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De la retirada a la victoria

—¡Tienes que seguir corriendo! —insistió Nikwillig a Tred.

Medio derrumbado sobre una gran roca, el lesionado enano tenía la frente y las mejillas empapadas en sudor. Con el rostro contraído por el dolor, se acariciaba con insistencia la pierna herida.

—Tengo la rodilla hecha cisco —explicó Tred, jadeando entre sílaba y sílaba.

Me temo que la rodilla ya no me sostiene. Mejor que escapes tú solo. ¡Yo me encargaré de frenar a esas malditas bestias!

Nikwillig asintió, no porque estuviera de acuerdo con la propuesta de Tred, sino sumándose a su determinación.

—Si no puedes correr, les haremos frente hombro con hombro.

—¡Bah! —se burló Tred—. No son más que un puñado de worgos.

—Unos worgos que pronto estarán muertos —añadió Nikwillig con mayor decisión y valor de lo que Tred nunca había visto en él.

Nikwillig tenía más de mercader que de guerrero, pero en aquel momento «había sacado a relucir su auténtico espíritu de enano», por emplear la antigua expresión. Por muy desesperada que fuese la situación, Tred no pudo reprimir una sonrisa al considerar aquella transformación. En todo caso, si las cosas hubieran sucedido al revés y hubiese sido Nikwillig quien se hubiera lesionado en una pierna, Tred jamás habría pensado en abandonarlo.

—Será mejor que tracemos un plan de acción —propuso Tred.

—Lo mejor será recurrir al fuego —añadió Nikwillig. Apenas hubo dicho estas palabras, un aullido salvaje resonó no lejos de allí. El aullido al instante fue respondido por otros, cosa, que, curiosamente dio a los dos enanos un ligero destello de esperanza.

—No vienen juntos —indicó Tred.

—Vienen diseminados —convino Nikwillig.

Una hora más tarde, cuando ya los aullidos resonaban más cerca, Tred estaba sentado frente a una hoguera, con sus robustos brazos cruzados sobre el pecho mientras su hacha de un solo filo y mango culminado en punta reposaba sobre su regazo. Su pierna lesionada agradecía el descanso; sólo el tamborileo de su pie sobre la tierra hablaba de la tensión del momento, a la espera de que el primero de los worgos hiciera su aparición.

Proveniente de un montón de peñascos de vez en cuando resonaba un leve crujido.

Tred se mordió el labio inferior con aprensión, rezando para que la cuerda siguiera resistiendo el peso del pino cuyo tronco habían hendido en la base.

Cuando los primeros ojos rojizos aparecieron en el camino, Tred empezó a silbar.

Tras hacerse a un lado, cogió un gran cubo de agua, cuyo contenido vertió sobre su propio cuerpo.

—¿Os gusta que la merienda esté bien regada, malditas bestias del demonio? —gritó a los worgos.

Cuando los enormes lobos se lanzaron a por él, Tred arreó una tremenda patada al extremo más próximo de la hoguera, de forma que las chispas y las ramas ardientes llovieron sobre los animales, deteniendo su avance momentáneamente. Al hacerlo, el enano no pudo reprimir un grito de dolor, pues su pierna lesionada no soportaba el peso sobrevenido al patear con la pierna buena, de modo que Tred acabó desplomándose a tierra.

Hendido a hachazos en la base de su tronco, el árbol muerto cayó con estrépito, siguiendo la trayectoria prevista por los dos astutos enanos. El viejo pino reseco se desplomó sobre la hoguera, despidiendo por uno de sus lados una espesa polvareda de chispas y pinaza. Más de una aguja se clavó en el cuerpo del pobre Tred, cuyas barbas incluso prendieron por un segundo. Luchando por dominar el dolor, el enano se apagó las barbas a manotazos y se las compuso para ponerse a la defensiva.

En el camino, el fuego inflamado había hecho mella en el puñado de worgos que se había aventurado por el claro, poniéndolos en fuga mientras se mordían el pelaje aquí y allá sembrado de chispas. Cuando en el claro aparecieron nuevos worgos, muchos de ellos fueron repentinamente mordidos por sus compañeros, enloquecidos en una frenética retirada.

