La noche del jueves fue oscura y llovió un poco. El ligero viento que soplaba era frío y triste. El tiempo no ayudaba precisamente a George Ely a tener paciencia, mientras esperaba junto al saúco. Silbó de nuevo, impaciente, y miró a través de la oscuridad hacia la casa que le ocultaba a Marjorie. Había luz en el salón, que se filtraba a través de las cortinas de la puerta ventana. Detrás de aquellas cortinas estaba Marjorie, y como no podía acudir a su llamada de inmediato, presumió que Grainger se encontraba también allí, disfrutando de la luz, el calor y la presencia de Marjorie. Solo Dios sabía lo que podía estar ocurriendo en aquel salón detrás del velo de las cortinas. Ely estaba amargado, locamente celoso. Apretó los puños en la oscuridad. No podía dejar de confiar en Marjorie, ni de creer sus juramentos y sus protestas. Marjorie estaba de su lado, contra Grainger, que era su enemigo común. Necesitaba con desesperación que Marjorie le asegurase que todo iba bien. Silbó una vez más, ardiendo de impaciencia y ansiedad.
Y ella vino entonces a él, deslizándose por el camino como un fantasma.
—No, no me beses, querido. No puedo quedarme más que un minuto. Ted se preguntaría qué estoy haciendo.
Él luchó para atraerla hacia sí, pero ella se resistió.
—No, de verdad, querido, no puedo. He venido solo a pedirte que esta noche te vayas. No tiene sentido que me esperes. De verdad que no. Ted está muy desagradable.
No habría querido decir esas últimas palabras. Se le escaparon durante sus apresuradas explicaciones mientras luchaba por imponerse a George y que la dejara ir en seguida.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué está haciendo? —fue un gruñido más que un susurro.
—Nada, nada, cariño, no quería decir eso. Solo quería decir que debes irte, ahora mismo. No puedo quedarme.
Ted estaba muy desagradable, desde luego, pero ella no quería contarle nada de aquello a George. No se lo habría contado aunque hubiese tenido tiempo. Marjorie había decidido luchar aquella batalla particular sola. Era el momento de crisis para el que llevaba todo el día preparándose. No podía decirle a George que había engatusado a Ted con excusas desde el sábado anterior, porque desvelaría entonces el corolario necesario de que junto con las excusas había una promesa implícita para aquella noche. Y Ted estaba en el salón esperando su regreso… sería solo cuestión de unos segundos que fuese a buscarla y descubriese lo que estaba haciendo.
—¿Pero qué pasa, cariño? ¿Qué ocurre? —la voz de Ely sonaba agónica, al notar la agitación de ella.
—Es que temo que Ted salga a ver qué pasa. Déjame, de verdad, cariño. Adiós. Adiós. Nos veremos mañana.
Ya se había ido, dejando a Ely en la oscuridad, mirándola. Él apretó los puños hasta que le dolieron. El cuello de la camisa le oprimía demasiado, pero esas incomodidades eran asuntos sin importancia ante la avalancha de sufrimiento que le estaba devorando. Su indefensión le causó una conmoción.
—¿Qué podemos hacer? —se dijo a sí mismo—. ¿Qué podemos hacer?
Se quedó en el jardín, irritado por su impotencia, durante un rato, y luego salió corriendo por el callejón del ferrocarril. Un tren pasó traqueteando antes de que llegase a la esquina de Simon Street. Luego fue andando lleno de sufrimiento a lo largo de las calles húmedas, a la luz de los faroles, de vuelta a Dewsbury Road.
En el salón de Harrison Way, Ted intentaba rodear con sus brazos a Marjorie, como todos los detalles de su conducta de aquella noche habían pronosticado que haría.
—¿Tienes tiempo ahora para darme un beso, mujer? —preguntó.
Marjorie miró en torno a la habitación como un animal acorralado. No había refugio ni socorro allí. Ni en el papel de la pared desvaído, ni en la alfombra deshilachada, ni en los sillones desvencijados, ni en la radio barata. Lo único que había eran montones de ropa para remendar en la cesta que tenía junto a su sillón. Sentarse tranquilamente arreglando ropa en aquel momento habría sido el paraíso, pero no había la menor oportunidad de ello. Ted ya se abalanzaba hacia ella. La sensación que ella tenía era de pesadilla, como si Ted midiera seis metros de alto y dos de ancho, como si toda la habitación estuviese ocupada por el cuerpo de Ted.
