En todos los aspectos, excepto el buen tiempo ininterrumpido, el sábado fue un día horrible. A primera hora de la mañana, Marjorie y la señora Clair tuvieron que levantarse y completar el equipaje, y luego dejar la casa en buen orden. Otra familia se trasladaría allí aquella misma tarde, y el resultado de sus esfuerzos recibiría la inspección detallada de otra ama de casa que podía criticarles sin verse restringida por su presencia. Aunque nunca oyeran lo que pensaban de ellas los recién llegados, no podían soportar la idea de que las considerasen unas desaliñadas. Había que limpiarlo todo, quitar el polvo, pulirlo, había que tomar decisiones con respecto a la colada que quedaba por hacer, había que abordar al lechero y pagarle, había que hacer inventario con el conserje y llegar a un acuerdo con respecto a las roturas y devolverle las llaves, y el equipaje (que, incomprensiblemente, parecía haber doblado su volumen desde que llegaron) había que embarcarlo en el coche.
Cuando llegó el momento en que Marjorie tomó asiento junto a George, ya estaba muy fatigada. El viaje hasta Londres no supuso ningún descanso para ella, puesto que Derrick, con una falta de consideración absoluta, eligió precisamente aquel día para marearse en el coche. Casi consiguió que Marjorie se marease también. Ted estaba de pie ante la cancela, bajo el cálido sol de mediodía, cuando al final el coche aparcó junto al número 77 de Harrison Way. Marjorie salió del coche muy tiesa y dejó a Derrick, que llevaba la última parte del viaje sentado en sus rodillas, en el suelo. Intentó saludar a Ted de una manera que le satisficiera a él y no despertara los celos de George.
El sol calentaba con fuerza, la carretera estaba polvorienta, el pequeño jardín delantero, con sus pocas plantas sin ambiciones, parecía descuidado y abandonado. La casa también tenía un aspecto abandonado y raído, y la pintura se descascarillaba en la cancela en la que se apoyaba Ted.
—Hola, chicote —dijo Ted a Derrick.
A Marjorie le pareció que oía su voz por primera vez; le sonaba extraña y poco armoniosa. Derrick se echó atrás tímidamente. Habían pasado semanas desde la última vez que vio a su padre, y nadie se había tomado la molestia de que siguiera familiarizado con su recuerdo. Los otros se esforzaron por bajar del coche y se aproximaron a la cancela, cargados de paquetes. Marjorie vio moverse la cortina delantera del número 69 y supo que la señora Posket estaba observando su llegada.
—Buenos días, señor Grainger —dijo Ely. Hizo todo lo posible por hablar con naturalidad, pero era consciente de la extrañeza del momento.
—Buenas tardes —dijo Ted.
Eso le dijo a Marjorie que Ted esperaba que se le sirviese la comida de inmediato, que estaba hambriento y que consideraba que habían llegado demasiado tarde.
—¿Hay algo de comer en casa, Ted? —le preguntó ella apresuradamente.
—Un poquito de pan de hace tres días —dijo Ted—. Nada más.
—Tendré que ir corriendo a la tienda y comprar algo, entonces —dijo Marjorie.
—Sí, creo que sí —afirmó Ted.
—Yo puedo llevarla en el coche, Marjorie —intervino Ely, volviendo después de haber apilado el equipaje ante la puerta de entrada—. A la señora Clair no le importará.
—Quizás a ella no, pero a mí sí —dijo Ted—. La «señora Grainger» es perfectamente capaz de ir sola. Yo preferiría que los propietarios de la tienda no la vieran llegar en un coche con un hombre joven.
El hincapié que hizo en las palabras «señora Grainger» demostraban que Ted se había dado cuenta y desaprobaba el uso del nombre de pila de su mujer por parte de Ely.
—Ah, no, ya iré andando, no me importa —dijo Marjorie—. No me costará ni un minuto. Será mejor que se vaya usted a casa con mi madre, señor Ely.
Intentaba parecer animosa, a pesar de la melancolía que se estaba abatiendo sobre ella, y despreocupada, a pesar de la evidente tensión, intentando transmitir a George que no debía ofenderse por lo que dijera Ted, diciéndole con su tono que ella todavía le amaba, aunque la prudencia dictaba que le llamase «señor Ely», y haciéndole pensar al mismo tiempo a Ted que George no la trataba con más confianza ahora que al principio de las vacaciones. George dudó un poco aún, pero Marjorie le tendió la mano y puso fin a la escena.
—Adiós, señor Ely —dijo—. Muchas gracias por todo lo que ha hecho por nosotros. No sé cómo nos las habríamos arreglado sin usted. Espero que haya disfrutado también de sus vacaciones.
—Adiós —dijo George, y al meterse en el coche, cerró la portezuela un poco demasiado fuerte.
