La señora Clair no parecía dormir nunca. No había duda de que dormía, pero era durante breves períodos que después no recordaba, alternando con intervalos de vigilia por la noche durante los cuales yacía en la cama observando los cuadrados débilmente iluminados de la ventana que primero se iban oscureciendo paulatinamente, y luego, a medida que se aproximaba el amanecer, se volvían cada vez más luminosos. Esos intervalos de vigilia nunca le parecían demasiado largos. No le preocupaba su insomnio, más bien lo agradecía. Sentía que empleaba su tiempo con provecho, pensando en sus planes y odiando a Ted… Tenía la sospecha de que simplemente yaciendo en la cama y vertiendo su veneno en pensamientos le estaba haciendo algún daño, no tanto como se merecía, desde luego, pero sí lo suficiente para constituir una especie de retribución hasta que llegase el pago final.
El lunes por la mañana no se contentó con yacer en la cama hasta el momento habitual de levantarse; tenía muchas cosas que hacer aquel día. Se levantó temprano y bajó al piso de abajo sin hacer ruido para no molestar al señor Ely. Escuchando ante su puerta con atención oyó su respiración regular. Al final se había dormido; ella sabía que él también pasaba gran parte de la noche sin dormir porque había oído el interruptor de la luz encenderse y apagarse, y luego le había oído dar vueltas inquieto en la cama. Sabía qué era lo que le preocupaba, había visto su cara cuando volvió a casa la última noche. Resultaba muy satisfactorio para ella saber que antes de que pasara mucho tiempo todo iría bien y él sería tan feliz como largo era el día, con su querida Marjorie y con Derrick y Anne salvados para siempre de las garras de aquella bestia de Ted, ese demonio de Ted.
Al levantarse temprano, pudo trabajar dos horas enteras lavando la ropa que se había acumulado; se alegraba mucho de quitarse aquello de encima para poder estar libre para las actividades que preveía. Frotó y aclaró. Salió al pequeño jardín y preparó la cuerda de tender. Estaban ya a mediados de agosto, y aquella hora temprana de la mañana traía consigo el débil atisbo del otoño que se aproximaba, que se notaba apenas y, sin embargo, era amplio y extenso, trayéndole a la memoria todo el otoño con una sola exhalación: la niebla de la mañana, los colores cambiantes, las hojas que caían, las hogueras de los jardineros, los sábados por la tarde; preparar las primeras chimeneas para las primeras tardes frías, budín de sebo en lugar de tapioca para comer, y sacar el abrigo de invierno para ver si realmente podía durar otro invierno más.
Aquel invierno, pensó la señora Clair mientras tendía la ropa con las pinzas en la cuerda industriosamente, sería muy feliz. Aunque la querida Dot se había ido, Marjorie y los niños serían ya libres y felices. La señora Clair, con el pálido sol de la mañana brillando en sus ojos mientras levantaba los brazos hacia el tendedor, pensó que cuando todo estuviese arreglado, cuando ese animal de Ted hubiese tenido al fin el destino que se merecía, ella podría permitirse envejecer por fin y contemplar su final con ecuanimidad. Mientras tanto, era hora de dejar ya la colada e ir a llamar al señor Ely, y procurar que fuese al despacho a tiempo. Sería la primera mañana desde hacía tres semanas; era mejor que procurase que todo estuviese listo.
La cara del señor Ely a la hora de desayunar aparecía tensa y pálida a pesar del bronceado que había conseguido aquellas vacaciones. Ella sabía muy bien lo que estaba sufriendo el pobre muchacho. No importaba, no duraría mucho. Le animó a comerse los huevos revueltos (ya sabía cuáles eran sus platos favoritos) y le vio salir por la puerta a las nueve menos veinte, con mucho tiempo para llegar puntual al despacho. Luego, diligentemente, ella se dedicó a las tareas rutinarias del día, barrer y limpiar, lavar los platos del desayuno y pelar las patatas para la comida. Ya era hora de inspeccionar las cosas que había tendido. Las cosas de lana las dejaba, pero lo blanco y lo de color ya estaba listo para la plancha, y las sábanas para escurrirlas con el rodillo.
A las once en punto tuvo un rato libre; miró el reloj como había hecho ya una docena de veces e hizo un nuevo cálculo. A la una y media comía Ely (él salía a comer cuando volvía Ted), y tenía una hora libre. Se puso el sombrero y los guantes, y con el bolso y su bolsa de cuero para llevar cosas se dirigió hacia las tiendas de High Street. Estaba decidida a no perder tiempo alguno para prepararlo todo en anticipación de sus planes.
