Hubo días, muchos días de felicidad y compañerismo que ni Marjorie ni Ely habían conocido antes. El coche se usaba con frecuencia; comieron helados en los paseos de media docena de lugares turísticos junto a la playa, donde podían mirar con superioridad complaciente a la multitud de jóvenes paletos y chicas escandalosas que no vivían en agradables casitas de piedra fuera de las ciudades ruidosas y que no disfrutaban del orgulloso privilegio de poseer un coche. Contemplaron, sorprendidos, la belleza gris del castillo de Bodiam, su foso con patos y nenúfares, y el fino hilillo de agua del Rother que serpenteaba a través de su valle.
El coche iba pasando por los tranquilos caminos entre los bosques de Hawkhurst. Marjorie, mediante una dedicación ansiosa, aprendió en seguida a leer mapas para hacer de copiloto a Ely, que estaba todavía demasiado enfrascado en la tarea de cambiar de marchas y dar la vuelta a las esquinas para aprenderse de memoria ninguna ruta, más allá de los primeros cruces. Ciertamente, el coche fue quien les proporcionó el primer nexo de unión. Cuando, resoplando pesadamente, conseguía trepar por alguna cuesta poco pronunciada a toda marcha, Marjorie asentía rápidamente, apreciativa. Pronto se contagió del entusiasmo de Ely por aquel primer coche suyo. La primera vez que pincharon una rueda fue todo un acontecimiento; sintieron que habían conseguido algo fuera de lo corriente cuando, sin ayuda de ningún experto, consiguieron levantar con el gato el cochecito y cambiar la rueda, y vieron que después el coche seguía funcionando tan bien como siempre.
Marjorie sentía que su madre se había comportado de una forma maravillosa durante aquel tiempo; siempre estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de los niños para dejarlos libres a ellos, y también se mostraba deseosa de hacer todo el trabajo de la casa, de modo que las tareas domésticas consumían poco tiempo o energía a Marjorie. Y las pequeñas expresiones amistosas que pronunciaba su madre fueron las que ayudaron a establecer la atmósfera amistosa y cálida de aquellas vacaciones. Otras vacaciones las estropeaban las peleas con Ted, e incluso de vez en cuando con Dot. Estas, en cambio, fueron un período de absoluta felicidad.
Ely sentía también lo mismo. Casi se le podía considerar un joven amargado, en el sentido de que la experiencia le había enseñado siempre a esperar la decepción. Resultaba para él deliciosamente sorprendente encontrar que la posesión de un coche, que tanto había deseado, le proporcionaba todo el placer que había esperado, lleno de reservas. Y todavía resultaba más sorprendente descubrir que la señora Grainger, la esposa de su superior, era tan simpática y accesible, y se contagiaba en seguida con un entusiasmo intenso. Ninguna otra mujer había encontrado jamás mérito alguno ni utilidad alguna en George Ely, y aquella era la mujer más hermosa a la que había conocido jamás, y también la más lista. Largas horas de viaje en el coche los dos juntos marcaron indeleblemente en la mente de Ely una imagen de su perfil (una imagen compuesta, formada a base de muchas miradas apresuradas cuando la carretera despejada le permitía relajar por un segundo su concentración en la conducción), alerta y, sin embargo, receptiva y tranquila.
Y además de aquellos deliciosos paseos en coche estaban las felices horas pasadas en la playa, calentándose al sol, con el parloteo de los niños para mantenerle despierto. George Ely no tenía la experiencia suficiente para darse cuenta de que el tacto de Marjorie y sus rápidas intervenciones evitaban que los niños le molestasen, de modo que tenía todo el placer de su compañía sin tener que sufrir molestias ni responsabilidades. George era amante de los niños por naturaleza, y llegó a deleitarse mucho con el contacto de las suaves manos de Anne y la picara amistad de Derrick. No es de extrañar que tanto para Marjorie como para George aquellas semanas transcurrieran con tanta rapidez.
Al final de uno de aquellos días dorados, Marjorie salió a la veranda después de meter en la cama a los dos niños cansados y felices. George se estaba lavando las manos ahora que el baño estaba libre. Una de las cosas en las que más diferían George y Ted era la frecuencia con que el primero se lavaba las manos. Su madre estaba sentada haciendo punto en una hamaca.
—¿Qué tal, cariño? —dijo cuando salió Marjorie.
—Derrick se había dormido ya antes de que pudiera acostar a Anne —se rió Marjorie sentándose en su silla. Echó la cabeza hacia atrás e irguió el pecho como para recibir el beso del sol de la tarde, que la inundó toda.
—Estas vacaciones nos están haciendo mucho bien, desde luego —dijo su madre.
