16

El lunes por la noche, la señora Clair estaba sentada en el salón de su hija. La cara de Marjorie estaba arrugada por la fatiga y la preocupación, y el corazón de la señora Clair estaba desgarrado por ello.

—Ted ha salido, supongo —dijo.

—Sí —respondió Marjorie con desgana.

—¿Has acabado la colada del todo?

—He tenido que dejar la plancha para mañana —replicó Marjorie.

Era un aplazamiento bastante excusable, a ojos de la buena ama de casa, si la colada había sido difícil o las condiciones eran poco favorables. Aquel día había habido buen tiempo, sin embargo. Marjorie seguramente habría tenido un día muy atareado.

—¿Se han portado bien los niños?

—Ah, sí.

—Notarás una gran diferencia cuando el pequeño Derrick sea lo bastante mayor para ir al colegio también —dijo la señora Clair consoladora.

—Supongo que sí —dijo Marjorie.

—Recuerdo que fue así cuando la pequeña Dot pudo ir también al colegio —siguió la señora Clair—. Fue justo cuando empezó la guerra, y tu querido padre se unió a su regimiento.

Marjorie no respondió durante un momento. Tenía la cabeza levantada, como si se esforzara por oír algo.

—Sí, claro —dijo a toda prisa, al final.

Alguien silbaba en el callejón que corría junto a la vía del ferrocarril. La señora Clair lo oyó, y, sin embargo, aunque era muy astuta, no supo a qué se debía.

—¿Has oído a los niños, cariño? —preguntó solícita.

—No. Sí. No —dijo Marjorie.

—Yo no he oído nada —dijo la señora Clair.

Se repitió el silbido, y Marjorie se removió inquieta en la silla. No se le ocurría cómo hacer frente a aquella nueva situación. Solo entonces su madre se dio cuenta de la conexión entre la abstracción de su hija y el silbido en el callejón. Hizo un gesto acomodándose mejor en su silla, como indicación a Marjorie de que no tenía la menor intención de irse, de momento. Marjorie la miró incómoda.

—Las tardes se están acortando ya —dijo la señora Clair con un tono coloquial—. Esa semana oscurece mucho antes.

—Sí —dijo Marjorie.

—Supongo que se están empezando a notar las prisas del otoño en la oficina —siguió la señora Clair—. ¿Ya lo ha notado Ted? El señor Ely no me ha dicho nada al respecto.

—Yo… supongo que sí —dijo Marjorie, desesperada.

—Es por la gente previsora —dijo la señora Clair—, que pide el gas temprano. Yo no tengo paciencia con esos que lo dejan todo para el último momento, ¿y tú?

—Tampoco —dijo Marjorie.

Los silbidos del callejón se estaban volviendo más imperativos e impacientes. Ella se retorcía en su silla, decididamente. La conversación languideció debido al obvio disgusto que ella sentía.

—Estoy terriblemente cansada —dijo Marjorie, al final, desesperada—. Creo que me voy a la cama.

—Sí, ciertamente, yo lo haría, querida —dijo la señora Clair solícita—. ¿Vas a tomar un baño primero? ¿Subo contigo y te acompaño?

—No, no. No hace falta —dijo Marjorie. Se puso de pie, como para obligar a su madre a levantarse también. El silbido fuera parecía cada vez más frenético.

—Sí, la verdad es que pareces cansada, querida —dijo la señora Clair preparándose con enloquecedora lentitud para su partida—. Debes cuidarte mucho.

—Sí, eso haré, madre —dijo Marjorie corriendo hacia la puerta.

—¡Pobre corderita! —dijo su madre besándola en la mejilla.

Fuera, en la calle, murmuró «¡pobre corderita!», otra vez para sí mientras bajaba hacia Dewsbury Road. Su corazón estaba lleno de dolor por su hija. La había herido mucho quedándose allí de una manera tan enloquecedora, cuando los nervios de Marjorie estaban tensos, pero lo había hecho deliberadamente y todo era por el bien de su hija, al final. Se dio cuenta con certeza de que debía llevar a los dos amantes a la total exasperación, calentarlos hasta el punto de ebullición, costase lo que costase. Era una lástima tener que tratar así a su hija y al pobre señor Ely, pero todo era por su bien.

Mientras tanto, en la oscuridad del jardín, junto al saúco, había explicaciones y casi recriminaciones.

—Querida, ¡cuánto has tardado! ¿Por qué no venías, cariño? Me habrás oído silbar…

—No podía, amor mío. Mi madre estaba aquí.

—Podías haber dicho que tenías algo que hacer en la cocina.

—Habría venido conmigo, si hubiese dicho semejante cosa. Además, ella sabe perfectamente que no tengo nada que hacer en la cocina a esta hora de la noche. No podía venir, cariño. Al final, he tenido que decirle que me iba a la cama para que se fuera. Lo siento muchísimo, querido.

