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Un frío recibimiento

El viento aullaba al descender de las cumbres del norte, las majestuosas montañas de la Columna del Mundo, cuyas cimas estaban cubiertas de nieve. Algo más al sur, en la comarca surcada por los caminos que salían de Luskan, la primavera florecía y se acercaba el verano, pero en aquel terreno elevado, el viento rara vez era cálido y la marcha fácil.

Y sin embargo, ésa era la ruta que Bruenor Battlehammer había elegido para regresar a Mithril Hall, el camino hacia el este que bordeaba las montañas. El viaje había transcurrido sin incidencias desde que salieran del Valle del Viento Helado, pues ninguno de los bandoleros o monstruos solitarios que pululaban por aquellos traicioneros caminos osaba hacer frente a un ejército formado por casi quinientos enanos. Aunque en el paso de las montañas se habían visto sorprendidos por una tempestad, las animosas huestes de Bruenor habían seguido avanzando penosamente, torciendo hacia el este cuando Drizzt y sus compañeros, que no estaban en el secreto, confiaban en que muy pronto divisarían los torreones de Luskan, que se alzaban al sur.

Drizzt preguntó a Bruenor por el inesperado cambio de rumbo, pues si bien ésa era una ruta más directa, estaba claro que no por ello resultaba más rápida o carente de peligros.

En respuesta a tan lógica pregunta, Bruenor se limitó a gruñir: —¡Muy pronto lo entenderás, elfo!

Los días se convirtieron en semanas; la ruidosa expedición pronto hubo dejado más de doscientos cuarenta difíciles kilómetros a sus espaldas. Si los días estaban marcados por las canciones de marcha de los enanos, las noches resonaban con sus cánticos de celebración.

Para sorpresa de Drizzt, Cattibrie y Wulfgar, poco después de enfilar la ruta oriental, Bruenor insistió en que Regis marchara a su lado. El enano no hacía más que hablar de forma furtiva con el mediano, entre profusos gestos de asentimiento de Regis.

—¿Es que ese pequeñajo sabe algo que nosotros desconocemos? —preguntó Catti-brie al drow cuando dirigió la mirada a la tercera carreta, la de Bruenor, y sorprender a éste y a Regis en una de esas conversaciones.

Drizzt meneó la cabeza con escepticismo, inseguro del papel que Regis jugaba en la expedición.

—Me parece que haríamos bien en averiguarlo —insistió Catti-brie ante la ausencia de respuesta a su pregunta.

—Cuando Bruenor quiera que sepamos qué es lo que sucede, ya nos lo dirá —repuso Drizzt, si bien la mueca de sarcasmo que se pintó en el rostro de Catti-brie dejaba a las claras que ésta no terminaba de creérselo.

—Te recuerdo que a esos dos hemos tenido que salvarles el pellejo en más de una ocasión —comentó ella—. ¿No te parece que es mejor prevenir que curar?

La argumentación de Cattibrie rebosaba de lógica, máxime cuando el vocinglero y más bien corto de luces Thibbledorf Pwent se había convertido en asesor privilegiado de Bruenor. Al drow se le escapó la risa.

—¿Y qué propones? —agregó.

—Está claro que Bruenor no dirá palabra ni aunque lo amenacemos con un hierro candente —razonó Catti-brie—. Con todo, me da que Regis posiblemente sucumba más fácilmente.

—¿Al dolor? —apuntó Drizzt, incrédulo.

—A la bebida o a alguna otra argucia que se nos pueda ocurrir —explicó la mujer—. Estoy pensando en decirle a Wulfgar que nos traiga a ese ratón cuando Bruenor lo pierda de vista esta noche.

A Drizzt volvió a escapársele la risa, pues entendía a la perfección las dimensiones del peligro que se cernía sobre el pobre Regis. Por un instante, se alegró de no estar en la piel del mediano.

Como hacían casi todas las noches, Drizzt y Cattibrie acamparon a cierta distancia del grueso de los enanos, tanto para montar la guardia como para no volverse locos ante las continuas payasadas de Thibbledorf Pwent y las prácticas guerreras de los Revientabuches. Esa noche, Pwent se presentó de improviso en el claro donde se encontraba la pareja y se dejó caer sobre una roca que había junto a la pequeña fogata.

Pwent miró detenidamente a Cattibrie y hasta alargó el brazo para acariciar sus cabellos rojizos.

—Tienes un aspecto estupendo, muchacha… —comentó por fin, mientras echaba a los pies de Catti-brie un saquito con cierto compuesto fangoso—. Te conviene ponerte un poco de este producto en la cara todas las noches antes de dormir.

Cattibrie contempló el saquito y su viscoso contenido antes de fijar la mirada en Drizzt, quien, sentado en un tronco caído y con la espalda apoyada en un liso peñasco, tenía las manos tras la cabeza y se frotaba su espesa cabellera blanquecina, subrayando así sus negras facciones y sus ojos color púrpura. Saltaba a la vista que el bersérker la divertía.

—¿En la cara? —preguntó Catti-brie. Pwent se apresuró a asentir repetidamente—. A ver si lo adivino… ¿Es que así me crecerá barba?

—Una barba hermosísima —respondió Pwent—. Tan roja como tus cabellos, o eso espero. Tendrás un aspecto de lo más fiero.

Cattibrie entrecerró los ojos y volvió a fijar la mirada en Drizzt, quien se aprestó a sofocar una risita.

—Eso sí, no te pongas ese ungüento en las mejillas, amiga mía —indicó el guerrero mientras a Drizzt se le escapaba una carcajada con todas las de la ley.

¡Mucho me temo que te quedarías como aquel maldito licántropo de Harpell!