La fortuna la favoreció de inmediato: un claro ejemplo de la recompensa que aguarda a las personas que se ponen en el camino de la buena suerte.
La señora Taylor estaba acercándose justamente al Mountain’s Café cuando se la encontró la señora Clair.
—Buenos días —saludó la señora Clair.
—Buenos días —respondió la señora Taylor—. Qué morena está usted. ¿Ha tenido unas buenas vacaciones?
—Sí, gracias. Las hemos disfrutado todos, aunque por supuesto hemos echado mucho de menos a mi yerno.
—Claro —dijo la señora Taylor.
La conversación se detuvo, como si las dos mujeres se estuvieran preguntando qué decir a continuación.
—¿Dónde está la señora Posket? —preguntó la señora Clair. La señora Taylor y la señora Posket eran tan inseparables que aquella era una pregunta inevitable, en el improbable caso de que la señora Taylor se encontrase sola.
—Se ha ido —dijo la señora Taylor—. Se fue de vacaciones ayer, el día después de que llegaran ustedes.
—Supongo que la echará de menos —dijo la señora Clair.
—Pues sí, un poco —replicó la señora Taylor con pesar.
—¿Ha visto hoy a Marjorie?
—Pues estaba sacando la colada a tender cuando yo he vuelto —dijo la señora Taylor—. Parecía mucha ropa.
—Claro, después de unas vacaciones de tres semanas… Intentaré ir un rato hoy y ayudarla un poco. Bueno, supongo que las dos tenemos que hacer nuestras compras. Adiós, señora Taylor.
La señora Clair, caminando muy decidida a lo largo de la acera de High Street, se sentía muy contenta con la información que había recibido. Le preocupaba un poco la señora Posket. Nunca se sabe el daño que puede hacer una mujer así, tan chismosa y entrometida. Especialmente con aquel callejón que iba a lo largo de la vía del ferrocarril, en la parte de atrás de la casa, y sabiendo que George Ely salía por las noches y volvía agobiado y preocupado. Le encantó oír que la señora Posket estaría fuera y no podría hacer daño alguno durante diez días, más o menos. Y era natural que Marjorie tuviese mucha colada que hacer aquel día. A la señora Clair le habría gustado acercarse y ayudarla a planchar. Quizá, si todo iba bien, tendría una oportunidad más tarde. De otro modo, Marjorie tendría que arreglárselas sola lo mejor que pudiera. La señora Clair no pensaba desviarse de sus designios por una consideración tan nimia como la comodidad de Marjorie durante un solo día. Pronto Marjorie sería libre y feliz.
El banco de High Street estaba atestado de gente, como siempre el lunes por la mañana. Los comerciantes locales ingresaban su recaudación del fin de semana. Normalmente, la señora Clair tenía el tacto suficiente para no soñar siquiera con molestar a los atareados cajeros en un momento semejante, pero aquel día era distinto. Quería tenerlo todo preparado.
Esperó pacientemente su turno hasta que un cajero quedó libre.
—Buenos días, señora Clair.
—Buenos días. ¿Le importaría decirme cuál es mi saldo?
Ella conocía la cantidad, por supuesto, libra más o menos, pero quería estar segura. El cajero se metió en las oficinas del banco y luego volvió con un trocito de papel doblado que le pasó por encima del mostrador. La señora Clair lo leyó: 52 libras, 10 chelines y 11 peniques. Con mucho cuidado escribió un cheque por cincuenta libras a pagar en efectivo, eliminó el cruzado del cheque y se lo pasó al cajero.
—En billetes de una libra, por favor —dijo en voz baja.
Las cejas del cajero se elevaron un poco al leer el cheque. Con ligera reluctancia le tendió el sobre lleno de dinero.
—Es mucho dinero, señora Clair —dijo—. Procure ir con cuidado.
—Sí, sí, tendré cuidado. Mucho cuidado —dijo la señora Clair muy tranquila.
Se guardó el dinero en el monedero y salió del banco. Aquel era el primer paso que daba. Pasara lo que pasara ahora, tenía cincuenta libras en billetes que no se podrían rastrear. Era solo una medida preventiva. Pensó que era muy poco probable que tuviera que usarlos alguna vez. Probablemente al cabo de una semana o dos, cuando todo estuviese arreglado, devolvería el dinero a su cuenta y se entregaría con mansedumbre a la sonrisa divertida del cajero, como mujer que, obviamente, no sabe manejar sus asuntos financieros. Valía la pena sufrir aquello a cambio de encontrarse a salvo.
En su recorrido por High Street había llegado ya a la ferretería Cárter, y entró. El señor Cárter en persona vino a atenderla.
