Parece una teoría plausible que fuese el último cambio de opinión de Marjorie en la oscuridad del jardín el que lo precipitó todo e hizo posible el desastre. Los besos que ella había dado a George al anochecer, incluso aquellos besos en concreto, podían haberse olvidado y George podía haber recordado aquel incidente como un fallo incomprensible por parte de Marjorie que no se podía esperar nunca más. Pero ella había cambiado de opinión en el jardín, y si cambiaba de opinión una vez, se podía esperar que volviese a hacerlo. Y luego estaba esa palabra fatídica, «mañana», que había pronunciado ella. Marjorie había querido decir, si es que quería decir algo, simplemente que deseaba posponer todo pensamiento sobre aquel asunto a una fecha indefinida, pero para la mente sencilla de George aquella palabra significaba literalmente que al día siguiente podría volver a besarla de nuevo, y fue esa idea la que le ayudó a pasar una noche inquieta durante la cual, como cualquier joven amante, daba vueltas en su mente a cualquier acto inconsciente por parte de ella, y analizaba todas y cada una de sus palabras, viendo significados y extrayendo conclusiones que muy probablemente no tenían ningún fundamento.
En lo más profundo de su ser, Marjorie había despertado un volcán de pasión que quizá hubiese parecido poco probable en alguien tan insignificante y retraído como George Ely. Él había alcanzado una relativa madurez con poco o ningún contacto con mujeres. Ahora que la chispa se había prendido, se mostraba tan ardiente como cualquier chico. Las últimas semanas había ido acumulando ingredientes explosivos en su interior a un ritmo mucho más elevado que durante los años precedentes, y Marjorie, la noche anterior, los había hecho estallar. Estaba locamente enamorado, con el primer amor de un hombre. Adoraba la belleza morena y lo que consideraba elegancia, tacto y habilidad en ella. Fue dando vueltas y agitándose toda la noche, conjurando imágenes de ella ante su imaginación, y esperando expectante que llegase la mañana. Sería difícil decir exactamente qué era lo que esperaba de la mañana, pero esperaba algo.
Ni que decir tiene que la mañana no le aportó demasiado consuelo. Su mirada iba siguiendo a Marjorie por toda la habitación mientras la devoraba con los ojos, pero ella intentó evitar el contacto ocular y parecía estar un poco más preocupada de lo habitual atendiendo a los niños y sirviendo el desayuno. Accedió a la petición de Derrick, mientras todos debatían cómo pasarían el día, de que les acompañase a él y a Anne a la playa aquella mañana, y solo tras responder a una pregunta directa de Anne accedió a que el «tío» les acompañara también, si quería. Él quería. Aceptó la invitación ansiosamente.
Sin embargo, de camino hacia la playa, Marjorie tenía a Anne a un lado y a Derrick al otro, y cuando eligieron el lugar para pasar el día, a sotavento de una escollera, ella se mostró muy ocupada discutiendo con los niños a qué podían jugar. George estaba ya a punto de enfurruñarse cuando al fin consiguió un momento de atención por parte de ella y con los niños ausentes. Le cogió la mano.
—¡Marjorie! —dijo con urgencia inclinándose hacia ella y obligándola a mirarle—. ¡Marjorie! ¿Qué te pasa esta mañana?
El contacto de él y la ansiedad que vio en su rostro rompieron la indiferencia que ella luchaba por asumir.
—Ay, no, por favor —dijo lastimosamente—. Espera. Espera hasta la noche.
Eso bastó para George. Era lo único que quería. Se maldijo por ser un idiota tan ciego y carente de tacto… Por supuesto, ella no podía arriesgarse a una palabra o un gesto hacia él que pudieran observar los niños. Eso sería horrible, desde luego, aunque (como George daba ya por hecho, sin pensar por un momento en el coste) le verían como un padre al cabo de unos pocos meses. Mientras Marjorie le amase todavía, no le importaba pasar todo el día en la playa, jugando con los niños, bañándose con ella y fingiendo la camaradería sincera que había sentido hacia ella cuando empezaron aquellas vacaciones, y tratarla en presencia de su madre con lo que quiso que fuera una respetuosa indiferencia, y que no engañó a la señora Clair ni por un solo instante, ni cuando acudieron a comer ni cuando, una vez los niños cansados y soñolientos, finalmente dejaron la playa y llegaron a tomar el té.
