20

—Estaremos muy bien aquí, Adelaide —dijo la señora Clair mirando complacida la pequeña habitación, con citas bíblicas en las paredes y una fea cama de latón que casi la llenaba por entero.

Hablaba despacio y claramente, porque sospechaba que la lúgubre propietaria estaba al otro lado de la puerta oyendo su conversación inicial, y quería mantener la impostura que había adoptado cuando habían pedido alojamiento allí, de una viuda que había visto días mejores y, sin embargo, todavía era afectadamente amable. Se quitó el sombrero y la chaqueta y luego fue recorriendo tranquilamente la habitación, dirigiéndose hacia la puerta de nuevo, para asegurarse de que no había nadie detrás.

—Ya estamos bien —dijo volviendo con su hija—. Échate ahora y descansa un poco.

Bajaron la cubierta y Marjorie se echó bajo la manta después de quitarse la falda y los zapatos. La señora Clair se sentó bajo la ventana en la única silla de madera curvada, y abrió el periódico de la tarde que había traído. Los titulares de los periódicos llevaban acosándolas desde el mediodía; cuando levantó el periódico para leerlo, las palabras quedaron ante sus ojos:

«HOMBRE ACUSADO DE ASESINATO EN LAS AFUERAS».

«DOS MUJERES DESAPARECIDAS EN EL CRIMEN DE LAS AFUERAS».

«LA POLICÍA BUSCA A DOS MUJERES».

Estaba en la portada:

«Esta mañana, en el Juzgado Municipal Suburbano de la zona sur, George Frederick Ely, de 24 años, de Dewsbury Road 16, fue acusado de asesinato intencionado de Edward Grainger, de Harrison Way 77. Siguiendo el consejo de Su Señoría el Honorable Juez Masón, el prisionero reservó su defensa hasta que pudiera ser representado legalmente. El señor Southwell, representando a la policía, dijo, al pedir su prisión preventiva, que hoy mismo se proponía presentar pruebas formales. Hay sólidos motivos para creer que además de Ely se hallan implicadas otras personas, y hasta que se aprehenda a estas personas (y no tenía duda alguna de que sería cuestión de unos pocos días) estaba en interés del detenido, así como en el de la justicia, que se concediera la prisión preventiva. El detenido, un joven extraordinariamente agraciado, fue enviado, por tanto, a prisión preventiva por una semana.

»Más tarde, la policía emitió una declaración en el sentido siguiente: la policía considera deseable en interés de la justicia que la señora Marjorie Grainger, de Harrison Way 77, y la señora Martha Clair, de Dewsbury Road 16, comparezcan para ayudar con su testimonio en la investigación del crimen de Edward Grainger, marido de la primera. Cualquier información relativa al paradero de esas dos personas se podrá comunicar en cualquier comisaría de policía, o bien por teléfono a Whitehall 1212.

»Nuestros representantes en el lugar han sabido que la policía ha hecho investigaciones relativas a la compra de un hacha en una tienda cercana al lugar del arresto, y el hacha en cuestión fue descubierta en la vecindad del crimen».

Eso era todo. La señora Clair lo leyó dos veces, y luego una tercera vez. No le gustaba nada el aspecto periodístico de la noticia, como ese típico toque que describía a George Ely como «extraordinariamente agraciado», ni la sutil alusión al hacha que podía llevar al público a interesarse por el paradero de Martha Clair y Marjorie Grainger. Para sus objetivos, era suficiente que no se hubiese emitido aún públicamente ninguna descripción de ellas dos. La policía debía de tenerla, suponía, pero eso no importaba demasiado. Aquella noche al menos estaban a salvo de las propietarias fisgonas. Dobló el periódico y miró a su hija, que estaba en la cama.

—No creo que debamos salir esta noche, Adelaide —dijo con la voz clara pero algo exagerada que había adoptado—. Hemos tenido un día agotador, ¿verdad?

—Sí —dijo Marjorie. Se quejó un poco y volvió la cabeza a un lado y a otro en la almohada.

—Desharé el equipaje —dijo la señora Clair.

