es cuidar de ella —replicó, mostrando a la niña y acercándola otra vez a su pecho cuando Delly trató de cogerla—. Drizzt y Catti-brie lo saben tan bien como yo. Tú piensas que las calles de Luskan son más peligrosas que estas tierras salvajes, pero eso es por que nunca has llegado a conocer bien estas estepas.
Si los orcos deciden atacarnos, la sangre correrá. Sangre de orco en su mayoría, pero también sangre de enano. Querida, tú nunca te has encontrado en mitad de un combate, y espero que las cosas sigan así, pero en estos lugares…
Wulfgar lo dejó ahí, contentándose con menear la cabeza.
—Si los orcos nos atacan, tú te encargarás de defendernos… —repuso Delly.
Con la determinación pintada en el rostro, Wulfgar la contempló por un largo instante antes de posar su mirada en Colson, que dormía como un ángel en sus brazos.
—No hay orco, gigante o dragón que os vaya a hacer daño —dijo al bebé dormido, alzando la mirada a continuación para incluir a Delly en su promesa.
Delly hizo ademán de responder. Wulfgar se dijo que le saldría con uno de sus comentarios sarcásticos. Sin embargo, Delly se mantuvo en silencio, miró a Wulfgar y, con un ligero gesto de la cabeza, le dio a entender que no dudaba de su promesa.
Como había predicho Bruenor, la marcha se tornó más dificultosa al día siguiente, pues las praderas se vieron reemplazadas por senderos pedregosos que ascendían por las laderas de los cerros. Aunque el terreno era más llano hacia el sur, los enanos evitaron aventurarse por ahí, una zona espesamente cubierta y situada a la peligrosa sombra del Bosque Acechante, el hogar de tantas bestias y seres temibles. En vista de las dimensiones de aquella caravana de robustos enanos, Bruenor decidió que lo mejor era avanzar a plena vista, para que los posibles enemigos advirtieran lo formidable de su fuerza.
Los enanos avanzaron sin queja, y cuando se tropezaron con una ancha brecha que imposibilitaba la marcha de las carretas, varios de ellos se situaron a los lados de los carromatos, que alzaron en vilo con sus brazos vigorosos y de esta guisa transportaron al otro lado. Así eran los enanos, tan resueltos como estoicos y pragmáticos. No era de extrañar que hubieran conseguido horadar largos túneles en la roca viva, centímetro a centímetro.
Al verlos operar de ese modo, Drizzt entendió mejor la clase de determinación y a largo plazo que se escondía tras las innumerables maravillas de Mithril Hall. Se trataba de la misma paciencia que había llevado a Bruenor a crear Aegisfang, a fin de grabar a la perfección la imagen de los tres dioses enanos en la cabeza del martillo, allí donde un simple arañazo lo hubiera arruinado todo.
Dos días después de cruzar el paso de Khedrun, los árboles del Bosque Acechante estaban tan próximos que los enanos oían el canto de los pájaros. De repente, un grito vino a confirmar uno de los temores de Bruenor.
—¡Unos orcos se aproximan desde el bosque!
—¡Formad los grupos de combate! —ordenó Bruenor.
—¡Primer grupo, a formar en cuña! —gritó Dagnabbit—. ¡Segundo grupo, en formación de cuadro!
A la izquierda, y a cierta distancia del bosque, Drizzt y Cattibrie observaron la precisión con que se movían los curtidos guerreros enanos y vieron cómo un pequeño grupo de orcos salía corriendo del bosque y se dirigía hacia las carretas que encabezaban la caravana.
A lo que parecía, los orcos no habían calculado bien las dimensiones de la fuerza a la que debían enfrentarse, pues una vez que salieron de las hierbas altas y vieron el tamaño de la caravana, frenaron su avance en seco, dieron media vuelta y salieron huyendo en desbandada.
Cuán distintos eran sus movimientos a los de los tranquilos, y experimentados enanos. De casi todos los enanos. Haciendo caso omiso de las órdenes de Bruenor y Dagnabbit, Thibbledorf Pwent y sus Revientabuches acababan de lanzarse en pos de los orcos fugitivos. Alineados en una formación peculiar que ellos denominaban carga pero que a Drizzt más bien le recordaba una avalancha, Pwent y sus muchachos se adentraban entre vítores y gritos en el bosque bajo y umbrío en persecución de los orcos, decididos a aniquilarlos.
—Igual se trata de una estratagema de los orcos —advirtió Catti-brie—. Es posible que esa bandada no haya sido más que un señuelo para atraernos al bosque y dejarnos a su merced.
Justo al sur de la caravana, en el bosque, empezaron a oírse alaridos. Allí donde habían entrado los Revientabuches, flora, fauna y desmembradas extremidades de los orcos salían volando por los aires.
—Si se trataba de una estratagema, es que esos orcos son verdaderamente estúpidos —observó Drizzt.
En compañía de Cattibrie, Drizzt bajó por la ladera para reunirse con Bruenor. De pie, en el pescante de su carreta, con las manos en las caderas, Bruenor estaba rodeado por varias cohortes de enanos dispuestas en perfecta formación. Una cuña de guerreros avanzó con decisión entre los cuadros de defensa establecidos por otras dos cohortes.
—¿Es que no piensas unirte a la diversión? —dijo Bruenor.
Drizzt volvió los ojos hacia el bosque, hacia el tumulto incesante, hacia el volcán entrado en erupción, y denegó con la cabeza.
—Demasiado peligroso —explicó el drow.
—Ese maldito Pwent no sabe lo que es la disciplina —gruñó Bruenor.
