La señora Clair estuvo segura a la mañana siguiente de que eran amantes. La noche anterior ya estaba bastante segura también, cuando al regresar del cine encontró a Marjorie dormida en la cama deshecha, con el pelo en desorden y la ropa abandonada con un descuido que nunca había permitido a Marjorie cuando era niña. La señora Clair entró a hurtadillas en la habitación, no queriendo encender la luz, e hizo uso de la luz protegida de una vela en el tocador. Marjorie dormía pacíficamente y respiraba con regularidad. La señora Clair, al mirarla, observó la relajación de su actitud y el rubor de sus mejillas. Sonrió al andar de puntillas por la habitación, preparándose para dormir.
Y a la mañana siguiente, aquellos dos solo tenían ojos el uno para el otro y no prestaban atención a nadie más. Hicieron caso omiso al parloteo de los niños, aunque Ely dio una palmadita en el hombro a Anne y perdió algo de tiempo haciendo cosquillas en el cuello gordezuelo a Derrick. La señora Clair interceptó una breve y significativa sonrisa que se transmitió entre Ely y Marjorie, y recordó que una vez interceptó una sonrisa semejante entre Ted y Dot. En su inocencia de aquellos tiempos no había dado importancia alguna a aquel hecho. Se guardó aquella comparación para sí. Le parecía casi una lástima tener que malograr su felicidad, pero la señora Clair tenía otros objetivos a la vista que los cuernos de Ted (una expresión inaudita). Tenía que haber un castigo para él mucho peor que aquel, y al final, ellos serían mucho, mucho más felices que si se limitaran a ser amantes culpables. Dio unos golpecitos en la mesa durante el desayuno para reclamar la atención y miró a su alrededor con aire autoritario.
—¡Señoras y señores! —dijo—. Nadie parece recordarlo excepto yo. Este es nuestro último día. ¿Qué quiere hacer cada uno en nuestro último día?
Ciertamente, nadie parecía haberse acordado. Tanto George como Marjorie revelaron en su rostro la conmoción que aquello les provocó. Anne también se mostró pesarosa. Solo Derrick permaneció sereno: la perspectiva de un día entero más junto al mar hacía que el regreso, al día siguiente, le pareciese muy remoto.
—Bueno, ¿qué quiere hacer cada uno? —repitió la señora Clair.
—Vamos a la playa —dijo Anne.
—Vamos a la playa —hizo eco Derrick.
—Algunas personas parecen saber ya lo que quieren, pase lo que pase —comentó la señora Clair. Ni George ni Marjorie tenían nada que decir.
—Más tarde tendremos que hacer el equipaje —dijo la señora Clair—. Entonces estarás muy ocupada, Marjorie. Supongo que George y tú podéis llevar a los niños a la playa mientras yo me ocupo de la casa esta mañana.
Ambos asintieron ansiosamente.
Aquella mañana fue distinta a la del día anterior. En lugar de alargar el proceso de instalarse detrás de la escollera, Marjorie lo apresuró. En lugar de dejar que pasara mucho rato mientras los niños jugaban, abrevió todo el asunto. Hizo una oferta fantástica: un helado para cada uno, pero no para comérselos por la calle, sino sentados en una mesa en un café de verdad si conseguían construir aquella mañana un castillo de arena que valiese una recompensa tan estupenda. Eso hizo que los niños se pusieran a trabajar de inmediato: Derrick con su pala de madera levantó una montaña lo suficientemente alta para que el talento de su hermana trabajase con ella, soñando con sueños arquitectónicos. Luego Marjorie pudo acudir junto a George, que estaba detrás de la escollera. Pudo apretar su mano y sonreírle, y él le devolvió la sonrisa, y durante un rato se olvidaron del mundo que estaba a su alrededor.
Pero no por mucho rato. De repente, apareció en la mente de Marjorie un torrente de pensamientos desagradables: el recordatorio de su madre de que aquel era el último día había sido realmente astuto. Al día siguiente, tenía que volver adonde Ted la esperaba. Estaría la casa en Harrison Way, por supuesto, de la cual en tiempos se sintió tan orgullosa. Era una digresión, pero muy relevante, pensar lo sucia y descuidada que estaría la casa después de que Ted hubiese vivido en ella solo durante tres semanas, y lo mucho que tendría que limpiar el lunes. Estaba el salón raído, cuya idea no podía soportar Marjorie, y el baño, y el dormitorio, y Ted con sus labios y sus manos bestiales. Las mismas que habían manoseado antes a Dot; las mismas que estaban teñidas de rojo con su sangre. Marjorie se puso a temblar convulsivamente.