Quizá hubiese algo de irrevocable en el tono de su voz, algo que indicase el fin de un capítulo en su forma de hablar. Marjorie se tensó un poco, y le pareció que la luz del sol perdía parte de su dulzura, y el paisaje dorado y verde asumía un matiz gris. Por primera vez en aquellas deliciosas semanas, Marjorie recordó que aquello debía terminar, y pronto.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Marjorie apresurada.
—Miércoles —dijo su madre—. Nos volvemos a casa el sábado. Estaba pensando cuando has salido que tendremos que empezar a acabarnos la comida que tenemos aquí, cariño. Y lo que yo haría, aunque no quiero interferir en tus cosas, cariño, pero me gustaría recordártelo, es empezar a hacer una lista de las compras que tendrás que hacer cuando vuelvas a casa. Necesitarás prácticamente de todo, y solo tendrás la tarde del sábado para comprarlo.
Marjorie no dijo nada como respuesta a aquel feo discurso, porque solo escuchaba a medias. Quedaban dos días enteros entre ella y Ted, o entre ella y la decisión que debía tomar. Se horrorizó al darse cuenta, como un manirroto al recibir una nueva e inesperada notificación del banco diciéndole que su cuenta tiene un descubierto. Su madre siguió haciendo punto tranquilamente. Por supuesto, no existía la menor posibilidad de que sospechase la desdicha que sentía Marjorie, a pesar de los ojos agudos que levantaba de sus atareadas agujas.
Marjorie se puso a pensar desesperadamente, pero una y otra vez su mente se desviaba del problema. Estaba aterrorizada. Incluso tuvo que emplear un poco de voluntad para evitar huir físicamente.
—Ah, aquí está George —dijo su madre mientras hacía su aparición Ely—. ¿Se va a sentar un rato?
George ocupó la tercera hamaca, y las agujas de su madre siguieron entrechocando mientras el sol se hundía más y más al oeste.
—Hoy no ha salido a pasear en el coche —dijo su madre intentando entablar conversación.
—No —dijo George—. Estaba demasiado ocupado haciendo un castillo con Derrick y Anne.
—Qué tarde más bonita —dijo la abuela—. ¿Por qué no sale ahora?
Era una sugerencia estupenda, según la opinión de George. Este miró a Marjorie.
—Ah, sí —dijo Marjorie. Y luego, con un pinchazo de culpabilidad—: ¿No vienes, madre?
—No, aquí estoy muy bien —dijo su madre—. Quiero acabar este talón antes de tener que encender la luz.
El pánico físico que había sentido Marjorie todavía era muy acusado. Quería entrar en el coche y alejarse, como si el vehículo pudiese apartarla de la crisis que temía.
—Vámonos —dijo levantándose de su asiento.
George hizo pasar el coche por la estrecha cancela con una facilidad adquirida penosamente, y Marjorie, que le había estado dirigiendo, subió a su lado.
—¿Adónde vamos? —preguntó George.
—Ah, no sé. A cualquier sitio, no importa —dijo Marjorie desesperada.
—Yo me iré a la cama si tardáis —dijo su madre desde la veranda—. Podéis volver cuando queráis.
El coche se dirigió hacia el dorado crepúsculo. Llegó a la carretera principal, con mucho movimiento debido al tráfico de la tarde veraniega, doblaron por una carretera secundaria que George recordaba, descendieron por un valle boscoso y ascendieron por una colina arbolada, subiendo por unas curvas muy cerradas. En la sombra prematura que proyectaban los árboles saltaban los conejos, que correteaban luego por el prado. El coche subió traqueteando valerosamente hasta la cima, donde de repente los árboles se separaban a ambos lados. Muy lejos, por encima del horizonte herboso, vieron el mar azul, con un sol enorme y rojo suspendido encima de él.
—¡Oooh! —exclamó Marjorie, y George detuvo el coche instintivamente y apagó el ruidoso motor.
Contemplaron el sol que se hundía en el mar. Todo estaba silencioso a su alrededor, solo se oía el canto de las aves distantes. George no había dedicado nunca demasiada atención a los paisajes, pero aquella noche era demasiado bonita para no fijarse. Marjorie sintió un dolor estremecedor en el pecho cuando el sol bajó todavía más. Aquel lugar, absolutamente maravilloso, la tristeza de la tarde, el dolor al saber que aquel tiempo tan feliz estaba concluyendo, todo aquello pesaba sobre ella mientras luchaba por tomar una decisión sobre Ted. La cabeza le daba vueltas, no podía pensar con claridad.
George notó que se removía a su lado.
—Vamos a andar un poco hacia allí —dijo Marjorie—. Quiero ver el sol hundirse en el mar.