Bruenor se sobresaltó, lo mismo que Drizzt, Cattibrie y Regis, que estaban a su lado, cuando un orco salió volando por los aires y fue a aterrizar de bruces en el claro donde se hallaban los enanos. Antes de que los muchachos de Bruenor pudieran reaccionar, un grito salvaje resonó en la espesura. Para sorpresa de todos, Thibbledorf Pwent apareció corriendo por la rama de un árbol, desde cuyo extremo se lanzó con decisión.
El orco se estaba poniendo en pie cuando Pwent aterrizó sobre su espalda y volvió a estamparlo con fuerza contra el suelo. Aunque era casi seguro que ese último impacto lo había rematado, el fiero Pwent, cuya armadura erizada de pinchos estaba cubierta de hojas y ramitas de árbol, machacó una y otra vez contra el orco, cuyo cuerpo no tardó en ser una masa informe.
Pwent se puso en pie de un salto y de inmediato se presentó ante Bruenor.
—¡La caravana puede reemprender su camino cuando mejor os parezca, mi señor!
¡Nosotros ya casi hemos terminado!
—Y el Bosque Acechante nunca más volverá a ser igual —musitó Drizzt.
—Si yo fuera una ardilla que viviera en ese bosque, empezaría a pensar en mudarme —apuntó Catti-brie.
—Yo me haría con los servicios de un ave para que me llevara muy lejos —terció Regis.
—¿Preferís que sigamos guardando un perímetro defensivo? —preguntó Dagnabbit a Bruenor.
—No. Que las carretas se pongan en marcha —ordenó Bruenor, haciendo un gesto con la mano—. Si seguimos aquí, la sangre acabará por salpicarnos a todos.
Pwent y sus compañeros, algunos de los cuales estaban heridos pero no daban mayor importancia al asunto, se unieron al grueso de la comitiva poco más tarde, entonando cánticos de batalla y celebración. Unos cánticos carentes de gravedad, más bien parecidos a las alegres tonadas que los niños cantan al jugar.
—Cuando veo a Pwent en acción, me pregunto si no perdí mi juventud sometiéndome a tanto adiestramiento —comentó Drizzt a Catti-brie más tarde, mientras los dos patrullaban con Guenhwyvar los cerros que corrían en paralelo a la ruta de los enanos.
—Quizá tienes razón. Tal vez habría sido más práctico que te hubieras pasado días enteros dándote de cabezazos contra un muro, como hacían Pwent y sus muchachos.
—¿Sin casco? ¿Hablas en serio?
—Sí —respondió la mujer, haciendo esfuerzos por contener la risa—. Tengo entendido que al final Bruenor hizo que acorazasen aquel muro, que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento.
—Vaya —dijo Drizzt, meneando la cabeza, estupefacto.
Ninguna bandada de orcos volvió a atacar la caravana durante el resto del día ni durante los días posteriores. Aunque la marcha era lenta y trabajosa, ni un solo enano se quejó, ni siquiera el día lluvioso en que se pasaron horas desbloqueando el camino, obstaculizado por una avalancha de piedras.
Pero, a medida que pasaban los días, en el convoy aparecieron los primeros murmullos de descontento, pues a esas alturas estaba claro que Bruenor no tenía la menor intención de dirigirse al sur.
—Orcos —indicó Catti-brie al examinar la pisada apenas perceptible en la pista. La mujer se levantó y echó una mirada en derredor, como si se propusiera evaluar la calidad del viento y el aire—. Una huella de hace pocos días —agregó.
—Y yo diría que son bastantes —añadió Drizzt, quien se encontraba a pocos pasos, con la espalda apoyada en una roca y los brazos cruzados sobre el pecho, examinando a Catti-brie como si él supiera algo que ella ignoraba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Que a lo mejor yo he visto algo que tú no has visto.
Cattibrie se lo quedó mirando, esbozando una mueca de sarcasmo en respuesta a la sonrisa maliciosa pintada en la faz del drow. La mujer se disponía a responder con un comentario poco amable cuando de pronto se le ocurrió que Drizzt acaso estaba hablando de forma literal. Catti-brie dio un paso atrás y examinó la huella con mayor atención. Sólo entonces advirtió que junto a la pisada del orco había la huella de una bota. De una bota mucho mayor.
—El primero en pasar fue el orco —repuso sin vacilar.
—¿Y cómo lo sabes? —Más que hacer las veces de instructor, Drizzt parecía interesado en saber por qué Catti-brie había llegado a dicha conclusión.
—Porque el gigante seguramente andaba en pos del orco. Dudo mucho que fuese el orco el que persiguiera al gigante.
—¿Y cómo sabes que no iban juntos?
Cattibrie volvió a examinar las huellas.
—Porque no se trata de un gigante de las colinas —contestó, sabedora de que los gigantes de las colinas con frecuencia establecían alianza con los orcos—. La pisada es demasiado grande.
—De un gigante de las montañas, quizá —dijo Drizzt—. Similar a un gigante de las colinas, pero mayor.
Cattibrie negó con la cabeza. Lo corriente era que los gigantes de la montaña no calzaran botas; como mucho se envolvían los pies con trozos de pieles. La nítida definición del tacón en la tierra llevaba a pensar que la bota era de buena confección. Es más, la huella del pie era relativamente estrecha y alargada, cuando era sabido que los gigantes de la montaña tenían los pies tan enormes como anchos.
—Los gigantes de piedra a veces calzan botas —razonó la mujer—. Y los gigantes de la escarcha las calzan siempre.
—Entonces, ¿dirías que el gigante andaba en pos del orco?
Cattibrie volvió a fijar su mirada en Drizzt y se encogió de hombros. Por mucho que el drow en apariencia no la estuviera interrogando, la mujer comprendió que su hipótesis no tenía particular sentido.
—Es posible —respondió—. Aunque también es posible que hayan pasado por aquí de forma independiente, el uno después del otro. Como también es posible que fueran juntos.
