La señora Taylor, que vivía en Harrison Way número 79, justo al lado de la casa de Marjorie, y la señora Posket, que vivía en el número 69, cuatro puertas más abajo, eran viejas amigas. Sin hijos las dos, y con poco más de treinta años, con maridos que iban a la City cada mañana y se quedaban allí todo el día, pasaban muchísimo tiempo cada una en compañía de la otra, iban juntas de compras y al cine, y en invierno jugaban al bridge unos en casa de los otros alternativamente, una pareja contra la otra. Aquel día volvían juntas de las rebajas de verano, un poco cansadas, y sin embargo triunfantes, con paquetes bajo el brazo. Al llegar a la puerta del número 79, ambas miraron hacia arriba, a la casa del número 77. Aunque hacía ya tres semanas que la hermana de la señora Grainger se había suicidado, y aunque habían empezado ya las rebajas de verano, aquel acontecimiento estaba todavía tan fresco en su memoria que se lo recordaba la simple visión de la casa.
La señora Taylor, menuda, rubia y vivaz, había relatado la misma historia ya muchísimas veces, y hablaba interminablemente del día de la muerte de la joven. No todo el mundo, ni mucho menos, había visto con sus propios ojos a una suicida de verdad muerta en la misma postura en la que había fallecido. La señora Posket, más delgada y más alta y morena, se lo había perdido, y tenía que contentarse con la distinción menor de haber estado en la casa, hablando con la hermana casada de la joven muerta al día siguiente del suceso. La señora Posket era una cotilla bien conocida. No había romanticismo alguno en su vida: el marido, que iba cada día a la City, no había conseguido suministrárselo. Tampoco el cine era un sustituto satisfactorio, ni las rebajas, ni tampoco la casita que le proporcionaba una hora o dos de trabajo diario.
Quizá en algún rincón de la señora Posket se albergasen los instintos de una pionera, la curiosidad insatisfecha de un explorador, la facultad lógica de un científico, o la necesidad constructiva de un novelista. La habilidad creativa era lo único que faltaba; quizá no hubiese existido nunca o no hubiese sobrevivido a la niñez entre gente monótona, una deficiente educación en una mala escuela, la vida de casada, con su bridge, sus compras y sus economías disimuladas. De modo que la señora Posket se había convertido en observadora más que en agente. Su impulso latente la convertía en una observadora entusiasta, fanática. Para ella era un ejemplo supremo de la ironía del mundo que un acontecimiento tan dramático hubiese sido contemplado por los ojos azules y ciegos de la señora Taylor en lugar de los oscuros y clarividentes de la señora Posket… y habría que añadir, entre paréntesis, que ella odiaba el nombre de «señora Posket», y siempre intentaba pensar en sí misma con su nombre de soltera. Era la ambición de la señora Posket, que nunca había progresado hasta el punto de expresársela en palabras a sí misma, un hecho del cual en realidad era bastante inconsciente, que algún día vería u oiría algo de una importancia vital o dramática. Ese era el motivo por el cual la señora Posket daba conversación al lechero o al hombre que entregaba el pan, y atisbaba por la ventana de su dormitorio, y observaba lo que compraban sus vecinos cuando se encontraba con ellos en las tiendas.
Derrick subió corriendo por la calle en la dirección opuesta, antes que su madre, y se detuvo junto a la puerta al ver a las dos mujeres.
—Buenas tardes, Derrick —dijo la señora Posket. Derrick le sonrió tímidamente, se dio la vuelta e hizo sonar el cerrojo de la cancela.
Tímido primero y atrevido al cabo de un momento, como ocurre con los niños, se volvió de espaldas a ella.
—No puedo abrir esta puerta —dijo—. La puerta tonta y fea.
—¿La abro yo? —preguntó la señora Posket esperanzada, adelantándose—. ¡Ya está! ¿Qué te parece?
—Gracias —dijo Derrick.
—Qué chico más bueno. ¿Vas a pasar unas buenas vacaciones este año, Derrick?
—Vamos a la orilla del mar —dijo Derrick, sin aliento.