—¿Y Grainger dónde está?

—Ha salido. Pero no sé cuándo volverá. No puedo parar ni un solo minuto, cariño. Ay, amor mío…

No bastaba con besarse y abrazarse allí en la oscuridad. La sensación de frustración y exasperación persistía, intensificada si cabe. Marjorie notaba la irritación de su amante, y el temor se añadía a su amargura.

—Dime que me amas, querido —susurró—. Dime que siempre me querrás.

—Ah… te quiero, cariño —dijo él quizá por centésima vez desde que la había rescatado, pero aquella vez había algo en su voz que parecía querer añadir un «pero» después de esa declaración.

—Esto es horrible —dijo al cabo de un momento refiriéndose a ese «pero» no pronunciado. Y planteó la pregunta que había formulado Marjorie por primera vez—: ¿Qué vamos a hacer?

Marjorie hizo lo que pudo para tranquilizarle.

—No te preocupes, cariño —susurró apresurada—. Todo irá bien. Te juro que todo saldrá bien.

Inconscientemente estaba repitiendo las mismas palabras que su amante le había dicho a ella. Exactamente igual que él había repetido la pregunta que ella le hizo. Si ella le perdía, se quedaría sin un solo amigo en el mundo, pensó. Todo sería sufrimiento y dudas, peligros y dificultades, y un enorme vacío en su vida, y solo con pensar en aquello se quedó consternada. No podía prever ningún tipo de futuro ni siquiera con George como amante, pero si George la abandonaba, si la paciencia de George llegaba a su fin, sería el fin de todo. Le pareció que se moriría, en tal caso.

Le apretó contra su pecho, y la pasividad de él, que casi era resistencia, la advirtió de nuevo de su descontento.

—Te amo, cariño —susurró ella.

Quiso consolarle, reconciliarle un poco más con sus circunstancias. Lo único que sabía de los hombres, casi, lo único que sabía de cómo complacerles y gratificarles se lo había enseñado Ted… Ted, el posesivo, el ávido de gratificaciones, el egoísta, el lujurioso, el de mente sucia.

—Te amo, cariño —dijo de nuevo—. Te amo por entero. Y soy tuya también. Puedes hacer lo que quieras conmigo. Pégame, si quieres. Mátame, si quieres. Te pertenezco, cariño, absolutamente, hasta el último trocito de mi ser.

Sus susurros eran enloquecedores, eran como la bebida para un chico (porque temperamentalmente eso es lo que era él) que se halla enfrascado en su primer amor. Y halagaban su sentido de la posesividad, también, tal y como pretendían.

—¡Odio a Grainger! —susurró furioso.

—Él no significa nada para mí. Nunca ha sido nada y nunca lo será, cariño, te lo juro —susurró ella a su vez. No mentía deliberadamente—. No sé por qué me casé con él. Es odioso. Supongo que quería tener hijos, algo así. O nunca pensé que conocería a alguien como tú, querido. Es a ti a quien quiero. Él nunca me pondrá ni un dedo encima, nunca más, cariño. Nunca.

Tenía al menos tres días ante ella antes de que volviera a surgir el problema con Ted. Podía hacer promesas libremente cuando la crisis estaba todavía tan lejos en el futuro, y tenía intención de cumplirlas, desde luego. No hacía aquellas promesas simplemente para calmar a George. Las estaba haciendo para sí misma también, preparándose con energía para la lucha que iba a seguir. Nunca volvería a ser débil… Sentía náuseas cuando recordaba cómo se había prostituido con Ted en el pasado, simplemente por el temor a tener problemas. Nunca más volvería a hacer aquello. Con loca exaltación, se lo prometió, susurrando febril.

Y mientras lo hacía, hubo un súbito cambio en la iluminación del jardín: alguien había encendido la luz del salón y esta salía por la puerta ventana.

—¡Ted ha vuelto! —dijo Marjorie llena de pánico.

Se desligó de los brazos de George, consumida por el loco terror al descubrimiento.

—Adiós, cariño —susurró. Solo tuvo tiempo para aquello… y corrió de puntillas por el sendero del jardín. Abrió la puerta de la cocina con precaución, pero mientras lo hacía, oyó que alguien encendía el interruptor de la luz eléctrica. Se encontró con Ted en la cocina; él había entrado por una puerta mientras ella entraba por la otra.

—¿Dónde demonios estabas? —exigió Ted enfadado—. Pensaba que no había nadie en casa.

La mente divagante de Marjorie se aferró a un recuerdo antiguo de la única ocasión en que tuvo que salir al jardín de noche.