—¿Un gigante de la escarcha y un orco? —apuntó él con escepticismo.
—¿Una mujer y un drow? —respondió ella con un sarcasmo que arrancó la risa a Drizzt.
Siguieron con su camino sin más inquietud. Las huellas no eran recientes, y aunque por las cercanías rondaran orcos o gigantes, se lo pensarían dos veces antes de enfrentarse a un ejército de quinientos enanos.
Aunque la progresión era lenta y los días eran calurosos en extremo, los enanos siguieron avanzando hacia el este con obstinación sin que más monstruos los atacaran.
La caravana ascendió por un camino polvoriento con el sol ardiente a sus espaldas y, al superar la cima de la montaña y emprender el descenso por la ladera opuesta, se encontró con un panorama por completo distinto, hasta el punto de que parecía ser de otro mundo.
A sus pies se extendía un vasto valle rocoso enclavado entre altas montañas al norte y al sur. Las sombras puntuaban el valle, e incluso allí donde ningún obstáculo bloqueaba la luz del sol, el terreno se veía árido y desolado, incluso inquietante. Sobre el valle flotaban anchos jirones de niebla, por mucho que no se viera ninguna fuente de agua y la hierba asociada al rocío fuera casi inexistente.
Bruenor, Regis, Dagnabbit y Wulfgar y su familia encabezaron el descenso por la ladera, en cuyo pie encontraron a Drizzt y Cattibrie, que estaban esperando la llegada de su carreta.
—¿Es que no te gusta lo que ves? —preguntó Bruenor a Drizzt al ver la expresión de desconcierto que exhibía aquel drow normalmente impertérrito.
Drizzt negó con la cabeza, como si le costara expresar sus pensamientos.
—Tengo una sensación extraña —explicó, o trató de explicarse.
El drow volvió a fijar la vista en el valle inhóspito y de nuevo negó con la cabeza.
—A mí tampoco me gusta —intervino Catti-brie—. Tengo la sensación de que nos están observando.
—Lo más probable —sentenció Bruenor.
El enano hizo restallar su látigo e hizo que el tiro de su carreta, que también se mostraba extrañamente aprensivo, reemprendiera el descenso. Bruenor soltó una carcajada, pero quienes lo rodeaban distaban de mostrarse tan despreocupados. Wulfgar en particular no dejaba de volver la mirada atrás para cerciorarse de que Delly y Colson estaban bien.
—Tu carromato no debería ir al frente —recordó Drizzt a Bruenor.
—No hago más que decírselo una y otra vez —terció Dagnabbit.
Bruenor soltó una risotada desdeñosa y siguió dirigiendo el tiro ladera abajo, insistiendo en que los demás carromatos lo siguieran, al igual que los guerreros dispuestos en los flancos.
—¡Bah! Estáis todos atemorizados… —se mofó.
—¿Es que tú no notas nada extraño? —inquirió Dagnabbit.
—¿Que si lo noto? ¡Y que lo digas, compañero! Está bien, está bien… —concedió—. Haremos una cosa. Nos detendremos allí —indicó, señalando una pequeña meseta que había hacia la mitad de la ladera—. Encárgate de reunir a todos los muchachos, pues ha llegado el momento de que les cuente la historia.
—¿La historia? —se sorprendió Catti-brie, anticipándose en plantear la pregunta que iban a hacer sus compañeros.
—La historia del Paso —explicó Bruenor—. Del Paso Rocoso.
Aquel nombre no decía mucho a quienes viajaban con Bruenor y no eran enanos, pero Dagnabbit empalideció al oírlo. Con todo, Dagnabbit hizo lo que se le ordenaba y, con típica eficacia de enano, hizo que sus compañeros detuvieran y alinearan los carromatos en la pequeña meseta designada por Bruenor. Cuando los enanos terminaron de situar las carretas, amarrar los tiros y acomodarse para escuchar lo que su señor tenía que decirles, Bruenor se subió a un carromato y se dirigió al grupo.
—Vuestra aprensión nace de que estáis oliendo fantasmas —explicó—. Y vuestro olfato no os engaña, pues este valle está plagado de ellos. Aquí residen los espectros de los enanos de Delzoun que los orcos aniquilaron en combate. —Bruenor tendió el brazo y señaló hacia el este, hacia el amplio paso que se abría ante sus ojos—. ¡Un combate como no ha existido otro! Cientos de vuestros antepasados perecieron en este lugar, muchachos, al igual que millares y millares de sus enemigos. Pero tenéis que ser valientes. Os recuerdo que los enanos acabamos ganando la batalla del Paso Rocoso. Si en el camino os tropezáis con algún fantasma, ya sabéis lo que tenéis que hacer: mofaos de él si se trata del espectro de un orco, reverenciadlo si estáis ante un enano.
Los integrantes de la caravana que no pertenecían al clan de los enanos observaban a Bruenor con sincera admiración, apreciando las atinadas inflexiones de su voz y el énfasis que ponía en determinadas palabras a fin de mantener la atención de los suyos. Aunque reconocía abiertamente que en aquel valle habitaban unos entes sobrenaturales, Bruenor Battlehammer no mostraba ni una pizca de miedo.
—Es cierto que podríamos habernos dirigido al sur —añadió—. Es verdad que podríamos haber bordeado el extremo septentrional de los Pantanos de los Trolls para encaminarnos a Nesme. —Bruenor hizo una pausa, negó con la cabeza y soltó un inesperado—: ¡Bah!
Drizzt y sus compañeros fijaron sus miradas en los reunidos y advirtieron que muchos de ellos asentían, de acuerdo con tan valerosa despreocupación.
