19

El sargento Hale bajaba por Simon Street. Aquella noche tenía una cita con un soplón, un hombre que a cambio de unos pocos chelines estaba dispuesto a dar información con respecto a las actividades criminales de sus socios. Hale no esperaba obtener ninguna información aquella noche; el objetivo de la reunión era simplemente entregar al soplón el dinero que se había ganado en los últimos tiempos. Le costaría menos de un segundo. Pero la hora elegida era lo suficientemente tardía, después de cerrar los bares, para que resultase improbable que nadie lo viera hacerlo, y el lugar de la cita era bastante alejado y por tanto seguro.

Mientras caminaba pesadamente, pero en silencio, bajando por Simon Street con sus zapatos de suela de goma, Hale comprendió que llegaba diez minutos antes. Era una debilidad suya bastante lamentable, de la cual era consciente desde la niñez, llegar siempre diez minutos antes a cualquier cita. En la esquina del callejón que quedaba detrás de la vía del ferrocarril, a espaldas de las casas de extraña numeración de Harrison Way, hizo una pausa. Si daba un rodeo y recorría aquel callejón hasta el extremo más alejado, y llegaba por tanto a su cita por Trecastle Road, llegaría cinco minutos tarde a la cita, o quizás incluso más. Era una perspectiva que le irritaba un poco, y su impulso fue descartar aquella idea. Después de todo, el agente Clough, el número 79, que hacía aquella ronda, era bastante fiable, y por tanto el callejón ya habría sido patrullado convenientemente.

Después, el sargento Hale, que iba bajando por Simon Street, recordó que aquella mujer… ¿cómo se llamaba?, la señora Clair, eso es… le había hablado de su yerno, que vivía en una de las casas cuya parte de atrás daba al callejón. El número 77, donde se había suicidado aquella chica. Le dijo que el hombre se estaba volviendo loco. Aquello fue lo que inclinó la balanza. El sargento decidió pasar por el callejón para ver si había algo que podía llamarle la atención.

En el número 77 había luz en el salón de la parte de atrás, que se filtraba por la puerta ventana con sus cortinas. Seguía así cuando el sargento llegó a la cancela del jardín. Entonces, cuando estaba a punto de seguir, oyó una puerta. Parecía el sonido de la puerta que comunicaba la cocina con la habitación auxiliar, que se abría y se cerraba, y se encendió otra luz en la parte trasera de la casa, que no iluminaba directamente el jardín, sino el costado de la casa que había al lado. Alguien debía de haber llegado a casa y entrado por la puerta lateral. El sargento se quedó un momento junto al seto. Aquella señal de actividad en la casa bastó, combinada con lo que le había dicho la señora Clair, para mantenerle allí esperando un segundo o dos más, casi en contra de su propia voluntad.

Luego oyó claramente la voz de un hombre que se alzaba llena de ira o de sorpresa, y luego la voz se acalló. Todo aquello era relativamente poco significativo, solo lo suficiente para evitar que el sargento continuase andando. Se encendió la luz del salón. Probablemente se iban a la cama… pero no, se abrió cautelosamente la puerta ventana, el sargento oyó el inconfundible y leve sonido que hizo, un poco ahogado. Aquello era más interesante. Alguien susurraba, alguien iba avanzando lentamente por el camino. El sargento se retiró por el seto, alejándose de la puerta, y encontró un pequeño hueco en el cual podía ocultarse en la oscuridad. Quien quiera que fuese (y parecía que eran dos personas) venían arrastrándose por el camino. La cancela chirrió un poco, salió alguien y miró a ambos lados como para asegurarse de que allí no había nadie. El sargento Hale seguía muy quieto en su hueco del seto. Esta vez oyó un nuevo susurro, una voz de mujer.

—Vamos —decía—, todo va bien.

Por la lentitud de sus pasos parecía que llevaban a cuestas algo pesado. Ahí estaban; con nerviosos y agudos jadeos, levantaron su carga por encima de la barandilla que acotaba las vías del ferrocarril. Uno de ellos empezó a trepar por encima, y el sargento Hale entonces pensó que era el momento de intervenir.