A la hora del té, la señora Clair hizo un anuncio sorprendente.
—Quiero ir a ver a ese chico que me gusta esta noche —dijo maliciosamente.
—¿Qué dices, madre? —preguntó Marjorie un poco sobresaltada.
—Sí, ese chico que me gusta. Gary Cooper. En el Majestic ponen El secreto de vivir. No te voy a pedir que vengas conmigo, claro. Ya la viste con Ted. Además, alguien tiene que quedarse en casa, y creo que ya me toca a mí salir una noche. ¿No le parece, George?
—Sí —dijo George intentando contener la ansiedad de su voz.
La señora Clair era astuta. Era absolutamente cierto que alguien tenía que quedarse en casa cuando dormían los niños. Pero también era cierto que Ely era un realquilado y era dueño de sus actos. Resultaba impensable que se le pidiera a él que se quedase mientras las dos mujeres salían. A él había que permitirle que hiciera lo que quisiera.
—¿Te va a llevar George en el coche? —preguntó Marjorie. Eso podía suponer un aplazamiento.
—Ah, no. No quiero molestarle. El autobús de las seis y media me irá perfectamente. Ya lo he cogido bastantes veces. Y luego puedo volver en el de las diez y media.
—Ah —dijo Marjorie sin inflexión alguna en la exclamación.
—Sé que no se lo tomará mal, George —dijo la señora Clair—. Es que quiero ver esa película. Todo el mundo dice que es muy buena, y a mí me gusta muchísimo Gary Cooper. Es una oportunidad estupenda que la pongan ahora aquí precisamente, después de habérmela perdido en Londres. Y mañana por la noche estaremos muy ocupados haciendo las maletas.
—Claro —dijo George.
—¿Me bañas, tío? —dijo Derrick a toda prisa. Había permanecido fuera de la conversación durante tanto tiempo como se podía esperar de un niño pequeño.
—Los niños pequeños no tienen que molestar al tío —dijo Marjorie más por instinto que por razonamiento.
—Al tío le gustan los niños pequeños —dijo Anne—. Me lo ha dicho. Pero le gustan más las niñas.
Derrick era una criatura muy sociable a la hora del baño, y parecía que en su caso se manifestaba un temprano instinto de coleccionista, a juzgar por la forma en que intentaba añadir nuevos nombres a la larga lista de personas que le habían bañado. Se salió con la suya, y mientras la señora Clair se ponía el sombrero y el abrigo, fue Ely quien, un poco nervioso, le enjabonó, le aclaró y le secó, y abrochó hasta arriba el pijama azul y blanco que Derrick había demostrado trabajosamente que era capaz de ponerse solo, tal y como alardeaba. Derrick cabalgó triunfante en el hombro de Ely, despidiéndose de su madre, que con la ayuda de Anne había acabado ya de lavar las tazas del té.
—¡Buenas noches, mami! —chilló el niño, retorciéndose en su elevada posición mientras Ely le sujetaba, ansioso—. Buenas noches, Anne.
Ely se lo llevó y lo depositó en su cama. Se quedó allí echado como un ángel con el pelo recién cepillado y el rostro de bebé recién lavado.
—Buenas noches, tío —dijo—. Ya estaba medio dormido, con el habitual contraste entre el sueño y su buen humor de hacía un momento. Se acurrucó en su almohada.
—Buenas noches, chico —dijo Ely—. La ternura desbordaba de su interior. Era tan poco habitual para él encariñarse con un niño como con una mujer, pero como no se detuvo a analizar los sentimientos no se sorprendió.
