8

El sábado por la mañana los niños se despertaron temprano, llenos de emoción porque sus vacaciones empezaban aquel día. Incluso Anne, que normalmente era tan serena, se contagió de la emoción de Derrick. Antes de las siete ya corrían por la casa en pijama y llamaron a la puerta del dormitorio de sus padres, cosa que supuso para Ted empezar mal el día, perder media hora de sueño y tener que relacionarse con los niños antes del desayuno, dos cosas muy molestas que le volvían loco. Marjorie se precipitó fuera de la cama y sacó a los niños de la habitación. Se llevó su ropa para vestirse con los niños y así molestar lo menos posible a Ted.

—Es como si fuera Navidad —dijo Anne metiéndose la camiseta sobre su cuerpo agitado: levantarse temprano y visitar a los padres en pijama, saber que van a pasar un montón de cosas maravillosas, ese era el origen de la extraña asociación de ideas.

—Gracias a Dios no hace tanto frío como en Navidad —dijo Marjorie abrochándose las ligas, y mirando hacia un lado, a la ventana, donde el bendito sol ya prometía otro día de calor.

Aquella noche había hecho mucho calor. Ted roncaba y se agitaba, y la despertaba. En parte también se debía a que él la había buscado la noche anterior. Le había puesto encima las manos calientes al meterse en la cama, y le hizo sentir un pánico súbito, porque ella soñaba vagamente que la separación del día siguiente sería permanente, y aquel crudo recordatorio de su obligación presente le había llegado como una conmoción. Llena de pánico, le había dicho a toda prisa la única mentira que se le ocurrió en aquel momento, una que apenas se atrevía a emplear, porque Ted era muy listo. Pero aunque la excusa fuese buena Ted siempre mostraba resentimiento y fastidio.

—Pues qué mala suerte, precisamente —gruñó—. La última noche que vamos a estar juntos durante tres semanas.

Ese fastidio, creía Marjorie, era la verdadera causa de que él hubiese roncado y se hubiese movido toda la noche, impidiéndole dormir. Ella odió su cuerpo caliente, áspero y peludo, aquella última noche.

—¡Navidad! —chillaba Derrick. Había encontrado la enorme lata de toffee en forma de tambor que era uno de sus principales tesoros y lo golpeaba con un palo, armando un escándalo que podría haber molestado a la señora Taylor, y no digamos a Ted.

—Callaos, niños —dijo Marjorie, y luego, desesperadamente—: Salid los dos al jardín. Podéis ir al callejón si queréis, pero tened mucho cuidado y no os subáis a la verja.

Ese era un incentivo suficiente para que los niños se callasen. El callejón era un caminito pequeño que corría entre los jardines traseros de aquel lado de Harrison Way y el ferrocarril. Por lo general, Marjorie prohibía a los niños que pusieran los pies allí porque al haber solo una barandilla no muy alta entre ellos y los raíles, temía que pudieran saltar. De modo que aquel territorio tenía la fascinación de lo prohibido para los niños, con la atracción adicional de que desde el callejón se podían ver, algo que quedaba oculto de su vista en el jardín, los techos de los trenes que subían y bajaban por el hueco poco hondo.

Pero el desayuno, después de que ella hubiese preparado la comida y llamado a los niños, fue muy desagradable. Ted estaba más enfurruñado y hosco de lo habitual, en parte por lo de la noche anterior, y en parte porque ningún hombre con la perspectiva de tres semanas de duro trabajo con los auditores durante una ola de calor puede escuchar con paciencia el prolongado cotorreo sobre unas vacaciones de las que van a disfrutar otras personas. Y Derrick empeoró muchísimo las cosas. Sus vagos recuerdos de otras vacaciones volvían a él en cascada, mezclados con imágenes mentales distorsionadas de ese coche que tanto se había mencionado en las últimas conversaciones de mamá y de la abuela.

—¿Vendrá la tía Dot con nosotros en el coche? —preguntó.

—Calla, Derrick —dijo Marjorie, demasiado tarde.

Ted había dejado caer el cuchillo y le fulminaba a través de la mesa.

—Pequeño gilipollas —dijo.

Nadie le había dicho todavía a Derrick que la tía Dot había muerto. Marjorie había intentado protegerle del conocimiento de la muerte, y esperaba que simplemente se olvidase de ella. Pero, como ahora se decía a sí misma con amargo reproche, nadie puede confiar nunca en que un niño recuerde u olvide algo en concreto. Derrick ahora estaba asustado, y, sin embargo, afirmaba enérgicamente su individualidad.