—¿Qué es todo esto? —exigió, saliendo del seto.

La mujer chilló llena de espanto y sorpresa; el hombre bajó de un salto de la barandilla con la culpabilidad claramente impresa en todos sus movimientos, a pesar de la oscuridad. Ninguno de los dos dijo una sola palabra.

—¿Qué llevan ahí? —preguntó el sargento Hale. No sospechaba en absoluto lo que era, pero sacó su linterna a pilas del bolsillo y con ella iluminó el bulto que estaba contra la barandilla.

—¡Dios mío! —exclamó, y su mano fue como un relámpago al silbato.

Entonces fue cuando la señora Clair recobró su rápido ingenio. Saltó a cogerle la mano al sargento y lo agarró.

—¡Vamos, George! —dijo—. ¡Dele! ¡A por él! —George fue corriendo y rodeó con los brazos el ancho pecho del sargento, en el preciso momento en que el sargento conseguía librarse de la presa de la señora Clair. Los dos hombres se tambalearon y vacilaron en una tensa lucha, gruñendo por el esfuerzo que estaban haciendo. George todavía estaba algo embotado, como lo había estado desde que asestó aquel golpe en el salón. Le costaba mucho pelear con un luchador entrenado. Y mientras se acercaban, la señora Clair recorrió velozmente de nuevo el sendero del jardín. Una sola idea llenaba su mente mientras iba corriendo: gracias a Dios había tenido la previsión de sacar aquellas cincuenta libras del banco, que llevaba consigo aquella noche en su bolso.

Abrió la puerta ventana. Marjorie estaba entrando en el salón, con un cubo lleno de agua humeante en una mano y un cepillo para frotar el suelo en la otra. Con la repentina entrada de su madre se sobresaltó y chilló; el cubo cayó con estruendo, enviando un torrente de agua por el suelo.

—¡Ven, corre! —dijo la señora Clair—. ¡Ven ahora mismo! Eso no importa.

Sacó rápidamente su bolso de la bolsa de cuero que estaba en una mesita auxiliar. Agarró el brazo de Marjorie y la sacó de la habitación a rastras.

—¿Tienes el sombrero arriba? —preguntó cuando estaban en el vestíbulo.

—Sí —dijo Marjorie.

—Entonces tendremos que irnos sin él.

Abrió de par en par la puerta delantera y apremió a Marjorie para que saliera a la calle. Casi corrían cuando bajaron hacia High Street. Apenas habían cubierto un centenar de metros cuando oyeron tras ellas el sonido de un silbato de la policía, claro y penetrante en el silencio de la noche.

—No debemos correr ahora —dijo la señora Clair. Moderó su paso y ambas anduvieron casi despacio, dos mujeres aparentemente respetables e inofensivas, que podían ignorar sin problemas el silbato de la policía tras ellas.

Solo una o dos personas salieron a sus puertas al oír aquel sonido, y la señora Clair y Marjorie pasaron andando muy despacio junto a ellas. Cada paso las llevaba más cerca de la seguridad. Al final dieron la vuelta a una esquina, y luego a otra. Ya estaban en High Street, y la señora Clair perdió medio segundo decidiendo hacia dónde dirigirse. La llegada de un autobús la decidió. Lo hizo parar y ambas subieron.

—Dos, a la última parada —dijo la señora Clair, dándole al conductor un chelín que llevaba en el bolso.