—Adiós, madre. Nos veremos pronto —dijo Marjorie intentando mostrarse alegre.
El coche arrancó raspando las marchas como de costumbre. Marjorie no tuvo tiempo para mirarlo con nostalgia.
—Chicos, venid conmigo a las tiendas —siguió diciendo—. Os sentará bien después de estar tanto rato sentados en el coche.
—No quiero —gimió Derrick.
—Ven inmediatamente —ordenó Marjorie. Cogió la mano de Derrick y la de Anne y salieron corriendo. Ambos estaban hambrientos y enfadados, y las apresuradas compras de Marjorie en Simon Street resultaron una fatigosa prueba. Cuando volvieron a casa de nuevo, el equipaje estaba todavía amontonado en la entrada. Al parecer, Ted había entrado sin molestarse en meterlo. Marjorie abrió la puerta con su llave a toda prisa y puso a trabajar a los niños, que metieron los paquetes en el vestíbulo mientras ella corría a la cocina a preparar la comida. Desde el salón llegaba el sonido del altavoz. Ted estaba escuchando Radio Normandie como era su costumbre los sábados.
La cocina ofrecía un aspecto horripilante; la pequeña habitación anexa estaba todavía peor. Había suciedad y objetos revueltos por todas partes, vajilla sucia, platos sucios. Marjorie echó un vistazo al aparador, que tan ordenado había dejado tres semanas antes. Ahora estaba completamente vacío: todas y cada una de las piezas de vajilla de la casa estaban sucias y amontonadas en el fregadero de la cocina. Había colillas de cigarrillo en el suelo, el fregadero apestaba y una rápida investigación le reveló que el desagüe estaba obstruido.
Marjorie casi se echó a llorar. Luego, con un esfuerzo decidido, se rehízo y se enfrentó a la tarea que le esperaba. Recordó su atrevida promesa a George. No iba a permitir que la vuelta a su antigua vida la preocupara en absoluto.
La tetera pequeña estaba sucia (parecía que habían cocinado algo en ella) pero la grande estaba limpia. La llenó y encendió el gas debajo de ella. El horno tenía incrustaciones de porquería negra, pero eso podía esperar. Luego ella se atareó por la cocina, arreglando el desorden. En la mesa había un mantel que una vez fue blanco, pero ahora ostentaba unos aros negros por haber colocado encima ollas y sartenes, y un lago amarillo de huevo derramado. Lo quitó, puso uno limpio, lavó los platos suficientes para la comida y puso la mesa. Pasaron solo veinte minutos hasta que la cocina estuvo lo suficientemente respetable en la superficie, y la comida estuvo ya preparada y lista.
—¡Huevos! —dijo Derrick con satisfacción. En aquel momento prefería los huevos pasados por agua a cualquier otro alimento, consumiéndolos mediante el procedimiento de meter en su interior «dedos» de pan y mantequilla.
—¿Huevos pasados por agua? —dijo Ted con evidente descontento—. Maldita sea, Madge, juraría también que esta cabeza de jabalí es de Marshall. ¿No se te ha ocurrido pensar que llevo las tres últimas semanas subsistiendo a base de cabeza de jabalí de Marshall y huevos?
—No he tenido tiempo para preparar nada más —dijo Marjorie—. Son las dos y media.
—Vaya comida de sábado para un hombre —dijo Ted.
Marjorie se mantuvo peligrosamente calmada. Miró a Ted, que golpeaba con desagrado su huevo con la superficie convexa de su cucharilla, y experimentó una oleada de pura satisfacción cuando pensó en los besos de George de la noche anterior. Era una venganza muy agradable; nada de lo que Ted dijese o hiciese podía afligirla teniendo aquellos pensamientos para consolarse.
En el momento en que se acabó la comida y Ted se hubo retirado con su última taza de té fuerte al salón para seguir escuchando la radio, las actividades de Marjorie empezaron de nuevo. Tuvo que empezar por fregar toda la cocina (no podía soportar dejarla así ni un momento más) y luego completar el lavado de los platos, y frotar las sartenes (había al menos dos completamente estropeadas, sin remedio posible), antes de empezar con el resto de la casa. Trabajaba como una esclava con aquel calor asfixiante. Vestíbulo, comedor, dormitorio, todo se encontraba en un estado de gran suciedad y abandono. No miró en el salón donde se encontraba Ted; ya podía adivinar que se encontraría en un estado peor que cualquier otra habitación, y no tenía tiempo para ocuparse de él ni el deseo de arriesgarse a tener problemas al hacer que Ted se levantara de su butaca.