—Unos gatos —dijo, y en cuanto empezó a desgranar la mentira, el resto salió con mucha mayor facilidad—. Maullaban horriblemente… y me ha dado miedo que despertaran a Derrick. He salido a espantarlos.

—Ah —dijo Ted, y luego, de mala gana, añadió—: Vale.

El corazón de Marjorie latía con desesperación mientras entraba tranquilamente en el salón. Solo quería dejarse caer en su sillón, pero con un esfuerzo se controló y se esforzó por sentarse con toda tranquilidad y normalidad. Tenía un miedo terrible de que los latidos de su corazón la traicionaran en la palidez de sus mejillas. Quería apartarse de Ted para ocultárselo, pero no se atrevía. Tuvo que mirarle a los ojos.

—¿Ha estado aquí tu madre esta noche? —preguntó Ted.

—Sí —respondió Marjorie. Aquello al menos era verdad.

—Ya me lo imaginaba. Ella siempre cierra la cancela cuando se va.

Era una prueba de lo perspicaz que era Ted, de que se había librado por muy poco. Marjorie sabía que aquella noche había apurado todo su margen de seguridad. Un descubrimiento de circunstancias sospechosas por parte de Ted podía pasar, pero dos, nunca. Y se estremeció mentalmente al pensar con sangre fría en lo que podía ocurrir si Ted llegaba a descubrir su intriga. Ted se pondría loco de furor, eso lo sabía… y no en el sentido habitual de enfurecerse, sin más. Sería cruel, despiadado, brutal. De todas las afrentas que podían hacérsele, la infidelidad de su esposa sería la más insoportable, la que vengaría de una manera más implacable. Para ella, el divorcio y la separación de los niños; para George, el despido y la ruina… Esas serían las menores de las penas que les aplicaría. Quizá le pegase. Se vio por un momento chillando de dolor bajo sus manos. Dos veces ya en su vida de casada le había pegado con la intención de hacerle daño, pero eso sería muchísimo peor, cien veces.

Se le metió en la cabeza otra idea que hizo que se pusiera tensa y rígida en su sillón. Podía matarla. Ya había matado antes, sin piedad ni misericordia. Era lo bastante listo, desesperado y violento. Si ella intentaba defenderse alguna vez de él revelándole que conocía su crimen, y amenazándole con recurrir a la ley, él sin duda la mataría cuando se viera en peligro. Ella se hallaba en un peligro mortal, peligro que podía hacerse inminente, en cualquier momento.

—¿Pero qué demonios te pasa? —le preguntó Ted, de repente.

Marjorie salió trabajosamente de los malos sueños que la invadían y miró a su alrededor, con tanta amabilidad como pudo.

—Estás ahí sentada bufando y resoplando —dijo Ted—. Te has puesto blanca como el papel.

Le quedaba la misma mentira de viejecita a la que podía recurrir de nuevo, gracias a Dios.

—Es que me dolía —dijo—. Este asunto mío… he lavado demasiada ropa hoy.

—Supongo que es culpa mía —dijo Ted—. Cualquiera pensaría que no has tenido tres semanas de vacaciones. Ojalá no te hubiese dejado ir, para volver así. Supongo que ahora tardarás meses en volver a tener la casa en condiciones. Pero claro, eso no me importa en absoluto.

Ted se sentía ofendido, posiblemente incluso con justificación, aunque él mismo no estaba seguro de por qué. A medida que iban pasando los años la actitud del uno con el otro había ido cambiando tan lentamente que el cambio resultaba imperceptible. Pero siete años antes, por ejemplo, si Marjorie se hubiese visto obligada a dejarle solo durante tres semanas, a su regreso se habría volcado en su afecto y ternura hacia él. Se lo habría contado todo, buscando su atención, y le habría seguido con los ojos. Sin comparar de una manera clara, Ted era muy consciente del lento cambio que había experimentado ella aquella noche. Quería que su mirada le halagase, quería que ella dependiese moralmente de él. Le irritaba inconscientemente que ella fuese capaz de arreglárselas sin él.

Él no era lo bastante avispado, o bien Marjorie se había mostrado demasiado reservada, o la ocasión no había resultado propicia para que él notase un cambio decidido desde la muerte de Dot, o desde las vacaciones de Marjorie. Por el momento, de una manera muy indefinida, él esperaba con impaciencia el momento en que pudiera sujetarla de nuevo, que estaba ya próximo. Sabía por experiencia que aquella era una buena manera de reducirla por completo a la dependencia hacia él. Y alternativamente decidía, de una manera vaga e inconsciente, administrarle si era necesario algún tipo de lección que le enseñara cuál es la obligación de una mujer y lo que debe al marido que gana el sustento para ella. Empezaba a necesitarla, pensó. Se aseguraría de que fuera así el jueves siguiente. Esa fue su decisión final, que llegó después de contar los días con los dedos.