—Yo sabía que mis muchachos no tendrían problema en visitar un terreno habitado por los muertos héroes de antaño —concluyó Bruenor—. Está claro que no vais a deshonrar el nombre del Clan Battlehammer. Por ello, pongamos ahora mismo nuestras carretas en marcha. Atravesaremos el paso en columna de dos, y si os topáis con algún enano antepasado vuestro, no os olvidéis de presentarle vuestros respetos.
La caravana se puso en movimiento con precisión. Las carretas no tardaron en retomar la pista y culminar el descenso. Siguiendo las órdenes de Bruenor, los enanos dispusieron los carromatos por parejas. Antes incluso de que la última carreta de la columna empezara a rodar por el valle, uno de los enanos empezó a entonar una canción de marcha, el heroico relato de una batalla no muy distinta de la que en tiempos se libró en el Paso Rocoso.
—Es posible que el valle esté poblado de fantasmas —comentó Drizzt a Cattibrie—, pero dudo que ningún espectro se atreva a plantar cara a un grupo como éste.
A un lado, Delly se mostraba igual de confiada mientras hablaba con Wulfgar.
—¡Y tú que me decías que este camino estaba plagado de peligros! —se burló.
Por un momento, casi me metiste el miedo en el cuerpo.
Wulfgar la miró con unos ojos en los que seguía brillando la inquietud.
—Lo cierto es que pocas veces he conocido una ruta más plácida —añadió Delly—. La verdad, sigo sin explicarme cómo una vez pudiste pensar en abandonar una existencia así para llevar la miserable vida que se lleva en las ciudades.
—Lo mismo digo —convino Catti-brie, provocando que el bárbaro la mirase con sorpresa. La mujer le devolvió la mirada con una sonrisa irresistible—. Lo mismo digo.
El viento gemía —acaso se tratase del viento, acaso de otra cosa—, pero su sonido más bien llevaba a pensar en un acompañamiento idóneo para la animosa canción de los enanos. El terreno estaba cubierto de piedras blancas, o por tales las tomaron los expedicionarios, hasta que uno de ellos se acercó a mirar de cerca y advirtió que se trataba de huesos. Huesos de orco y huesos de enano, cráneos y fémures, abandonados a cielo abierto o medio enterrados bajo el polvo. Entre los huesos se veía un sinfín de piezas de metal oxidado, espadas rotas y armaduras herrumbrosas. Se diría que los anteriores dueños, de los huesos tanto como de los pertrechos de guerra, parecían rondar por las cercanías, pues en ocasiones un jirón de niebla parecía adoptar una forma definida, la de un enano, quizá, o acaso la de un orco.
Sumido en sus cánticos vocingleros, unido en torno a su valeroso adalid, el Clan Battlehammer se contentaba con saludar respetuosamente a los primeros y, entre verso y verso de su canción, espantar a gruñidos a los segundos.
Al acampar esa noche, los enanos pusieron los carromatos en círculo y situaron a los caballos en el centro de aquel perímetro insalvable e iluminado por un círculo de antorchas. Con todo, los enanos insistían en cantar para ahuyentar a los fantasmas que pudieran rondar.
—Esta noche no salgáis de exploración —indicó Bruenor a Drizzt y Catti-brie.
Y, otra cosa, no convoques a ese estúpido felino tuyo, elfo.
Ambos lo miraron con sorpresa.
—En este lugar conviene evitar la interpolación de los planos astrales —explicó Bruenor—. Justo lo que esa pantera tuya consigue.
—¿Tienes miedo de que Guenhwyvar abra una puerta astral que pueda ser aprovechada por visitantes indeseables?
—He estado hablando con los sacerdotes, y lo mejor es no correr el riesgo.
—Razón de más para que Drizzt y yo salgamos y exploremos las cercanías —razonó Catti-brie.
—No me parece buena idea.
—¿Por qué?
—¿Qué es lo que sabes, Bruenor? —urgió Drizzt.
Drizzt y Cattibrie se acercaron más a Bruenor, lo mismo que Regis, que también estaba escuchando la conversación.
—Este paso está ciertamente hechizado. Es cosa que salta a la vista —confió Bruenor, tras dirigir una nueva mirada al valle.
—Hechizado por vuestros antepasados —indicó Catti-brie.
—Mucho peor que eso —replicó Bruenor—. Aunque no veo que tengamos nada que temer. Somos demasiados para que esos condenados espectros se atrevan a hacer de las suyas. O así lo espero.
—¿Qué quieres decir? —apuntó Regis.
Bruenor se encogió de hombros.
—Sería conveniente que nos hiciéramos una idea del terreno que vamos a tener que cruzar —añadió, volviéndose hacia Drizzt.
—¿Te parece que Gauntlgrym está cerca?
Bruenor de nuevo se encogió de hombros.
—Lo dudo. Cuento con que esté más cerca de Mirabar. Pero es posible que en este lugar encontremos algunas pistas al respecto. La batalla que aquí tuvo lugar siglos atrás empezó decantándose a favor de los orcos —mis antepasados lo pasaron bastante mal—, si bien los enanos después se las arreglaron para engañar a esos condenados fantoches.
¡Lo que tampoco es tan difícil! El suelo de este paso está surcado de túneles, y también hay numerosas cavernas, algunas de origen natural, otras excavadas por los Delzoun.
Mis antepasados crearon una red de túneles conectados entre sí que les servían para aprovisionarse, curar sus heridas, mantener su armamento en condiciones y, también, para valerse de la sorpresa. Los enanos solían moverse en pequeños grupos que atraían a grandes mesnadas de esos estúpidos orcos. Y cuando la cohorte de fantoches ya se les echaba encima, con las lenguas babeando en sus feas bocazas, los Delzoun salían de repente por trampillas camufladas y dispuestas por todo el campo de batalla.