Para mantener a los niños tranquilos y que no molestaran tuvo que hacer la concesión que siempre dudaba en hacer: darles permiso para jugar en el callejón que se encontraba entre el final del jardín y el ferrocarril, desde el cual podían ver pasar los trenes por la zanja poco honda. Afortunadamente, los niños no causaban problemas; estaban felices y ocupados en la inspección de su antiguo territorio de juegos, y comprobando los cambios que habían ocurrido durante su ausencia. Y Anne ayudó muchísimo cuando llegó la hora de tomar el té, dejándolo todo casi preparado para comer.
A las seis y media Marjorie se daba casi por satisfecha. Tenía el dormitorio ya preparado para dormir, y las camas dispuestas para echarse en ellas. Llamó a los niños para acostarlos, y en el vestíbulo se encontró a Ted que cogía el sombrero de su percha.
—No irás a salir, ¿verdad, Ted? —se aventuró a preguntar.
—Claro. Es sábado por la noche. Llegaré tarde.
Los sábados por la noche los pasaba siempre en el bar con un grupo de amigos.
—Pero tengo que salir… —dijo Marjorie, sin comprender—. Tengo que hacer todas las compras del fin de semana. No hay nada para comer en casa. Ni una sola cosa.
—En eso no puedo ayudarte —dijo Ted—. No pienso quedarme en casa un sábado por la noche, ni por ti ni por nadie. Tendrías que haber ido a comprar esta tarde.
—Pero Ted…
—Todo el día trasteando por la casa, dejándolo todo para el último minuto. Típico de una mujer. No puedo quedarme aquí discutiendo contigo toda la noche.
Y se fue, dejando a Marjorie contemplando con consternación la perspectiva de recorrer las tiendas atestadas el sábado por la noche con dos niños enfadados, mucho después de su hora de dormir. La salvaron unos golpecitos suaves en la puerta.
—¡Madre! —exclamó con auténtico deleite mientras abría.
—He pensado pasarme un momento para ver si estabas bien —dijo su madre.
Atravesó el salón y se detuvo abruptamente al ver el desorden que reinaba allí.
—No he tenido tiempo de hacer esta habitación —dijo Marjorie a toda prisa.
—Es normal. ¿Has ido a comprar?
—No he podido tampoco.
Los labios de Marjorie temblaban.
—Bueno, ponte el sombrero y corre a comprar. Yo acostaré a los niños.
Fue de gran ayuda. Cuando Marjorie volvió, ya oscureciendo, cargada con los innumerables paquetes necesarios para equipar la casa con todos los artículos necesarios, encontró que su madre también había trabajado mucho. No solo había metido a los niños en la cama, sino que también había arreglado el salón. Había limpiado y quitado el polvo, había sacado y sacudido la alfombra y un agradable olor a pulimento de muebles flotaba en el aire.
—Se me ha ocurrido hacerlo —dijo su madre como disculpándose—. No tenía nada más que hacer, una vez metidos los niños en la cama.
Marjorie intentó darle las gracias, pero no fue fácil. Estaba demasiado cansada.
—Bien —dijo su madre—. Me voy a casa otra vez. El señor Ely me ha dicho que no sabía si se quedaría a cenar o no.
Esas últimas palabras descompusieron a Marjorie. Se preguntaba qué estaría haciendo George. Con un pequeño pinchazo de celos, se encontró pasando lista mentalmente a los posibles lugares donde George podía haber ido a cenar. Eso la intranquilizó. Se despidió de su madre abruptamente, siendo consciente de que lo hacía y lamentándolo al mismo tiempo, y cuando volvió al salón y se derrumbó en una silla no experimentó el delicioso descanso que había previsto, sino que se quedó sentada muy tiesa, con los nervios de punta y al borde de las lágrimas. Luego algo se introdujo someramente en su conciencia, como un sonido que se oye cuando uno dormita. Se puso tensa un momento, y volvió a oírlo. Alguien estaba silbando, de eso no quedaba la menor duda, en el callejón que se encontraba al final del jardín. Era una llamada de tres notas que hacía silbar a George en la playa cuando intentaba atraer la atención de Anne. Su fatiga y su infelicidad quedaron olvidadas. Encendió la luz del salón, abrió las puertas ventana y se escabulló hacia la cancela de madera del jardín. Era George, sí. Abrió torpemente la cancela y cayó entre sus brazos.
Más tarde tuvo un momento de prudencia.
—Entra en el jardín —susurró—. Puede venir alguien.
Se besaron de nuevo en el jardín, en la oscuridad, bajo el saúco.
—Cariño —susurró ella—. No pensaba que vendrías esta noche.
Él se mostraba más dominante aquella noche, más experto como amante. Buscó en la oscuridad la barbilla de ella, levantó su cara hacia la de él, y volvió a besarla.
—¿Dónde está Grainger? —preguntó.
