Marjorie estaba tan cansada cuando George se fue que apenas sabía lo que estaba haciendo. Hizo un esfuerzo y encendió la luz del salón, y gradualmente sus ojos se acostumbraron a su brillo. Se arregló el pelo mirándose en el espejo que colgaba de la pared (Dot se lo había regalado cuando se casó) y movió los muebles hasta colocarlos bien ordenados. Se dirigió a la cocina, débil, y sacó algo de pan, mantequilla y queso, por si Ted quería cenar algo a su vuelta. A veces lo hacía. Entonces se sentó en el sillón de Ted a esperar su regreso. Se le caían los párpados y se durmió en seguida.
El golpe de la puerta de la calle la despertó de repente. Perpleja y atontada, al principio no se dio cuenta de dónde estaba ni lo que estaba haciendo, porque hacía una docena de años que no se había dormido en un sillón. Vio a Ted de pie, mirándola, e hizo un esfuerzo por ponerse de pie, llena de pánico. En aquel estado de estupidez que la invadía, sentía como si hubiese ocurrido algo que revelase su infidelidad. Se sentía asustada y desprevenida.
—¡La Bella Durmiente! —exclamó Ted, cordialmente, y luego, observando que el color de ella iba y venía, añadió, preocupado—: Eh, ¿qué te pasa, nena?
—Tienes la cena en la cocina —dijo Marjorie, que al final encontró algo que decir.
—No quiero, gracias. Lang y yo hemos comido unas galletas y queso en el Crown. Pero hay algo que sí que quiero.
Y pasó un brazo por detrás de ella antes de que ella pudiera escaparse, y la sujetó junto a él mientras seguía hablando.
—¿Sabes que no me has besado aún? Llevas tres semanas fuera y todavía no has dado ni un solo beso a tu pobre maridito…
Marjorie olía la cerveza en su aliento. Sus sentidos, que se iban recuperando, observaron la expresión de él. Se daba cuenta de que aquella noche él estaba de un humor poco habitual, pero que ya conocía. Se iba a poner sentimental y lacrimógeno.
—Bueno, no te has portado demasiado bien conmigo al llegar a casa —respondió Marjorie con ligereza, apartándose de él—. Has estado muy desagradable.
—Estaba harto —protestó Ted—. Lo he pasado fatal, con los auditores, el trabajo de casa, y comprar y todo. Creía que estarías ya en casa cuando volviera de la oficina, con la comida lista y todo eso. Como no estabas, me he cansado de esperarte. Y cuando has llegado, me ha cabreado mucho ver a ese jovenzuelo de Ely con su coche llamándote «Marjorie». Por eso ha sido. Démonos un beso, mujer.
Intentó atraerla hacia él, pero ella se retorció y se libró de su presa, buscando desesperadamente hacer tiempo.
—No creo que te lo merezcas —dijo.
—Ah, sí, claro que sí, guapa. De verdad que sí. Me he portado de maravilla todo el tiempo que habéis estado fuera.
La butaca que ella tenía detrás le impedía la retirada, y él pudo agarrarla de nuevo. Cuando sus brazos la rodearon ella pensó momentáneamente en los brazos de George a su alrededor, y tembló un poco entre los brazos de su marido. Otro pensamiento de una claridad terrible llegó hasta ella. Aquellos eran los brazos que habían arrastrado el cuerpo desmayado de Dot hacia el horno de gas, y la mano peluda que le acariciaba la mejilla había abierto los grifos del gas y la había matado. Aquello aclaró su cerebro como una ducha fría.
—¡Tesoro! —exclamó Ted—. ¡Mi niña preciosa! Me he sentido muy solo sin ti.
La besó antes de que ella tuviese tiempo de impedirlo, pero en la mejilla, no en los labios, que estaban consagrados a George Ely. Cuando Ted estaba de aquel humor ella podía manejarle mucho más fácilmente que en cualquier otro caso, afortunadamente. Las manos peludas empezaron a acariciarla, aquí y allá. Ella se armó de valor y le miró suplicante.