El suelo reseco pronto estableció un muro de fuego entre Tred y los lobos, aunque no antes de que algunas siluetas oscuras hubiesen conseguido rebasar de un modo u otro la creciente muralla de llamas.

Aferrando con decisión el mango de su hacha, Tred golpeó con el plano de la hoja al primer lobo que saltó sobre él. El animal salió despedido por el impacto y trazó una voltereta en el aire antes de estrellarse contra la tierra. Tred se dio la media vuelta e hizo que su mano corriera por el mango de su hacha, cuya base encajó sobre su cinturón de cuero. Al saltar sobre él, el segundo lobo se dio contra el afiladísimo extremo del mango. Tred no se tomó el menor respiro: alzando su arma, con lo que el lobo ensartado, salió despedido sobre su cabeza, soltó un tremendo hachazo que hizo trizas el cráneo del tercer lobo que se lanzaba contra él. El tremendo impacto provocó que el animal cayera de bruces sobre el suelo pedregoso y sus patas delanteras quedaran abiertas.

Nikwillig ya estaba a su lado, espada en mano. Cuando dos nuevos worgos se aproximaron, cada uno por un extremo, los dos enanos se situaron espalda contra espalda y rechazaron sus embestidas.

Frustrados, los worgos insistían en rodearlos dando círculos. Nikwillig de pronto sacó una daga de su cinturón y la lanzó contra el flanco de uno de los lobos. Entre gemidos de dolor, el animal salió huyendo y se perdió en la noche. Su compañero no tardó en seguir sus pasos.

—La primera en la frente —apuntó Tred, mientras daba un paso atrás para alejarse del árbol en llamas.

—A esa bandada se le han pasado las ganas de volver —dijo Nikwillig—, aunque no dudes que pronto vendrán más.

Nikwillig empezó a alejarse de allí, llevándose a Tred consigo. Sin embargo, nada más salir del claro, Tred se irguió cuan largo era y detuvo a su compañero.

—A no ser que seamos nosotros quienes nos adelantemos —dijo Tred al atónito Nikwillig, después de que el mercader volviera su rostro hacia él—. Te recuerdo que los worgos vienen guiados por los orcos —razonó Tred—. Sin orcos, no hay worgos que valgan.

Nikwillig examinó a su compañero. La lesionada pierna de Tred iba a impedir que lograran distanciarse de sus perseguidores. En consecuencia, sólo les quedaban dos opciones.

Y la primera de ellas, el abandono de Tred, estaba fuera de lugar.

—Demos su merecido a esos orcos —propuso Nikwillig.

Su sonrisa no podía ser más cierta.

Lo mismo que la de Tred.

Ambos echaron a caminar tan sigilosamente como pudieron, dando un rodeo a través de los umbríos bosquecillos y las aglomeraciones de peñascos, avanzando campo a través cuando no conseguían dar con sendero alguno. Durante la mayor parte de la marcha, Nikwillig prácticamente tuvo que llevar a Tred en brazos, sin que ninguno de los dos se quejara por ello. Los aullidos de los worgos resonaban por todas partes, pero la argucia de los dos enanos parecía haber dado resultado. Habían despistado a sus perseguidores.

Un buen rato después, desde lo alto de un promontorio, los enanos advirtieron la presencia de varias fogatas en el campo abierto. A lo que parecía, sus perseguidores habían optado por acampar en grupos de reducido tamaño.

—Lo pagarán caro —comentó Tred, a lo que asintió Nikwillig.

Con un nuevo propósito en mente, los enanos volvieron a ponerse en marcha, a paso todavía más rápido. Cuando la pierna le fallaba, Tred avanzaba a la pata coja, y si caía sobre el suelo pedregoso, cosa que sucedía con frecuencia, el curtido enano se limitaba a levantarse, escupirse en las manos para limpiar los nuevos arañazos y seguir adelante. Tras llegar a la llanura, en un claro se tropezaron con un nuevo lobo. El animal apenas si tuvo tiempo de mostrarles los colmillos, pues Tred al momento lanzó contra él su hacha de combate, que fue a alojarse en el costado del animal. Nikwillig al momento se lanzó contra el lobo caído, al que remató antes de que sus gemidos pudieran alertar a los orcos.

