22

Millicent pasó calor y estuvo incómoda en la pequeña camita individual compartida, con Marjorie a su lado. La mayor parte de la noche se quedó forzadamente inmóvil, sufriendo calambres e incomodidades para no correr el riesgo de molestar a Marjorie, profundamente dormida a su lado, y cuya pesada respiración atestiguaba su fatiga. Oyó que llegaba el lechero tintineando por el pasillo con su bandeja llena de botellas. Según un acuerdo especial, le dejaban entrar temprano al edificio cada mañana para dejar la habitual media pinta (invariablemente media pinta) junto a cada puerta, detrás de las cuales dormía alguna mujer soltera y profesional. Aparte de eso, el edificio permanecía silencioso las mañanas de los domingos hasta mucho después que los días laborables.

Más tarde oyó que se abrían y se cerraban unas cuantas puertas y oyó también unos pasos precipitados en los pasillos. Serían las católicas que asistían a misa temprana. La anglicana moderada y las infieles siempre se quedaban en la cama hasta mucho más tarde. Solo gradualmente la casa llegó a despertarse del todo, y se empezaron a abrir y cerrar con más frecuencia las puertas de las mujeres profesionales que recogían su leche, a medida que un apagado murmullo de vida, como una colmena somnolienta que se fuese despertando poco a poco, empezaba a llegar hasta su oído. Hasta entonces no se empezó a remover Marjorie a su lado y se despertó. El miedo todavía la invadía: Millicent vio que agarraba las ropas de la cama y miraba a su alrededor hasta recordar dónde se encontraba, pero no era tan agudo como a su llegada el día anterior. En realidad sonrió como una niña cuando vio a Millicent a su lado.

—¿Has dormido bien, cariño? —preguntó Millicent.

—Aaah, sí, gracias —respondió Marjorie.

—Bueno, puedes continuar descansando mientras yo preparo el desayuno —dijo Millicent.

Salió de la cama y anduvo trasteando por la habitación en camisón. No había posibilidad de tomar un baño, eso lo sabía. Los domingos los pocos cuartos de baño se los apropiaba una camarilla con una serie de señales secretas para dejarse entrar unos a otros, que permanecían a remojo y excluyendo a todos los demás toda la mañana. Millicent se bañaba siempre por la tarde, los domingos. Se lavó en el lavamanos y se vistió, puso la tetera al fuego y recogió la leche, preparó la bandeja del desayuno y llevó la mesa al lado de la cama. Marjorie estaba echada y la miraba soñolienta, mientras ella se atareaba. Se sentía bañada en una sensación de comodidad y de seguridad. Tenía una amiga; tenía un hogar. El sufrimiento de los dos últimos días, que parecía en sus recuerdos haber durado más de dos meses, había llegado a su fin. El contraste era delicioso mientras ella permaneciese drogada por el sueño y solo fuera consciente de lo que quedaba por resolver en su situación. Luego, de repente, se tensó, echada en la cama. La infelicidad volvió de nuevo, en aquel instante. Sintió de nuevo la antigua debilidad. Ahora se avergonzaba de sí misma, además. Hasta aquel momento el pánico apenas le había permitido pensar en nada salvo en sí misma.

Como una corriente subterránea de sus pensamientos estaba el conocimiento de que no había turbado su cabeza pensando en su madre y en George. Su madre había pasado la última noche en prisión, en una celda, con la sombra del cadalso cerniéndose sobre ella, como llevaba dos días y medio cerniéndose sobre George.

Pero aquella era solo la corriente subterránea. Ahora pensaba en Derrick y Anne. Su sufrimiento se vio incrementado por el hecho de que no podía imaginar en absoluto qué les había ocurrido, y no podía suponer ni por un momento en qué circunstancias se habrían despertado aquella mañana. La terrible palabra «institución» le vino a la mente. Aquella palabra llevaba asociadas mala comida, trato duro, habitaciones frías y destempladas. La pequeña Anne se encogería en sí misma en un lugar como aquel, soportando su desdicha sin quejarse, pero Derrick protestaría, lucharía, se negaría a ponerse la ropa de la institución, vocearía su descontento con la comida de la institución, hasta que alguna odiosa guardiana, de labios apretados y ojos secos, le castigase, le sometiese, lo obligase a una sumisión aturdida de la cual nunca más volvería a salir, ni siquiera en la edad varonil.

—¡Ay, Dios mío! —dijo. Habría blasfemado más violentamente si las palabras hubiesen acudido a sus labios. Estaba llena de rabia venenosa contra un mundo que podía permitir que ocurriesen cosas semejantes—. ¡Ay, Dios mío!