Pwent emitió un leve suspiro tras decir estas palabras. Era sabido que el guerrero una vez pidió a Bidderdoo Harpell, el hombre lobo, que lo mordiera, para que le contagiara su feroz dolencia. Por fortuna, Harpell se negó a clavar sus colmillos en él.

Antes de que aquel enano medio loco pudiera seguir con sus bromas, el trío percibió un movimiento en las cercanías. En el claro apareció Wulfgar el Bárbaro, que medía más de dos metros y tenía el pecho tan ancho como musculoso. Wulfgar tenía el pelo rubio y una barba que se había recortado hacía poco, en una muestra de cuidado personal que llevaba a sus compañeros a pensar que el bárbaro por fin había puesto a raya los demonios que anidaban en su interior. Wulfgar portaba al hombro un gran saco, en cuyo interior había algo que se revolvía.

—¡Hola! ¿Qué llevas ahí dentro, muchacho? —inquirió Pwent con su vozarrón, mientras se ponía de pie a fin de ver mejor.

—La cena —respondió Wulfgar. El ser que había en el interior del saco soltó un gemido y se revolvió con furia redoblada.

Pwent se frotó las manos y se pasó la lengua por los labios.

—Sólo nos llega para los tres —explicó Wulfgar—. Lo siento.

—¡Déjame comer una pata por lo menos!

—Sólo nos llega para los tres —repitió Wulfgar, quien puso su mano sobre la frente de Pwent y apartó al enano—. Y si sobra algo, me lo guardo para mi mujer y mi hijo. Me temo que tendrás que cenar con los de tu raza.

—¡Paparruchas! —soltó el viejo soldado—. ¡Ni siquiera has conseguido liquidar del todo a ese bicho!

Dicho esto, Pwent dio un paso al frente, cerró el puño y echó el brazo atrás para soltar un golpe devastador.

—¡No! —gritaron Drizzt, Wulfgar y Catti-brie al unísono.

La mujer y el drow se pusieron en pie de un salto a fin de interponerse. Wulfgar giró sobre sí mismo y se situó entre el bersérker y el saco. Sin embargo, al hacerlo, el saco fue a estrellarse contra el peñasco. Un nuevo gemido brotó del interior del saco.

—Lo queremos vivo —explicó Catti-brie al ofuscado guerrero.

—¡Pues está claro que sigue vivito y coleando!

Cattibrie se frotó las manos con ansia y se pasó la lengua por los labios, imitando el anterior gesto de Pwent.

—¡Espléndido! —aprobó con entusiasmo.

Pwent dio un paso atrás, se llevó las manos a las caderas y clavó la mirada en la mujer antes de soltar una explosiva carcajada.

—¡Harías una buena enana, muchacha! —exclamó.

Palmeándose los muslos de risa, Pwent finalmente se alejó ladera abajo, hacia el campamento de los suyos.

Tan pronto como hubo desaparecido, Wulfgar volteó el saco con cuidado, lo dejó en tierra y permitió que saliera su inquilino, un mediano hecho un basilisco y más bien regordete, ataviado con lucidas prendas de viaje: camisa roja, chaleco marrón y pantalones bombachos.

Tras rodar sobre el suelo un instante, Regis se puso en pie de un salto y, con gesto frenético, empezó a sacudirse el polvo de sus ropas.

—Mil perdones por las inconveniencias —se disculpó Wulfgar con tanta cortesía como pudo, por mucho que tuviera dificultad en contener la risa.

Regis le dedicó una mirada furibunda y de pronto dio un salto tremendo y le soltó un patadón en la espinilla, lo que resultó más doloroso para los dedos de sus pies descalzos que para el robusto bárbaro.

—Cálmate, amigo —intervino Drizzt, acercándose al mediano y pasándole un brazo sobre los hombros—. Sólo queremos hablar contigo, eso es todo.

—Pues habérmelo preguntado por las buenas —replicó Regis.

Drizzt se encogió de hombros.

—Nos hemos visto forzados a obrar en secreto —explicó.

Nada más oír tales palabras, Regis pareció encogerse físicamente, acaso intuyendo lo que estaba por venir.

—Últimamente pareces hablar mucho con Bruenor —intervino Catti-brie. Regis dio la impresión de encogerse todavía más—. Y se nos ha ocurrido que podrías explicarnos de qué tratan esas charlas vuestras.

—Nada de eso… —respondió Regis agitando las manos en el aire con desespero—. Bruenor tiene sus propios planes, que ya os hará saber cuando lo crea conveniente.

—Entonces, ¿admites que aquí hay gato encerrado? —apuntó Drizzt.

—Bruenor se propone regresar a Mithril Hall para ser coronado rey —contestó el mediano—. Ésa es la cuestión.

—Pero eso no es todo —dijo Drizzt—. Sé que hay algo más. Lo noto en su mirada, en su forma de caminar.

Regis se encogió de hombros.

—Será que le hace ilusión volver a casa.

—¿Así que ahí es a donde nos dirigimos? —inquirió Catti-brie.

—A donde vosotros os dirigís. Yo tengo previsto ir más allá —precisó el mediano—. Al Sostén del Heraldo —explicó, en referencia a una conocida biblioteca en forma de torreón emplazada al este de Mithril Hall y al noroeste de Luna Plateada, un lugar que los amigos habían visitado años atrás, cuando trataban de dar con Mithril Hall para que Bruenor pudiera recobrar sus derechos sobre dicho reino—. Bruenor me ha pedido que le dé cierta información…

—¿Sobre qué? —preguntó el drow.

—Sobre Gandalug, sobre la época de Gandalug, principalmente —respondió Regis.

Si bien sus tres interlocutores entendían que Regis no estaba mintiendo, sospechaban que no les estaba diciendo toda la verdad.