No mucho después, cuando el cielo empezaba a clarear por el este, los dos compañeros se aventuraron por una ladera terrosa. Al escudriñar el terreno a través del hueco existente entre un peñasco y un tronco de árbol descubrieron que la hoguera de un pequeño campamento ardía a pocos pasos de ellos. Junto a las llamas estaban sentados tres orcos; varios más dormían cerca del fuego. Un worgo herido y solitario estaba sentado junto al trío, gruñendo, lamiéndose las heridas y mirando con odio a uno de los orcos, que insistía en maldecir al worgo y sus compañeros por no haber atrapado a los enanos huidos.

Nikwillig se llevó un dedo a sus labios e indicó a Tred que no se moviera. A continuación avanzó en silencio, describiendo un círculo, aprovechando que los confiados orcos no esperaban visitas a aquellas horas.

Tred contempló su avance con expresión animosa mientras Nikwillig se arrastraba hasta el perímetro del pequeño campamento, echaba mano a su cuchillo y daba rápida cuenta de un orco dormido, primero, y de un segundo después. Pero el enano advirtió que el worgo alzaba la cabeza con inquietud, momento en que decidió jugarse el todo por el todo. Con toda la energía que pudo reunir, Tred se levantó apoyándose en el peñasco y el tronco del árbol.

—Me andabais buscando, ¿no es así? ¡Pues aquí me tenéis! —bramó.

Entre gritos, los tres orcos y el worgo se pusieron en pie de un salto. Su tercer compañero también hizo ademán de levantarse, pero Nikwillig dio buena cuenta de él antes de que pudiera decir palabra.

Armado con un hacha enorme, un orco se lanzó contra Tred, enarbolando su arma con la habilidad de guerrero curtido en muchas batallas. Pero tenía pocas luces. La pedrada que Tred le envió se estampó en su rostro, pillándolo por sorpresa. Atontado por el impacto, el orco se tambaleó un segundo, que Tred aprovechó para rematarlo con su hacha.

Los otros dos orcos echaron una mirada a su alrededor, advirtiendo con retraso la insidiosa labor de Nikwillig y la presencia de un segundo enano a sus espaldas.

—¡Dos contra dos! —retó Nikwillig en la gutural lengua de los orcos.

—¡Olvidas que tenemos un lobo! —replicó uno de ellos.

No obstante, el maltrecho animal parecía ser de otra opinión, pues al momento salió corriendo del campamento y se perdió entre gemidos por algún oscuro sendero.

Uno de los orcos trató de secundarlo y echó a correr. Sin la menor vacilación, Tred lanzó su hacha contra el fugitivo. El arma describió una parábola y fue a dar contra el orco, aunque sin herirlo. Sólo le hizo tropezar y caer al suelo.

Tras ver que Tred estaba lesionado y, según parecía, por completo desarmado, el segundo orco soltó un aullido, alzó su espadón y se lanzó a la carga.

Consciente de que no tenía tiempo para acudir en defensa de Tred, Nikwillig corrió a despachar al orco caído en el suelo. Echándose encima de aquel ser bestial antes de que pudiera levantarse, el enano lo pateó con sus sólidas botas. Sin dejar de pisotearlo, Nikwillig lo ensartó con su espada, aunque no sin llevarse un lanzazo del orco. Nikwillig sintió el dolor del lanzazo en el hombro, pero su espada había abierto en canal al orco.

Al oír cómo Tred se debatía con el otro orco, jurando vengar a su hermano muerto, Nikwillig volvió su rostro, esperando encontrarse con que su amigo llevaba las de perder.