—Estoy cansadísima —dijo, lastimera—. Había mucho que hacer hoy…
No tuvo que fingir para obtener el efecto que deseaba, porque estaba mortalmente cansada. Su cara exhausta habría fundido un corazón de piedra.
—¿Cansada, cariño? —repitió Ted.
—Muy, muy cansada…;
Se obligó a levantar la mano y acariciarle la cara; en los primeros días de su matrimonio, se había esforzado de una manera similar para tocar la carne cruda, cuando tenía que cortarla para el estofado. Le acarició la cara, apelando con todas las libras de su ser a su lado indulgente y sentimental.
—Vete directamente a la cama, cariño —dijo—. Estaré mejor mañana.
Ted la soltó y ella respiró aliviada.
—Sí, tienes razón, cariño —dijo paciente y magnánimo—. ¿Vienes ya?
—Subiré dentro de un minuto. Aún tengo que hacer un par de cosas.
Ted era como Derrick, en el sentido de que se dormía en cuanto se metía en la cama… a menos que esperase algo de ella. Marjorie perdió un poco de tiempo en el piso de abajo, preparando el desayuno, y cuando subió las escaleras vio que su suposición era correcta. Ted se había dormido ya; ella podía desnudarse y meterse en la cama a su lado sin despertarle. Mientras acomodaba la almohada a hurtadillas, se le ocurrió que los acontecimientos de aquel día (la limpieza de The Guardhouse, el viaje en coche a Londres) parecía que habían ocurrido hacía semanas. Se quedó pensativa antes de dormirse también, completamente exhausta.
El domingo por la mañana amaneció lluvioso, el primer chaparrón fuerte desde hacía tres semanas y media. Fue muy bienvenido en Londres, después de los días asfixiantes que lo habían precedido. El agradable olor de las calles lavadas de polvo llegó a través de las ventanas del dormitorio mientras Marjorie se vestía. Oía a Derrick y Anne parloteando en la habitación de Anne cuando bajó las escaleras a encender el gas bajo la tetera. A Marjorie, por alguna razón desconocida de su temperamento, o quizá por antigua coincidencia de circunstancias, quizá simplemente a causa de sus nueve horas de sueño profundo y sin sueños, la mañana le pareció estar llena de promesas de felicidad, y los grises cielos y la lluvia que caía constante contribuían a ello de alguna manera. No le preocupaba el futuro mientras emprendía su trabajo matutino. Las cosas iban a salir bien, de eso estaba segura; ni siquiera tenía que decírselo a sí misma: aquel conocimiento formaba una parte intrínseca de su ser.
Llevó a Ted una bandeja de desayuno bien servida, y él se quedó en la cama hasta tarde, como le gustaba los domingos por la mañana. La lluvia era lo bastante fuerte, realmente, para mantenerle en casa todo el resto de la mañana, ocupado con el periódico y el programa de Radio Luxemburgo. Los domingos por la mañana él solía bajar al Crown a reunirse con sus compañeros de juergas del sábado por la noche, pero para Ted aquel no era un compromiso tan desesperadamente importante como los sábados por la noche. En realidad no le importaba perdérselo, especialmente, dado que por algún motivo u otro tenía por costumbre, si bajaba al Crown el domingo por la mañana, beber ginebra con angostura, tres o cuatro, en lugar de su cerveza habitual. Y la ginebra le sentaba mal, y lo sabía perfectamente mientras se la bebía. Se ponía muy nervioso e irritable después de comer si había bebido ginebra antes. De modo que, cuando la lluvia le mantenía encerrado en casa, sentía toda la virtud de aquel que valientemente ha resistido la tentación.
Le quedaba poco dinero después de las tres semanas de soltería, y era bueno pensar que tenía tres o cuatro chelines más gracias a haberse negado algo a sí mismo inteligentemente. La rubia que había conocido con Riddell la semana anterior parecía muy guapa. La próxima vez que la viera intentaría tener unas palabritas con ella cuando Riddell estuviese ocupado, y citarse con ella para ir al cine. Las chicas con una risa tan aguda como aquella, normalmente, estaban muy bien, si podías cogerlas a solas.