Su mente era un torbellino cuando se sentó en el salón y escuchó las salpicaduras en el piso de arriba que indicaban que Anne estaba también en el baño bajo la supervisión de Marjorie. Sin embargo, el torbellino no se había calmado cuando Anne salió correteando en camisón y se sentó a sus pies, comiéndose las dos galletas que constituían su cena.
—Quiero que el tío me lleve a la cama también —dijo Anne con decisión cuando Marjorie apareció para llevársela.
—No seas tonta —dijo Marjorie—. El tío no puede llevar a la cama a las niñas.
—Sí que puede. Puedes, ¿verdad, tío?
—Bueno, igual sí —respondió Ely, mirando a Marjorie.
—Si no le importa, a mí tampoco —dijo Marjorie.
Ely recogió a la pequeña y flaca criatura entre sus brazos y se la llevó. El contacto del brazo de la niña en torno a su cuello era extrañamente placentero, igual que ver a Derrick que ya se había dormido en la otra cama.
—Primero a rezar —dijo Anne—. Se agachó junto a la cama y susurró muy seria para sí. Luego, agitando sus miembros delgados, trepó a la cama y se metió bajo la ropa.
—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó, ansiosamente.
—No.
—No tenías que oírlo porque le he dicho a Dios algo bonito de ti —dijo Anne. Se acurrucó igual que Derrick—. Buenas noches, tío.
—Buenas noches, cariño —dijo Ely.
Salió de la habitación y cerró la puerta despacio tras él, con la mente todavía como un torbellino. Marjorie estaría en el piso de abajo.
Cuando se dirigió hacia la escalera oyó un ligero ruido al otro lado de la puerta del dormitorio de las mujeres que estaba detrás de él, un ligero repiqueteo, como si alguien hubiese dejado una horquilla o un broche en una bandeja de cristal, en el tocador. Marjorie no estaba abajo, sino allí. Él no era demasiado consciente de lo que hacía cuando puso la mano en el picaporte y abrió la puerta. Marjorie estaba de pie junto al espejo, detrás de él, muy cerca. Se había quitado el vestido e iba solo con las enaguas, con el cuello y los brazos desnudos, y llevaba el pelo suelto. Estaba claro que había huido a su santuario para poner algo de orden en su arreglo después de bañar a Anne; en realidad, porque había encontrado los segundos de espera, mientras George no estaba, demasiado difíciles de soportar, y había subido para ocupar su mente en la única tarea que se le ocurrió en aquel momento. Ayudaría a posponer el inevitable téte-á-téte con George, a quien ella no sabía lo que quería decir, ni lo que debía decir.
Marjorie se volvió a mirar cuando se abrió la puerta. Era como si la fatalidad hubiese descendido sobre ella. Notó que las rodillas se le debilitaban al ver a George. Había algo parecido a las lágrimas en su voz.
—¡George! —fue lo único que pudo decir. No tenía preparado ningún otro discurso. Sacó una mano y la movió hacia él, como para apartarle, pero fue un gesto enormemente débil.
—¡George! Yo… tú…
George no tenía nada que decir, en absoluto. Los últimos restos de duda por su parte se borraron al ver a Marjorie al borde de las lágrimas. Se adelantó a consolarla, y luego el contacto de su piel puso fin a aquella idea. Marjorie se cobijó entre sus brazos; de un desierto de indecisión pasó al dulce oasis de la sumisión irresponsable. Tenían la cama al lado. Por un segundo, como un relámpago que atravesara un cielo oscuro, pasó por la mente de Marjorie la idea de que su marido era un asesino. Cuando hubo pasado, lo único que quedó fue la ansiedad por anticiparse a todos los deseos de su nuevo amante. Ely era un amante inexperto, amable pero torpe, infinitamente tierno cuando la pasión le desgarraba. Marjorie sintió que todo su corazón y toda su alma iban hacia él, llenos de amor.
—Cariño —decía ella—, cariño, cariño…