—¿Y cómo es que a Bruenor le interesa eso? —preguntó Catti-brie.

—Yo diría que esa pregunta tendríais que hacérsela al propio Bruenor —repuso una voz tan áspera como familiar. Los cuatro volvieron el rostro. Bruenor acababa de aparecer junto a la hoguera—. No sé por qué os empeñáis en atormentarlo cuando podíais preguntármelo directamente.

—¿Y nos dirías la verdad? —preguntó Catti-brie.

—No —respondió el enano. Los tres compañeros lo miraron con fijeza—. Bah…

—Se retractó Bruenor al momento. —¡Por mucho que uno se empeñe, es imposible daros una sorpresa!

—¿A qué sorpresa te refieres? —preguntó Wulfgar.

—¡A una gran aventura, muchacho! —exclamó el enano—. ¡A la mayor aventura que hayáis podido imaginar!

—La aventura no me es precisamente desconocida —recordó Drizzt.

Bruenor soltó una carcajada.

—Mejor será que os sentéis —indicó el enano.

Los cinco tomaron asiento en torno al fuego. Bruenor echó mano al fardo que llevaba a la espalda, lo dejó en el suelo y sacó de él diversos alimentos y unas botellas de cerveza y vino.

—Se me ocurrió que os apetecería hincarle el diente a unos alimentos un poco más frescos —dijo, mientras le dedicaba un guiño a Catti-brie—. Por eso os he traído estas provisiones.

Mientras repartían las viandas, sin esperar a que empezaran a comer, Bruenor aprovechó para decirles que estaba muy satisfecho de la curiosidad que mostraban, pues lo cierto es que ansiaba compartir con alguien la promesa de la aventura inminente.

—Mañana nos encaminaremos a la entrada del valle de Khedrun —explicó—. A continuación cruzaremos el valle y nos dirigiremos al sur, hacia el río Mirabar y la propia ciudad de Mirabar.

—¿Mirabar? —repitieron Catti-brie y Drizzt al unísono y con similar escepticismo.

No era ningún secreto que en la ciudad minera de Mirabar sentían escasas simpatías por Mithril Hall, cuya ascensión constituía una amenaza para sus intereses comerciales.

—¿Conocéis a Dagnabbit? —preguntó Bruenor. Los demás asintieron—. Pues bien, Dagnabbit cuenta con algunos amigos en ese lugar, amigos que están dispuestos a aportarnos cierta información que nos interesa.

El enano se detuvo y alzó la mirada de súbito, escudriñando la oscuridad como si tratara de detectar la presencia de espías.

—¿Tu felino anda suelto, elfo? —preguntó el enano de las barbas rojas.

Drizzt denegó con la cabeza.

—En ese caso, te pido que lo liberes —indicó Bruenor—. Hazla salir de ronda y que nos traiga a quien pueda estar escuchando.

Drizzt fijó la mirada en Cattibrie y Wulfgar por un segundo. A continuación llevó su mano al morral que llevaba prendido al cinturón y sacó una estatuilla de ónice que representaba una pantera.

—Guenhwyvar… —musitó—. Ven conmigo, amiga…

Una neblina grisácea empezó a arremolinarse en torno a la estatuilla, cada vez más ancha y espesa, reflejando en el aire de la noche la silueta del ídolo. La neblina se solidificó con rapidez, y Guenhwyvar, la gran pantera negra, apareció de súbito, inmóvil y a la espera de recibir las instrucciones de Drizzt.

El drow se agachó y musitó unas palabras al oído de la pantera. Guenhwyvar se alejó al paso y desapareció en la oscuridad. Bruenor esbozó un gesto de aprobación.

—Esas gentes de Mirabar no pueden ver a los de Mithril Hall —informó, por mucho que los demás estuvieran al corriente—. Los de Mirabar están empeñados en recobrar su antigua preeminencia en el comercio de metales preciosos.

El enano echó una nueva mirada en derredor y se acercó a sus compañeros, a quienes indicó que formaran un pequeño círculo para garantizar que nadie más oiría sus palabras.

—Están empeñados en dar con Gauntlgrym —murmuró.

—¿Y eso qué es? —preguntó Wulfgar.

Si bien Cattibrie exhibía idéntica expresión de perplejidad, Drizzt asentía, como si la noticia tuviera perfecto sentido para él.

—El antiguo bastión de los enanos —explicó Bruenor—. Anterior a la existencia de Mithril Hall, la Ciudadela Felbarr y la Ciudadela Adbar. Una fortaleza cuya existencia se remonta a la época en que todos los enanos formábamos parte de un mismo clan y nos hacíamos llamar los Delzoun.

—La localización exacta de Gauntlgrym es desconocida desde hace siglos —apuntó Drizzt—. Desde hace siglos y siglos. Desde mucho antes de la existencia de los enanos actuales.

—Muy cierto —acordó Bruenor, haciendo un guiño—. Máxime ahora que Gandalug nos dejó para trasladarse a los Salones de Moradin.

Drizzt hizo un gesto de sorpresa, lo mismo que Cattibrie y Wulfgar.

—¿Es que Gandalug llegó a conocer Gauntlgrym? —preguntó el drow.

—Nunca llegó a verla, pues la ciudad cayó antes de su nacimiento —explicó Bruenor—. Y sin embargo… —añadió con rapidez, antes de que cundiera el desánimo—. Y sin embargo, cuando Gandalug era apenas un muchacho, el recuerdo de Gauntlgrym seguía estando vivo en la memoria de los enanos. —Bruenor escrutó el rostro de sus compañeros e hizo un leve gesto de asentimiento—. Las gentes de Mirabar andan buscando las ruinas de la ciudad más allá de los riscos que hay al sur, pero se equivocan.