Ted tenía una expresión con la cual describía la existencia ideal. La llamaba «la vida de lord». Aquel domingo en particular parecía aproximarse mucho a ello. Lo primero y esencial era la ausencia total de cualquier cosa que hacer, ningún trabajo que hacer, ninguna ocupación extraña. Tenía que hallarse ausente también la necesidad de hacer algo, que con raros intervalos, a veces le afligía y estropeaba un día que de otro modo hubiera resultado prometedor. Nada que hacer y todo el día para hacerlo, hasta la noche. Desayunar en la cama, regodearse un buen rato, como había hecho aquella mañana. Una ociosidad tan completa que no se sintiera tentado a romperla ni siquiera saliendo a tomar una bebida. Una buena comida… ese era otro ingrediente esencial de la vida de un lord. Luego más ociosidad, que durase tanto y tanto que llegase casi hasta el punto de empezar a aburrirse. No tanto como para llegar a aburrirse de verdad, pero que uno tuviera el placer de saber que podía llegar, y evitarlo, y que el deseo de una bebida llegase en el momento exacto en que seguir sin hacer nada pudiera convertirse en algo tedioso.
La cerveza iba bien entonces. Combinaba perfectamente con los demás factores que formaban parte de la vida de un lord, como si unos músicos fuesen creando un acorde soberbio añadiendo nota a nota, y cada una de ellas le otorgase mucha más riqueza y armonía, no extraña ni desconocida, sino cada una a su manera anticipada, esperada y satisfactoria. No estaba Riddell con su rubia, pero Ted no había esperado verlos… Riddell solo aparecía por allí el día que las tiendas cerraban más temprano. Pero no importaba. La rubia podía esperar un tiempo, desde luego. Tenía a Madge en casa.
Solo a veces era necesaria una mujer nueva en la vida de un lord. Según la experiencia de Ted, una mujer se volvía a colocar muy alta en su estima tras unas pocas semanas de ausencia o de privación de ella. Recuperaba parte del encanto de la novedad, y no necesitaba tediosas sesiones de doma. Él esperaba aquella noche con gran ansiedad. No quería obsesionarse con el fiasco de la noche anterior. Aquello estaba pasado y enterrado. El día anterior había experimentado un enervante ataque de terror, el primero desde hacía mucho tiempo, que le había puesto de muy mal humor. Era un terror sin motivo alguno, ya lo sabía, pero el terror era incompatible con la vida de un lord. Le había conducido tanto a esperar con ansiedad el regreso de su familia como a comportarse como un cafre cuando llegaron un poco más tarde de lo esperado.
Aquel día había eliminado por completo toda memoria del anterior. Su tercera jarra de cerveza satisfizo la sed y la sensación de que le faltaba algo. Se bebió una cuarta en parte porque Lang le había dado mucho la tabarra, y en parte porque aquel lujo innecesario casaba muy bien con su estado de ánimo, y luego se fue a casa a medida que iba oscureciendo y entre la multitud que salía el domingo por la tarde, mucho mayor de lo habitual aquella noche porque tras un día de lluvia había quedado una tarde muy bonita.
Marjorie estaba en el salón, cosiendo. Había que lavar casi toda la ropa de la familia, una tarea que emprendería al día siguiente, y estaba remendando algunas ropas de repuesto a toda prisa para mantener el suministro hasta que el tendido y la plancha volvieran a poner en uso la pila de ropa que se había acumulado en la habitación auxiliar. Ted le acarició la nuca al pasar por detrás de ella, y luego se hundió, satisfecho, en el otro sillón.
—Bueno —dijo amistoso—. No me has contado mucho todavía de las vacaciones. ¿Te lo has pasado bien?
—Estupendamente —dijo Marjorie inspeccionando el zurcido que completaba ya en un par de pantalones de Derrick.
—Habréis tenido buen tiempo, supongo. ¡Dios mío, qué calor hacía aquí en Londres! Y esos malditos auditores han liado una buena, te lo aseguro.
—¿Ah, sí?
—¿Qué tal se ha portado el joven Ely contigo y con tu madre? ¿Bien?
—Sí.