—No soy un pequeño gilipollas —dijo—, y Ted levantó la mano por encima de la mesa y le dio una torta en un lado de la cabeza. Eso bastó para transformar a Derrick de un niño íntegro en un bebé aullante. Marjorie corrió hacia él. La costumbre de años y años era tan fuerte que le impidió poner en peligro la disciplina cogiéndole en brazos y consolándole y poniéndose de su parte contra su padre. Estuvo a punto de arrojar a un lado toda discreción, de todos modos. Tampoco la ablandó la visión del rostro blanco de Anne al otro lado de la mesa. Anne, sin que nadie se lo dijese, había adivinado la muerte de la tía Dot, y odiaba que se mencionase su nombre, y odiaba mucho más aún la violencia de su padre.

—¿Por qué no les enseñas algo de sentido común a los niños, Madge? —exigió Ted—. Sois todos unos malditos gilipollas. Demasiado hablar del asunto de las vacaciones, eso es lo que pasa. Me están entrando ganas de deciros que no vais.

Vio el miedo reflejado en la cara de Marjorie y se recreó en él. Quería hacer daño a alguien.

—A todos os estaría muy bien empleado quedaros sin hacer vacaciones después de todo —dijo—. Encontrar allí algo que no podéis tener. ¡Ese idiota de Ely y su coche! ¡Un coche! ¡Diez años menos que yo de experiencia en la oficina y se compra un coche!

Esa fue una digresión afortunada. El resentimiento de Ted se había alborotado con tanta rapidez que le había llevado a mencionar a George Ely, cuando en realidad era a Marjorie y a los niños a los que deseaba atacar. Cuando acabó de refunfuñar contra Ely, tuvo que detenerse y serenarse un poco antes de reemprender su diatriba, y después de parar ya no era tan fácil volver a empezar. Tragó saliva y los aullidos de Derrick presentaron una fuerte oposición y entorpecieron la claridad de pensamiento necesaria para iniciar una nueva ofensiva realmente dañina.

—Ni siquiera puedo acabar de desayunar en paz —dijo intentando encontrar un nuevo agravio, y eso le hizo recordar las costumbres de diecinueve años. Miró el reloj de la cocina—. ¡Vaya por Dios! Voy a llegar tarde a la oficina…

Su violencia ahora se vio dirigida a los zapatos, que se puso a toda prisa. Agarró su sombrero y salió corriendo, maldiciendo por última vez aquel hogar en el que nunca tenía tiempo para tomar una segunda taza de té con el desayuno, y el único comentario a su conducta lo aportó Derrick, que, olvidadas ya las lágrimas, anunció solemnemente:

—Creo que papá es tonto.

—¡Sssh! No debes hablar así de papá —dijo Marjorie instintivamente—. Durante años había intentado, por mor de la disciplina, mantener una actitud leal hacia su marido, y no podía abandonarla ahora.

Había que deshacer las camas, en el piso de arriba, y cerrar las ventanas y bajar las persianas, y completar el equipaje que había empezado a preparar el día anterior. Abajo tenía que cocinar una pieza de carne y algunas verduras para que Ted pudiera hacer al menos una última comida buena antes de dejarle, y para que le quedase algo de carne fría también para el fin de semana. Anne consiguió dominar su emoción lo suficiente para secar los cacharros del desayuno, ayudando a su madre, y preparar la mesa para la comida, pero a pesar de toda su ayuda, Marjorie tuvo tanto trabajo aquella mañana (porque también tenía que procurar que Derrick no hiciera ninguna travesura) que no paró ni un momento. Había que recordar mil cosas sobre el lechero, el panadero y demás; Marjorie esperaba haberse acordado de todo. Qué calor hacía en la casita… Marjorie subió y bajó las escaleras veinte veces aquella mañana, sofocada y con el pelo despeinado.

Hasta que Ted volvió de la oficina y la comida estuvo en la mesa no tuvo tiempo de sentirse emocionada. Habría asegurado que no se sentía emocionada en absoluto, ni siquiera cuando vio, sentada a la mesa, que el reloj marcaba la una y cuarto, y recordó que el señor Ely iba a pasar a buscarlos a las dos y media. Sin embargo, no pudo probar apenas ni un bocado de la comida que había preparado: buey asado con patatas y guisantes, budín de Yorkshie, pastel de manzana y natillas, una comida de domingo, de hecho, aunque era sábado.