Fue un trayecto largo hasta Croydon. Subían y bajaban pasajeros, y a cada nueva parada, ambas mujeres miraban a su alrededor por temor de que subiera un policía. La señora Clair temblaba de miedo; no con el temor de las consecuencias que podían proceder de lo que habían hecho, sino por el ciego pánico de los perseguidos, ahora que el momento decisivo había pasado. Se sentía débil y fría. Era consciente de que tenía la cara pálida y le temblaban las manos. Entonces se dio cuenta de que a Marjorie, a su lado, la sacudían los sollozos. Atraería la atención hacia ellas. La gente recordaría bien a una joven sin sombrero y sin chaqueta en una noche lluviosa que sollozaba en un autobús. Eso ayudaría a los perseguidores, más tarde. La señora Clair se esforzó por apreciar el hecho de que no estaban en ningún peligro inmediato, que nadie podría arrestarlas en los siguientes minutos.

La señora Clair hizo acopio de todas las fuerzas que se le escapaban. Por sí sola se habría conformado con aceptar lo que había hecho, pero a la pobre Marjorie había que protegerla y guardarla. Se sentó muy tiesa en su asiento, esforzándose por parecer serena e inmutable, y dio unos toquecitos a Marjorie para llamarle la atención. Marjorie se sobresaltó y miró a su alrededor, y encontró el severo ceño de su madre y vio que meneaba la cabeza. Marjorie recordó, absurdamente, las reprensiones sin palabras que recibía treinta años atrás en la iglesia, cuando el sermón se le hacía muy pesado. La advertencia que le transmitían los gestos de su madre, pero en una extensión aún mayor, el ejemplo de la aparente calma de su madre, consiguieron tranquilizar también a Marjorie. Se esforzó por contener sus sollozos y por tranquilizarse y adoptar una postura natural en el asiento. No podían hablar, no podían intercambiar una conversación nimia, como hubiera sido deseable, si querían pasar sin que se fijaran en ellas. Pero se sentaron rígidamente, una junto a la otra, conteniéndose para no mirar por encima del hombro cuando subía alguien al autobús durante todo el camino a Croydon.

La señora Clair, por cierto, no tenía tiempo ni atención que prestar a ningún refinado fingimiento. Su mente ahora estaba muy ocupada tramando planes de huida. Salvo la elemental precaución de sacar aquellas cincuenta libras del banco no había dedicado pensamiento alguno a aquel hecho antes, tan confiada se hallaba en que no habría necesidad alguna de huir. Ahora, el largo viaje a Croydon parecía demasiado corto para considerar los detalles de lo que podían hacer a continuación… y los detalles, se daba cuenta la señora Clair con gran clarividencia, eran tan importantes como el plan en general.

Croydon era un gran centro de tráfico, eso lo sabía, y desde allí partían trenes y autobuses en todas direcciones, de vuelta a Londres, a otros lugares de la periferia, o incluso a la costa. Debían llegar a la costa, decidió al instante. La estación vacacional estaba todavía en su apogeo. Agosto todavía no había concluido. Ahora eran dos mujeres sin hogar, y ¿dónde era más natural que buscasen alojamiento temporal dos mujeres, sino en una ciudad de veraneo? Estaba la cuestión de aquella noche. Sin equipaje y dado que Marjorie no llevaba ni sombrero ni chaqueta, en cualquier hotel u hostal las mirarían con extrañeza, y podrían recordarlas después. Al día siguiente podrían remediar aquello, pero aquella noche no podían atreverse a buscar una habitación. La señora Clair intentó recordar las ciudades de la costa sur, preguntándose si podrían refugiarse allí aquella noche.

—Estación de East Croydon —anunció el conductor cuando se paró el autobús.

La señora Clair hizo señas a su hija de nuevo y siguieron al largo contingente de pasajeros que dejaban el autobús. En el vestíbulo de la estación, brillantemente iluminado, la señora Clair examinó el tablero indicador. Había un tren que salía hacia Brighton aquella noche, al cabo de un cuarto de hora. Abrió su monedero y sacó un billete del precioso rollo, y se acercó a la ventanilla.

—Tres billetes de ida para Brighton, por favor —dijo, con firmeza. Mientras bajaban los escalones hacia el andén, Marjorie le susurró urgentemente, porque ya había revivido lo suficiente, gracias al ejemplo de su madre, para interesarse por sus planes.