»En todo caso, la lucha siempre era feroz. Como sabemos, esos orcos son bestias temibles, y muchísimos de mis antepasados perecieron en sus manos, si bien los míos acabaron por ganar esa decisiva batalla. Finalmente aniquilaron al grueso de los orcos y pusieron en fuga a los demás, que tuvieron que ocultarse en sus refugios de las montañas. Lo más seguro es que esas cavernas de las que os he hablado continúen existiendo. Y sospecho que en ellas hay unos tesoros, tesoros que me propongo descubrir.
—Seguro que en ellas también hay muchas bestias repugnantes —objetó Cattibrie.
—Alguien tendrá que acabar con esas malditas bestias —convino Bruenor.
Acaso yo mismo.
—Quieres decir que acaso todos nosotros —corrigió Regis.
Bruenor lo miró con una sonrisa ladina.
—¿Es que te propones dar con una entrada y hacer que la caravana entera se desplace por esos túneles subterráneos? —inquirió Drizzt.
—Nada de eso. Como dije, me propongo cruzar este paso, llegar a Mithril Hall y dar por concluido este viaje. Más tarde, cuando el invierno haya pasado, tendremos ocasión de volver con un grupo más reducido y ver qué es lo que conseguimos encontrar.
—En tal caso, ¿por qué nos has hecho venir por esta ruta?
—Piénsalo un momento, elfo —contestó Bruenor, echando una mirada al campamento, en el que parecía reinar la calma, por muy inquietante que fuera el paraje.
Hay que afrontar el peligro cara a cara, pues de ese modo uno consigue que ese peligro no vuelva a cogerlo desprevenido.
En ese preciso instante, al contemplar el campamento en paz, Drizzt comprendió lo que Bruenor quería decir.
Mas, la noche no discurría con absoluta placidez. En más de una ocasión, los centinelas alertaron sobre la presencia de algún fantasma, lo que provocaba que los enanos de inmediato despertaran y se pusieran a la defensiva.
En la oscuridad se daban apariciones y resonaban unos aullidos inexplicables. A pesar de su fatiga, los miembros del Clan Battlehammer no durmieron bien aquella noche, si bien a la mañana siguiente reemprendieron el camino entre cánticos animosos, con la resolución propia de los enanos.
—Dreadmont y Skyfire —explicó Bruenor a sus amigos ese día, mientras señalaba dos montañas, la una al sur y la otra al norte—. Entre ambas se encuentra el acceso al paso. Fíjate bien en lo que ves, elfo. Si algún día volvemos para explorar este paraje, necesitaré tu olfato de ojeador.
El día transcurrió sin incidencias. Tras otra noche en la que el sueño de los enanos se vio ocasionalmente roto por las inesperadas apariciones, la caravana reemprendió su camino a la madrugada siguiente.
A media mañana de ese día, la expedición avanzaba a buena marcha cuando, de pronto, el carromato situado junto al de Bruenor pareció hundirse en el suelo, de forma que la rueda derecha trasera empezó a sumirse en el terreno mientras su rueda izquierda delantera se elevaba en el aire. Encabritados, los caballos relinchaban, mientras los dos cocheros hacían esfuerzos desesperados por refrenarlos. Los enanos se apresuraron a prestar ayuda, sujetando los caballos o tratando de evitar que el cargamento cayera por la parte trasera de la carreta y desapareciera por un negro agujero que se estaba abriendo en la tierra, de forma similar a una boca abierta y hambrienta.
Drizzt rodeó a la carrera el carromato de Bruenor y se situó tras los encabritados caballos, que estaban siendo arrastrados con la carreta. Su cimitarra brilló en el aire, cortó los jaeces y salvó así a los animales.
Cattibrie pasó corriendo junto al drow con intención de salvar a los dos cocheros.
Wulfgar saltó del pescante de Bruenor para ayudarla.
Sin embargo, la carreta se hundió más todavía en el hoyo, arrastrando hacia la oscuridad de la sima a los dos enanos y la mujer que había acudido a ayudarlos.
Sin vacilar un instante, Wulfgar se lanzó al borde de la sima y aferró por los pelos el seccionado tiro de la carreta con sus poderosas manos. Por fortuna, el carromato no había entrado en caída libre, sino que más bien se estaba deslizando encajonado por un túnel de paredes pedregosas, de forma que encontraba el soporte necesario para que Wulfgar pudiera sostener su peso.
Con sus fuerzas al límite, el bárbaro en un tris estuvo de soltar los jaeces cuando una figura diminuta pasó corriendo a su lado y se tiró de cabeza al agujero. A sus espaldas, Drizzt llamó a gritos a Regis. En ese momento, tanto Wulfgar como Drizzt advirtieron que el mediano estaba amarrado a una soga cuyo extremo Bruenor aferraba desde su posición en el carromato.
—¡Los tengo! —anunció la voz de Regis túnel abajo.
Dagnabbit y varios enanos más corrieron junto a Bruenor, cogieron el extremo de la soga y lo amarraron al vagón.
Cattibrie fue la primera en subir por la cuerda. Poco después, el uno detrás del otro, los dos enanos ascendieron maltrechos, aunque no malheridos.
—¿Panza Redonda? —llamó Bruenor a Regis, después de que los tres hubieran subido y no se viera ni rastro de Regis.
—¡Esto está plagado de túneles! —gritó Regis, que de improviso soltó un aullido.
Sin más dilación, los enanos tiraron de la soga con sus robustos brazos, sacando del hoyo a Regis, quien se mostraba alterado en extremo. A todo esto, Wulfgar ya no tenía más fuerzas para seguir sosteniendo el carromato. Liberado de pronto, éste se precipitó túnel abajo, dando tumbos y desapareciendo de vista, hasta que el estrépito de su choque final resonó a muy profunda distancia.
—¿Qué has visto? —preguntaron Bruenor y los demás a Regis, cuyo rostro estaba tan blanco como una nube otoñal.