—Cariño —dijo George—. ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes, querida?
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Marjorie. Apretó las manos de él con las suyas a medida que se iba dando cuenta de más cosas. Hablaba como una demente—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?
—¿Hacer? —dijo George vigorosamente. No estaba tan perturbado como antes. Vagamente tenía la sensación de que había una vía de escape para las dificultades obvias que se encontraban ante ellos; su felicidad presente era demasiado intensa para pensar en detalles—. Ah, todo irá bien, cariño. Hoy en día no es tan grave. Tú puedes…
«Divorciarte» era la palabra que él iba a pronunciar, pero no lo hizo. En cuanto él se acercó a aquella realidad, vio con mucha mayor claridad las objeciones a aquel camino. Marjorie las expresó en voz alta.
—¿Divorciarme? ¿De Ted? George, querido, no podemos. Piensa… ¿Y tu trabajo?
Durante tres semanas George no había dedicado un solo pensamiento a su trabajo. Era subordinado de Grainger en las salas de ventas de su sucursal. Su futuro estaba prácticamente a merced de Grainger. Y no solo eso, sino que luego estaba el director gerente de la enorme empresa, mucho más arriba que Grainger, que era muy conocido por ser un puritano, y por despedir sin dudar un segundo a cualquier miembro del personal que se desviara lo más mínimo de lo que él consideraba el camino de la rectitud. La desilusión de George se dibujó en su rostro, e involuntariamente pronunció el nombre del director gerente.
—Está el señor Hill…
——Sí —dijo Marjorie—. He pensado en él también.
Ella conocía la reputación de Hill… y, sin embargo, hasta aquella mañana no se había dado cuenta de repente de que la reputación del señor Hill era precisamente lo que más debió de asustar a Ted el junio pasado, por lo que hizo… una prueba más de peso entre las pocas personas que conocían íntimamente las circunstancias.
De pronto, Marjorie se dio cuenta de la expresión de disgusto de George y sintió ansiedad y contrición.
—George, cariño —dijo tendiendo la mano hacia él—. No te preocupes. Todo se arreglará.
Le sonrió valientemente. Estaba mucho más profunda y apasionadamente enamorada de él ahora de lo que había estado antes de entregarse a él… Era muy típico de ella. Pero sus problemas eran muchos. Volvían a aparecer, a pesar de sí misma.
—Y están los niños —dijo abatida—. Ya sabes cómo es Ted. Odia a los niños, pero si intento dejarle, se quedará con Derrick y Anne solo para mortificarme. Y se portaría fatal con ellos. Sé que lo haría. Yo no podría ni querría dejarles con él.
Le temblaban los labios, pero George no encontró una palabra de consuelo para ella en aquellos momentos.
—Es verdad —dijo tristemente—. Conocía bastante la ley como para estar seguro de que cualquier mujer que abandonase voluntariamente a su marido se vería obligada a entregarle los hijos al marido que tenía el hogar abierto para ella de forma ostensible. Y odiaba la simple idea de que Derrick y Anne estuviesen a merced de Grainger. Apretó la mandíbula e intentó pensar con claridad en el futuro. La idea del divorcio le parecía menos atractiva cuanto más la pensaba. Grainger tenía mal carácter y era vengativo, como sabía muy bien. George preveía no solo perder su trabajo, sino verse enfrentado también a costes legales; y tenía la vaga idea de que un marido ofendido podía reclamar no solo los costes, sino también daños al demandado. Si se podía hacer, seguro que Grainger lo haría. No descansaría hasta que Ely quedase completamente arruinado, hasta que tuviese que mendigar por las calles, y Marjorie también, y ambos atormentados por la idea de lo que les podía estar pasando a los niños.
—Solo tenemos hasta mañana —dijo Marjorie, a su lado—. Tendré que volver con él mañana. ¡Ay, no, no puedo, no quiero!
La simple idea le volvía medio loco.