Más tarde sonó un golpecito en la puerta.

—La cena está lista —dijo la voz de la propietaria en el exterior.

Pan, queso, tomates y té… Ninguna de las dos había comido más que un bocado en todo el día, y Marjorie, desganada, seguía sin tener apetito.

—Verdaderamente, Adelaide, querida —dijo la señora Clair—, deberías intentar comer un poquito para mantener las fuerzas.

Marjorie negó con la cabeza.

—Este pan está bueno, es fresco. Por favor —dijo la señora Clair.

Ella misma comió un poco, aunque no tenía más hambre que Marjorie. Con dificultades obligó a su hija a tragar algo.

—Debemos irnos a dormir temprano —explicó la señora Clair a la propietaria—. Estamos muy cansadas después del viaje.

La propietaria asintió, indiferente. La señora Clair le había dicho que vivían en Reading.

—¿El desayuno a las ocho y media? —fue lo único que dijo—. ¿Y qué querrán tomar?

Ya arriba, mientras la señora Clair cerraba la puerta, Marjorie se quedó mirándola con una expresión de asombro.

—Yo… no me encuentro bien —dijo Marjorie. Las rodillas se doblaban bajo su cuerpo, y la señora Clair llegó justo a tiempo de sujetarla cuando caía. La echó en la cama, le desabrochó la falda, le quitó los zapatos, le mojó la cara con una toallita empapada en la jarra del lavabo.

—Vamos, vamos, corderita —dijo la señora Clair con dulzura—. Pronto estarás mejor. Creo que ya te encuentras mejor. Tu madre te ayudará a meterte en la cama, querida.

Desnudó a su hija de sus ropas. No había falsa modestia entre ellas en aquella coyuntura, ni podían ponerse una prenda antes de quitarse otra. La cintura de Marjorie estaba marcada por las señales rojizas que dejaba el cinturón de las ligas, que llevaba sin interrupción desde hacía treinta y seis horas, pero aparte de eso, su cuerpo desnudo estaba inmaculado… sus espléndidos brazos, hombros y piernas todavía conservaban el bronceado de las recientes vacaciones. Mientras la señora Clair le pasaba por la cabeza a su hija el camisón nuevo, pensó para sí que Marjorie no mostraba señal alguna de haber dado a luz a dos hijos. Eso era más de lo que podía decir de sí misma, y la señora Clair tenía una mente lo bastante liberal como para atribuirlo a los mejores métodos y conocimientos de la nueva generación. Apartó a un lado el pelo de Marjorie y se lo sujetó en una coleta a la espalda.

—Ahora vete a dormir, cariño —murmuró abriendo la cama y metiendo las piernas de Marjorie dentro—. Duerme bien, corderita mía.

Apartó los cortos cabellos de la frente de Marjorie y luego se dedicó a hacer sus propios preparativos para acostarse.

Le resultaba extraño ver que no se sentía ni cansada ni adormilada. Solo se sentía vieja, se dijo a sí misma. Rígida, débil y vacilante, como si el reloj de su vida estuviera ya concluyendo su camino, pero nada cansada, y desde luego, sin sueño. Le costó bastante esfuerzo subir a la cama, y una vez allí, le resultó muy placentero yacer allí quieta y callada, contemplando la habitación a oscuras. Ya no había odio alguno que alterase su paz. Aquel demonio de Ted había recibido lo que se merecía. Se sorprendió al darse cuenta de que no se arrepentía de no haber vertido en su oído moribundo (como había planeado) la información de que su mujer le había sido infiel, y que se había acostado alegremente con el guapo muchacho que le había matado. Todo aquello estaba pasado, olvidado. El odio había concluido ya. Lo único que quedaba era un amor intenso, cálido y subyugador por la hija que tenía a su lado. La señora Clair sentía que la ternura desbordaba de su pecho al escuchar la respiración de Marjorie y al notar la calidez de su cuerpo. Solo por eso la señora Clair quería seguir viviendo. Estaba repleta de aquel amor desbordante. Con su calidez consoladora, se iba deslizando imperceptiblemente hacia el ligero pero reconfortante sueño de la vejez.