Y también estaba llena de desdén por sí misma, que había permitido que sus hijos sufrieran así, y no les había dedicado ni un minuto en sus pensamientos en todas aquellas horas. Ya no sentía piedad por sí misma. Se veía como era, débil, dejándose dominar fácilmente, y, sin embargo, egoísta. En su negro sufrimiento, se culpaba a sí misma por todo lo que había ocurrido, sin pensar siquiera en la responsabilidad de Ted.

—Es hora de despertarse ya, jovencita —dijo Millicent llevando la mesa junto a la cama, con la porcelana entrechocando alegremente.

—No quiero desayunar… no podría comer nada —dijo Marjorie. Se incorporó en la cama, con el pelo revuelto, sin pensar que se le había caído el tirante del camisón.

—Tonterías, claro que puedes. Empieza con una taza de té —dijo Millicent con decisión y entusiasmo. Era consciente del nuevo sufrimiento que aquejaba a Marjorie; incluso había llegado casi a adivinar su causa, y sabía que ninguna simple palabra por su parte podía combatir unas realidades como aquellas. Lo único que podía hacer era ofrecerle una taza de té.

—¡Son los niños! —dijo Marjorie.

—No pienso hablar de nada hasta que hayas tomado el desayuno —replicó Millicent firmemente—. ¿Tostada o pan con mantequilla?

Millicent se aferraba con firmeza a las trivialidades. Su trabajo de asistencia en la fábrica la había acostumbrado a hacerlo. Enfrentada a un dedo aplastado o a un corazón roto, los primeros auxilios que llevaba a cabo siempre eran una taza de té y un poco de charla intrascendente. Eso les daba un respiro, un espacio para recuperar la cordura. Ahora estaba haciendo instintivamente lo mismo, luchar contra el espantoso sentimiento que aquella vez era un callejón sin salida del cual no había escapatoria, en absoluto. Buscaba algo de tiempo con valentía, porque ella no veía solución a las dificultades de Marjorie salvo una, y esa la temía.

—No creo —dijo sujetando la botella de leche ante la luz— que esta leche sea tan buena ahora como cuando empezaron a embotellarla. La crema que lleva encima no tiene ni la mitad de grosor. ¿No te has dado cuenta?

Era una añagaza sutil. Diez años de preocupaciones domésticas se imponían. Se podía arrastrar a Marjorie a discutir temas de economía doméstica. Hablaron sensatamente durante unos pocos minutos, con el entrechocar de las tazas acentuando lo hogareño de la situación.

Entonces un golpe abrupto en la puerta rompió su frágil burbuja.

—¿Qué es eso? —jadeó Marjorie. Al momento se quedó pálida como una muerta.

—Ah, nada —dijo Millicent. Ella también estaba asustada, pero se obligó a enfrentarse a lo inevitable. Calmándose con gran esfuerzo, se dirigió estoicamente hacia la puerta y la abrió.

—Ah, buenos días, señora Hardy —dijo. La propietaria entró rápidamente en la habitación mientras Marjorie se acurrucaba en la cama. La señora Hardy la incluyó en una mirada circular que abarcaba toda la habitación en desorden.

—Tengo que llamar su atención —dijo gélida— hacia los términos de su acuerdo, señorita Dunne. Una de las condiciones del alquiler es que solo se permite dormir al inquilino en cada piso individual. Si esperaba tener invitados, tendría que haber alquilado un piso doble.

—Ah, se me había olvidado —dijo Millicent—. Lo siento mucho, señora Hardy.

—Procure que no vuelva a pasar, señorita Dunne.

La señora Hardy salió con mucha dignidad, y Millicent cerró la puerta a toda prisa de nuevo tras ella.

—¿Crees que me ha visto? —preguntó Marjorie—. ¿Ha ido a por…?

Los frenéticos gestos de Millicent, que la obligaban a callar con una muda exigencia de silencio, la detuvieron antes de que pudiera decir nada más. Millicent sabía que alguien que escuchaba detrás de la puerta había informado a la señora Hardy de que ella estaba violando el acuerdo y tenía a alguien pasando la noche con ella, y era posible que la propia señora Hardy escuchase ahora. Las dos estaban temblando.

Marjorie vio lo alterada que estaba Millicent, vio sus mejillas blancas y sus labios temblorosos y aquella imagen aclaró su cerebro como una niebla que despejara un paisaje. El castillo de naipes de la ilusión de seguridad normal y corriente que había edificado en los últimos cinco minutos, antes de que llamase la señora Hardy, se acababa de caer, pero para Marjorie ahora ya no era más que la caída de un castillo de naipes. No derramó lágrima alguna sobre sus ruinas. No podía ocurrirle ya nada peor de lo que le había ocurrido hasta el momento. Arrojó a un lado las ropas de la cama y saltó fuera.