—Yo tampoco quiero que lo hagas —dijo desesperado—. No quiero que lo hagas.
Marjorie era la más práctica de los dos, al menos de momento. Su mente buscaba una solución a sus dificultades.
—Querido —dijo. Existía la débil posibilidad de que pudiera haber una respuesta adecuada—. ¿Tienes dinero?
—No —dijo George amargamente—. Saqué todo lo que tenía para pagar el coche. Sacaré veinte libras, sin embargo, cuando lo vuelva a vender.
—Veinte libras no es mucho —dijo Marjorie—. Y yo no tengo nada. El dinero de la casa está casi gastado. Tendré que dejar algunas facturas sin pagar durante una semana, cuando vuelva.
Era extraño cómo salieron las últimas palabras de su boca, inesperadamente. Para la mayoría de las personas (no para George) habrían constituido una prueba de que Marjorie se estaba resignando a la idea de volver a casa. En realidad, la explicación se encontraba en que dejar a su marido era un paso tan tremendo que Marjorie no podía pensar en nada sin suponer que no lo había hecho.
Se quedaron sentados el uno junto al otro a la luz del sol, con la escollera a su espalda. A su alrededor había muchos veraneantes, el grupo más cercano a menos de cinco metros. Los niños corrían, reían y gritaban. Muy lejos, donde el mar distante, en el punto más bajo de la marea, rompía débilmente en los bajíos, se encontraban grupos de bañistas que chillaban. Una gaviota dio la vuelta por encima de sus cabezas, magnífica y blanca, recortada contra el cielo azul. Para un observador casual, George, con la camisa abierta y pantalones de franela gris, y Marjorie, con su vestido de verano, no parecían distintos de los centenares de veraneantes que formaban pareja, quizá discutiendo el precio del pescado, o la película que habían visto la noche anterior. La vida y la muerte dependían de sus palabras.
Marjorie estaba sentada con la mano en el corazón. Para ella, el azul y oro de sus alrededores era monótono y estaba teñido de gris. El primero de sus problemas volvía a su conciencia ahora con fuerza renovada. Durante un tiempo casi se había olvidado, con la emoción de tener un amante. Su marido era un asesino, el asesino y seductor de su propia hermana. Ese hecho atroz era mucho más atroz ahora, si cabe. Se erguía ante ella como un iceberg ante un transatlántico. El terror más absoluto se apoderó de ella. Se encogía ante unas circunstancias demasiado poderosas para que ella se enfrentase durante un solo momento, como Gulliver en garras de los gigantes. El terror y la autocompasión la vencieron. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y bajaron a raudales por sus mejillas. La sacudían los sollozos, sentada allí con la espalda contra la escollera. Cualquier observador podría suponer ahora que estaba presenciando una pelea entre enamorados.
Los sollozos trajeron de nuevo a Ely a la conciencia, sentado como estaba mirando tristemente hacia la playa.
—¡Pero cariño! —dijo volviéndose hacia ella—. No llores, corazón. No llores. Todo se arreglará al final. De verdad que sí. Te lo juro. Cariño, es que no puedo soportar verte llorar…
Tendió los brazos y ella se apretó contra él, y él la besó rápida y furtivamente en los labios y en las mejillas húmedas. Las lágrimas de ella le supieron saladas… incluso en aquellos momentos lo notó.
—Dime que me quieres, cariño —gemía Marjorie.
—Te quiero, amor mío. Más que a nada en el mundo.
—Pase lo que pase, ¿me seguirás queriendo?
—Pues claro, claro que sí. Pase lo que pase.
Se besaron otra vez, precipitadamente, y luego se separaron al recordar que el lugar en el que se encontraban era público. Cualquiera podía suponer ahora que los amantes se habían reconciliado de nuevo, pero si esa hubiese sido la hipótesis que sostenían, se habrían sentido muy sorprendidos al ver la relación que Derrick tenía con ellos, cuando el pequeño se les acercó corriendo.
—¡Mamá! ¡Tío! ¡Venid a ver lo que ha hecho Anne! ¡Venid a ver! ¿Podremos tomarnos el helado ahora?