Las manos de él le acariciaban el cuello.
—¡No! —gritó ella—. ¡No!
Le golpeó débilmente con las manos, a ciegas. Un débil puño dio a Ted en la nariz y la boca.
—¿Pero qué demonios…? —preguntó él—. ¿Qué demonios quieres decir?
Él se apartó de ella un paso. Sus antiguas sospechas de que ella estaba pasando por una fase de frialdad hacia él se veían confirmadas, pero no había anticipado una recepción tan hostil como aquella. Estaba furioso, y al ver el rostro de Marjorie, blanco y crispado por el odio, se puso más furioso aún.
—Yo… no puedo —dijo Marjorie—. No quiero hacerlo.
—Será mejor que superes eso rápido —dijo Ted—. Has tenido tiempo más que de sobras.
Marjorie tragó saliva. Aquel era el momento, imaginado de cien formas distintas, en que tenía que decirle a Ted que no le quería ya de aquella manera, en que tenía que persuadirle de que accediera a dejarla en paz durante el resto de sus vidas. Ella pensaba prometerle a cambio toda la libertad que él deseaba… un par de veces, en momentos esperanzados de aquella semana, se había imaginado que él aceptaba su sugerencia, aunque quizá de mala gana. Pero era muchísimo más difícil de lo que había imaginado. Se puso a hablar desesperada, levantando las manos para defenderse del aplastante volumen de Ted mientras tanto.
—No —farfulló—. Ya no puedo dormir contigo, Ted. Eso… se ha terminado. Por favor, no me lo pidas más. Puedes hacer lo que quieras, Ted, puedes tener a quien quieras. No me importará. Pero déjame en paz. Eso… eso era lo que quería decirte, Ted.
Estaba ciega, aunque tenía los ojos abiertos, como si una niebla sólida la rodease. Se quedó de pie sin ver nada, en el breve silencio que siguió. La voz de Ted cuando habló parecía proceder de un lugar muy distante.
—Ya lo veo —dijo en un tono amenazador—. Conque esas tenemos, ¿eh?
—Sí.
De repente recobró la vista. Ahora que ya lo había dicho todo podía verle de nuevo con claridad, con su tamaño real, pero no menos amenazante. La ira tempestuosa, loca e incontrolada que ella había previsto no mostraba señal alguna de querer aparecer. Los ojos de él se estrecharon, y sus gruesos labios se apretaron. Ted estaba preparado para aquel arrebato, y sabía perfectamente cómo tratarlo.
—Crees que te vas a salir con la tuya con eso, ¿verdad? —dijo con una fría intensidad mucho más aterradora que la ira—. Yo te mantengo y te pago la ropa y te pago unas vacaciones de primera y así es como te portas tú. ¿Qué hay en el fondo de todo esto?
—Nada —dijo Marjorie—. Nada, excepto que no quiero hacerlo.
—¿Quién es el otro hombre? —Ted le disparó la pregunta como si fuera una catapulta—. ¿Quién es?
—Nadie —dijo Marjorie tranquila. Había anticipado aquella pregunta, y el hecho de que se la hiciera la ayudaba a recomponerse.
—¿Quién es?
—Nadie —repitió Marjorie. Por nada del mundo diría otra cosa—. Nadie, de verdad, nadie.
Ted la creyó, no porque ella mintiera con seguridad, sino porque era lo que quería creer. Habría sido un golpe terrible para su autoestima enterarse de que Marjorie prefería a otro hombre antes que a él. La miró con los ojos guiñados de nuevo y ella se encogió ante él, y mientras él se dirigía hacia ella, ella se encogió más aún. Eso en sí mismo resultaba gratificante para él. Le complació verla tan asustada. En algún lugar recóndito de su mente anidaba la idea de que sería una experiencia deliciosa y nueva sujetarla mientras se encontraba en aquel estado, encogida y reluctante. Él podía obligarla y lo sabía. Había pensado en el método ideal… el germen de la inspiración había brotado en su mente hacía años. La idea le resultaba embriagadora y estimulante. Solo esperaba que ella estuviese muy decidida en ese nuevo comportamiento. Cuanto más se empecinase ella, y más pura y virginal quisiera ser (cuanto más desagradable hubiese llegado a ser él para ella, por tanto), más seductora resultaría la rendición a regañadientes que él sabía que podía conseguir de ella. Sabía que había un camino (y sabía que ella no había pensado en él, de modo que le resultaría una sorpresa) para reducirla al instante, con una sujeción abyecta. Le emocionaba mucho la idea; anticiparla era delicioso. Exploró un poco más para ver lo decidida que estaba ella.