—¿Qué es exactamente lo que sabía Gandalug? —se interesó Catti-brie.

—No mucho más de lo que yo mismo sabía sobre Mithril Hall cuando nos empeñamos en dar con él —admitió Bruenor con una risita sarcástica—. Menos, incluso. Pero si conseguimos encontrar dicha ciudad, está claro que la aventura habrá valido la pena. ¡La de tesoros que en ella se esconden! ¡Por no hablar de los metales preciosos que encontraremos!

Bruenor habló largo y tendido sobre los legendarios objetos de artesanía elaborados por los enanos de Gauntlgrym, a las armas de poderes extraordinarios, a las corazas que resistían el impacto de cualquier hoja, a los escudos que conferían protección contra el mismo fuego de dragón.

Drizzt no estaba prestando verdadera atención a todos aquellos detalles, aunque no por ello apartaba su mirada del combativo señor de los enanos. Según pensaba el drow, la aventura valdría la pena, fueran cuales fuesen los riesgos y penalidades que les esperasen en el camino, diesen o no con la ciudad de Gauntlgrym. Drizzt no había visto a Bruenor tan animado en mucho tiempo, desde que años atrás emprendieran la primera

Expedición para encontrar Mithril Hall.

Al mirar a sus compañeros detectó el destello de interés que exhibían los verdes ojos de Cattibrie, el brillo peculiar en las gélidas pupilas azules de Wulfgar, un brillo que confirmaba que su amigo bárbaro se había recobrado de los traumáticos seis años vividos bajo las garras del demonio Errtu. El hecho de que Wulfgar hubiera asumido la responsabilidad de convertirse en esposo y padre, la circunstancia de que Delly y el bebé nunca se encontraban lejos de él, incluso en ese preciso momento, resultaban igualmente tranquilizadores. Por lo demás, el propio Regis, que sin duda había oído ese relato en anteriores ocasiones, prestaba máxima atención al relato del enano, pródigo en tesoros de carácter mágico y mazmorras hundidas en las entrañas de la tierra.

Drizzt pensó en preguntarle a Bruenor por qué tenían que ir juntos a Mirabar, donde lo más probable era que no fuesen bien recibidos. ¿No sería más oportuno que Dagnabbit fuera allí a solas o al frente de un pequeño grupo, de forma más discreta?

Con todo, el drow optó por guardar silencio, pues se hacía cargo de la situación. Cuando el rey Gandalug hizo llegar a Bruenor las primeras informaciones referentes al antagonismo de Mirabar, Drizzt estaba en otros lugares. Por entonces se encontraba recorriendo la Costa de la Espada en compañía de Cattibrie, y hasta que se reunieron con Bruenor en el Valle del Viento Helado el enano no les informó de la tirantez existente en la relación con Mirabar.

En principio, el Consejo de las Piedras Brillantes, el núcleo dirigente de Mirabar formado por enanos y humanos, siempre hacía referencias elogiosas a Mithril Hall. Se suponía que los hermanos del Clan Battlehammer tenían libre acceso a sus dominios.

Sin embargo, fuentes próximas al Consejo de las Piedras Brillantes y al mismo Elastul, el Marchion de Mirabar, llevaban años informando a Bruenor de los comentarios desdeñosos con que éstos solían referirse al Clan Battlehammer. A lo que parecía, diversas conspiraciones, que en su momento dieron muchos dolores de cabeza a Gandalug, tuvieron origen en Mirabar.

Bruenor se proponía visitar Mirabar para hablar con algunos de sus habitantes sin ambages, mirándolos a los ojos, y para proclamar que el Octavo Soberano de Mithril Hall había vuelto convertido en Décimo Soberano, pues por algo estaba al corriente de los subterfugios habituales en el clima político reinante en las salvajes tierras del norte.

Drizzt volvió a sentarse y fijó la mirada en sus amigos, quienes seguían deliberando en corrillo. Según parecía, la aventura acababa de iniciarse, una aventura que prometía ser divertida.

¿De veras?

Y es que en ese momento Drizzt tuvo un recuerdo más bien inesperado. El drow se acordó de su primera visita a la superficie, una aventura en principio muy prometedora, emprendida en compañía de elfos oscuros como él. A su memoria volvieron las terribles imágenes de la matanza de los elfos de la superficie, entre las que ocupaba lugar preeminente la imagen de la niña elfa a quien él mismo embadurnó de la sangre de su madre muerta para que pareciese que la pequeña había muerto en la masacre, lo que sirvió para salvarle la vida a la criatura. La matanza supuso un punto de inflexión en la vida de Drizzt, quien aquel día empezó a desligarse para siempre de su pueblo vil y ruin.

Paradojas del destino, años más tarde Drizzt tuvo que matar a aquella niña elfa. El drow se estremeció al rememorar su postrer encuentro con Ellifain en la gran sala inscrita en el complejo de cavernas de los piratas, mortalmente herida pero satisfecha en la creencia de que su sacrificio acarrearía la muerte del propio Drizzt. Desde el punto de vista lógico, el drow entendía que él no era responsable de lo sucedido, que jamás pudo imaginar el tormento viviente que sería la vida de aquella niña a quien una vez salvara de perecer. Sin embargo, al pensarlo con mayor detenimiento, estaba claro que la lucha final con la desventurada Ellifain había afectado muchísimo a Drizzt Do’Urden. Cuando partió del Valle del Viento Helado, lo hizo con el ánimo henchido de ensoñaciones sobre las aventuras que le iba a tocar vivir con sus compañeros de viaje. Pero lo sucedido lo había transformado para siempre: su amor por la aventura en estado puro, más allá del posible beneficio material y del descubrimiento de nuevos lugares y antiguos tesoros, había perdido buena parte de su atractivo para siempre. Y eso que Drizzt nunca se había tenido a sí mismo por una figura de especial importancia en el ancho mundo que lo rodeaba. Siempre se había contentado con pensar que sus acciones acaso tuvieran consecuencias positivas para los demás. Desde su temprana residencia en Menzoberranzan, Drizzt había tenido muy claro que entre el bien y el mal había diferencias fundamentales, que su papel radicaba en defender la justicia y la integridad.