Le siguieron por la playa mientras el niño iba retozando y correteando ante ellos. Anne estaba dando los últimos toques a un enorme palacio rococó, muy sofisticado, con almenas, rampas y alas. Algas, conchas y guijarros habían contribuido a su decoración. Incluso había una banderita de papel ondeando tiesamente en un asta, en la torre. Anne contemplaba el efecto conjunto con una mirada ausente, la mirada de una artista creativa que acaba de salir de sus sueños.
—¡Precioso! —dijo Marjorie. Ya era como una segunda naturaleza para ella, después de ocho años de maternidad, adoptar aquel tono alegre cuando hablaba con los niños, por mucho que estuviera sufriendo—. ¿Lo habéis hecho todo vosotros solos?
—¡Sí! —chilló Derrick.
—Claro que sí —dijo Anne—. Bueno, Derrick en realidad no ha hecho mucho.
—¡He hecho el montón! —se quejó Derrick.
—Creo que es increíble y maravilloso —afirmó Marjorie—. Qué bonitas quedan esas conchas a los lados…
—Las ha encontrado Derrick —dijo Anne con toda honradez.
—¿Podemos tomarnos el helado ahora? —gritó Derrick brincando salvajemente y agitando su pala.
—¿Podemos, mami? —preguntó Anne.
La ansiedad de su tono se debía al deseo de obtener aquella clara prueba de su talento más que a la glotonería.
—Pues supongo que sí —dijo Marjorie, impotente, con una mirada de soslayo a George.
—Ah, sí, por supuesto —dijo George. No tenía tanta práctica como Marjorie a la hora de dominar sus emociones en presencia de los niños, pero lo hizo por ella, y apreciando bien sus motivos—. Vamos, niños. ¿A qué café vamos, al Beach o al Willow Pattern?
Se dirigieron de nuevo a la playa atestada y se abrieron camino entre los grupos de gente sentada. Marjorie miraba a los niños que corrían por delante de ellos, Derrick gordezuelo y macizo con su traje de baño, Anne, etérea, más que delgada, bajo la luz de aquel sol, graciosa con su vestidito corto, brazos y piernas bronceados con un tono dorado. Durante un momento Marjorie volvió a la discusión que la llegada de Derrick había interrumpido.
—No podría dejarlos, ¿verdad? —dijo, suplicante, mientras levantaba los ojos hacia el rostro de George y le ponía la mano en el brazo.
George negó con la cabeza.
—No —dijo—. No puedes dejarlos, cariño. No lo consentiría. Ya pensaremos en algo, cariño.
Sin embargo, durante el resto de aquel día de pesadilla, la pregunta ¿qué vamos a hacer?, surgía de vez en cuando. Marjorie se la hizo a sí misma otra vez frenéticamente, por la tarde. Se había encontrado sin saber cómo sola en la cocina con Ely, y se habían besado los dos como locos, casi hasta el desmayo, pero cuando pasaron aquellos segundos de locura, Marjorie se apartó de Ely medio metro y dijo:
—¿Qué vamos a hacer?
El pánico se reflejaba en sus ojos y su voz. Era consciente ahora del paso de las horas, como un criminal condenado. Al día siguiente debía volver con Ted; las manecillas del reloj parecían viajar más rápido de lo habitual.
Aquella misma tarde se le ocurrió otra idea.
—Llévate a los niños por la carretera —susurró con urgencia a Ely—. Cómprales algún dulce… cualquier cosa. Por favor, cariño.
Entonces, cuando se quedó a solas con su madre, le pidió ayuda. Era como un animal atrapado en un cobertizo, corriendo a cada esquina por turno, en una vana búsqueda de una oportunidad de escapar.
—Madre —dijo, sin aliento—, no quiero volver a casa mañana.
Su madre había elegido el rincón más sombreado de la veranda, y estaba sacando la labor de punto de su bolsa. Necesariamente tuvo que apartar la cara mientras lo hacía. Pasaron unos segundos antes de que se volviera a incorporar de nuevo, y dispuso sus agujas con lo que a Marjorie le pareció una lentitud enloquecedora antes de hablar.
—No me sorprende —dijo con tranquilidad—. Estas son las mejores vacaciones que hemos pasado jamás, creo. Pero todo el mundo tiene que trabajar, ya lo sabes, querida. La vida no puede ser unas largas vacaciones.