—¿Por qué has comprado tres billetes? —le preguntó.

—No hagas preguntas —dijo la señora Clair.

Uno de los billetes quedó en su monedero, y ella solo tendió dos para que los picaran en la cancela. La idea que la había guiado era que la policía podía preguntar por dos mujeres; al comprar tres billetes despistarían un poco si las seguían nada menos que hasta la ventanilla de venta de billetes de tren en Croydon. Pero no podía explicarle todo aquello a Marjorie. Le pareció un tema muy poco delicado para comentarlo con ella. De modo que dijo: «no hagas preguntas», lo mismo que decía cuando Marjorie, de niña, le preguntaba cómo había nacido. Y Marjorie recordó eso mismo cuando le contestó su madre. En su nueva indefensión y dependencia de su madre, parecía estar volviendo a la niñez.

Había un niño que vendía a deshora periódicos de la tarde; la señora Clair compró dos. Luego llegó el tren y se vació a medias de pasajeros. Solo había tres personas más en el compartimento que eligió la señora Clair, y pudo colocar a Marjorie en una esquina y sentarse junto a ella. Le pasó un periódico y dio ejemplo abriendo el otro y sujetándolo delante de su cara. La señora Clair pensaba de nuevo en todo con rapidez y claridad. No sería culpa suya si los demás pasajeros podían reconocer más tarde sus descripciones. El tren corría entre la oscuridad, con su ritmo constante roto por las paradas en estaciones intermedias. Aquel era el último tren que paraba entre Londres y Brighton. Todos los demás pasajeros, el hombre con polainas y una cadena de reloj de oro, la mujer que había estado comprando en Peter Robinson y el joven de cara pálida bajaron antes de llegar a Brighton, pero una pareja joven con tendencia a las risitas siguió en el tren, y no se quedaron a solas ni un momento durante el tedioso viaje. Marjorie leyó el mismo párrafo impreso (algo relacionado con acciones y valores) una y otra vez, y vio cómo iba oscilando ante sus ojos mientras sujetaba el periódico ante su cara. No significaba más para ella al final del viaje que al principio.

Cuando el tren paró en Brighton, la señora Clair se quedó un poco rezagada para permitir que la joven pareja saliera del vagón antes de bajar ellas. Marjorie había dejado el periódico en el asiento con la intención de abandonarlo, pero su madre lo volvió a coger.

—Creo que los volveremos a necesitar —dijo crípticamente.

En la barrera les cogieron los billetes sin hacer preguntas y sin dirigirles una mirada, y luego salieron a la calle. Caía una lluvia mínima, una cantidad casi insignificante, y allí, en aquella ciudad de vacaciones, el hecho de que Marjorie no llevara sombrero pasaría bastante inadvertido.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Marjorie, y se puso a temblar, agarrándose al brazo de su madre. Recordaba muy bien las otras ocasiones en las que había hecho aquella misma pregunta.

—Todo irá bien, querida —dijo su madre plácidamente.

Colina abajo, por supuesto, llegaron al mar, a las luces y al paseo. La señora Clair no lo conocía por ninguna deducción topográfica, sino por experiencia de muchas ciudades a la orilla del mar. Las luces casi estaban apagadas por aquel entonces, pero el paseo estaba bien iluminado con farolas, y al salir hacia este, se vieron saludadas por el sonido de unas olas suaves de buen tiempo que rompían en la playa. El aire que procedía del mar era muy tonificante, después del ahogo del vagón de ferrocarril. Se despertó una oleada de recuerdos en la mente de Marjorie. La última vez que había respirado el aire del mar, George estaba con ella. Entonces, incomprensiblemente, surgió un nuevo recuerdo, borrando el anterior: el recuerdo de algo sumergido en un charco rojo en el linóleo del salón.

—Ay, madre, madre… —dijo Marjorie.

El delgado brazo de la señora Clair le dolía en el lugar donde lo agarraban los dedos de su hija.