A una hora indeterminada de la mañana Marjorie la despertó. Marjorie había dormido lo suficiente para recuperarse de su fatiga, que era solo animal, y a aquella hora en que la vitalidad está en su punto más bajo, espantosas visiones la habían despertado. No podía enfrentarse a ellas sola en la oscuridad.

—Madre, madre —se quejaba. Sus dedos se retorcían y apretaban dolorosamente el delgado muslo de su madre.

—¿Qué ocurre, cariño? —susurró la señora Clair, despierta al instante. Cogió la mano de Marjorie entre las suyas y la acarició.

—Madre, yo quiero saber —dijo Marjorie con la mente torturada por imágenes apenas vistas—. Madre… ¿qué le pasó a su otro ojo?

—Sssh, querida —susurró la señora Clair—. Sssh, cariño. No tienes que preocuparte por nada. Todo eso ya ha pasado. Ahora vamos a olvidarnos de eso.

La señora Clair sabía muy bien lo que preocupaba a Marjorie. Ella tenía el mismo recuerdo, de aquel ojo turbio y medio abierto con el blanco sin vida expuesto, y había visto lo que no vio su hija, lo que le ocurrió al otro ojo bajo el filo del hacha empuñada por la fuerza enloquecida de Ely.

—Madre —dijo Marjorie, febril, volviéndose de lado y enfrentada a otra preocupación—. Madre, ¿nos colgarán a las dos, a ti y a mí?

—No, querida, claro que no. No harán nada semejante. Tu madre cuidará de ti, cariño. No te preocupes, corderita mía. No hay nada de qué preocuparse.

Ella triunfó sobre aquellas preocupaciones de pesadilla, al final. Engatusó y mimó a su hija para infundirle un cierto grado de tranquilidad hasta que la fatiga volvió a adueñarse de ella y Marjorie se volvió a dormir… no demasiado bien, porque se sobresaltaba y murmuraba incluso durante el sueño. Dot hacía lo mismo cuando era pequeña.

A la mañana siguiente era sábado; las calles y el paseo y el muelle estaban más concurridos que la noche anterior, porque los visitantes se veían reforzados por los que alargaban el fin de semana. Y en todas partes parecía haber titulares de los periódicos, en las tiendas y mostrados por los vendedores de periódicos del paseo.

«DESCRIPCIÓN COMPLETA DE LAS MUJERES BUSCADAS».

Aquel titular las contemplaba a cada esquina que doblaban; la señora Clair compró un periódico.

—Podemos oír a la banda desde este sitio, Adelaide —dijo—. Sentémonos.

No pensaba pagar tres peniques por cabeza por un asiento junto a la banda… no mientras el dinero de su bolso fuera menguando a aquel paso tan alarmante. Se sentaron, tal y como Marjorie se había sentado con George en tantos y tantos paseos durante aquellas vacaciones que parecían haber transcurrido hacía mucho tiempo, y la señora Clair abrió el periódico con toda la apariencia de interés casual que pudo fingir. Allí estaban sus descripciones, era cierto…

«Marjorie Grainger, de 32 años. Altura, metro sesenta y siete. Pelo y ojos oscuros, manos y pies pequeñas. De constitución atlética, estaba muy bronceada cuando se la vio por última vez. Probablemente lleva un jersey y una falda de lana marrón.

»Martha Clair. Edad, 59 años. Altura, metro cincuenta y seis o cincuenta y siete. Cabello gris, casi blanco, ojos color avellana. De aspecto pulcro, muy activa para su edad. Probablemente lleve blusa y falda negra y un sombrero negro con una aguja de hueso negra a un lado».