Era exasperante que la malinterpretaran a una de esa manera.
—No quería decir eso —dijo Marjorie—. Me importan un rábano las vacaciones. Lo que quiero decir es que no quiero volver a vivir con Ted. Nunca más.
El rostro que la señora Clair levantó de su labor de punto adoptó convincentemente la expresión de sorpresa que estaba preparada para adoptar desde que George se llevó a los niños.
—¡Pero querida! —exclamó—. ¿Qué quieres decir?
—Lo que digo, madre. No quiero volver con Ted. No puedo. Ayúdame, madre.
La señora Clair ya estaba preparada para aquello. Los días y noches solitarios que había pasado aquellas vacaciones le habían ayudado a decidirse y sabía ya lo que quería. Privar a Ted de Marjorie, privarle de la posesión de los niños, no bastaría.
—Marjorie, cariño —dijo—. Me sorprendes mucho. ¿Dejar a tu marido? ¿Para qué? No veo cómo puedo ayudarte yo en eso.
—Por Dot, madre. Y ya sabes todo lo demás. Pero no puedes esperar que vuelva con él después de lo que le hizo a Dot.
—Verdaderamente, querida, no sé de qué me estás hablando. ¿Qué tiene que ver la pobrecita Dot con todo esto? ¿Y qué es «todo lo demás»?
Marjorie fue consciente con enorme conmoción entonces de que había malinterpretado a su madre aquel día, cuando Derrick dijo lo que dijo. Su madre no sospechaba lo de Ted y Dot, después de todo. No le resultaba especialmente sorprendente, ahora que lo pensaba. Su pobre e inocente madre, a cobijo del mundo, era incapaz de suponer la maldad que la rodeaba. Marjorie sintió que no podía explicárselo… que en realidad sería una tarea inútil intentarlo. Ella era la única que había captado el secreto. En ese caso, sería también inútil buscar la ayuda de su madre para dejar a Ted… Su madre sería la última persona de toda la tierra que animase a una esposa a separarse de su marido. La cabeza le daba vueltas a Marjorie. Estaba exhausta por la tensión emocional.
—Pero madre… —dijo con creciente desesperación—. No lo entiendes.
—Desde luego que no lo entiendo —dijo su madre, muy remilgada—. Intento no tener unas ideas demasiado anticuadas, pero creo que el lugar de una mujer está al lado de su marido, a menos que haya una buena razón que aconseje lo contrario. Querida, espero que no hayas dejado que tus ideas con respecto al señor Ely hayan ido demasiado lejos… Es un joven muy agradable. No habrás hecho nada malo ni alocado, ¿no?
—No, madre —dijo Marjorie con auténtico pánico. Admitir algo semejante, lo veía ahora claramente, sería perder la esperanza de toda posible ayuda por parte de su madre. Tenía que haberlo supuesto antes… y, sin embargo, contra todo juicio, había anhelado que su madre sintiera simpatía hacia ella y George—. ¡Cómo iba a hacer algo semejante!
—Ya sabía que tú no serías capaz, querida —dijo su madre—. Pero has hablado de una forma tan alocada que he sentido miedo, no fuera que… pero no debemos hablar de ello. Espero que no me vuelvas a hablar de esa locura de no volver con Ted. Espero que sea porque no quieres que acaben estas vacaciones. En cuanto vuelvas y empieces de nuevo a llevar la casa serás mucho más feliz. Inténtalo, querida, y verás.
—Sí, madre —dijo Marjorie.
—Todos los hombres son un poco difíciles a veces —dijo su madre, como si aquella observación proviniera del núcleo más profundo de su sabiduría—. Hasta tu querido padre lo fue en alguna ocasión.
—Sí, madre —dijo Marjorie.
Otra de las pocas y fugaces horas que le quedaban había pasado ya. Miró incrédula el reloj, y su madre siguió su mirada.
—El tiempo pasa —dijo su madre—. Creo que deberíamos empezar a hacer las maletas antes de que vuelvan los niños.
Las circunstancias parecían empujar a Marjorie hacia delante, como un reo que se ve empujado hacia el cadalso desde la celda de los condenados por los guardias que le rodean. Hacer el equipaje, preparar el té, lavarse, bañar a los niños… otra enorme parte del día corría hacia su fin para desesperación de Marjorie.