—Un par de veces estuve a punto de llamarlo para que volviera. Los auditores hacían preguntas sobre sus libros. Yo las respondí bien, pero me costó sudores y lágrimas. Pero pensé que si hacía que volviese, luego vosotras habríais tenido que pagar los billetes de tren ayer, así que me aguanté.
Ted esperó que ella le diera las gracias, pero no obtuvo nada. Marjorie cosía febrilmente. Ted probó a hacerle la pregunta directamente.
—¿Iba bien el coche?
—Sí. No. Tuvo un pinchazo una vez.
Ted veía que Marjorie estaba tan preocupada con su costura que apenas le prestaba atención.
—¿Solo uno? No creo que sea tan malo.
—Espera un minuto… —dijo Marjorie dejando su costura—. Me he dejado una cosa en el horno. Volveré dentro de un momento.
Ted la oyó cruzar el salón y dirigirse hacia la cocina, después de cerrar la puerta del salón. Se tomaba con filosofía las preocupaciones de ella. Recordaba un tiempo, al principio de su vida de casados, en que ella habría dejado la labor en cuanto él hubiese aparecido, y habría escuchado con simpatía y atención lo que él le contaba de los auditores. Pero llevaban casados mucho tiempo. Con la casa y los niños ella tenía mucho en que pensar. Miró el reloj. Le daría media hora más para la costura y demás trabajos. Luego tendría que dejarlos a un lado y atenderle a él.
Mientras tanto, Marjorie había dejado abierta de par en par la puerta de la cocina hacia el jardín, junto al cubo de la basura, y recorría tan silenciosamente como podía el sendero que conducía hasta la cancela. A mitad del camino volvió a sonar el silbido que ya había oído cinco o seis veces desde que volvió Ted, más fuerte e imperioso que nunca. Asustada, ella hizo un gran esfuerzo por caminar rápido y, sin embargo, no hacer ruido. Justo en la parte interior de la puerta, a la sombra del saúco, se encontró en brazos de George.
—Querido —le susurró—. No debes silbar tan fuerte. Te he oído la primera vez.
—¿Entonces por qué no has venido?
Resultaba difícil para George mantener la voz baja como un susurro, estaba fuera de sí por la ansiedad y la impaciencia.
—No podía. Ted acaba de llegar. Habría resultado raro que hubiera salido en cuanto él entró en la habitación.
—¿Ted? ¿Está en casa?
—Sí. Acaba de llegar, como te he dicho.
—¿Y qué quería?
—Nada. Solo estábamos hablando de las vacaciones. Bésame, cariño.
Ella anhelaba los besos de George. Además, sabía que si él la besaba, se disiparía parte de la dolorosa ansiedad que estaba mostrando. Ella notó que la tensión iba disminuyendo a medida que le acariciaba. Pero había que decir algo más, de inmediato. Un tren traqueteó al pasar por la zanja, recordándole el paso del tiempo.
—No puedo quedarme —susurró con su boca contra la de él—. Ted pensará que es muy raro que me vaya tanto rato.
—Ted esto, Ted lo otro… —dijo George duramente en la oscuridad—. ¿Por qué todo este jaleo con Ted?
—Nada, querido, pero no quiero que sospeche.
—¿No hay nada? ¿Estás segura?
—Pues claro que sí, amor.
—¡Tú dormiste con él anoche!
—Sí, cariño. Pero solo dormimos. Nada más. Ya sabes que estaba decidida.
—Sí.
Eso formaba parte de la angustia de George, la idea de aquella cama, de Marjorie en camisón y de Grainger codiciándola.
—¿Ha intentado hacerte el amor desde que has vuelto? —le preguntó. Quería saber lo peor.
—Solo un poquito, cariño. Anoche, cuando vino. Pero lo dejó porque yo se lo pedí. Te lo juro, cariño.
—¿Y hoy?
—No. Nada en absoluto. Nada.
Después de decir aquello, con total sinceridad, Marjorie recordó temblando la caricia en la nuca que le había hecho Ted al entrar. Conocía a Ted lo suficientemente bien para saber lo que auguraba aquello.
—¿No le dejarás?