Nikwillig bajó su arma al momento, pues Tred tenía la situación controlada. Tras agarrar al orco por las muñecas y alzar sus brazos en el aire, sin dejar de gritar el nombre de su hermano muerto, Tred se las había arreglado para situar su frente contra la cara de su adversario, al que empezó a machacar a cabezazos inmisericordes.

Los primeros, tremendos, cabezazos retumbaron con la fuerza del hueso contra el hueso, pero los impactos subsiguientes empezaron a resonar como crujidos, igual que si Tred estuviera golpeando con su frente un montón de ramas secas.

—No hace falta que sigas —apuntó Nikwillig con sequedad después de algunos cabezazos más. El orco ya no era más que una masa inerte.

Tred agarró por el cuello al orco agonizante y, con su mano libre, le soltó un tremendo palmetazo en la entrepierna, que aferró sin vacilación. El robusto enano a continuación levantó a su rival en volandas sobre su cabeza y, de nuevo gritando venganza por la muerte de su hermano, arrojó el cuerpo al barranco que se abría a su lado. El orco fue a estrellarse con estrépito contra una gran roca.

—Aquí hay provisiones y de todo… —comentó Nikwillig, recorriendo el campamento.

—Ese maldito orco me ha pinchado —respondió Tred.

Nikwillig reparó entonces en la nueva herida sufrida por Tred, una reluciente línea de sangre que corría a un lado del pecho del corajudo enano. Nikwillig acudió a socorrerlo, pero, con un gesto, Tred le indicó que podía arreglárselas solo.

—Mejor recoge cuantas provisiones puedas y larguémonos de aquí. Yo mismo me vendaré la herida.

Después de que Tred se vendara la incisión, los dos compañeros reemprendieron su camino. Aunque Tred soltaba un gruñido de dolor a cada paso, en ningún momento se quejaba de su herida.

El enano a esas alturas debía de haber perdido un cubo de sangre o más, y cada vez que su pie tropezaba con una roca, el golpe bastaba para abrirle la herida y empaparle el costado de sangre. Pero Tred seguía sin quejarse, ni retrasaba el paso de su compañero.

El rodeo que habían dado y el ataque por sorpresa a los orcos parecían haber confundido a sus perseguidores, pues eran escasos los aullidos que el viento de la noche les traía, unos aullidos que no sonaban demasiado próximos.

Tras ascender a un promontorio rocoso, Tred y Nikwillig divisaron una aldea, una minúscula agrupación de casas que se extendía a lo lejos. Los dos enanos se miraron con preocupación.

—Si vamos a esa aldea, los orcos y sus lobos nos seguirán —razonó Tred.

—Y si no vamos, nos retrasaremos —objetó Nikwillig—. O pasamos por ese poblado o nunca llegaremos a Mithril Hall.

—¿Te parece que esos aldeanos sabrán defenderse? —planteó Tred, devolviendo su mirada al pequeño núcleo de casas.

—Si viven en estas montañas salvajes, será porque tienen arrestos.

La argumentación tenía su lógica. Tred se encogió de hombros y siguió a Nikwillig ladera abajo.

Un muro de piedras de la altura de un ser humano circundaba la aldea. No obstante, los dos enanos no advirtieron la presencia de ningún centinela hasta que se hallaron a muy poca distancia. En todo caso, los dos seres humanos —un hombre y una mujer— que los miraron desde el muro y lanzaron un grito en su dirección no parecían ser verdaderos guardianes. Más bien daban la impresión de haberse encontrado caminando junto al muro cuando advirtieron la llegada de los enanos.

—¿Para qué venís aquí? —preguntó la mujer.

—Para no caer derrengados, diría yo —contestó Nikwillig, quien apoyó a Tred contra su hombro para subrayar sus palabras—. ¿Tenéis una cama caliente y algo de potaje para mi compañero herido?

Como si su energía se hubiera disipado durante la marcha y su mente obstinada finalmente permitiera a su cuerpo disfrutar de un poco de descanso, Tred de pronto trastabilló y cayó al suelo. Nikwillig apenas tuvo tiempo de ayudarlo para que el impacto no fuera demasiado fuerte.