—Sabes muy bien que harás lo que yo te diga —le gruñó adelantando la cabeza y la barbilla.
—¡No! —exclamó ella.
—¡Sí que lo harás!
—¡No, no lo haré! ¡No lo haré!
Se quedó satisfecho viendo que ella estaba absolutamente decidida. Mucho mejor así. Pronto sería su esclava complaciente, obediente a cualquier cosa que le quisiera ordenar.
—Ahora, escucha —dijo él—. Eres idiota. Podría pegarte… obligarte a hacer lo que yo dijera.
—¡No podrías! ¡No puedes obligarme!
—Ah, ¿así que no puedo? ¿Estás segura de eso? No tengo que pegarte a ti, en absoluto. Está la pequeña Anne, en el piso de arriba. ¿Qué tal ella? Una buena tunda esta noche no le sentaría mal. Y no me importaría dársela. ¿Quieres que vaya arriba y la coja? ¿Eh?
—¡Ted!
Era el horror máximo. Marjorie estaba a punto de desmayarse… se apoyó en la pared, con la cara blanca como el papel. Sabía que Ted era capaz de hacerlo, de sacar a Anne de la cama a rastras, desnudarla y darle una paliza.
—¿Eh? —dijo Ted de nuevo mirándola—. Ven conmigo.
Ella abrió la boca para gritar, pero de su garganta seca solo escapó un sonido lastimoso, no más intenso que el gimoteo de un recién nacido.
—Ven conmigo —dijo Ted. Era la hora de su triunfo. No se movería ni un centímetro hacia delante para atraerla hacia él. Debía acudir ella, voluntariamente, sumisa.
—Es tu última oportunidad —exclamó Ted—. La última oportunidad de Anne.
—¡Aaah! —chilló Marjorie.
La puerta estaba detrás de ella, todavía abierta de par en par. Todavía podía huir. Al dar el primer paso, el miedo histérico se apoderó de ella. Saltó hacia el vestíbulo sin darse cuenta siquiera de que lo estaba haciendo. Oyó los pasos de Ted tras ella y corrió locamente hacia la puerta principal. Llegó a tiempo, y corrió y corrió por las calles, bajo una lluvia fina. Iba sin chaqueta y sin sombrero. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, el labio superior húmedo de mocos mientras corría, bajando por la loma de Simon Street, y dando la vuelta hacia Dewsbury Road. Corría con rapidez, ciegamente. No encaminó sus pasos conscientemente. Quizás hubiese corrido sin rumbo, si no hubiese tenido esperanza alguna de encontrar ayuda. Pero el caso es que la costumbre y el instinto la llevaron adonde se encontraba su madre, donde estaba George, donde se encontraba el hogar de su niñez.
Corrió en silencio, sin que los tacones de sus zapatillas tocaran el suelo, jadeando y sollozando mientras corría, tan rápido como un corredor olímpico. Un par de peatones la vieron pasar y se volvieron a mirarla, pero ella pasó a su lado rápidamente, y se podía conseguir tan poca cosa intentando adelantarla o llamándola que, intrigados, la dejaron correr y no hicieron nada.
El cerrojo de la cancela era familiar para ella desde su niñez. Su mano encontró el pestillo sin buscarlo siquiera. Llamó a la puerta, llamó desesperadamente, hasta que acudió su madre con rápidos pasos a abrirla. George estaba en el vestíbulo también, atraído por los golpes que había dado en la puerta.
—¡Madre! —sollozó Marjorie—. ¡Es Ted!
—Vamos, entra, querida. Entra y cerremos la puerta —dijo su madre, tranquilizándola.
No dejó transparentar señal alguna de su triunfo. Sabía que pronto ocurriría algo así. No podía prever qué sería exactamente, pero sabía que alguna crisis de ese tipo pondría a Ted en sus manos.
Marjorie entró a trompicones en el salón. Se veía su cara húmeda por las lágrimas. Casi estaba irreconocible por el terror y las náuseas.
—¿Qué ocurre, cariño? —dijo George—. ¿Qué pasa?
—¡Es Ted! —repitió ella alzando la voz hasta llegar al grito—. ¡Es un demonio! ¡Es malvado! ¡Es un animal!
—¿Pero qué ha hecho? —preguntó George.