—¿Vais a salir los dos para dar un último paseo esta noche? —preguntó su madre—. Yo lo haría, en vuestro lugar.
Salieron en el coche hacia los bosques donde se habían besado por primera vez, pero cuando llegaron a aquel lugar no se quedaron en el coche, ni se sentaron en el tocón donde habían contemplado la puesta de sol. Sin hablar siquiera, ambos se adentraron mucho más en el bosque, fuera de la vista del camino, y allí Marjorie se volvió y se arrojó, medio sollozando, en brazos de Ely, y él la agarró con ansia.
Ely, como se podía sospechar por la forma esperanzada en la que había hablado del divorcio, no era del tipo de jóvenes que consiguen los favores de una mujer casada agradecidos por haber encontrado esa solución al eterno dilema de evitar tanto el celibato como el matrimonio. Estaba perdidamente enamorado de ella. Nunca se le había ocurrido que pudiera mantener una intriga conveniente con Marjorie en el futuro. No había pensado en nada salvo en su loca pasión por ella. Había pasado todo el día con ella sin que se le concediera nada más que un apretón de manos. El recuerdo de la noche anterior le ponía frenético; estaba enfermo y loco de deseo, y el bosque parecía girar a su alrededor mientras la sujetaba contra sí, con mucha vehemencia. Todos los planes que había hecho Marjorie mientras estaba sentada a su lado en el coche para que pudieran discutir realmente el futuro con cordura se fueron por la borda. Se besaron y susurraron hasta que la penumbra dio paso casi a la noche, antes de que Marjorie fuese capaz de hacerse la pregunta que ya había hecho otra vez aquel mismo día:
—Cariño, ¿qué vamos a hacer?
La pregunta pinchó la burbuja del éxtasis de Ely, ya tensa hasta el punto de ruptura por lo que acababa de ocurrir.
—Pues no lo sé —dijo melancólico. Las ramas entrelazadas por encima de sus cabezas destacaban negras contra el cielo pálido.
—Dime que me quieres, cariño —dijo Marjorie con urgencia. La melancolía que se reflejaba en su voz había despertado un nuevo temor dentro de ella.
—Sí, te quiero, te quiero, amor mío —dijo Ely.
—Temía que no fuera así. Pensaba que podías estar… enfadado conmigo —se quejó Marjorie.
—¡Pues claro que no! —dijo Ely horrorizado—. ¿Cómo iba a estarlo, cariño?
—Ah…
Entonces apareció un nuevo temor.
—Prométeme, cariño —dijo Marjorie—, que si un día te das cuenta de que ya no me quieres, me lo dirás. ¿De acuerdo, cariño? No fingirás, ¿verdad?
—Amor mío —dijo Ely—. Te querré siempre.
Pasaron dos o tres minutos más antes de que volviera a surgir la pregunta.
—¿Qué vamos a hacer?
—No sé qué podemos hacer ahora mismo —dijo Ely.
—Mi madre parece que da por sentado que voy a volver a casa mañana. Y… y… no puedo ir a ningún otro sitio, a ninguno.
—Eso es verdad —dijo Ely.
—¿Tú quieres que yo vuelva con Ted? —preguntó Marjorie.
Era la primera vez que ante Ely, con su sencillez, se presentaba aquel aspecto de la cuestión con claridad. No se le había ocurrido antes pensar en el día siguiente por la noche, pero ahora se sentía horrorizado. Años de contacto cercano con Grainger en el despacho le habían mostrado muy bien lo que ocurriría con toda seguridad al día siguiente, cuando Grainger recibiera a su mujer en casa después de una ausencia de tres semanas. Notó que los celos le envolvían como una llamarada.
—Querrá que duerma con él —dijo Marjorie luchando desesperadamente ahora por decir todo lo que tenía que decir.
Ely la agarró con fuerza hasta casi hacerle daño, como si mediante la simple fuerza física pudiera mantenerla lejos de los asaltos de Grainger.
—No puedes —tartamudeó—. ¡No debes!