—Vamos, vamos —dijo confortándola—. Solo un poquito más.

Estaban en el paseo, cerca del muelle. La señora Clair caminaba tranquilamente a lo largo, hacia Kemp Town. En uno de los reservados había todavía dos personas sentadas, amantes, posiblemente. Pasaron varios reservados más hasta que la señora Clair se detuvo.

—Sentémonos aquí —dijo.

Al sentarse en el banco se dio cuenta de repente de que estaba muy, muy cansada. Marjorie se sentó junto a ella.

—Ven —dijo la señora Clair—. He traído esto para que estés caliente.

En el tren había recordado que el papel de periódico va bien cuando estás expuesto al frío. En la época de la guerra ponía hojas de periódico entre las mantas.

—Envuélvete con esto —dijo la señora Clair—. Póntelos debajo de la falda.

Marjorie se puso de pie obediente mientras su madre le levantaba la ropa y le proporcionaba una enagua nueva de periódico.

—A ver —dijo la señora Clair—. Así irá mejor. Solo un minuto. Doblaré este para ponértelo debajo… debajo, siéntate encima. ¿Estás cómoda? Ahora intenta dormir un poco. Levanta los pies. Así. Buenas noches, cariño.

Con el cese del tráfico, el sonido del mar llegó hasta ellas con mucha mayor claridad. Podían oír las olas que rompían, el ruido de los guijarros cuando el agua se retiraba. Durante un rato Marjorie casi creyó que se podría dormir. Estaba muy cansada, y su madre la había consolado mucho. Luego, sentada allí, con los ojos cerrados, oyó que se acercaban unos pasos medidos. Sus miembros se tensaron. Se puso tensa de ansiedad. ¡Asesinato! ¿Era la policía que venía a arrestarlas? Miró entre la oscuridad el perfil de su madre, que veía a duras penas en el rincón opuesto.

—¡Madre! —dijo aterrorizada.

—¡Sssh! —dijo la señora Clair.

Los pasos se acercaron. Estaban ahora a su altura. Luego pasaron de largo… solo era algún peatón retrasado que volvía a casa por el paseo.

—Duerme, cariño —dijo la señora Clair—. Tu madre te cuida.

Era una antigua fórmula que tenía ya treinta años.

Le costó un rato al corazón de Marjorie acallar sus rápidos latidos y tranquilizarse de nuevo. Luego, más de una vez, se adormiló ligeramente y a trompicones. Cada vez se despertaba sobresaltada, sudando, llena de terror. Algunos pensamientos nuevos horripilantes habían llegado a ella. No se había fijado en el ojo de Ted en aquel momento, el único ojo que se veía, pero ahora lo recordaba con toda claridad. Medio abierto y velado, de modo que solo se veía un poco de blanco sin vida y parte de la pupila. Aquella visión llegó a ella magnificada veinte veces en sueños.

—¡Sssh! Querida —dijo la señora Clair—. Tu madre te cuida.

Luego se le ocurrió algo más terrible aún, si es que era posible.

—¡Madre! ¿Qué pasará con los niños?

—Alguien los cuidará bien, no te preocupes por eso —dijo la señora Clair, tranquilizándola.

Debía de ser telepatía, porque la pregunta de Marjorie había llegado justo cuando la señora Clair estaba también llena de ansiedad por los niños. Pero no se permitió mostrar señal alguna de aquella ansiedad mientras tranquilizaba a su hija.

—No quiero decir ahora, madre —dijo Marjorie enloquecida. No se le había ocurrido hasta entonces que existía una posibilidad de que sus niños dormidos siguieran en aquel momento en la casa—. Quiero decir: ¿qué será de ellos? ¿Qué harán cuando… cuando…?

A Marjorie le faltaban palabras para describir el vago futuro de si serían capaces o no de evadirse de la policía.

—No te preocupes por ellos ahora, cariño. Estarán bien. Ya lo arreglaremos después.