Pero ¿cómo asumir entonces lo sucedido con Ellifain?

Drizzt seguía escuchando la animada conversación. Con una leve sonrisa en los labios, se dijo que esa nueva aventura resultaba ciertamente prometedora.

Tenía que convencerse de ello.

En la ciudad al aire libre de Mirabar no había espacio para la belleza. Sus cuadrados muros albergaban unas chatas edificaciones de piedra y unos escasos torreones que hablaban de una atmósfera marcada por la eficiencia y el control, y sobre todo por la obtención de beneficios tangibles a toda costa.

Para un enano como Bruenor, Mirabar resultaba un lugar hasta cierto punto admirable. Sin embargo, al acercarse a la puerta septentrional de la ciudad, Drizzt y Cattibrie más bien pensaban que Mirabar semejaba un poblachón sin carácter ni interés.

—Está mucho mejor Luna Plateada —comentó Drizzt a la mujer mientras caminaban a la izquierda de la caravana de los enanos.

—Hasta la propia Menzoberranzan tiene una estampa más hermosa —respondió Catti-brie, a lo que asintió Drizzt.

Los centinelas de la puerta septentrional daban la impresión de ser unos típicos representantes de su ciudad. A ambos lados de las sólidas puertas metálicas, cuatro humanos montaban guardia en parejas de dos, con las alabardas plantadas en tierra y erguidas, con sus corazas doradas centelleantes al sol de la temprana mañana. Bruenor reconoció el escudo de armas cincelado en los torreones, el emblema real de Mirabar, un hacha de dos filos color púrpura cuyo mango estaba rematado en punta en su extremo superior y se ensanchaba en su base, todo ello inscrito en un campo de color negro. La llegada de la enorme caravana de los enanos, poco menos que un ejército, por fuerza tuvo que impresionar a los armados. Sin embargo, éstos se mantuvieron inmóviles y con la vista al frente, aparentemente impasibles ante el espectáculo.

La carreta de Bruenor adelantó a los demás carromatos y se situó al frente de la comitiva, mientras los Revientabuches de Pwent maniobraban para guardar los flancos de su señor.

—Detén la carreta cuando estemos a pocos pasos de ellos —ordenó Bruenor a Dagnabbit, su cochero.

Dagnabbit, un enano más joven y de barbas amarillas, esbozó una sonrisa que dejó al descubierto lo precario de su dentadura y azuzó la marcha del tiro, sin que la guardia de Mirabar pestañeara.

Llevado por la inercia, el carromato precisó de una frenada larga para detenerse a pocos metros de las puertas cerradas. Bruenor se irguió cuan largo era (que no era mucho) y se llevó las manos a las caderas.

—Decidnos quiénes sois y cuál es el propósito de vuestra visita —indicó con aspereza el centinela situado a la derecha, que estaba más cerca de las puertas.

—El propósito de mi visita tiene que ver con el Consejo de las Piedras Brillantes —contestó Bruenor—, y es a ellos a quienes se lo diré.

—Tendréis que decírselo a los guardianes de Mirabar, forastero —intervino el centinela situado a la izquierda.

—¿Eso pensáis? —apuntó Bruenor—. Querréis saber mi nombre, ¿cierto? Pues bien, me llamo Bruenor Battlehammer, mi necio amigo. Soy el rey Bruenor Battlehammer. Así que ya podéis hacer saber al consejo quién ha venido a visitarlo.

Veremos entonces si quieren verme o no.

Por mucho que trataran de mantener su aire arrogante, los guardianes se miraron entre sí con nerviosismo.

—¿Os suena mi nombre? —les preguntó Bruenor—. ¿Os suena el nombre de Mithril Hall?

Al instante, uno de los centinelas se volvió hacia el compañero situado a su lado y le musitó unas palabras al oído. El segundo guardián asintió, cogió una trompetilla que llevaba prendida al cinto, se llevó la embocadura a los labios y tocó una serie de notas breves y agudas. Pocos segundos después, una puertecilla hábilmente inscrita en el gran portalón se abrió de golpe y un enano de aspecto encallecido, con el rostro surcado de cicatrices y envuelto de los pies a la cabeza en una coraza salió al exterior. Carente de escudo, el recién aparecido tenía la insignia de armas de la ciudad grabada en el peto.

—Por fin nos vamos poniendo en situación —observó Bruenor—. A fe mía, me complace ver que tenéis a un enano al mando. Igual no sois tan necios como pensaba.

—Es un placer, rey Bruenor —dijo el enano—. Soy Torgar Delzoun Hammerstriker y estoy a vuestro servicio. —El enano hizo una profunda reverencia, de forma que sus luengas barbas negras llegaron a barrer el suelo.

—Un placer, Torgar —dijo Bruenor, correspondiendo con otra reverencia que, como señor de un reino de la región, no tenía por qué rendir—. ¡Vuestros guardianes saben vigilar las puertas! Espero que se muestren igual de eficaces en el campo de batalla.

—Yo mismo me encargué de instruirlos —repuso Torgar.

Bruenor esbozó una nueva reverencia.