La señora Clair dio un suspiro de alivio cuando leyó aquellas descripciones. Se equivocaban en varios detalles esenciales. Marjorie llevaba un jersey rojo y gris, con la falda marrón. Y en cuanto a ella misma, aunque algunas personas podrían decir que sus ojos eran color avellana, ella los describiría más bien como grises. La blusa y la falda negras y el sombrero no significaban nada. La mitad de las mujeres de Inglaterra de más de cincuenta años llevaban blusas y faldas negras, y sombreros parecidos a los de la descripción se podían encontrar en cada calle. En conjunto no eran unas descripciones demasiado buenas; la señora Clair se preguntaba quién las habría proporcionado. La altura probablemente la había sugerido aquel sargento de policía, pero la señora Clair sospechaba que la señora Taylor, que vivía en la casa de al lado de Marjorie, habría hablado de la ropa. Era muy propio de la señora Taylor equivocarse en todo.

Marjorie se movió inquieta a su lado.

—¿Qué dicen, madre? —preguntó.

La señora Clair la silenció con una mirada; había otras personas sentadas en el atestado banco, y no podía decir nada por temor a que la oyesen. Siguió leyendo la primera plana y su reciente sensación de tranquilidad se extinguió y casi se vio reemplazada por la consternación cuando lo hizo. Había dos párrafos cortos que hablaban del posible paradero de la señora Grainger y la señora Clair. No parecían tener la menor duda de que las iban a atrapar pronto. Se mantenía la vigilancia en los puertos, pero se sabía que las dos mujeres no tenían pasaporte. Se creía que sus recursos eran escasos… y eso significaba (se dijo la señora Clair a sí misma) que la policía había descubierto lo de las cincuenta libras y se imaginaba cuánto tiempo podían durar. Finalmente, era obvio para cualquiera que resultaría muy fácil identificar a dos mujeres, madre e hija, que viajaran juntas. Se hacía alusión intencionadamente, como conclusión, a que el público mantuviera los ojos abiertos por si las veían.

La señora Clair experimentó un instante de penetrante clarividencia cuando estaba allí sentada pensando en todo aquello. Nunca antes se había parado a pensar en la relación entre prensa y Policía y público, pero ahora era consciente de sus implicaciones, de repente. Aquellos carteles que decían «caza de dos mujeres» bastarían para vender periódicos a cientos, a miles, y eso era lo que quería la prensa. Una caza humana era un buen artículo de venta; la caza de una mujer todavía era mejor. Sabía también (a ella le pasaba lo mismo en los viejos tiempos) que un asesinato jugoso ayudaba mucho a vender periódicos. La gente que leyera el martes la noticia de una joven esposa sospechosa de asesinar a su marido (especialmente una joven esposa con un amante «extraordinariamente agraciado») compraría otro periódico el miércoles con la esperanza de leer más. Y un asunto sangriento con un hacha era mejor lectura que las frías manipulaciones de un asesino con veneno de ratas o herbicida. La señora Clair apreciaba de repente lo muy astuta que había sido la policía al revelar tantos detalles para estimular el interés del público y asegurarse la cooperación de la prensa.

La caza ahora estaba en marcha; quizá la policía se limitara a sentarse y esperar que el público hiciera el trabajo por ellos. Todo el mundo, todo dueño de hotel, todo propietario que alquilase una casa, buscaría a una madre de cincuenta y nueve años con una hija de treinta y dos, y si las encontraban las entregarían a la policía sin pensar más en los sentimientos de las dos mujeres que un cazador piensa en el zorro o en el faisán. En parte sería para gratificar su sentido de la propia importancia, y también porque formaba parte de la caza, y daba igual que fuesen mujeres o pelotas de tenis.

La señora Clair hervía de indignación contra el público por disfrutar de los problemas de Marjorie como si fuera un espectáculo gratuito, y luego se quedó fría de terror otra vez. Estaba muy bien tranquilizarse y decirse que debía de haber miles de parejas de madres e hijas alojándose en establecimientos de toda Inglaterra. Algunas de esas parejas incluso puede que resultasen sospechosas y las arrestasen, injustamente. Eso a ellas no les afectaría en absoluto, porque al cabo de una hora de investigación acabarían soltándolas. A la señora Clair tampoco le preocupaban los problemas de las demás personas, en todo caso. Pero la posibilidad de que las arrestasen a Marjorie y a ella por el simple entrometimiento y egocentrismo del público era algo que sí que le preocupaba. Hasta que leyó los periódicos no pensaba demasiado en el peligro: la mayor parte de sus actividades había estado dedicada a no dejar rastros que pudiera seguir la policía. Pero se ponía frenética al pensar que todo aquel trabajo no había servido para nada, que los sabuesos podían quedarse sentados e irse a dormir hasta que un grito de algún trabajador en el campo les indicase dónde estaba el zorro.