—Buenos días —dijo la señora Clair—. Quiero un hacha. Para cortar leña y esas cosas.
—¿Un hacha, señora? Desde luego. Tenemos esta pequeña, a seis con nueve. Y un tamaño más grande a ocho con nueve. Y aquí tenemos otra forma, bastante recomendable también. El borde es de acero cromado, garantizado que no se oxida ni se mancha. Un artículo excelente por ocho con seis, señora.
La señora Clair miró todos aquellos objetos mortíferos que yacían en el mostrador donde los había colocado el señor Cárter, con sus bordes brillantes y sus mangos hábilmente curvados. Era extraño lo fácilmente que se podían comprar. La repelían tanto que no quería ni tocarlos, pero hizo un esfuerzo y levantó la mano y cogió una de las hachas del mostrador. La balanceó con cuidado en la mano. En años posteriores, este sería uno de los recuerdos más vivos del señor Cárter, ver a aquella encantadora dama anciana de pie en su tienda, sopesando cuidadosamente el equilibrio del hacha.
—Gracias —dijo—. Me llevaré esta.
—¿La de ocho con seis, señora? Ciertamente. ¿Quiere que se la envíe?
—No, gracias. Me la llevaré yo misma.
El hacha, envuelta en papel marrón con todo el anticuado cuidado que ponía habitualmente el señor Cárter, pesaba mucho en la bolsa que colgaba de su muñeca cuando salió una vez más a High Street. El reloj de Tomlin’s le dijo que todavía tenía veinte minutos antes de volver a prepararle el almuerzo al señor Ely. Pasó esos veinte minutos caminando rápidamente por las calles de las afueras, completando sus compras. Bajó por Marvel Lane y pasó ante la comisaría de policía. Subió por Simon Street, y sus ojos rápidos y amables miraron a ambos lados, buscando al sargento Hale. No le vio.
Por supuesto, se dio cuenta de que era de un optimismo exagerado pensar en encontrárselo en un simple paseo de veinte minutos. Podían pasar días antes de que se encontrase con él aparentemente por casualidad en la calle. No importaba, ella seguiría intentándolo. Probablemente, se dijo, tuviera días suficientes, y si no los tenía, si las cosas llegaban a una crisis antes de encontrarse con él, no tenía demasiada importancia. Aquel encuentro era una simple precaución, un adorno adicional, como sacar el dinero del banco… no como la compra del hacha, que formaba parte integral y esencial de su plan.
Cuando George Ely volvió a casa encontró una agradable comida esperándole, carne fría, patatas y ensalada, y un budín de leche, y también un buen trozo de queso. En la mesa auxiliar del comedor se encontraba la bolsa de cuero de la señora Clair y un par de paquetes.
—¡Dios mío! —dijo la señora Clair cuando sus ojos descansaron en ellos—. No tendría que haber dejado aquí estas cosas. He debido de dejarlas aquí y se me ha olvidado llevármelas a la cocina. Pero es que he tenido muchas cosas que hacer hoy, justo después de volver de las vacaciones…
—Claro —dijo Ely.
La señora Clair empezó a reunir todos los paquetes. De la bolsa sacó el hacha, descubierta (porque había quitado el papel con el que el señor Cárter la había envuelto tan cuidadosamente).
—Esa cosa da un poco de miedo —dijo Ely.
—¿A que sí? —accedió la señora Clair—. Quería tener una desde hace tiempo, porque hay que cortar muchas cosas en el jardín. Creo que es buena, ¿verdad?
Le pasó el objeto y Ely la sopesó en la mano, igual que acababa de hacer la señora Clair en la tienda.
—Parece que es buena —dijo Ely, despreocupado, y se la devolvió.
Él no volvió a pensar deliberadamente en aquel objeto después de que la señora Clair hubiese conseguido su objetivo. En el futuro, Ely siempre sería consciente de la existencia de aquella hacha; su súbita aparición no le sorprendería, ni haría que se detuviera a pensar por un momento. La señora Clair, en la exaltación de espíritu resultante del odio que la consumía, era una psicóloga astuta y clarividente.
Cuando hubo lavado los platos de la comida y vio que Ely se iba de nuevo a la oficina, y finalmente hubo acabado la colada, se puso de nuevo el sombrero y la chaqueta. Le habría gustado mucho ir a ayudar a Marjorie, pero en aquel momento había algo más urgente que hacer para adelantar sus planes: solo una medida de precaución, como la retirada del dinero del banco, pero juzgaba que era preferible llevarla a cabo en lugar de facilitarle las cosas un poco a Marjorie. Al cabo de unos pocos días nada más, Marjorie tendría las cosas mucho más fáciles; podría soportarlo hasta entonces.
