17

—¿Va a jugar al tenis esta tarde? —preguntó la señora Clair como intentando entablar conversación, mientras George Ely se tomaba el té de regreso de la oficina, el martes.

—No —dijo George. Miró por la ventana mientras hablaba. Aquella pregunta había puesto a funcionar su mente de inmediato, debatiendo para sí cuándo estaría lo bastante oscuro para poder ir al callejón detrás de la vía del ferrocarril.

Ir allí cada noche se había convertido ya en una costumbre para él, aunque era una costumbre que le irritaba. Otros hombres podían reunirse con sus novias a plena luz del día, podían hacer ostentación de la amistad de la que se sentían tan orgullosos, pero él no podía. Ni siquiera podía recibir llamadas telefónicas en el despacho por miedo a que respondiera Grainger. Para cuando llegaba la noche, estaba lleno de deseo de ver a Marjorie, lleno de ansiedad al pensar que podía haberle ocurrido cualquier accidente. Una hora antes de que llegase la oscuridad, ya anticipaba con ansiedad el momento de que ella acudiese a él.

Y, sin embargo, por aquel entonces ya tenía la experiencia suficiente para anticipar amargamente la desilusión que traería consigo la noche. Preveía ya los minutos de nerviosa espera, consumido por la ansiedad, pensando que Ted podía haberla retenido. Luego tendrían cinco minutos a la sombra del saúco… cinco minutos de susurros para que la señora Taylor no los oyese, cinco minutos de preocupación pensando que Grainger podía estar acechándolos, cinco minutos con la lluvia empapándoles, si daba la casualidad de que llovía. Entonces Marjorie tendría que volver con Ted, y él tendría que volver a su alojamiento, nervioso, irritable y preocupado, con otra noche y otro día por delante, y luego se repetiría el mismo suplicio. Ya estaba mostrando señales de cansancio, como la señora Clair, leyendo su rostro, observó rápidamente.

También mostró esas señales cuando Marjorie se acercó a él al fondo del jardín.

—¿Dónde está Grainger? —preguntó.

—Está escuchando la radio. Por ahora va bien… hay noche de variedades, y le gusta.

—¿Entonces no puedo entrar?

—No, cariño… y… y no podré quedarme mucho rato.

—¿Cuándo crees que podrás?

—No lo sé, querido, no puedo decir de antemano lo que va a hacer Ted.

Ella le besó, hizo todo lo posible por gratificarle durante aquellos segundos fugaces. A él se le ocurrió otra idea en aquel preciso momento.

—¿No podríamos salir una noche fuera? —preguntó—. ¿Ir a algún sitio en el West Side? ¿Al cine o algo?

—Ay, sí, qué bonito sería —dijo Marjorie. Hacía años que no iba al West Side con ningún hombre. La idea de hacerlo de nuevo era seductora.

—Entonces, ¿podremos ir? —insistió George.

—Sí, supongo que podríamos ir —dijo Marjorie dubitativa—. Ya lo había pensado antes. Podría llamar a mi madre para que se quedara por la noche. Entonces no importaría lo que quisiera hacer Ted.

Entonces se detuvo repentinamente. La última vez que había ido a la ciudad fue cuando visitó a Millicent Dunne. Entonces fue Dot la que acudió a cuidar a los niños, y Dot estaba muerta cuando ella volvió.

—Pues lo hacemos, entonces. Vamos… vamos mañana mismo —dijo George.

Así fue como Marjorie se fue al centro el miércoles por la noche en el tren de las 7,50. Lo cogió por los pelos, bajó las escaleras corriendo como loca cuando ya llegaba el tren, y George estaba que echaba chispas en el andén. Iba jadeando tanto que no pudo ni hablar ni besar a George hasta que hubieron pasado dos estaciones en el camino de subida… solo pudo sonreírle débilmente mientras recuperaba el aliento. Tuvo que decirle a Ted que iba a ver a Millicent Dunne y obtener su consentimiento a regañadientes, y tuvo que contarle a su madre la misma historia. Durante la mañana había telefoneado a Millicent a la fábrica donde era supervisora de asistencia social.

—Hola, Mill —dijo—. Soy Marjorie. Marjorie Grainger.

—Hola, Marjorie. ¿Qué tal han ido las vacaciones?

—Muy bien, gracias —Marjorie tenía tantas cosas en la cabeza que tuvo que pararse a pensar a qué vacaciones se estaba refiriendo Millicent—. Lo que quería decirte es que voy a salir esta noche, y he tenido que decirles a mi madre y a Ted que iba a verte. ¿No te importa, Mill?

—Bueno, supongo que no —dijo Millicent después de una pausa—. ¿Qué estás tramando, chica?

—Nada, Mill. Nada especial. Solo que quería salir por una vez. Eso es todo.

—Bueno, pues sigue el consejo de una solterona y no lo hagas demasiado a menudo.