La exaltada claridad de visión de la señora Clair persistía. Veía el mundo como una vasta extensión de aguas negras y amenazadoras, con barcos indefensos flotando en su superficie. Aquí y allá había remolinos, y a veces algún barco resultaba atrapado en uno de ellos y empezaba a dar vueltas y vueltas, y luego el remolino lo arrastraba hacia el fondo para siempre. Ella y aquellos a los que conocía habían navegado junto a uno de esos remolinos. Dot fue la primera a la que se tragó un remolino. La señora Clair suspiró al pensar en la agonía de Dot cuando quedó atrapada y empezó a girar. Luego la siguió Ted hacia el abismo. Ahora era George Ely el atrapado, dando vueltas en el mismísimo borde del precipicio… Pasaría poco tiempo hasta que él también desapareciese, pobre muchacho. Ella misma y Marjorie estaban empezando ya a notar el tirón y la succión. Quizá siguieran a George pronto. Y fuera de ellos, quizás arrastrados al final también, podía haber otros: Derrick y Anne, quizás.

Mientras se representaba aquella imagen mental, a la señora Clair, inocentemente, ni siquiera se le ocurría pensar que quizás en parte aquello fuese culpa suya, que quizás había contribuido por su propia voluntad a aquel desastre. A la señora Clair todo aquello le parecía totalmente inevitable y predestinado, y es posible que tuviese razón.

Era un asunto sucio, una historia de lujuria, crimen y venganza, a la que no redimía ninguna de las nobles cualidades de la humanidad: devoción, sacrificio propio, amor. Todo era culpa de Ted. Su indecencia era la que lo había desencadenado, su indecencia manchó a todos aquellos a los que tocó. Había que luchar contra él en su propio terreno, lujuria por lujuria, pasión por pasión, adulterio por adulterio, y crimen por crimen. Puede que fuese mejor llevar aquella historia hasta su conclusión con la mayor rapidez posible, superarla, concluirla y olvidarla.

La señora Clair se desembarazó de aquellos pensamientos con un sobresalto. Aquello no hacía más que demostrar que era una locura soñar despierta. Había empezado a pensar realmente en rendirse, en entregar a Marjorie a la policía y al verdugo. Eso era una locura, y una locura maligna. Nunca, nunca, nunca haría semejante cosa. No le importaba ella misma. Lo que le preocupaba era Marjorie. Debía hacer todo lo que pudiera por Marjorie. La señora Clair apretó sus dientes pequeños y blancos (ninguno falso entre ellos) y se juró que moriría en la brecha para salvar a Marjorie. La dulce, querida y adorada Marjorie. Debía empezar a pensar de nuevo a ver qué podían hacer a continuación.

Marjorie le había puesto la mano en la rodilla y la estaba sacudiendo.

—Madre, madre, ¿por qué no me escuchas?

—¿Qué pasa? —respondió la señora Clair, y añadió, con un esfuerzo—: Adelaide.

—Creo que acabo de ver a la señora Posket caminando por el paseo marítimo —dijo Marjorie.

La señora Clair se habría sobresaltado de no poseer tanto autocontrol. Se quedó rígida y silenciosa durante dos o tres segundos. Había personas junto a ellas a cada lado; no debía mostrar ningún temor de la señora Posket.

—¿Ah, sí? —dijo al final, y esperaba que su voz no sonase tan afectada y poco natural a otras personas como le sonaba a sí misma—. Pues claro, la señora Posket iba a ir a Worthing de vacaciones. Es muy probable que tengas razón, querida, y sea ella. Se puede llegar muy fácilmente a Brighton desde Worthing. Qué día más encantador hace, cariño.