Regis negó con la cabeza, con los ojos muy abiertos y fijos.
—Por un momento pensé que eras tú mismo —reveló a uno de los dos cocheros accidentados—. En ese instante fui… fui a pasarte la soga. Pero ésta pasó a través de ti…
Quiero decir, sin tocar… Quiero decir…
—Tranquilo, tranquilo —dijo Bruenor, palmeando a Regis en el hombro—. Ya ha pasado. Ahora estás a salvo.
Regis asintió, si bien la expresión de su rostro delataba que seguía sin tenerlas todas consigo.
A un lado, Delly se abrazó a Wulfgar, a quien besó prolongadamente.
—Te has portado como un valiente —musitó a su oído—. Si no es por ti, el carromato se hubiera precipitado túnel abajo, arrastrando a los tres a la muerte.
La mirada de Wulfgar se posó en Cattibrie, que, asimismo abrazada a Drizzt, dedicó al bárbaro una mirada de admiración.
Consciente de que el episodio había alterado sobremanera el ánimo de los suyos, Bruenor Battlehammer se acercó al borde de la sima, se llevó las manos a las caderas y exclamó: —¿Qué pasa con vosotros, malditos fantasmas de tres al cuarto? ¡Por lo que veo, no sois más que un jirón de humo!
Un coro de gemidos emergió de la sima, motivando que muchos enanos corrieran a ponerse a salvo.
Cosa que no hizo Bruenor.
—¡Huy, qué miedo me dais! —se mofó—. ¡Si tenéis algo que decirme, subid aquí y decídmelo a la cara! ¡De lo contrario, cerrad vuestras condenadas bocazas!
Los gemidos cesaron y, durante un momento tan fugaz como incómodo, ni uno solo de los enanos se movió o produjo el menor sonido, pues todos y cada uno de ellos se preguntaban si las bravatas de Bruenor provocarían un ataque de los espectros.
Pasados varios segundos sin que ninguna presencia ominosa emergiera del agujero, los integrantes de la caravana se sintieron un tanto más tranquilos.
—Que Pwent y sus muchachos avancen en vanguardia amarrados a largas cuerdas. Y que miren bien dónde pisan —ordenó Bruenor a Dagnabbit—. No quiero perder ninguna carreta más.
Los expedicionarios volvieron a sus puestos. Drizzt se acercó a su amigo el enano.
—Insistes en provocar a los muertos… —observó.
—Bah… Esos mamarrachos no hacen más que lloriquear. Para mí que ni siquiera se han dado cuenta de que están muertos.
—Es muy posible.
—Acuérdate bien de este lugar, elfo —le dijo Bruenor—. Acaso se trate del paraje idóneo para emprender la búsqueda de Gauntlgrym.
Dicho esto, el impertérrito Bruenor volvió a su carromato, de nuevo posó su mano sobre el hombro de Regis y dio orden de reemprender la marcha como si nada hubiera sucedido.
—No hay quien detenga a Bruenor Battlehammer —musitó Drizzt.
—Eso mismo pienso yo —convino Catti-brie, acercándose al drow, a quien enlazó por el talle en gesto afectuoso.
La comitiva tardó tres días en recorrer la accidentada planicie del Paso Rocoso.
Los fantasmas insistían en seguir rondando, sin que el viento dejara de murmurar su desazonadora letanía. Si bien algunas zonas aparecían relativamente despejadas, otras seguían mostrando profusas huellas de la antigua batalla. Tales huellas no siempre eran de índole física, pues con frecuencia consistían en una generalizada atmósfera de pérdida y dolor, en el aura espesa y tangible de una tierra poblada por infinidad de almas perdidas.
Al final de aquella tercera jornada, desde lo alto de un promontorio rocoso Cattibrie divisó una imagen tan lejana como alentadora: un río de aguas plateadas que corría hacia el este como una serpiente gigantesca.
—El Surbrin —indicó Bruenor con una sonrisa cuando Catti-brie lo informó.
Numerosos enanos asintieron, sabedores de que el gran Río Surbrin corría a pocos kilómetros al este de Mithril Hall. De hecho, el gran portón oriental del reino de los enanos se encontraba junto a la ribera del río.
—¡Un par de días más y estaremos en casa! —anunció el rey Bruenor. Una explosión de vítores secundó las palabras del monarca de los enanos, el conquistador del Paso Rocoso.
—Todavía no acabo de entender por qué tomasteis este camino, si vuestro único propósito consistía en volver a vuestro hogar —confesó Catti-brie al rey de los enanos mientras los expedicionarios seguían en plena algarabía.
—Porque pienso regresar a este lugar, contigo y con el elfo, con Regis y con Wulfgar, si éste se presta. También con Dagnabbit y con algunos de mis más fieles escuderos. Ahora que hemos explorado el terreno bajo la protección de un verdadero ejército, estamos en disposición de emprender nuestra búsqueda.
—¿Pensáis que los jerarcas de Mithril Hall os permitirán vagar a vuestras anchas por estos parajes? —inquirió Catti-brie—. Por si lo habéis olvidado, os recuerdo que seguís siendo su señor…
—¿Que si me lo permitirán? Por si lo has olvidado, te recuerdo que sigo siendo su señor —replicó Bruenor—. Mi querida amiga, yo no necesito permiso alguno para obrar como me parezca. Y, por lo demás, ¿qué te hace suponer que pienso pedirles permiso?
Cattibrie no supo qué responder a las palabras del monarca.
—Por cierto, ¿hoy no tenías previsto salir de cacería con Drizzt? —preguntó Bruenor.
—Drizzt ha salido con Regis —respondió Catti-brie, dirigiendo su mirada al norte, como si esperase divisar a la pareja de cazadores en la cima de algún lejano promontorio rocoso.