Unos pocos pasos los llevaron de nuevo al borde de los bosques, y se elevó el horizonte del mar por encima de la loma herbosa. Allí se encontraba el tocón de un árbol, que parecía haber crecido especialmente para proporcionar un asiento, y se sentaron los dos juntos (por pura necesidad) y contemplaron la única nube que se encontraba encima del sol, y que fue cambiando su color del naranja al rojo sangre cuando el disco del sol estaba a punto de tocar el mar. Aquella tarde perfecta de agosto, clara y tranquila, casi pareció que se podía oír un chisporroteo cuando la orgullosa bola de fuego tocó el agua. Luego se fue hundiendo cada vez más hasta que durante un segundo solo quedó una manchita roja en el horizonte, una manchita de color más cálido, entre el rojo y el dorado que la rodeaban. Luego desapareció, y el ojo entonces fue súbitamente consciente de la luna de tres cuartos que estaba presente, sin ser vista, al otro lado del cielo.
—Oh, se ha ido, se ha ido… —dijo Marjorie. Al ponerse el sol sus pensamientos la asaltaron con más intensidad que antes, y el cielo rojo y la luna de plata todavía seguían allí, atormentando su pecho con su belleza.
George, al mirarla, vio que ella tenía los ojos húmedos.
—¡Marjorie! —exclamó—. ¿Qué pasa, Marjorie?
Y Marjorie se volvió hacia él y se agarró a él, como una niña, y él la sujetó, torpemente, con el cerebro en un torbellino. Durante un momento el simple contacto les satisfizo.
Luego Marjorie se movió entre los brazos de él mientras un torrente entero de reacciones la abrumaba. Temor al futuro, horror ante la simple idea de volver con Ted, miedo a abandonar aquella isla de paz que había encontrado tan inesperadamente en medio de su vida, por una parte le asaltaba todo aquello, y por otra, estaba la idea de que allí podía tener un protector, alguien de carácter amable y dulce. Quizás hubiese allí también atisbos de su fatal debilidad: encontrarse en los brazos de Ely significaba un nuevo problema que la distraía del otro que exigía una solución, y le daba una excusa para posponerlo. Además de todo aquello, estaba la urgencia de su cuerpo. Tres semanas de vacaciones despreocupadas, de sol y ocio, habían tenido efectos sobre ella. El aroma masculino del tabaco de George se mezclaba agradablemente con los delicados aromas subyacentes de pasta de dientes y jabón de afeitar. Toda la pasión que Ted había sabido despertar tan bien seguía todavía allí, dispuesta a despertarse. George era más limpio, más fino. Ella se movió entre sus brazos y sin saber lo que hacía levantó la cara hacia él, y George la besó, y ella le devolvió el beso, y se agarró a él. La pasión se los llevó a los dos muy lejos durante cinco minutos de locura.
Aquellos besos eran como un vino raro para Ely. Los besos que había conocido antes eran pocos y nada sofisticados, y Marjorie besaba tal y como Ted le había enseñado: con los labios separados para que él penetrase, con calor y con ansiedad, y apretando su suave pecho contra el de él. Fue su primer atisbo, el primero de verdad, de la pasión adulta. La cabeza le daba vueltas y le temblaban los brazos mientras sujetaba aquel cuerpo encantador entre ellos, aunque no se daba ni cuenta. El chico estaba embriagado de amor y de deseo. Todo el respeto y el afecto y la admiración que había sentido hacia Marjorie se habían visto transmutados por aquellos besos. Se ponía cada vez más excitado y más ansioso; quizá fue solo su torpeza y su inexperiencia lo que evitó la consumación de la aventura en aquel preciso instante.
A medida que él insistía más, Marjorie se salvó mediante un último esfuerzo de control. Se tensó un poco entre los brazos de él, abandonó la rendición laxa de su ser que le había vuelto loco. Ella ahora sentía hambre de él, y su corazón se había entregado a aquel chico tan dulce, que de repente le parecía mucho más joven y más inexperto que ella misma. Pero su experiencia le advertía de que no había oscurecido mucho y podían aparecer otras personas en cualquier momento. Se dijo eso a sí misma, poniéndose excusas para posponer el tema y sin intentar discernir sus auténticos motivos. Se mostraba maternal con él, permaneciendo entre sus brazos y sin deseo alguno de dejarlos. Con las manos ella le acarició la fina mejilla y el cuello, que le parecían suaves y lisas acostumbrada como estaba a la tendencia de Ted a tener barba hirsuta y espinillas. Le sonrió mirándole a los ojos, pero ahora el contacto de ella le calmaba, y su aire maternal y su actitud algo rígida habían eliminado la ansiedad que él sentía.