—Venimos exhaustos y sucios, más lo primero que lo segundo, y pedimos cobijo para la noche. ¿Nos abriréis las puertas de vuestra ciudad?

Torgar contempló la enorme caravana con aire indeciso. Sus ojos se abrieron como platos al mirar a la derecha y detectar a una humana en compañía de un elfo drow.

—¡Ése no puede pasar! —exclamó el enano, señalando a Drizzt con su rechoncho dedo.

—Bueno… Supongo que te sonará el nombre de nuestro acompañante —se mofó Bruenor—. Si te digo que su nombre es Drizzt, ¿tu abollada sesera reconocerá de quién se trata?

—Sea quien sea, en mi ciudad no entra ningún maldito elfo drow —replicó Torgar—. ¡No mientras yo siga siendo el oficial supremo de la Orden del Hacha de Mirabar!

Bruenor dirigió una mirada a Drizzt, quien se contentó con sonreír y asentir en gesto deferente.

—Aunque noto cierta cerrazón por vuestra parte, mi acompañante se muestra de acuerdo en acampar extramuros —informó Bruenor—. Y bien, ¿qué hay de nos y nuestro séquito?

—¿Y dónde vamos a albergaros si sois unos quinientos? —inquirió Torgar con tono sincero, estimando de forma correcta las dimensiones de la caravana. El enano hizo un gesto de impotencia con sus manazas—. Podríamos hacer que algunos de vuestros hombres descansaran en las minas. Si dejáramos entrar a extraños en las minas, claro está. ¡Cosa que no hacemos!

—Muy bien —aceptó Bruenor—. ¿A cuántos de nosotros podéis albergar en la ciudad?

—A veinte, incluyéndoos a vos —contestó Torgar.

—Que sean veinte, entonces. —Bruenor dirigió una mirada de soslayo a Thibbledorf Pwent y asintió con la cabeza—. Que vengan tres de los tuyos —ordenó.

Yo y Dagnabbit hacemos cinco, a los que sumaremos a Panza Redonda… —Bruenor hizo una pausa y fijó la mirada en Torgar—. ¿Tenéis inconveniente en que un mediano venga con nosotros?

Torgar se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—En tal caso, el mediano será el sexto —indicó Bruenor a Dagnabbit y Pwent.

Ordenad a los demás que escojan a catorce mercaderes interesados en llevar sus productos a la ciudad.

—Mejor sería que entrara la brigada al completo —sugirió Pwent, sin que Bruenor le hiciera el menor caso. Lo último que Bruenor quería en tan delicada situación era dejar sueltos en Mirabar a la tropa de guerreros Revientabuches. De obrar así, lo más probable era que Mithril Hall y Mirabar se enzarzarán en una guerra antes de la puesta de sol.

—Si tu intención es entrar en la ciudad, limítate a escoger dos acompañantes —ordenó a Pwent—, y mejor que lo hagas cuanto antes.

Un poco más tarde, Torgar Delzoun Hammerstriker hizo pasar a la veintena de enanos por la puerta principal de Mirabar. Bruenor encabezaba la columna al lado de Torgar. Su estampa encajaba a la perfección con la leyenda del monarca de Mithril Hall, amante de la aventura y encallecido en mil batallas. Bruenor caminaba con su hacha de combate, de una hoja y abundante en muescas, amarrada a la espalda, perfectamente visible sobre el escudo. También llevaba casco, uno de cuyos cuernos estaba roto, lo que hablaba de la bravura de Bruenor en el combate. Bruenor era un rey, pero un rey de los enanos, un ser tendente al pragmatismo y la acción, muy distinto a los vanidosos y emperifollados monarcas tan frecuentes entre los humanos y los elfos.

—Y bien, ¿quién es vuestro Marchion estos días? —preguntó a Torgar mientras se adentraban en la ciudad.

Torgar abrió mucho los ojos.

—Elastul Raurym —respondió—. Aunque no veo qué interés puede tener esa cuestión para vos.

—Hacedme el favor de decirle que es mi intención hablar con él —dijo Bruenor.

Torgar lo miró con sorpresa todavía mayor.

—Quien quiera hablar con el Marchion en primavera tiene que solicitarlo en otoño. Y si la entrevista debe discurrir en el verano, tiene que pedirlo en el invierno… —adujo Torgar—. Es imposible presentarse así, por las buenas, y obtener audiencia…

Bruenor se lo quedó mirando con expresión severa.

—No se trata de que yo quiera obtener una audiencia —cortó—. Se trata de que quiero conceder una audiencia. Así que decidle al Marchion que me propongo hablar con él y que será mejor que me escuche.

La repentina transformación de la conducta de Bruenor ahora que las puertas habían quedado atrás no dejó de afectar a Torgar. Su sorpresa inicial pronto dejó paso a un aire sombrío y amenazador. Entrecerrando los ojos, el viejo guerrero clavó sus ojos en el monarca de los enanos, quien le devolvió la mirada con creces.

—Decidle cuanto os acabo de referir —agregó Bruenor con calma—. Y decidle al consejo y a esa necia de Sceptrana que fui yo quien os dijo que se lo dijerais.

—El protocolo…

—El protocolo es para humanos, elfos y gnomos —zanjó Bruenor—. Yo no soy humano, está claro que no tengo nada de elfo y no soy de la calaña de los gnomos barbudos. Aquí estamos hablando de enano a enano. Si vinierais a Mithril Hall y me hicierais saber que necesitabais hablar conmigo, no dudéis que hablaríamos.

Bruenor asintió para subrayar sus palabras al tiempo que ponía su mano en el hombro de Torgar. Este gesto en principio irrelevante bastó para tranquilizar al curtido guerrero. Torgar asintió, como si le acabaran de recordar un punto de crucial importancia.