—¿Es que Drizzt ha obligado al mediano a acompañarlo?
—No. Ha sido el propio Regis quien ha insistido en salir con él.
—Me pregunto qué andará tramando ese Panza Redonda… —refunfuñó Bruenor, meneando su greñuda cabeza.
Hasta la fecha conocido por su natural timorato y comodón, Regis en verdad parecía haberse transformado en otro. No sólo había resistido el amargo frío invernal de la Columna del Mundo sin pestañear, sino que incluso había tenido abundantes palabras de ánimo para con sus compañeros. El mediano se había mostrado presto a echar una mano cada vez que la ocasión lo requería, lo que contrastaba sobremanera con su antigua capacidad para dar siempre con una sombra confortable y tentadora a prudente distancia del camino.
Su transformación venía a ser ligeramente inquietante para Bruenor y los demás, un cambio tan sorprendente como inexplicable. Pero cuando menos, dicho cambio parecía ser de índole positiva.
No lejos de allí, Wulfgar se acercó a Delly, quien estaba absorta en la charla que sostenían Cattibrie y Bruenor. El bárbaro advirtió que la atención de su esposa estaba casi exclusivamente centrada en Catti-brie, como si Delly estuviera empeñada en desentrañar el secreto de la personalidad de aquella mujer. Wulfgar se situó a espaldas de Delly, cuyo talle rodeó con sus brazos robustos.
—Una magnífica compañera —apuntó.
—Comprendo que antaño la amaras.
Con delicadeza, Wulfgar volvió el rostro de Delly hasta que sus ojos se encontraron con los de ella.
—Yo nunca…
—¡Pues claro que sí! No hace falta que te esfuerces en ocultarme la verdad.
Wulfgar balbuceó indeciso, sin saber qué decir.
—Ella no es sino mi compañera en el camino, en la batalla…
—También es tu compañera en la vida —concluyó Delly.
—No —insistió Wulfgar—. Es posible que antaño estuviera tentado de unirme a ella, pero hoy veo las cosas de muy distinto modo. Cuando mis ojos se fijan en ti y en Colson, entiendo que mi vida por fin tiene sentido.
—¿Y quien dice que antes no lo tuviera?
—Tú misma acabas de decir que…
—Lo que he dicho es que Catti-brie ha sido la compañera de tu vida, y que en cierto modo lo sigue siendo. Y mejor para ti que sea así —corrigió Delly—. ¡No quiero que abjures de ella para hacerme feliz!
—Y lo que yo no quiero es que te sientas herida.
Delly volvió el rostro y contempló a Cattibrie.
—Como ella tampoco lo quiere. Ella es tu amiga, lo que me parece bien. —Delly se apartó de Wulfgar, dio un paso atrás y clavó su mirada en él. Una sonrisa por completo sincera se pintó en su hermoso rostro—. Es cierto que una parte de mí sigue temiendo que el afecto que sientes por ella vaya más allá de la simple amistad. No puedo evitarlo, pero tampoco quiero dejarme dominar por el temor. Yo confío en ti, como confío en lo que hay entre nosotros, pero no me gustaría que te distanciaras de Catti-brie a fin de complacerme. Ella no se merece algo así. Muchos estarían contentos de tenerla como amiga.
—Yo mismo estoy contento —reconoció Wulfgar, quien al punto miró a Delly con curiosidad—. ¿Por qué me estás diciendo todo esto?
Delly no pudo reprimir una sonrisa traviesa.
—Porque Bruenor dice que piensa volver a este lugar. Y confía en que lo acompañes en su expedición de regreso.
—Mi obligación consiste en estar contigo y con Colson.
Delly negó con la cabeza incluso antes de que él terminase de formular su predecible respuesta.
—Tu obligación consiste en estar conmigo y con la niña cuando las circunstancias lo permitan. Tu destino es acompañar en su aventura a Bruenor y a Drizzt, a Catti-brie y a Regis. Lo tengo claro, ¡y eso me lleva a quererte aún más todavía!
—Esa aventura puede ser peligrosa —recordó Wulfgar.
—Mayor motivo para que los acompañes.
—¡Son enanos! —exclamó Nikwillig, con una mezcla de alegría y alivio en la voz.
Tred, que no había terminado de ascender por el empinado amasijo de rocas y que, en consecuencia, no había visto la gran caravana que avanzaba por el llano en dirección al sur, se apoyó en una gran roca y se cubrió el rostro con las manos. Su pierna izquierda estaba semiparalizada por la hinchazón. Tred no se había dado cuenta de la gravedad de su torcedura durante las jornadas pasadas en la aldea, y a esas alturas sabía que no podría seguir avanzando mucho más tiempo si no recibía la debida atención, acaso de naturaleza divina y administrada por un clérigo.
Como era de esperar, Tred en ningún momento profirió la menor queja y recurrió a sus últimas reservas de energía para no retrasar a Nikwillig. A pesar del vigor y el empeño puestos en su marcha, ambos enanos eran conscientes de que estaban al límite de sus fuerzas. Les era preciso un golpe de suerte, justo con lo que uno de ellos parecía haberse tropezado en aquel momento.
—Les daremos alcance si nos dirigimos al sureste —dijo Nikwillig—. ¿Resistirás un último trecho?
—Resistiré lo que haga falta —contestó Tred—. No he llegado hasta aquí para tumbarme a esperar la muerte.
Nikwillig asintió, se dio media vuelta y de inmediato emprendió el pronunciado descenso. No obstante, de pronto se detuvo paralizado, con los ojos fijos en un punto situado frente a él. Tred siguió la mirada de su compañero y reparó en la enorme pantera, negra como el cielo de la noche, que estaba agazapada sobre una cornisa de roca, a muy escasa distancia de donde ellos se hallaban.