Pulcramente calzada y con los guantes puestos, con su discreto sombrero, blusa y falda, la señora Clair se dedicó a recorrer de nuevo las calles de las afueras. Subía por una de las empinadas calles y bajaba por otra, recorrió High Street, bajó por Marvel Lane y pasó junto a la comisaría de policía; volvió a subir de nuevo por High Street, luego por Simon Street, casi hasta la esquina de Harrison Way, y pasó la tarde caminando recatadamente en constantes y amplios círculos por el distrito. A los ojos de cualquier viandante podía estar ocupada haciendo diversos recados: comprar, visitar a alguna amiga o confirmar las referencias de una criada. Hacia las cinco ya estaba desconsolada y cansadísima, y cometió la extravagancia de entrar en el Mountain’s Café para tomar un té, pero a las cinco y cuarto ya había salido de nuevo y caminaba otra vez rápidamente, examinando con sus ojos agudos todas las calles laterales cuando pasaba por las esquinas.
Al final le vio, cuando solo le quedaban diez minutos antes de dirigirse a casa de nuevo, dispuesta para el regreso del señor Ely. Era el sargento Hale, que caminaba con su imponente robustez por Cameron Road. Le vio justo a tiempo para poder dar la vuelta con toda naturalidad hacia aquella dirección, como si hubiese sido esa su intención antes de verle. Cruzó la calle en diagonal con un rumbo que le pondría necesariamente en su camino.
El sargento Hale la vio acercarse. Había pasado un mes o más desde la última vez que la vio, pero gracias a su memoria policial, la reconoció de nuevo. Al ver que andaba hacia él pudo asegurar que ella estaba deseando hablar con él: alguna sutil indicación en su porte lo demostraba. También estaba deseando hablar con él la última vez que se encontraron. El sargento Hale cambió a la señora Clair de una casilla a otra en su mente. Ahora la ponía junto con los pesados y los que hacen perder un tiempo inútil, en un lugar bastante bajo de su lista, eso es cierto, pero aun así, formando parte de ella. No estaba tan arriba como para evitarla con cuidado, sin embargo. Era solo una de esas personas con las cuales siempre hay que intercambiar unas pocas palabras, sin provecho alguno, y que simplemente consumen tiempo en una cantidad considerable que podría ser empleado de otra manera cualquiera.
—Buenas tardes, señora —dijo con resignada cortesía.
—Buenas tardes, sargento. Espero que se encuentre usted bien.
—Sí, muy bien, gracias, señora. ¿Y usted?
—Muy bien, gracias. Acabo de volver de unas bonitas vacaciones junto al mar.
—Qué bien —comentó el sargento Hale.
Con eso habría terminado, pero la señora Clair se mantenía en una postura tal que si seguía andando junto a ella parecería una gran descortesía.
—Mi hija venía conmigo —dijo la señora Clair en plan chismoso—. La que prestó declaración cuando la investigación.
—Ya me acuerdo de ella, señora.
—Me alegro de que pudiera irse de vacaciones —siguió la señora Clair—. Aquel asunto tan espantoso la deprimió muchísimo.
—No me sorprende oírlo, señora.
—Pero me habría gustado —dijo la señora Clair tajante— que hubiese venido también mi yerno. No pudo hacerlo porque tenía muchísimo trabajo en la oficina. Me preocupa mucho.
—¿Sí, señora?
—Sí, a veces se porta de una manera un poco rara. Me temo que todo ese trabajo le está afectando los nervios, especialmente tan pronto después de la investigación. Pero no sé por qué le cuento todo esto. Tendría que contárselo a un doctor, en todo caso. Adiós, sargento.
—Buenas tardes, señora.
El sargento Hale siguió andando con robusta dignidad. Mentalmente desplazó varios lugares más abajo a la señora Clair en su lista de pesados y personas que hacen perder el tiempo. Era capaz de dejar de hablar por voluntad propia, cosa que en sí misma bastaba para eliminarla de la clasificación por completo. Y lo que había dicho, al menos tenía un poco de interés para un oficial de policía. Siempre convenía saber que había personas que se comportaban «de una manera rara» y cuyo trabajo «le está afectando a los nervios», aunque al mismo tiempo tuviese que escuchar también comentarios irrelevantes sobre las vacaciones, y aunque (como le habían demostrado muchos años de experiencia) ni una sola vez entre mil aquello tuviera consecuencias interesantes para la policía. Ese pequeño cotilleo entre mil del mismo tipo podía tener su utilidad.