—Se lo diré —concedió—. O, mejor dicho, se lo diré a sus Martillos, quienes se lo dirán a él.

Bruenor esbozó una mueca sarcástica que provocó que Torgar perdiera la compostura. Ante el visible desdén del rey enano de Mithril Hall, la inaccesibilidad del Marchion resultaba patética.

—Se lo diré yo mismo —corrigió Torgar, con mayor convicción en el tono.

Torgar condujo a la veintena de huéspedes a sus sobrios aposentos, en una gran edificación de piedra sin nada digno de mención.

—Podéis dejar vuestras carretas y mercancías a la puerta —indicó Torgar.

Estoy seguro de que serán muchos los que acudirán a verlos. Esos abalorios que traéis tendrán mucha aceptación.

Torgar señaló uno de los tres carromatos que habían entrado en la ciudad, en cuyos laterales de madera tintineaban sartas de baratijas a medida que las ruedas del vehículo avanzaban por las calles empedradas.

—Bisutería elaborada a partir de espinas de trucha —explicó Bruenor—. Nuestro acompañante es un experto en su talla.

Bruenor señaló a Regis, quien se sonrojó y asintió.

—¿Algunos de esos abalorios son obra vuestra? —preguntó Torgar al mediano, con interés que parecía cierto.

—Algunos.

—Mostrádmelos por la mañana —pidió Torgar—. Es posible que os compre unos cuantos.

Dicho esto, Torgar se despidió con una leve inclinación de cabeza y se marchó a comunicar al Marchion la solicitud efectuada por Bruenor.

—La verdad es que has sabido manejarte bien —comentó Regis.

Bruenor fijó su mirada en él.

—Torgar estaba dispuesto a hacernos frente cuando llegamos aquí —repuso el mediano—, pero yo diría que ahora está pensando en acompañarnos cuando nos marchemos.

Se trataba de una exageración, aunque no carente de fundamento.

Bruenor se contentó con sonreír. En el pasado, Dagnabbit le había hablado repetidamente del sinfín de maldiciones y amenazas que Mirabar había dedicado a Mithril Hall, y sin embargo, de forma sorprendente (o acaso no lo fuera tanto), los enanos de Mirabar de momento parecían mostrarse más considerados que los humanos. Razón por la que Bruenor había insistido en venir a esta ciudad, en la que tantos de los suyos residían, por mucho que el clima y las condiciones se ajustaran mejor a los humanos. Era preciso que conocieran a un verdadero rey de los enanos, un ser que para muchos de ellos seguía teniendo un carácter legendario. Tenían que oír lo que Mithril Hall debía decirles. Tal vez entonces muchos de los enanos de Mirabar dejarían de hablar con animosidad de Mithril Hall. Tal vez entonces los enanos de Mirabar serían conscientes de su propia historia.

—¿No te parece sospechoso que no te hayan dejado entrar? —preguntó Catti-brie a Drizzt algo después, mientras descansaban a solas en una elevación situada al este del campamento que los enanos habían establecido extramuros. Desde donde se encontraban gozaban de una vista panorámica de la ciudad de Mirabar.

Drizzt la miró intrigado; al momento se fijó en la expresión con que su querida compañera lo estaba contemplando. El drow comprendió que Cattibrie se había contagiado de su propio aire melancólico.

—No —respondió—. Hay cosas que nunca cambiarán, y lo mejor es aceptarlas como vienen.

—Pues nadie lo diría al fijarse en tu cara…

Drizzt se las arregló para componer una sonrisa.

—Exageras —respondió de un modo que le pareció convincente.

No obstante, por la mirada que Cattibrie le dedicó a continuación, comprendió que su compañera no se llamaba a engaño. La mujer se acercó a su lado, sabedora de lo que sucedía en su interior.

—Estás pensando en la elfa…

Drizzt apartó la mirada.

—Ojalá hubiéramos podido salvarle la vida —dijo con la vista fija en los muros de Mirabar.

—Ojalá.

—Ojalá le hubieras dado la poción a ella y no a mí.

—Bruenor me habría matado —dijo Catti-brie. De pronto agarró al drow y lo obligó a mirarla de frente. En sus hermosas facciones se pintó una sonrisa—. ¿Es eso lo que hubieras querido?

Drizzt no pudo seguir resistiéndose a su encanto.

—Es difícil de explicar —respondió—. Hay ocasiones en las que me gustaría que todo cuento tuviera un final feliz.

—Razón por la que te empeñas en convertir dichos finales felices en realidad —dijo Catti-brie—. Es todo cuanto puedes hacer.

Muy cierto, se dijo Drizzt en su fuero interno. Mientras suspiraba, su vista volvió a posarse en Mirabar. Seguía pensando en Ellifain.

El sol empezaba a ponerse y un viento frío azotaba las calles de la ciudad cuando Dagnabbit salió. Cuando volvió a sus aposentos, poco antes del amanecer, se había pasado horas conversando con Bruenor sobre las intrigas políticas reinantes en la ciudad y las consecuencias que éstas podían tener para Mithril Hall. A todo esto, Regis y los mercaderes estaban ocupados en disponer sus carretas en el exterior del caserón.

Las carretas no han tenido demasiados visitantes —unos pocos enanos y menos humanos aún—, y quienes se acercaron fueron tan roñosos que los enanos del Clan Battlehammer se negaron a seguir regateando. La única excepción tuvo lugar poco después de que el sol estuviera en lo más alto.

—Y bien, mediano, mostradme vuestras obras de artesanía —dijo Torgar a Regis.

Las cabezas de la media docena de amigos que lo acompañaban se cernieron sobre su espalda con interés.