La señora Clair no tenía ni idea de lo que podía ocurrirles a los niños. El sufrimiento le taladraba la cabeza cuando pensaba en ellos. Pero habló con tanta firmeza y convicción como pudo.

—¡Y George, madre! ¿Qué le habrá ocurrido?

—Pues no lo sé, cariño. Pero no te preocupes. Vete a dormir, cariño.

—¿Le habrán… le habrán cogido?

—Quizá le hayan cogido, cariño. O quizá no. Lo sabremos mañana. Duérmete ahora, sé buena.

Más tarde, el frío de la noche se introdujo entre los periódicos con los que la señora Clair había intentado mantener caliente a su hija.

—Tengo mucho frío, madre. Estoy temblando.

Marjorie se parecía más que nunca a la niña pequeña que en tiempos había apretado la señora Clair contra su pecho.

—¡Pobre corderita! —dijo—. ¡Vamos! No te preocupes.

La señora Clair se quitó la chaqueta y envolvió las piernas y los pies de su hija con ella.

—¿Y tú, madre?

—¿Yo? Estoy bien. Cierra los ojos ahora y te dormirás antes de que puedas decir Jack Robinson.

El suave oleaje continuaba batiendo sobre la playa. Hubo un momento en que Marjorie se durmió de verdad, a pesar de que le temblaban los miembros y los dientes le castañeteaban, y su madre permaneció sentada y erguida vigilándola, negándose con gravedad a sí misma los temblores o los castañeteos de dientes.

Poco a poco la aurora llegó al cielo, y el paisaje cambió de la oscuridad al gris, antes de que Marjorie se despertara de nuevo.

—Ya es de día, madre. ¿Podemos irnos ya?

—No, todavía no, cariño.

Serían menos visibles, según la opinión de la señora Clair, sentadas todavía en el refugio que caminando por la ciudad donde no podrían hacer nada todavía, y donde habría pocas personas por las calles. Los osados bañistas de antes del desayuno empezaron a bajar, cruzando el paseo de camino hacia la playa. Las mujeres las miraban con los ojos apagados al entrar en el agua, algunas tímidas y otras atrevidas. Pasaban de las ocho cuando la señora Clair decidió que era seguro moverse.

—Creo que ya nos podemos ir, cariño. Podemos desayunar un poco, me atrevería a decir. Arréglate primero el pelo, corderita. Aquí tienes… Usa mi peine y mi espejo.

Miró a Marjorie ansiosamente para asegurarse de que demostraba lo menos posible las huellas de la noche que habían pasado.

—Qué lástima —dijo la señora Clair— que no haya traído ningún maquillaje para que te lo pongas. Será una de las primeras cosas que compraremos. Ahora, vamos a ver si nos tomamos una taza de té en alguna parte.

Los carteles ya estaban colocados junto a los quioscos donde vendían la prensa. Unos cuantos les saltaron a la vista cuando volvieron una esquina. De repente, mientras se dirigían de nuevo a la ciudad, Marjorie se detuvo y agarró el brazo de su madre.

«MISTERIOSA MUERTE EN LAS AFUERAS. UN HOMBRE DETENIDO», leyeron, y luego otro: «EL CRIMEN DE LAS VÍAS DEL TREN EN LONDRES».

—No debes sobresaltarte de esa manera —dijo la señora Clair—. No debes hacerlo, querida, de verdad.

Se esforzó por seguir andando sin alterar su paso, y desde luego sin mirar para ver si alguien las observaba; se esforzó con toda seriedad en leer el último cartel de la fila:

«SOSPECHA DE ASESINATO EN LAS AFUERAS DE LONDRES».

—Vamos, vamos, querida. Anda como Dios manda —dijo la señora Clair como si estuviese conduciendo a una Marjorie remolona de cinco años desde casa hasta la iglesia.

Había algunas personas desayunando en el restaurante de una cadena que encontraron. La señora Clair miró por la puerta para asegurarse antes de entrar. En el lavabo de mujeres, Marjorie le hizo la pregunta que asomaba a sus labios desde hacía unos minutos.