—Ah, no… ¡no puedo quedarme aquí! ¡No puedo quedarme aquí! ¡Tengo que volver! ¡Rápido!
Se volvió muy alterada hacia la puerta, trasteando con el cerrojo.
—Volveremos contigo —dijo su madre decidiéndose al momento—. George, usted irá con ella. Yo les alcanzaré dentro de un momento.
Salieron a la calle, George silencioso y ardiendo de rabia, Marjorie tambaleándose ahora por la debilidad, con espantosos sollozos que la sacudían a cada paso. Unos segundos después su madre llegó corriendo y se unió a ellos. En la mano llevaba la bolsa de cuero, y en la bolsa algún objeto pesado, pero ni George ni Marjorie se fijaron. Nadie habló durante cincuenta metros, y fue Marjorie quien rompió el silencio. Su voz sonaba débil ahora. Era como si suspirase en lugar de hablar.
—¡Deprisa! —dijo, e intentó dar ejemplo, pero sus débiles piernas cedían bajo su propio peso—. ¡Va a pegar a Anne! Quizá le esté pegando ya…
—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó George.
—Para obligarme a que duerma con él. Es cruel. Es espantoso. George, no sabes cómo es. Es… Es… ¡Ah, rápido, rápido!
Les apremió a seguir adelante. Pasó un minuto entero antes de que recobrase el aliento suficiente para hablar de nuevo.
—¿Qué vamos a decirle, madre? —preguntó Marjorie.
—No vamos a decirle nada —dijo su madre torvamente—. Lo vamos a matar.
A su lado, George dio un rápido respingo. Había oído lo que acababa de decir la mujer, y veía que concordaba exactamente con lo que él mismo sentía. Estaba como loco, ardiendo de rabia. No pensó en las armas mientras apretaba los puños a sus costados; ni siquiera sabía qué era lo que colgaba pesadamente en la bolsa de cuero que llevaba la señora Clair. Marjorie lo oyó también. Estaba alelada por el dolor, pero oyó y comprendió. Si Ted moría, Anne estaría a salvo para siempre. Esa era la idea que predominaba. Muy vaga y nebulosamente siguió pensando que la muerte de Ted solucionaría también todos los demás problemas, pero corría demasiado rápido y estaba demasiado consumida por la ansiedad para poder seguir esa línea de anticipación.
—Ya he pensado lo que podemos hacer —dijo su madre dispuesta a combatir cualquier irresolución, pero no fue necesario. Nadie hizo ningún comentario. Ni George ni Marjorie pensaban con la suficiente claridad para verse disuadidos al pensar en las consecuencias, ni eran capaces de darse cuenta siquiera de que podían existir tales consecuencias. Andaban rápidamente por las calles, los tres. La empinada cuesta de Simon Street no les echó atrás. Bajaron a la carrera la pendiente de Harrison Way.
—Por aquí —dijo la madre pensando como siempre en los detalles prácticos.
Entraron por la entrada lateral hacia la cocina, y se quedaron allí un segundo, la madre escuchando, y los otros dos, irresolutos, de momento.
—Vamos —dijo la madre; llevaba la bolsa de cuero en la mano. La siguieron hacia el vestíbulo, y ella echó atrás a Marjorie.
—Tú espera aquí —le dijo, y entonces se llevó a George con ella y atravesaron el salón.
Marjorie, que estaba de pie en el umbral entre la cocina y el vestíbulo, donde su madre le había dicho que se quedase, oyó que se abría la puerta del salón.
—¿Qué demonios…? —Se oyó decir a Ted, a gritos y con furia—. ¿Qué demonios creen que están haciendo en mi casa? ¡Largo de aquí los dos!
Ted estaba enfurecido. Se le había arrebatado el triunfo sobre su esposa, y aunque sabía que solo era un aplazamiento, que pronto ella tendría que volver a él arrastrándose, mansa y sumisa, hasta aquel aplazamiento le resultaba irritante, especialmente un aplazamiento después de que los pubs estuviesen cerrados.
—¿Han oído lo que he dicho? —La voz de Ted llegaba claramente hasta los oídos de Marjorie—. ¡Fuera de aquí! En cuanto a usted, joven Ely…
—Tenga esto, George —dijo la voz de su madre, calmada y tranquila.
Marjorie no imaginaba qué era lo que le estaba dando. Oyó decir a Ted «¡Dios mío!», con asombro y miedo, e inmediatamente después el sonido ahogado de un golpe, y luego un cuerpo que caía. Alguien (le pareció que era una voz que nunca había oído antes) empezó a gemir.