La urgencia de su mirada hizo que Marjorie tartamudease, asintiendo. Se quedaron en silencio entonces durante largos minutos, minutos que les parecieron horas, mientras la señora Clair examinaba todo el paseo hasta la distancia más alejada que pudo con sus ojos de águila. Y por fin…

—Bueno, creo que llevamos ya aquí sentadas el rato suficiente, querida —dijo la señora Clair, despreocupada—. Vámonos.

Atravesaron el paseo rápidamente y encontraron cobijo en una empinada calle lateral.

—¿Estás completamente segura de que era la señora Posket? —preguntó la señora Clair.

—Sí, madre. Bastante segura. Ella no nos ha visto.

—No, de eso estoy segura —dijo la señora Clair, amargamente. No se hacía ilusiones sobre lo que haría la señora Posket si veía a sus dos amigas a las que buscaba la policía.

—¿Qué vamos a hacer, madre? —gimió Marjorie, corriendo al lado de su madre.

—Vamos a volver a nuestro alojamiento. No podemos estar por la calle mientras la señora Posket ande por aquí.

En el vestíbulo de la pensión vieron a la propietaria. Estaba de pie, apoyando la espalda contra la pared y leyendo un periódico que había encontrado en la habitación de uno de sus inquilinos.

—Vuelven muy temprano —dijo la propietaria—. Todavía no tienen preparada la comida, falta mucho.

—No —dijo la señora Clair, y ya mientras pronunciaba aquel monosílabo, su mente inquieta pensaba con rapidez qué mentira contar—. Hemos vuelto a buscar un libro que me había dejado. Saldremos otra vez hasta la hora de comer.

—Ah, bien —dijo la propietaria.

Era una mujer alta, oscura, con la cara huesuda y angulosa. Las miró de una manera un poco extraña, de cerca, recorriéndolas con los ojos con lo que simplemente podría ser mala educación.

—Ve a buscarlo tú, Adelaide —dijo la señora Clair—. Tus piernas son más jóvenes que las mías. Yo me quedaré aquí hablando con la señora… perdone, es muy descortés por mi parte, pero he olvidado de nuevo su nombre. Tengo una memoria espantosa.

—Me llamo Hudson —dijo la propietaria.

Todavía miraba a la señora Clair, que ahora se sentía segura de que se estaba fijando en su traje y su sombrero negros, y preguntándose si su edad serían cincuenta y nueve años, y la de su hija treinta y dos.

—Es maravilloso lo mucho que está durando este verano, ¿verdad? —dijo la señora Clair, valientemente.

—Sí, es verdad —dijo la señora Hudson, y luego, de repente—: ¿Qué tal está Reading?

—Ah, espantoso —dijo la señora Clair—. Las… las fábricas de galletas son muy ruidosas.

—Ah, sí. Supongo que sí —dijo la señora Hudson.

Marjorie bajó de nuevo las escaleras. La señora Clair le dirigió una rápida mirada. Quizá pudiese confiar en que había mentido de una manera convincente. De todos modos tenían que correr el riesgo.

—¿Lo has cogido, cariño? —preguntó, maternalmente.

—Sí, lo llevo en el bolso —dijo Marjorie intrépida. Había pensado en aquella mentira en la soledad del dormitorio, preparándose para decirla cuando bajase por las escaleras.

—Bien —dijo la señora Clair—. Bueno, nos vamos otra vez. Volveremos después de las doce, señora Hudson.

—Pues muy bien —dijo la señora Hudson, y ambas salieron de nuevo a la libertad de la calle, una libertad envenenada por la posibilidad de encontrarse con la señora Posket.

—No vamos a volver —dijo la señora Clair, decidida—. Es una lástima tener que abandonar todas las cosas que acabamos de comprar.

—Pero ¿qué vamos a hacer, madre?

—No podemos volver allí —dijo la señora Clair ignorando la pregunta—. Ella sospecha.

—Oh, madre…

—Sí, sospecha. Me he dado cuenta. Hablará con la policía en cuanto tenga un minuto, y nos estarán esperando cuando volvamos, a las doce y media. Ahora son las once —dijo la señora Clair, mirando un reloj de la calle—. Vamos andando por aquí, donde las calles están más tranquilas.