Aquella noche Marjorie tuvo que preparar el té a Ted y acostar a los niños, y Ted se mostró hosco y puso todo tipo de dificultades como siempre hacía en las raras ocasiones en que Marjorie salía para divertirse sola, y Derrick se portó fatal, como hacía siempre en esas mismas ocasiones. Su madre llegó cuando Marjorie se vestía frenéticamente con la falda y la blusa azules y un par de medias de seda, y la llegada de su madre significaba que ya había preparado el té a George y que George estaría esperándola en la estación.

—No puedo entretenerme ni un minuto más si quiero coger el tren —dijo Marjorie luchando con las ligas. No se había parado a ponerse los guantes, sino que corrió por Harrison Way a toda prisa hacia la estación. No era raro que estuviera sin aliento cuando se dejó caer en el vagón vacío cuya puerta George mantenía abierta para que ella entrase, mientras bajaba las escaleras a toda velocidad.

Sin embargo, a pesar de un comienzo tan poco prometedor, el resto de la velada fue un éxito decidido. Marjorie sugirió que cenaran en el pequeño restaurante italiano al que la había llevado Millicent, y George (que apenas era capaz de distinguir un restaurante de otro) accedió. Ella le sonrió encantada en la mesa, cuando el camarero, hablando románticamente en un inglés chapurreado, les sugirió lo que podían tomar. Era mucho más emocionante comer en el West End con un joven guapo que con Millicent Dunne, que había ido al colegio con ella. Siguiendo la sugerencia de Marjorie tomaron Chianti; Marjorie no conocía más vinos que el Chianti, el oporto y el champán, y sabía que este último era muy caro, mientras que el oporto era lo que bebían los abstemios en público en los bares. Tanto la lógica como la experiencia le dijeron que lo que debían beber en la cena en ese restaurante era el Chianti, y eso era lo que bebía todo el mundo.

Era maravillosamente romántico beber vino tinto y comer entremeses, tener una selección de una docena de platos distintos a la vez. La emoción particular que producía todo aquello habría sido difícil de analizar aunque Marjorie lo hubiese intentado, cosa que naturalmente no hizo. Luego tomaron un filete de platija, un poco de pollo y un helado, una taza de café y un cigarrillo de los de George… Por primera vez en su vida Marjorie se encontró disfrutando de verdad de un cigarrillo, ya que no había fumado más de una docena de veces antes. Se agarró al brazo de George, extasiada, cuando iban caminando por la acera atestada. Aquello era romántico, era la vida tal y como había que vivirla, y George era un hombre maravillosamente listo por haber pensado en hacerlo. Ocuparon unas butacas de tres chelines y seis peniques en un cine y vieron una película que Marjorie quería ver; le daba una satisfacción muy especial pensar que los ignorantes vecinos de las afueras tendrían que esperar dos o tres meses antes de verla en los cines locales.

Todo parecía ir bien. Incluso en el tren de vuelta a casa los dejaron solos en un compartimento antes de haber recorrido la mitad del camino, y Marjorie pudo arrojarse en brazos de George y decirle una vez más cuánto había disfrutado, y cómo le quería, y pudieron besarse, loca y apasionadamente. Mientras estaban absortos el uno en el otro, labios con labios, la alegría de la velada empezó a desvanecerse. Fueron aquellos besos enloquecedores y delirantes los que empezaron a causar problemas otra vez. Dos veces tuvieron que apartarse cuando el tren se detuvo en sendas estaciones, y cada vez Marjorie volvió a él de nuevo, con su esbelto cuerpo rendido entre sus brazos y las rodillas contra las de él.

Estaban borrachos de pasión cuando salieron del tren y fueron andando por Simon Street. George la atrajo hacia la oscuridad del callejón que había junto a las vías del ferrocarril.

—¡Alguien puede vernos! —protestó débilmente Marjorie, pero al momento siguiente ya estaba de nuevo entre sus brazos.

—Ah, no quiero dejarte, cariño —susurró ella—. No quiero tener que volver a casa.

Añadió más combustible a las llamas por lo que le dijo. Ted le había enseñado en su luna de miel, hacía muchos años, a despertar la pasión de un hombre. Ahora lo hacía instintivamente, la elocuencia de sus labios ayudada por su irresistible cuerpo insinuando lo que no se podía decir con palabras.

—¿No sería maravilloso, cariño, que no tuviera que dejarte? —dijo—. Que pudiéramos pasar la noche juntos. ¿No te gustaría, cariño? ¿Te gustaría dormir conmigo?

—Sí… oh, sí —dijo George.

—No hemos pasado nunca una noche juntos —dijo Marjorie—. Ah, cómo me gustaría levantarme por la mañana y ver tu cara junto a la mía en la almohada. Estás tan guapo con el pelo alborotado, cariño…

—Ojalá pudiéramos —dijo George—. Por Dios que deseo…

Deseaba tantas cosas que no podía ni empezar a hacer una lista. Tampoco le ayudaba el tren de ida, que pasó diez minutos después del tren de vuelta, traqueteando por la zanja por debajo de ellos.