—Regis —se presentó el mediano antes de nada, tendiendo su mano, que Torgar estrechó con amistosa firmeza.

—Mostradme vuestras obras, Regis —dijo el enano—. ¡Me temo que tendréis que emplearos a fondo para persuadirnos de la conveniencia de gastar nuestras monedas de oro en algo que no se puede beber!

El comentario fue saludado con la unánime carcajada de todos los enanos, los Battlehammer, los mirabarran, así como la del propio Regis. El mediano se preguntó por la posibilidad de emplear su collar de rubíes encantado y dotado de mágicos poderes persuasivos a fin de convencer a los enanos de lo favorable del precio que iba a ofrecerles. Sin embargo, apenas tardó un instante en desechar dicha posibilidad, al recordar la animadversión que tantos enanos sentían por cuanto tuviera que ver con la magia. Regis también pensó en las posibles consecuencias que recurrir a ese truco podía tener en la relación entre Mithril Hall y Mirabar, si alguien llegaba a descubrirlo.

Regis no tardó en comprobar que el recurso a la magia estaba de más. Los enanos habían venido bien provistos de monedas, y muchos de sus amigos pronto se unieron al grupo. Las mercancías expuestas en el carromato, las obras de artesanía de Regis, así como las de sus compañeros, empezaron a desaparecer.

Desde la ventana del caserón, Bruenor y Dagnabbit contemplaban aquel bazar con creciente satisfacción a medida que decenas de nuevos clientes acudían en tropel, enanos casi en su mayoría, atraídos por el interés de Torgar. Bruenor y Dagnabbit observaron, con una mezcla de esperanza y aprensión, el visible desdén en los rostros de quienes no participaban del animado comercio, humanos por lo general.

—Me parece que vuestra visita ha servido para romper el hielo con los de Mirabar —dijo Dagnabbit—. Con una poca suerte, cuando nos marchemos los enanos ya no nos dedicarán las maldiciones de otros tiempos.

—A saber si esta vez nos las dedican los humanos —terció Bruenor, a quien dicha posibilidad parecía divertir mucho.

Poco después, Torgar llamó a la puerta del caserón. El oficial al mando de la ciudad cargaba con un saco en el que llevaba sus compras recién adquiridas.

—Adivino que venís a decirme que vuestro Marchion está muy ocupado —dijo Bruenor al abrirle la puerta de par en par.

—Según parece, hoy anda muy ocupado —confirmó Torgar.

—Lo más seguro es que ni haya respondido cuando llamasteis a su puerta —observó Dagnabbit, a espaldas de Bruenor.

Torgar se encogió de hombros admitiendo su impotencia.

—¿Vos también andáis muy ocupado? —preguntó Bruenor—. ¿Igual que vuestros muchachos? ¿O acaso tenéis tiempo para venir a echar un trago con nosotros?

—No me queda una sola moneda.

—Tampoco os he pedido que paguéis por vuestras jarras.

Torgar se mordisqueó el labio.

—No puedo estar conversando con vosotros en mi condición de representante de Mirabar —alegó.

—¿Y quién os lo ha demandado? —replicó Bruenor al momento—. Un enano de pro siempre se caracteriza por hablar poco y trasegar mucho. En todo caso, estoy convencido de que tenéis más de una vieja historia interesante que contar. Lo que está muy por encima del valor de unas simples jarras de cerveza.

Después de que Torgar diera su consentimiento, aquella noche celebraron un festejo en el anodino caserón de piedra perdido en una de las calles azotadas por el viento de Mirabar. Más de un centenar de enanos asistieron a la celebración. Muchos de ellos permanecieron allí hasta altas horas de la madrugada, y no pocos acabaron durmiendo en el suelo.

Cuando la mañana llegó, Bruenor descubrió sin sorpresa que un despliegue de soldados armados y de rostro sombrío —humanos, que no enanos— rodeaba el caserón.

Había llegado el momento de que Bruenor se marchara con los suyos.

Aunque estaba claro que Torgar y sus compañeros se verían en problemas por lo sucedido, cuando Bruenor fijó una mirada de preocupación en el viejo guerrero, éste se contentó con guiñarle un ojo y esbozar una sonrisa de malicia.

—¡Siempre serás bienvenido en Mithril Hall, Torgar Delzoun Hammerstriker! —se despidió Bruenor mientras los carromatos empezaban a salir por las puertas de la ciudad—. ¡Y cuando vengas, hazlo con tantos amigos como te apetezca! ¡Cuantas más historias nos narréis, mejor! ¡Prometo regalaros con tantas viandas y bebida como para haceros reventar! ¡Y siempre podréis contar con una cama caliente con la que templar el trasero!

Ninguno de los integrantes de la caravana venida del Valle del Viento Helado dejaba de advertir el desagrado visible con que los guardianes acogían tales invitaciones.

—Convendrás conmigo en que te gusta liar las cosas —dijo Regis a Bruenor.

—Así que el Marchion estaba demasiado ocupado para verme, ¿eh? —replicó Bruenor con una sonrisa malévola—. Pues en el futuro se arrepentirá de haber estado tan ocupado. No te quepa duda.

Drizzt, Cattibrie y Wulfgar llegaron junto a la carreta de Bruenor cuando ésta y los demás se unían al grueso de la caravana de los enanos extramuros de la ciudad.

—¿Cómo ha ido ahí dentro? —se interesó el elfo oscuro.

—Ha habido de todo: un poco de intriga y un poco de diversión —respondió Bruenor—. También se han dado ciertas garantías para el futuro: si los de Mirabar algún día entran en guerra contra Mithril Hall, es seguro que no tardarán en echar a faltar a varios cientos de sus guerreros de menor tamaño.