Aunque no había puerta alguna en aquel lado de la muralla, la mujer y el hombre al instante treparon por el muro y salieron a auxiliar a los enanos. Ambos —la mujer en particular— se apresuraron a inspeccionar la herida de Tred, aunque no sin dirigir varias miradas de aprensión al horizonte, como si temiesen la aparición de un ejército de enemigos.

—¿Sois de Mithril Hall? —preguntó el hombre.

—De Felbarr —precisó Nikwillig—. Nos dirigíamos hacia Shallows cuando fuimos atacados.

—¿Hacia Shallows? —repitió la mujer—. Eso está muy lejos.

—La persecución ha sido muy larga, ciertamente.

—¿Quiénes os han herido de ese modo? ¿Los orcos? —preguntó el hombre.

—Los orcos y los gigantes.

—¿Gigantes? Hace mucho que no he visto a esos gigantes de las colinas.

—No me refería a los gigantes de las colinas, sino a esos fantoches de piel azulada, a los gigantes de la escarcha. No se puede ser más feo.

El hombre y la mujer lo miraron inquietos, con los ojos abiertos. Las gentes de esa región conocían a los odiados gigantes de la escarcha. El viejo Grayhand, Jarl Orel, no siempre había procurado que su pueblo de gigantes permaneciera recluido en las montañas. Por fortuna, las incursiones de los gigantes de la escarcha no habían sido muy numerosas. Y sin embargo, toda refriega en la que participaran los gigantes de la escarcha, acaso los seres más temibles de la región, sólo comparables a los escasos dragones que por ella vagaban, constituía una noticia de pesadilla, de las que por las noches se comentaban a la vera del fuego a media voz.

—Hagamos entrar a este pobre enano —propuso la mujer—. Necesita descansar y comer algo caliente. ¡Me cuesta creer que siga con vida!

—¡Bah! Tred es demasiado feo para morirse —apuntó Nikwillig.

Tred abrió un ojo exhausto y alzó su mano con lentitud hacia el rostro de su amigo, como si quisiera agradecerle el comentario. De pronto, sin embargo, cerró su dedo índice bajo el pulgar y golpeó a Nikwillig en el tabique nasal. Nikwillig cayó de espaldas y se llevó las manos a la dolorida nariz mientras Tred volvía a apoyar la cabeza en la tierra. Una leve sonrisa maliciosa se dibujó en su faz pálida y cubierta de churretes.

Las gentes del poblado, cuyo nombre era Clicking Heels, se apresuraron a reforzar la defensa de la aldea, apostando a la tercera parte de los doscientos curtidos lugareños como centinelas y vigías en turnos de ocho horas. Después de recuperarse durante dos días, Nikwillig finalmente se unió a dichas labores, supervisando las líneas de defensa y hasta contribuyendo a dirigir la construcción de fortificaciones adicionales.

Tred, sin embargo, no estaba en condiciones de ayudar. El enano se pasaba los días y las noches durmiendo. Cuando despertó al cabo de un par de días sólo tuvo fuerzas para devorar la comida que le ofrecieron las buenas gentes de Clicking Heels. Si bien la aldea contaba con un clérigo, éste no era muy versado en los aspectos mágicos de su ministerio, así que sus intentos por sanar a Tred no tuvieron particular éxito.

Al quinto día, Tred por fin se levantó de su lecho y volvió a desplegar parte de su natural inquieto y animoso. Al cabo de diez días, y en vista de que no se veía ni rastro de sus perseguidores —gigantes, orcos o worgos—, tred insistía en reemprender el camino cuanto antes.

—Nos marchamos a Mithril Hall —anunció Nikwillig una mañana. Las gentes de Clicking Heels, humanos en su totalidad, se mostraron sinceramente apesadumbrados al saber que se iban—. Una vez allí, instaremos al rey Gandalug a enviar una tropa en vuestra defensa.

—Quieres decir que se lo diréis al rey Bruenor —matizó uno de los lugareños.

Si es que por fin ha regresado del lejano Valle del Viento Helado.