—Tengo que irme cuando pase el próximo tren —dijo Marjorie—. Ted es muy listo. Solo diez minutos más, cariño. Ah, amor mío…

—Tengo que verte pronto —dijo George, un momento después, apartándose de sus besos, con la cabeza dándole vueltas—. Tengo que verte. ¿Qué hace Grainger mañana?

—¿Mañana? ¿Qué día es? ¡Ah, jueves! —un recuerdo súbito alteró su tono mientras repetía—: Jueves…

Hizo el mismo cálculo que había hecho Ted. Sabía que el jueves llegaría la crisis.

—¿Qué pasa el jueves? —preguntó George. Sus celos temerosos habían captado la alteración del tono de ella.

—Nada —dijo Marjorie—. Nada, cariño. Pero no creo que Ted salga mañana. No tiene nunca nada especial que hacer los jueves por la noche.

Su tono no era absolutamente convincente cuando mentía. Pero no podía decirle a su amante que la ruptura entre ella y su marido estaba a punto de ponerse de manifiesto, cuando ella le hiciera comprender que existía desde hacía mucho tiempo.

—¿Qué es lo que te preocupa, cariño? —le preguntó George—. Algo te inquieta.

—No, no es nada. En realidad no es nada. Es que no quiero dejarte, cariño. No quiero irme, y, sin embargo, tengo que irme. ¡Escucha! Ya viene el tren.

El siguiente tren se detuvo con un chillido de frenos en la estación que estaba a doscientos metros de distancia. De mala gana él la fue soltando; ella no sentía tanto dejarle, en aquel momento. Temía que él le presionase para que le contara por qué la alarmaba tanto la perspectiva del jueves por la noche.

—Volvamos a Simon Street, cariño —le dijo—. Cuando vuelvo de la estación por la noche siempre voy andando por la carretera, si voy sola, nunca por el callejón.

En la esquina del callejón ella levantó de nuevo la cara hacia él.

—Será mejor que no vengas más allá, cariño —dijo—. Buenas noches. Que duermas bien.

Se volvió y bajó corriendo la cuesta de Simon Street y dio la vuelta a la esquina de Harrison Way. La luz en la ventana del primer piso del número 77 mostraba que Ted todavía no estaba dormido. No se había metido aún en la cama, pero ya estaba medio desvestido cuando Marjorie entró en la habitación.

—Llegas muy tarde —dijo. Eso resultaba consolador. Significaba que el azar no le había revelado cómo había pasado aquella velada.

—Siempre llego tarde cuando voy a ver a Mill —dijo Marjorie.

—Menuda pájara está hecha esa —dijo Ted—. No sé qué tenéis que deciros la una a la otra. Siempre parece que tenéis mucho de qué hablar.

Se puso la chaqueta del pijama encima del pecho peludo y se metió en la cama mientras Marjorie colgaba sus mejores prendas, la falda y la blusa azul marino, de unas perchas.

—Apaga ya la luz —dijo él—. Quiero dormir.

George la había seguido a distancia por Harrison Way. También había visto la luz en la ventana delantera del primer piso, y supuso que Grainger esperaba allí a su mujer. Se le pasó por la imaginación que debía quedarse por allí, por si Grainger había descubierto algo y Marjorie necesitaba su ayuda. Pero la visión de esa luz en el piso de arriba le disuadió. Vio que la luz del vestíbulo se apagaba cuando Marjorie subía al piso de arriba, y supo que ahora ya estaría en el dormitorio con Grainger. La imaginación que ella había estimulado le atormentaba con vivas imágenes mientras permanecía de pie allí, mirando hacia la luz. Grainger estaba contemplando el bello y esbelto cuerpo que a él se le negaba. Ely estaba loco de celos, de pie en la calle silenciosa. La luz estaba apagada, y ella se había metido ya en la cama junto a Grainger. Quizá él pusiera sus ásperas manos en el cuerpo de ella.

Ely casi se queja en voz alta al ocurrírsele aquella idea. Al final se dio la vuelta y se alejó, y anduvo enloquecido por las calles desiertas, de vuelta a Dewsbury Road. Y en la esquina de Cameron Road un nuevo pensamiento, irrumpiendo entre los tormentos de su locura, hizo que dudase en su rítmico paso. Había algo raro en la voz de Marjorie cuando habló del jueves por la noche. ¿Qué había en perspectiva el jueves por la noche que pudiera preocuparla? En la cama, George Ely no encontraba paz. En cuanto podía controlar las imágenes azuzadas por los celos, se despertaba de pronto otra vez, preguntándose qué ocurriría el jueves por la noche.