—Madre, ¿es George el hombre que han detenido?

La señora Clair miró a su alrededor rápidamente, al lavabo vacío, y vio con alivio que las dos puertas que tenía detrás estaban marcadas como «libres», y luego se volvió hacia su hija.

—No debes hacer esas preguntas en absoluto —dijo con sorprendente vehemencia, considerando que hablaba en voz baja—. No me digas nada de esto a menos que yo lo haya dicho primero antes. O, si no, te detendrán de inmediato.

El labio inferior de Marjorie empezó a temblar.

—¡Para ya! —exclamó la señora Clair.

Varias tazas de un té fuerte en el restaurante las ayudaron a revivir. Ninguna de las dos era capaz de comer nada.

—Bien —dijo la señora Clair mirando el reloj—. Ya podemos ir de compras.

Un impermeable y un sombrero para Marjorie, pintalabios y polvos, esas fueron las primeras cosas que compraron. Marjorie sentía como si estuviera viviendo en un sueño, una pesadilla, una pesadilla tal que hasta comprarse un sombrero era una tarea desagradable, y mucho más desagradable dado que su madre la miraba con ojos de halcón para asegurarse de que compraba un sombrero vulgar, normal y corriente.

—Necesitamos una muda de ropa —dijo la señora Clair pensativa—. Y también camisones para pasar la noche. Y un cepillo y un peine.

Se iba asustando cada vez más por las mermas que aquellas compras hacían en su dinero (¡cincuenta libras le habían parecido una fortuna para su mente frugal!), pero se armó de valor y siguió adelante. Cada una de esas compras era necesaria si querían mantener la impostura de ser unas veraneantes… y eso debían hacer para evitar ser capturadas. Dejó a Marjorie en la acera, con los brazos llenos de paquetes mientras iba sola a una tienda a comprar una raída maleta de segunda mano. De otro modo, el tendero las recordaría. En una calle lateral pudieron meter los paquetes en la maleta, que arrastraron con ellas por la calle. Afortunadamente no era inusual ver mujeres con maletas por las calles de las ciudades de veraneo.

Se sentaron exhaustas en un banco público junto a un lugar ajardinado.

—Y ahora escucha con mucha atención lo que te voy a decir —dijo la señora Clair, que antes había mirado a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía—. Creo que será mejor que seamos las señoras James. Al fin y al cabo, yo era la señora de James Clair antes de que muriese tu padre. Señora James. Recuérdalo. ¿Y quién vas a ser tú?

—Yo… no lo sé —dijo Marjorie.

—Vamos, cálmate —dijo la señora Clair bruscamente—. ¿Qué podría ser? ¿La señora Smith? ¿La señora Jones? No, son demasiado corrientes. La señora Robinson. Eso es. La señora… la señora de Henry Robinson. De nombre de pila, Adelaide. La señora Adelaide Robinson, James de soltera. Y yo soy tu madre, la señora Francés James. Creo que será mejor que siga siendo tu madre, cariño.

La señora Clair se abstuvo de explicar que no podía confiar en que su hija no siguiera llamándola «madre», sin ser consciente de que otros las estaban escuchando.

—Sí —dijo Marjorie.

—No sirve de nada decir «sí». Debes grabarte en la mente esto de verdad —dijo la señora Clair.

—Sí.

Se quedaron sentadas mirando el tráfico que fluía por el extremo más alejado de la plaza verde.

—Adelaide —dijo la señora Clair, de repente, y no recibió respuesta alguna—. ¡Ya está! ¿Lo ves? Ya te has olvidado. No te olvides, te llamas Adelaide, y así es como te llamaré, siempre.

—Sí, madre.

Marjorie estaba enferma de cansancio. No se sentía soñolienta en absoluto. No tenía deseo alguno de cerrar los ojos. Lo único que quería hacer era quedarse allí sentada indefinidamente, sin pensar en nada.