—¿Es cierto lo que me estás dando a entender?

—Eso he oído.

Nikwillig asintió y suspiró en recuerdo del finado rey Gandalug antes de volver a exhibir su característica determinación.

—En tal caso se lo diremos al rey Bruenor, un enano que es el orgullo de su raza.

—No estoy seguro de que se digne a enviarnos soldados. Como tampoco estoy seguro de que la presencia de éstos nos resulte necesaria —indicó el aldeano.

—Bien, pues le diremos cómo están las cosas por aquí, y que sea él mismo quien tome la decisión —intervino Tred—. Por algo es nuestro soberano.

Tred y Nikwillig partieron de Clicking Heels esa misma mañana, a buen paso, con los morrales atestados de provisiones deliciosas, por entero distintas a la bazofia que habían obtenido en el campamento de los orcos. Los aldeanos les habían indicado el camino para llegar a Mithril Hall, de modo que los enanos confiaban en concluir con rapidez esa última etapa de su viaje. Su intención consistía en llegar a Mithril Hall, relatar lo sucedido al rey Bruenor o a quien ahora estuviese al frente de sus barbados hermanos de raza, conseguir una escolta y adentrarse en los túneles interconectados de la Antípoda Oscura superior para, finalmente, llegar a sus hogares en la Ciudadela Felbarr.

En todo caso, sus aventuras distarían de terminar, por lo menos en lo concerniente a Tred, pues éste se proponía organizar una tropa para volver sobre sus pasos y vengar la muerte de su hermano y sus compañeros.

No obstante, ahora lo principal era llegar a Mithril Hall. A pesar de las indicaciones, los enanos tuvieron dificultades para orientarse por los intrincados senderos de las montañas. Con frecuencia, el giro equivocado en alguno de los estrechos túneles que corrían entre los peñascos obligaba a volver atrás y rehacer lo andado por aquel terreno escarpado.

—Nos hemos equivocado al seguir este maldito torrente —murmuró Tred una mañana. Los dos enanos llevaban rato avanzando a buen paso, si bien en dirección al sureste, cuando Mithril Hall se hallaba al suroeste de Clicking Heels.

—Lo más seguro es que este arroyo pronto varíe de dirección —animó Nikwillig.

—Tonterías —descartó Tred, con un gesto de rabia.

Estaban perdidos, y lo sabía, como lo sabía el propio Nikwillig, quisiera admitirlo o no. Pero no volvieron atrás. El camino que seguía el curso del río les había deparado dos descensos muy dificultosos que prometían ser sendos ascensos más complicados aún. Así las cosas, volver sobre sus pasos parecía estúpido.

Más adelante, al encontrarse con que el torrente de pronto se precipitaba en una cascada, Tred emprendió un nuevo descenso por los peñascos de la ribera sin dejar de rezongar.

—Igual sería mejor dar la vuelta… —sugirió Nikwillig.

—¡Tonterías! —replicó el testarudo Tred, cuya voz se convirtió en un grito al patinar sobre una roca particularmente resbaladiza en el momento en que dirigía a Nikwillig un gesto de desdén.

El resbalón por lo menos le sirvió para efectuar el descenso con celeridad.

Tras reemprender su marcha en silencio, los dos enanos andaban buscando un lugar donde acampar cuando llegaron a la cima de un cerro coronada de grandes peñascos. Se encontraron con que un extenso valle se extendía a sus pies, de este a oeste.

—Un paso enorme —observó Nikwillig.

—El que deben cruzar las caravanas que se dirigen a Mithril Hall —razonó Tred—. ¡Hacia el oeste, claro está!

De pie junto a su compañero, Nikwillig asintió con un gesto, tan contento como el propio Tred, convencidos como estaban de que al día siguiente la marcha iba a ser mucho más fácil.

Como es natural, no sabían que se hallaban en el extremo septentrional del Paso Rocoso, antaño escenario de una gigantesca batalla y hoy habitado por los espectros de los caídos, unos fantasmas tan reales como peligrosos.