Ted no notó su falta de apetito, ya que nunca se fijaba en esos detalles, pero él sí que comió con hambre, con el mal humor de la mañana ya amortiguado. A Ted le gustaba comer bien, especialmente el buey y el budín de Yorkshire. Después de comer se fue al salón para gran alivio de Marjorie, y puso la radio, de modo que Marjorie pudo volver a sus tareas, lavó los platos, lo arregló todo y subió corriendo las escaleras para quitarse el delantal y ponerse el vestido de verano (con un abrigo ligero encima), y bajar todas las bolsas y paquetes que ya estaban preparados. Había media docena de asuntos domésticos de última hora que quería recordarle a Ted, pero no se arriesgó a hacerlo entonces. Le escribiría diciéndoselo cuando llegasen a The Guardhouse.

Hacía tanto tiempo que su principal deber en la vida era llevar la casa que incluso en aquellos momentos actuaba automáticamente, como si aquel deber tuviese que continuar. Incluso tuvo que apartar su atención, intranquila, del pensamiento de que ya no fuera ese el caso. No pensaba que se estaba mostrando débil. Pensaba que se veía arrastrada por unas circunstancias irresistibles. Con un ligero escalofrío, se desprendió de toda aquella pesadilla. Iba a escapar de allí durante tres semanas, y no tenía que preocuparse por nada durante aquel espacio de tiempo.

Se arregló el pelo, algo revuelto al ponerse el vestido, y se miró en el espejo. Sus experiencias de la mañana, pensó, no habían dejado apenas rastro alguno. El vestido de verano le daba un aspecto fresco y ligero, se había empolvado la cara ligeramente y, algo excepcional en ella, se había pintado un poco los labios para que no estuvieran tan pálidos como ocurría últimamente. Por muy alejado de su naturaleza que pudiera estar el hecho de fingir que era alguien que no era, sin embargo, en el fondo de su mente se alojaba una imagen mental de sí misma más serena, tranquila y soignée, caminando con estilo hacia el coche que la llevaría durante tres semanas a la costa.

Oyó el graznido de un claxon en la puerta, y los fuertes chillidos de Anne y Derrick.

—¡Mamá, mamá, ha venido el coche! ¡Mamá, está aquí el señor Reely! ¿Está también la abuela, mamá? ¿Está preparado el equipaje, mamá? Mamá, ¿has cogido mi barco?

La imagen que ofrecía bajo la luz del sol, caminando hacia la verja con los niños brincando a su lado y una pesada bolsa en cada mano, era realmente mucho más atractiva que la que se había imaginado, porque la idea de ese contraste hizo que enseñara sus blancos dientes en una sonrisa amistosa. Ted vino enfurruñado tras ella con los bultos que quedaban, pero tenía la suficiente sensibilidad y flexibilidad como para no mostrar su mal humor ante el señor Ely y la señora Clair. Se introdujeron todos en el coche con dificultades, porque solo había el espacio justo para todo y para todos, y solo cuando la portezuela se cerró tras ellos Marjorie se dio cuenta de que no había dado un beso de despedida a su marido, y, sin embargo, esa era la primera vez que le dejaba solo desde que nació Derrick. Se alegró de que las cosas hubieran ocurrido así. Le saludó con la mano, y Ely metió la marcha y el coche se movió a sacudidas por la calle. En la esquina, Marjorie miró hacia atrás y se preguntó qué sentiría al volver a ver todo aquello, pero en seguida decidió no dejar que los pensamientos desagradables le estropeasen las vacaciones.

Cincuenta yardas más allá se encontraba la esquina donde el callejón que había detrás de las casas salía a Simon Street. La señora Posket estaba allí. Había ido caminando hasta la estación a recibir a su marido. A menudo tomaba el caminito que iba a lo largo de la vía férrea, porque la parte de atrás de las casas suele ser mucho más informativa que la parte delantera. Les saludó con la mano, encantada de ver algo tan importante: la señora Grainger se iba de vacaciones con el joven señor Ely, de la compañía del gas… y no quería insinuar absolutamente nada al decir esto, desde luego.