—Lo siento —dijo—. No tenía que haber venido aquí. No es justo para ti. Tú no tienes que mezclarte con una mujer como yo.

Marjorie se había visto a sí misma bajo diversas luces, anteriormente, como Marjorie Grainger, como la señora de Edward Grainger, como madre de Anne y Derrick, y como hija de la señora Clair. Para sí, había sido una u otra durante los días de huida. Ahora se veía a sí misma con claridad como «una mujer como yo», como una sospechosa de asesinato, una adúltera. Se sentía increíblemente poco temerosa de lo que pudiera ocurrirle. La calma de la resignación descendió sobre ella, la misma que a menudo en la historia ha apoyado a los mártires en su camino hacia la hoguera. La llamada de la señora Hardy, la angustia de Millicent, habían resultado ser la última gota que colmó el vaso del sufrimiento que hasta el momento había soportado. No podía soportar nada más. Paseó la mirada por la habitación, buscando su ropa. Aquella claridad de mente que acababa de encontrar no se extendía a los detalles prosaicos. Ordenó torpemente su ropa interior, se dirigió hacia el lavamanos, y enfrentada al espejo, se llevó las manos instintivamente al pelo.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Millicent mirándola con los ojos desorbitados. Su calma profesional había desaparecido.

—No lo sé —dijo Marjorie. Se echó a reír, una risita aguda. Quizá estuviese histérica, quizá en aquel momento se hubiese vuelto loca—. Esa mujer lo ha decidido todo. No puedo soportar más esta situación.

Se aclaró la cara con agua fría, y se la secó con una toalla. Casi desnuda, se puso a buscar su sombrero y su bolso, y se echó a reír de nuevo. Millicent la miraba fascinada mientras se pasaba la camiseta por la cabeza y se ponía el vestido.

—Marjorie —dijo—, no irás a… a…

Millicent temía que se fuera a suicidar, pero la idea estaba tan lejos del pensamiento de Marjorie que ni siquiera la pregunta sin acabar de formular de Millicent le sugería nada.

—Voy a salir de todo esto —dijo Marjorie—. Pueden hacer lo que quieran conmigo. No me importa.

Se ponía las medias ahora, sentada al borde del lecho desordenado.

—Los niños —dijo Marjorie meditativa mientras lo hacía—. Lo siento por los niños.

Había una honda compasión en su voz al hablar, sentida y sincera, y, sin embargo, nada maternal. Marjorie no pertenecía ya a este mundo.

—Puedo ocuparme de los niños —dijo Millicent ansiosa—. Si… si necesitan que alguien los cuide. Procuraré que estén bien. Seré buena con ellos.

—Sí —dijo Marjorie—. Siempre has sentido mucho cariño por Anne. Te gustaba más que Derrick incluso. Serías una buena madre para ellos. Sabes mucho de niños, aunque no los hayas tenido.

Se levantó con el sombrero en las manos.

—¡Marjorie! —exclamó Millicent de nuevo—. ¿Qué vas a hacer?

La única respuesta que obtuvo fue la misma risa. Quizá fuese el cese de la tensión que traía consigo el nuevo estado mental lo que hacía reír a Marjorie, por muy estridente e impersonal que fuese su risa.

—Iré contigo —dijo Millicent, desesperada, y eso volvió un poco más humana a Marjorie.

—¡No! —dijo—. No pienso consentirlo. Ya has tenido bastantes problemas por mi culpa.

Millicent le cogió la mano, pero Marjorie se soltó, se retiró fuera de su alcance, se dirigió rápidamente hacia la puerta y de nuevo rió, triunfante.

—Adiós, querida —dijo. Aquella ternura inhumana inundaba de nuevo su voz—. Adiós, querida. Eres un cielo, Mill, cariño. Adiós.

Abrió la puerta y salió al pasillo mientras Millicent la miraba, impotente, con la boca abierta. Pasaron cinco segundos antes de salir corriendo tras ella, y en esos cinco segundos Marjorie había desaparecido.