—No te muevas —murmuró Nikwillig.
Tred no se molestó en responder, consciente de la gravedad del momento, más aún ahora que el gran felino había reparado en su presencia. Tred se preguntó qué podría él hacer si la pantera se lanzaba contra él. ¿Cómo podría defenderse de aquel cúmulo de músculos y garras?
«Bien —se dijo, —si me ataca, lo pagará con sangre». Transcurrieron varios segundos, sin que el felino ni los enanos se movieran en lo más mínimo.
Con un gruñido que resonó retador, Tred se apartó de la pared de roca, se enderezó cuan largo era y echó mano a su pesada hacha.
La enorme pantera lo miró, aunque no de modo amenazante. De hecho, el animal más bien parecía aburrido.
—Por favor, no arrojéis vuestras armas contra ella —intercedió una voz desde abajo.
Los dos enanos miraron hacia abajo y se tropezaron con un mediano de pelo castaño que se acercaba caminando sobre una gran roca lisa.
—A Guenhwyvar le gusta jugar. Qué le vamos a hacer…
—¿Es que esa pantera te pertenece? —preguntó Tred.
—No es mía —contestó el mediano—. Se trata de una amiga propiedad de un amigo. No sé si me explico.
Tred asintió.
—¿Y quién eres tú, si se puede saber?
—Yo mismo podría hacer esa misma pregunta —dijo el mediano—. Y mucho me temo que ahora mismo voy a hacérosla…
—Tendrás nuestra respuesta después de que tú nos des la tuya.
El mediano esbozó una reverencia.
—Soy Regis, de Mithril Hall —informó—. Amigo del buen rey Bruenor Battlehammer y explorador de la caravana que tu amigo tiene a sus pies. Una caravana que está regresando del Valle del Viento Helado.
Tred se relajó al oír esas palabras, lo mismo que Nikwillig.
—El señor de Mithril Hall tiene unos amigos muy extraños —comentó Tred.
—Más extraños de lo que piensas —corroboró Regis.
Regis desvió la mirada, y otro tanto hicieron los enanos, quienes advirtieron que junto a ellos se encontraba una segunda, oscura aparición. En esta ocasión no se trataba de un felino, sino de un elfo drow.
Tred estuvo en un tris de resbalar y caerse del sobresalto. Nikwillig tuvo que agarrarse a un saliente para no desplomarse y rodar por el montón de rocas.
—Todavía no me habéis dicho quiénes sois —recordó Regis—. En todo caso, me parece claro que no sois de por aquí, pues de lo contrario habríais reconocido a Drizzt Do’Urden y su pantera, Guenhwyvar.
—¡Ese nombre me suena familiar! —indicó Nikwillig, unos metros por encima de Tred.
Tred miró a su compañero y secundó: —¡El drow amigo de Bruenor! Pues claro que sabemos quién es.
—¿Cómo es que conocéis mi nombre? —terció Drizzt.
Nikwillig bajó de un salto y se situó junto a Tred. Los dos enanos procuraron mostrar una apariencia algo más presentable. Nikwillig, en especial, insistía en sacudirse el polvo que cubría su ajada guerrera.
—Tred McKnuckles es mi nombre —se presentó Tred—, y éste es mi compadre Nikwillig. Ambos provenimos de la Ciudadela Felbarr, del reino de Emerus Warcrown.
—Os encontráis muy lejos de vuestro hogar —observó Drizzt.
—Más lejos de lo que piensas —respondió Tred—. Amén de toparnos con orcos y con gigantes, nos hemos extraviado una y otra vez.
—Vuestro relato promete ser muy interesante —dijo Drizzt—, pero éste no es el lugar ni el momento para que nos contéis vuestras aventuras. Mejor será que os vengáis con nosotros y os reunáis con Bruenor y los demás.
—¿Bruenor viaja en esa caravana? —preguntó Nikwillig.
—En viaje de regreso del Valle del Viento Helado para asumir el trono de Mithril Hall, pues nos llegó la noticia de la muerte del rey Gandalug Battlehammer.
—Moradin lo habrá puesto a trabajar en su yunque —sentenció Tred, honrando al muerto según la costumbre de los enanos.
Drizzt asintió.
—Sabias palabras. Confiemos en que Moradin sepa guiar a Gandalug del modo apropiado.
—Y confiemos en que Moradin, o la divinidad que en estos momentos nos esté escuchando, sepa guiarnos de regreso a la caravana de Bruenor —recordó Regis.
Cuando Drizzt y los dos enanos finalmente llegaron junto a Regis, éste no cesaba de echar nerviosas miradas a su alrededor, como si temiera que Tred y Nikwillig hubieran sido seguidos por una partida de gigantes de las colinas prestos a aniquilar a los cinco a pedradas.
—No descuides la vigilancia, Guenhwyvar —urgió Drizzt, al tiempo que se acercaba a los enanos.
Los dos barbados compañeros dieron un paso atrás. Al ver su aprensión, el drow se detuvo en seco.
—Regis, acompáñalos hasta que estén en presencia de Bruenor —ordenó Drizzt—. Yo seguiré vigilando con Guenhwyvar.
Tras despedirse de los enanos con un gesto, Drizzt se alejó del lugar. Tred y Nikwillig al momento se relajaron.
—Mientras Drizzt y Guenhwyvar se mantengan vigilantes, no tenemos nada que temer —explicó Regis, mientras se acercaba a la pareja de enanos—. Nada en absoluto, podéis estar seguros.
Tred y Nikwillig intercambiaron miradas y asintieron a las palabras del mediano, aunque sin mostrarse muy convencidos.
—Os digo que no os preocupéis —insistió el mediano, haciéndoles un guiño.
Ya os iréis acostumbrando a la presencia de Drizzt.