Y por donde había menos posibilidades de encontrarse con la señora Posket, aunque eso no lo dijo. La señora Clair iba caminando deprisa. Al parecer no le quedaba rastro alguno de la fatiga del día anterior y del anterior a ese.

Marjorie, a su lado, estaba envarada y cansada ya. No estaba demasiado preparada tampoco para la decisión que su madre estaba a punto de anunciarle.

—Tú vas a volver a Londres, cariño —dijo la señora Clair—. Y yo no iré contigo esta vez. Nos vamos a separar.

—¡Madre! ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir justamente lo que digo, cariño.

La señora Clair había tomado la decisión bastante rápido. Obviamente, no era seguro para ellas permanecer juntas, y justo antes de dejar el alojamiento, Marjorie había dicho una mentira con gran convicción, cosa que probaba que si la dejaba librada a sus propios medios estaría a salvo. La señora Clair nunca había creído en los niños mimados. Marjorie, en cuanto se viera obligada a pensar y actuar por sí misma, probablemente se recuperaría del todo de la infantil dependencia de su madre que había demostrado hasta entonces.

—Pero ¿por qué, madre? ¿Por qué debemos separarnos?

—Porque todo el mundo busca a dos mujeres juntas. Nos reconocerían fácilmente. Mira a la señora Hudson… Si nos separamos les resultará mucho más difícil. Nunca nos cogerán. Es lo mejor que podemos hacer… lo único que podemos hacer.

—Supongo que sí —accedió Marjorie sin demasiada convicción. La verdad de lo que estaba diciendo su madre resultaba obvio para su mente cansada—. Pero ¿por qué tengo que volver yo a Londres?

—Londres es el lugar más seguro para ti, cariño. En cualquier otro lugar podrías encontrarte con gente que te conoce. Pero no si te vas al otro lado de Londres, a Ealing, por ejemplo, o a Acton, o por el otro lado, a Hornsey. ¿No?

Había una profunda verdad en lo que estaba diciendo la señora Clair. Los rincones opuestos del Londres metropolitano estaban tan lejos unos de otros que a todos los efectos prácticos eran como pueblos a ochenta o noventa kilómetros de distancia. La oportunidad de que algunas de las pocas personas, vecinos del sudeste de Londres, que conocían a Marjorie de vista se las encontraran en las calles secundarias de Acton o de Hornsey eran increíblemente escasas. Esa era una verdad evidente para cualquier, habitante de los barrios periféricos como Marjorie.

—Sí —dijo—. Pero… pero… yo no quiero dejarte, madre.

—¡Bobadas y tonterías! —exclamó la señora Clair con ligereza y amabilidad—. Te las has arreglado muy bien sin mí todos los años que has estado casada. Ahora podrás cuidarte estupendamente.

—Pero me sentiré muy sola, madre.

—Supongo que sí, cariño. Pero que yo sepa nadie se ha muerto de soledad. Tendrás mucho dinero. Tengo mucho para las dos. Ahora iremos a la estación. Espero que pase un tren pronto. Ahora escucha con cuidado, cariño. Esto es importante. Aquí tienes tu dinero. Abre el bolso. Así. Ahora, te vas a Londres y en cuanto llegues a la estación Victoria coges el metro y vas lo más lejos que puedas. Creo que lo mejor sería Acton. Tendrás que comprarte otra maleta y cosas. Es una lástima, pero te las arreglarás bien. Encuentra algún alojamiento discreto, cariño. Que sea barato. Podrás vivir muchas semanas allí, si me haces caso. Diles que tienes trabajo en la City, y sal cada día como si fueras a trabajar. Puedes ir a bibliotecas y sitios así para pasar el rato. Y el cine es barato si vas antes de la una. Al cabo de un mes, empieza a buscar trabajo. Conseguirás uno en seguida, cariño. Encontrarás algo. Te establecerás y serás feliz otra vez, y te olvidarás de todo esto. Estoy segura, cariño.