Afuera, en la calle, a aquella hora tardía de la mañana del domingo, Marjorie respiró hondo y con libertad, volviendo la cara hacia el cielo. Caía una lluvia ligera, pero ella apenas lo notó. Ahora era libre, libre de toda aprensión y de toda duda. Era bueno estar en la calle, respirar aire fresco, después de lo asfixiante que resultaba la habitación de Millicent, poder mirar a lo largo de toda la calle, en lugar de tener su vista confinada a las estrechas paredes. Era lo único que quería, por el momento. No era consciente de nada excepto de la placentera sensación de caminar rápidamente, y de respirar hondo.

Ninguna conciencia la guiaba ahora. Era una autómata que estaba a cargo de sus instintos, y sus instintos la llevaban hacia su casa, inevitablemente. Durante casi diez años había vivido en la casa de Harrison Way, y a aquella casa se dirigió. Una antigua asociación de ideas, que se iba imponiendo, quizás aceleró su paso anticipando ver a sus niños de nuevo, su marido, los antiguos y familiares muebles, tan muerta estaba su memoria consciente. Se encontró en medio de un grupo en la parada del autobús, e inmediatamente subió a él. Encontró monedas suficientes en su bolso para pagar. Ni siquiera el paquete arrugado de billetes de uña libra que había metido su madre allí (¡el día anterior!), podía sacarla de aquella nueva y extraña indiferencia. La lluvia era más intensa cuando se apeó en la esquina de High Street, y las calles estaban vacías en aquel húmedo mediodía de domingo. Subió rápidamente por la empinada Simon Street, regodeándose en la sensación de las gotas de lluvia que caían en su rostro. Dobló hacia Harrison Way.

El sargento Hale salía del número 77. Iba a comer, y pensaba dejar a un agente a cargo de la casa. Los periodistas arrasarían todo el lugar y lo harían trizas, si no lo hacía, tan grande era la sed de noticias concernientes a aquel asunto. Su investigación de aquella mañana no había conseguido arrojar nueva luz sobre la muerte de Edward Grainger, aunque en un caso tan claro como aquel, no era de esperar que surgiera nada, ni tampoco había indicación alguna de dónde era probable que se encontrase la señora Grainger. El sargento Hale no tenía duda alguna de que la encontrarían en seguida, de todos modos. Se alegró de que su deber le mantuviera ocupado en el número 77, porque como se decía a sí mismo, «a menudo vuelven». No le sorprendería lo más mínimo que ella apareciese por allí aquella misma mañana.

En la cancela, pensando todavía en aquello, miró hacia los dos sentidos de la calle antes de dirigirse hacia su casa. La vio caminar hacia él y corrió a reunirse con ella. Ella le miró y le sonrió, sorprendentemente, al recibir semejante bienvenida. Ante aquella sonrisa, Hale enrojeció y tartamudeó como un niño, acercándose a ella. Como un colegial que se esfuerza por vencer su miedo escénico en una obra escolar, pronunció, inconexas y con un tono artificial, las palabras que la colocaban a ella bajo arresto y le advertían lo que debía hacer. La advertencia estaba justificada. Despertó un diminuto fragmento de la memoria de Marjorie. Millicent había dicho «nunca le cuentes a nadie, absolutamente a nadie, lo que dijo tu madre cuando subíais por Simon Street». Esa fue la única idea que se movió en la estancada mente de Marjorie cuando se entregó al sargento Hale, y eso la salvaría más tarde.

La señora Posket, en la ventana de su dormitorio, miraba melancólica la lluvia. Había vuelto de vacaciones el día anterior, cuando todo había concluido. Le enfurecía pensar que se lo había perdido. Crímenes, arrestos, huidas, todo había ocurrido a cincuenta metros de su casa, y ella no estaba allí para presenciarlo. La idiota de la señora Taylor sí que estaba, podía contar a la policía que había oído silbidos por las noches, la habían entrevistado unos reporteros, había estado justo en el meollo, mientras ella se encontraba ausente. La señora Posket estaba fuera de sí por el disgusto. Pero había intentado sacar el mejor partido posible con decisión. El día anterior, en el momento de llegar a casa, consiguió acercarse al sargento Hale y hacer las correcciones necesarias en la absurda descripción de la señora Grainger que había suministrado la señora Taylor. Ahora estaba sentada ante la ventana esperando recoger algún resto del naufragio. Su optimismo estaba bien fundado porque desde la ventana de su dormitorio, casi frente a su puerta delantera, vio algo que le proporcionaría tema de conversación para el resto de su vida. Fue el único testigo ocular del arresto de la famosa señora Grainger. Para acentuar la importancia del hecho, en sus posteriores descripciones del momento, siempre mantuvo que, por supuesto, la señora Grainger era culpable, y que el veredicto del jurado fue completamente incorrecto. Muy pocas personas estuvieron de acuerdo con ella.