—Oooh… oooh… —decía la voz, lastimera.
—Dale otra vez, George —dijo su madre.
Marjorie oyó un crujido y luego lo volvió a oír otra vez, pero los gemidos se callaron en seco.
Su madre volvió al vestíbulo. Tenía la cara muy blanca, pero parecía muy calmada y nada alterada.
—Bueno, ya está, cariño —dijo—. Ya puedes entrar.
Había algo echado en el suelo; llevaba la ropa de trabajo de Ted, y se estaba formando un charco negro… no, rojo, a su alrededor. George estaba de pie, con la cara sonrojada y las aletas de la nariz muy abiertas. Respiraba tan fuerte como un perro en verano, y colgando de su mano derecha se encontraba un hacha pequeña, cubierta de rojo, también. Tenía los ojos muy abiertos y miraba sin ver hacia la pared opuesta. No se movía, excepto por el balanceo del hacha. La sustancia roja del hacha formaba una larga gota lenta, como de melaza, que cayó con un «plof» en el linóleo.
—Tenemos mucho tiempo —dijo su madre, mirando el reloj que todavía hacía tictac sobre la chimenea—. Pero hay que aprovecharlo bien. Vamos, deme eso, George.
Le cogió el hacha de la mano, que no se resistió, y se quedó de pie un momento como si estuviera pensando qué hacer con ella, y luego la llevó a la cocina. Marjorie oyó que alguien levantaba la tapa de la caldera y luego la volvía a poner; estaba claro que su madre había dejado caer el objeto allí. Luego, su madre volvió, rápida.
—He encendido el gas y he puesto las teteras. Necesitaremos mucha agua caliente para limpiar todo este desastre. Puedes empezar ya, Marjorie, mientras George y yo nos vamos. No debe quedar ni una sola marca ni un rastro. Tendremos que lavar la alfombra.
—¿Qué vais a hacer? —dijo Marjorie. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había entrado en casa.
La señora Clair se inclinó hacia delante, acercándose a ellos, para que se les quedara grabado más vivamente lo que tenía que decirles. Con sus palabras iniciales cogió por la solapa a George y la sacudió, como para devolverle la conciencia.
—Tenemos que sacarlo y llevarlo hasta las vías del tren —dijo—. Lo pondremos en las vías. Antes de que haya la luz suficiente para verle mañana, habrán pasado una docena de trenes. No sabrán nunca si ha sido… esto o bien un suicidio.
—¡Madre! —dijo Marjorie. No estaba tan conmocionada como sorprendida por la duplicidad y facilidad de recursos de su madre.
—Bah —dijo la señora Claire—. Ya me he ocupado de todo. Le dije a la policía hace días que se estaba portando de una manera muy rara.
Miró a los ojos a George y a Marjorie, inmutable. Ya podían suponer si querían qué parte de aquel hecho era obra suya; no le importaba, ahora que habían tenido éxito. No tenía previsto que ocurriera aquella noche, y de aquella forma en particular… lo único que había hecho era provocar un enfrentamiento inevitable, un crimen de una violencia inevitable, y estaba allí dispuesta para suministrar el arma y los medios de librarse de las consecuencias. Probablemente ellos nunca sabrían qué parte era planeada y qué parte era un azar inevitable.
—Vamos, venga —dijo la señora Clair con irritación—. No debemos perder más tiempo. George, cójalo por los hombros. George, cálmese, vamos. Así. Cójalo por los hombros y yo lo cogeré por las piernas. Enciende la luz, Marjorie, y abre la puerta ventana. Así. Vamos, George.
La señora Clair hablaba entre susurros al abrir la ventana.
—Hay una silla ahí, George. Dé la vuelta alrededor. Recuerde el escalón. Está llegando ya. Muy bien, así. Baje sin hacer ruido.
Sus lentos y suaves pasos se perdieron por el caminito. Marjorie se quedó un momento en el umbral de la puerta ventana. Su cabeza se estaba aclarando con rapidez. Abrió la ventana, dejándola abierta de par en par. Luego corrió la cortina una vez más, y pasó a través del oscuro salón hacia el vestíbulo iluminado. Se imaginaba claramente el charco oscuro que se encontraba en el extremo más alejado de la habitación, su forma y su tamaño. Incluso en la oscuridad fue capaz de pasar sin pisarlo, pero se estremeció al pasar junto a él.