—No, no lo haré. Por supuesto que no. No podría, cariño.
Para tranquilizarle, ella de buena gana le habría contado entonces lo de Dot, pero como Ted la esperaba impaciente en el salón, no había tiempo en aquel momento.
—¡Bésame! —dijo él con dureza.
Ella le besó, con el corazón entregado a él, como siempre. Era embriagador ser amado de aquella manera, y terrorífico también.
—Ay, tengo que irme, cariño —dijo ella. Se apartó de su abrazo con el mismo esfuerzo de voluntad con el que dominaba la pasión que ardía en su interior.
—¡Prométemelo! —exclamó él—. ¡Júralo!
—Te lo prometo, claro, amor mío. De verdad. Adiós, amor.
Ella se echó a correr de puntillas y subió de nuevo el caminito. Se introdujo a hurtadillas en la cocina y con precauciones infinitas cerró la puerta de la cocina sin hacer ruido. Tuvo que quedarse quieta un momento, con la mano en el pecho, esperando que su respiración se hiciese más fácil y el tumulto de su corazón se acallase. Había un espejo en la habitación auxiliar ante el cual pudo arreglarse el pelo. Luego se propuso andar con su paso firme de costumbre hasta el salón. Intentó deslizarse sin hacer ruido en su sillón y volver a coser de nuevo, pero era difícil resultar discreta cuando Ted estaba allí sin nada que hacer excepto mirarla. Cuando Ted la miraba así de seguido ella sabía muy bien lo que significaba.
—Estás muy ocupada esta noche —dijo Ted.
—Hay muchas cosas que hacer para tenerlo todo ordenado otra vez —respondió ella.
Intentó hablar con indiferencia. No quería que se notase ninguna queja en su voz, porque eso pondría furioso a Ted, y ella le tenía mucho miedo cuando se enfurecía. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que había estado mucho más tiempo del que debía en el jardín. Ted quizá hubiese salido y la hubiese encontrado ausente de la cocina, o no hubiese encontrado nada en el horno. Quizá hubiese imaginado lo de George. Aquel miedo sin fundamento alguno la hizo temblar. Se apuñaló a través de la tela en el índice izquierdo con la aguja, cruelmente, bajo la uña, y tuvo que soportar el dolor sin moverse por miedo a atraer la atención sobre su torpeza. Estaba aterrorizada. Mientras mantenía los ojos clavados en la labor tuvo la curiosa sensación de que Ted, que estaba apenas a dos metros de distancia, se estaba hinchando y aumentaba de tamaño hasta que llenaba casi toda la habitación, asfixiándola. Era la misma sensación que si tuviera una horrenda pesadilla. Experimentó una gran repulsión y una sensación de mareo. El odio, el temor y el desprecio la inundaban. Si hubiera estado sola habría estallado en un ataque de sollozos, pero como Ted la estaba mirando, tuvo que permanecer calmada e indiferente, inclinada sobre su costura, luchando con todas sus fuerzas por recuperar la fuerza y la cordura.
—Bueno —dijo Ted—, será mejor que te des prisa y acabes lo que estás haciendo porque quiero que me atiendas dentro de un momento.
Solo tenía una posible excusa. Había pensado en los pros y los contras de aquella excusa antes, aquel mismo día. No quería usarla; habría preferido establecer el asunto de una manera más definitiva y satisfactoria, según las elevadas decisiones que había tomado en brazos de George tres días antes. La excusa traería consigo simplemente un aplazamiento sin ningún tipo de permanencia, y ella era lo bastante lista para saber que siempre hay peligro en las excusas y el aplazamiento; y más peligro todavía (mucho más) cuando la excusa no solamente es falsa, sino que su falsedad se revelará con toda certeza con el transcurso del tiempo.
Pero sus nervios alterados la obligaron a usarla; no podía soportar contemplar una acción más heroica. Le contó la mentira tan valientemente como pudo.
—Qué rabia, ¿verdad? —añadió con ligereza.
—Sí —exclamó Ted furioso y decepcionado. Sentía que aquello le estaba bien empleado por su moderación sentimental del día anterior.