—¿Ted? Ah, ha salido. Siempre sale los sábados por la noche.
Los brazos de George eran muy fuertes y muy firmes en torno a ella.
—¿Se ha portado bien contigo?
—Oh, George, ha sido horrible. Asqueroso.
Notó que los brazos de George se ponían rígidos, y una ansiedad aguda en su siguiente pregunta.
—¿Qué ha hecho?
—Ah, ha dejado la casa muy sucia, no ha hecho nada para ayudarme y encima se ha quejado. Si mi madre no hubiese venido no sé cómo habría podido siquiera salir a comprar.
Marjorie notó que los brazos de George se relajaban otra vez. Los problemas que resultaban tan grandes en su mente no parecían tan importantes en la de él, aunque se mostraba comprensivo.
—¿Nada más? —le preguntó.
—Oh, no. Nada de eso. Claro que no. No se lo permitiría.
—¿Estás segura?
Durante aquella tarde de soledad y reacción habían atormentado a Ely todo tipo de dudas y temores.
—Sí, claro que sí, cariño.
Los labios de ella buscaron los de él en la oscuridad. Ella no quería que siguiera con aquel interrogatorio.
—Entremos —dijo él, más tarde.
—¡Oh!
Ella no había pensado en aquello; quizá nunca se le hubiese ocurrido, de no sugerirlo él. A la orilla del mar era una cosa, pero allí, en la casa donde vivía con Ted, era algo muy distinto. Momentáneamente le pareció que estaba mal. Le pareció peligroso. Sin embargo, era seguro… Ted nunca volvía a casa los sábados por la noche hasta que cerraban los bares, y para eso faltaba al menos una hora y media.
—No me lo pidas, cariño —dijo ella débilmente—. No. No.
Ely no se lo volvió a pedir, al menos no con palabras, ni tampoco fue lo bastante sutil como para planear o prever el hecho que no hubiera necesidad alguna de pedirlo. Estaba de nuevo ebrio de deseo por la dulzura complaciente de ella, y ella se apretó contra él, ofreciéndosele… Ted le había enseñado a besar de aquella manera, hacía años, y ahora para ella era completamente natural. Sus pechos, con los que había amamantado a Derrick y Anne, estaban extrañamente sensibles aquella noche bajo el contacto de George. Notaba las rodillas flojas, mientras iba añadiendo fuego a la pasión de él. Desfalleció entre sus brazos. George tuvo que llevarla medio a rastras cuando fueron recorriendo el sendero del jardín. La puerta ventana estaba abierta para recibirles cuando se abrieron camino hacia la gran oscuridad del salón. Sin embargo, en el silencio, algún torbellino disperso de la atención de Marjorie captó el tictac del reloj que estaba sobre la chimenea, y se dijo a sí misma que su madre debió de haberle dado cuerda de nuevo cuando arregló la habitación. El tictac desapareció abruptamente de nuevo de la conciencia de Marjorie, junto con el olor a pulimento de muebles, junto con el temor de un regreso temprano de Ted, mientras las manos de George la buscaban de nuevo en la oscuridad.
El tictac del reloj la despertó de nuevo mucho después.
—Cariño —susurró ella—. Debes irte ya. Ted volverá pronto.
George era un amante dulce, no como Ted, que no se preocupaba por ella ni la atendía después de haberse hartado. George todavía tenía besos para ella, y palabras amorosas.
—Te quiero tanto, cariño. Dime que me quieres.
—Te quiero, amor mío. Pero tienes que irte ahora. De verdad.
—No quiero dejarte.
—Y yo no quiero que te vayas. Pero se está haciendo tarde. Dame un beso de despedida, cariño.
Ella le condujo, reticente, hacia la puerta ventana, y casi le empujó hacia afuera, asustada, ahora que todo había terminado, porque en cualquier momento podía oír la llave de Ted en la puerta delantera. George notó el miedo que ella sentía y un gran resentimiento hacia Grainger creció en su interior. Se detuvo junto a la puerta y se volvió hacia ella.
—Querida —susurró ásperamente—, prométeme…
—Ah, vete, por favor, cariño —susurró ella—. Alguien podría oírnos.
El miedo espoleaba su precaución. Ella le dictó más instrucciones entre susurros.
—Cierra la cancela después de salir, despacio. Y procura que nadie te vea salir del jardín. Buenas noches, querido.
Ely salió de puntillas por el sendero del jardín. La cabeza le daba vueltas. Dos veces tropezó y le costó mucho no hacer ningún ruido. Al salir al callejón, una leve y fresca brisa sopló junto a sus oídos, pero no consiguió enfriar lo más mínimo la oscura rabia que sentía hacia Grainger, que pronto volvería a casa y pasaría toda la noche en la cama junto a Marjorie.