—George, querido —dijo ella, y le besó con ternura.
—Cariño —respondió él, encantador. Nunca había llamado con términos amorosos a ninguna mujer.
—Debemos ser sensatos —dijo Marjorie escabullándose de su abrazo y sentándose muy erguida en el tocón—. Mira, nos hemos perdido la puesta de sol…
George consiguió controlarse. Estaba algo tembloroso y un poco avergonzado de sí mismo. No debía besar a ninguna mujer casada, especialmente a la mujer de su superior en el despacho. Le asustaba un poco recordar el insospechado abismo de pasión que se había abierto a sus pies, porque nunca había soñado con algo semejante, igual que nunca había soñado con el tipo de besos que Marjorie sabía dar. Por el momento, reaccionando ante su descubrimiento, se contentaba con sentarse allí callado, mirando el mar y el cielo, con la luna brillante por encima de ellos, Marjorie parloteando a su lado y ambos fingiendo que no había ocurrido nada.
Luego, al cabo de un rato, Marjorie se puso a temblar.
—Está haciendo un poco de frío —dijo.
—Estas noches claras son más frías —accedió George.
—Será mejor que volvamos a casa —dijo Marjorie.
Se metieron de nuevo en el coche sin un beso más, sin cogerse de nuevo las manos siquiera, y George puso en marcha el motor. Fue conduciendo con cautela porque todavía no estaba acostumbrado a conducir de noche, y mientras avanzaban por las carreteras boscosas, los faros iban captando la extraña belleza de los setos y el follaje. Saltaban conejos ante ellos, sorprendiéndolos. Una vez vieron los ojos verdes de lo que Marjorie supuso que debía de ser un zorro, pero George sospechaba que era simplemente un gato que merodeaba. Bajaron por el puente, pasaron junto a las casitas antiguas y se dirigieron a la carretera principal, iluminada por los faros, y por la cual el deslumbrado George solo pudo ir a paso de tortuga.
Todavía eran solo buenos amigos y no amantes cuando dieron la vuelta por la carretera secundaria hacia el mar y metieron el coche por la cancela en el jardín de The Guardhouse. Fue allí, después de apagar las luces y avanzar a tientas hacia la puerta de la casa, donde el equilibrio se inclinó una vez más y en esta ocasión fue irrevocable.
Sus manos tendidas se tocaron en el momento en que Marjorie volvía a ser consciente de nuevo de todos sus problemas, y de que no había tomado ninguna decisión, de que era miércoles por la noche y el sábado volvería a estar en la cama con Ted de nuevo, de que su madre estaría dentro, esperándoles, tan tranquila como siempre.
Darse cuenta de todo eso más el contacto volvió a romper de nuevo la frágil barrera que ella había ido elevando entre sí misma y George, o quizá entre sí misma y su yo más interno.
—¡Ay, George! —susurró—. ¡George!
Cayeron uno en brazos del otro en la oscuridad, y se besaron de nuevo, y ella se apretó contra él, y él fue consciente de la preciosa piel que tenía bajo las manos. Era una locura, un delirio que solo se pudo disipar cuando un grupo de veraneantes parlanchines pasó por la carretera, a su lado. Entonces ella se liberó de él.
—Mi madre habrá oído el coche —dijo—. Pensará que es raro que no entremos. ¡Bésame, cariño! Ah, debemos entrar. Mañana…
Ella se volvió hacia la puerta.
—No puedo entrar aún —dijo Ely con voz sorda—. Entra. Yo iré también dentro de un minuto.
Su madre casi había terminado el calcetín de Derrick, aunque nadie podía asegurar si era el odio o la esperanza lo que había entretejido también con él.
—¿Habéis dado un buen paseo, cariño? —preguntó.
—¡Encantador! —exclamó Marjorie—. Hemos visto la puesta de sol. ¿La has visto tú?
—Sí, la he visto. ¿Dónde está George?
—Está arreglando no sé qué de ese viejo coche suyo —se rió Marjorie—. Se preocupa más por él que nosotras por Anne y Derrick.
Marjorie atravesó la habitación y se quitó el sombrero y el abrigo. Pensaba que su talento femenino para la intriga había evitado que su madre adivinase lo que había ocurrido. Es posible que fuera así, pero la señora Clair tenía los ojos muy agudos, y probablemente lo supusiera. Desde luego, tuvo que adivinarlo más tarde, cuando entró George, porque el cigarrillo que había inhalado frenéticamente fuera no le había calmado del todo los nervios. Estaba pálido, con los ojos brillantes, y sin embargo ausente, como si hubiese bebido. Se excusó de inmediato y se fue a la cama.