Marjorie veía la angustia en su rostro con aquella débil iluminación. Incluso en medio de la intensidad de aquel momento, sintió un leve pinchazo de placer. Ted nunca había sido así. Ted era dominante, posesivo, autoritario. Años atrás le quiso, aunque no era capaz de admitir ese hecho ante ella misma ahora, pero incluso en los tiempos en que le quería era consciente de que ella significaba menos para él que él para ella. Quizá alguna vez pudo irritarle, pero nunca le hizo daño, no como a este pobre chico de mirada torturada que temblaba entre sus brazos.
También a ella le dolía, insoportablemente, verle de aquella manera. Sentía que podía hacer cualquier cosa, prometerle cualquier cosa con tal de consolarle. Su amor y su ternura se redoblaron; estaba en su naturaleza devolver amor por amor.
—Cariño —dijo—, no te preocupes tanto, por favor, querido.
Pero la imaginación sobreexcitada de Ely todavía estaba representándose a Marjorie en los brazos de Grainger. No hubo relajación alguna en el crudo sufrimiento de su expresión.
—¡Cariño! —gimió Marjorie de nuevo—. No, por favor, no te preocupes. Todo irá bien. Yo me ocuparé de que todo salga bien, cariño.
Para concluir la tensión le prometería algo. Y entre los brazos de Ely, en aquella oscuridad cómoda, con los árboles susurrando solemnemente por encima de ellos, era fácil hacer promesas sin tener en cuenta si podría cumplirlas algún día o no.
—No dormiré con él. No le dejaré —dijo.
A ella, en aquel momento, le pareció bastante fácil. Sería capaz de apartar a Ted durante un tiempo. Estaría dentro de sus posibilidades hacerlo, al menos durante unos días. Después tendría que ser capaz de inducir a Ted a escucharle y razonar. En cualquier caso, tendría unos pocos días de tiempo, y en la urgencia de aquella crisis ganar unos pocos días significaba mucho para ella. «Mañana» era algo inminente. «La semana que viene», no. Se sintió gratificada al ver que la expresión de George se animaba.
—¿De verdad? —dijo él—. ¿Crees que todo irá bien?
—Pues claro que sí —dijo ella, decidida.
—No quiero que te haga infeliz, cariño.
—No lo conseguirá. No mientras tú me quieras.
Si Ely pensó en algo fue en el sentido de que Marjorie y su marido llevaban casados casi diez años, y habían llegado por consecuencia a una fase de su relación casi incomprensible para él, que había perdido la virginidad hacía solo veinticuatro horas. Estaba dispuesto a creer cualquier cosa que le contase Marjorie en ese sentido. La atrajo de nuevo hacia él y la besó otra vez, y ella desgranó un montón de absurdas y exaltadas promesas.
Nunca permitiría que Ted le pusiese ni un dedo encima. En lo referente a ella, Ted podía ser célibe a partir de entonces, aunque a ella no le importaba lo que hiciera fuera de casa… cuantas más aventuras tuviese, más contenta estaría ella. Iba a mantenerse pura para George. Era toda suya, y solo suya. Todo aquello no parecía solo posible, sino fácil, en aquel momento absurdo.
Y en Marjorie residía la iniciativa, la dirección del asunto… si se podía decir que aquello llevaba alguna dirección. Ella había pensado hablarle a George de sus sospechas con respecto a Ted y a Dot, pero ahora evitaba hacerlo. No haría ningún bien, porque habían acordado que no se podía hacer nada, y decírselo a George no alteraría ese hecho. Y podía hacer mucho daño: George se sentiría terriblemente preocupado al pensar que ella pudiera vivir con un asesino. No podría soportar que él se preocupara. Prefería continuar soportando ella sola la carga de su conocimiento, sin compartirla. Peor aún: George podía negarse a creerla, pensar que estaba loca, incluso posiblemente dejar de amarla, y por nada del mundo quería arriesgarse a semejante cosa. Disponía de cuatro o cinco días. Al menos podía evitar decírselo hasta entonces, y así lo haría.
Volvieron por las oscuras carreteras que conducían a The Guardhouse más tranquilos y más felices de lo que habían estado durante el día. La señora Clair, mirándoles con intensidad cuando entraron y parpadeando con la luz, se sintió muy extrañada al ver la expresión de sus caras. No conseguía adivinar qué decisión habían tomado, si es que lo habían hecho. Pero podía permitirse esperar y ver cuál era el resultado del asunto.