Fue un discurso muy largo el que pronunció la señora Clair, atropellando las palabras en su ansiedad por decirlo todo. Fue un buen ejemplo de rapidez de decisión; lo había pensado todo en los pocos minutos transcurridos desde que dejaron la casa de huéspedes. Pensó igual de rápido en los pocos minutos transcurridos desde que el sargento Hale surgió del seto, cuando lanzó a George Ely a por él para tener tiempo de escapar con Marjorie.

—¿Y qué te pasará a ti, madre? —preguntó Marjorie indecisa y poco convencida.

—Ah, me irá bien —dijo la señora Clair—. Siempre he sabido arreglármelas. Tengo todo el dinero que necesito. Conseguiré un alojamiento también. Después buscaré trabajo como ama de llaves. Siempre había pensado que era lo que haría si Dot se casaba.

—Pero yo no quiero dejarte, madre —dijo Marjorie de nuevo cuando dieron la vuelta a la esquina y se acercaron a la estación.

—Tonterías, niña. No podemos elegir lo que queremos hacer y lo que no queremos hacer. Ya estamos. Vamos a ver si pasa algún tren.

Siempre circulan muchos trenes entre Londres y Brighton, y efectivamente, ocurrió que faltaba solo un cuarto de hora para que pasara el siguiente.

—Ahora me voy a despedir de ti, cariño. No me beses. Me sentaré aquí y esperaré hasta que se vaya el tren, pero será mejor que no volvamos a hablar. Corre a comprar tu billete y sube al tren. Adiós, cariño. Adiós. Adiós, querida.

La señora Clair se sentó, una figura solitaria y triste, en uno de los bancos de la estación, combatiendo valientemente las lágrimas que humedecían sus ojos. Vio salir a Marjorie del vestíbulo de las taquillas con el billete, y pasar la barrera sana y salva, y subir al tren. Se quedó sentada hasta que el tren hubo partido, y le habría gustado quedarse allí sentada mucho tiempo más, porque ahora se sentía horriblemente cansada, pero temía hacerlo. Alguien podía fijarse en ella y eso podía poner en marcha de nuevo la caza de Marjorie. Con un suspiro se levantó del banco y fue andando por la estación, rápida y erguida como siempre, aunque sus ojos todavía estaban nublados por las lágrimas que estúpidamente se seguían acumulando en ellos.

La señora Clair no tenía intención alguna de llevar a cabo el programa que había explicado a Marjorie. Lo único que tenía, con excepción de un par de peniques sueltos, lo había vaciado en el bolso de Marjorie. Ella no tenía deseo alguno de vivir, si se separaba de Marjorie, ni deseo alguno de prolongar su vida a costa de aumentar el peligro para Marjorie… el dinero que era mucho para una sería muy poco si tenían que dividirlo por dos. Mientras Marjorie estuviese a salvo, a ella no le importaba lo que le ocurriese a sí misma. Ya tenía decidido lo que iba a hacer.

Fue andando por la tranquila calle lateral, andando, andando sin parar, intentando hacer caso omiso de su creciente fatiga, luchando contra las lágrimas. Se sorprendió mucho cuando notó que los sollozos le subían a la garganta. Luchó por reprimirlos. La gente empezaría a fijarse en ella, y eso no podía ser. Todavía no, al menos; un reloj en la calle le mostró que todavía no era la hora de que el tren de Marjorie hubiese llegado a la estación Victoria. Siguió caminando, sin parar. Sabía dónde estaba la comisaría de policía, porque se había fijado aquella misma mañana. Fue caminando hacia allí cuando al fin los relojes le indicaron que Marjorie estaba en Londres, a salvo otra vez. Fuera hizo una pausa un momento, procurando que su ropa estuviese bien pulcra y el sombrero recto. Luego entró con toda tranquilidad, subiendo los escalones. Un sargento de policía muy alto estaba encaramado en un mostrador, escribiendo, y al principio no se fijó en la señora bajita que esperaba pacientemente a que le concediera su atención. Al final acabó por mirarla, y ella le contó quién era.