—¿Qué orilla?
—A The Guardhouse, claro —dijo Derrick. La única costa que conocía era la que se encontraba junto a The Guardhouse. Condescendió a explicar algo más a aquella mujer mayor tan tonta—. ¡Vamos en un coche, en el coche del señor Reely, y papá se quedará en casa!
—¡Oh! —exclamó la señora Posket. Era un avance informativo maravilloso. Eso demostraba, tal y como se dijo a sí misma la señora Posket, que nunca se sabe… en otras palabras, que ninguna piedrecilla es demasiado insignificante como para no darle la vuelta cuando uno busca información. Le habría hecho más preguntas a Derrick si Marjorie no hubiese subido por la calle corriendo. Marjorie iba un poco sin aliento porque había andado muy rápido nada más ver con quién estaba hablando Derrick. Tan rápido como pudo, haciendo al mismo tiempo esfuerzos desesperados para que no pareciese que corría. Marjorie estaba un poco pálida también porque había sentido un terror espantoso al ver a Derrick y la señora Posket conversando. Nunca se sabe qué cosa ilógica o fantástica puede soltar un niño tan pequeño. Incluso existía la posibilidad, por pequeña que fuese, de que dijese algo a la señora Posket de lo que había visto aquella noche, algo de la tía Dot y de papá.
Cogió la mano a Derrick y se la sujetó a su costado, y un poco detrás de ella, medio ocultándolo detrás de su vestido, mientras daba las buenas tardes a la señora Taylor y la señora Posket.
—Derrick me estaba contando las vacaciones tan bonitas que van ustedes a disfrutar, señora Grainger —dijo la señora Posket, sonriendo.
La aprensión de Marjorie desapareció. A decir verdad, estaba casi tan emocionada como el mismo Derrick con el asunto de las vacaciones inminentes.
—Sí —dijo encantada, y luego hizo un esfuerzo para hablar con tranquilidad, para que su audiencia no adivinase que existía conexión alguna entre su emoción y lo que iba a decir a continuación. Era mejor soltar la noticia en seguida que dejar que la descubrieran ellas, como sin duda ocurriría de manera inevitable—. Mi pobre marido no puede dejar la oficina, y tendrá que quedarse en casa. Qué mala suerte, ¿verdad?
—Derrick nos lo ha contado también —dijo la señora Taylor para fastidio de la señora Posket, porque una fuente de información pierde su futuro valor si se desvela.
—Es un charlatán —sonrió Marjorie.
—¿Y quién cuidará al señor Grainger? —preguntó la señora Posket.
—Ah, él mismo se cuidará muy bien. Dice que es muy capaz.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Taylor—. Supongo que tendrá que hacer una limpieza a fondo cuando vuelva. Ya sabe cómo son los hombres solos en una casa…
—Sí, eso me temo —dijo Marjorie, sonriendo aún.
El conocimiento secreto de que su marido era un asesino y un seductor incestuoso la obligaba a representar el papel de esposa indulgente con mucho más vigor del que habría empeñado de no ser así.
—Bien —dijo la señora Posket—, mientras tengan buen tiempo durante las vacaciones, supongo que no le importará.
—No —dijo Marjorie—. No me importará nada, en ese caso.
Cuando Marjorie hubo entrado con Derrick, las otras dos mujeres se quedaron un momento más fuera, junto a la puerta de la señora Taylor.
—Uf… —dijo la señora Posket—. Vacaciones separadas, ¿eh? ¿Cree que es verdad que el señor Grainger no puede dejar la oficina? No creo que sea tan importante como para eso.
—Ah, pues a mí me parece que sí —dijo la señora Taylor.
—No quería que Derrick hablase con nosotras —replicó la señora Posket—. ¿Ha visto cómo lo ha apartado?
—Sí, a mí también me lo ha parecido.
Un recuerdo de casi treinta años de antigüedad llegó a la mente de la señora Posket. De niña, cuando apenas sabía leer, tenía un libro para colorear que incluía una imagen muy colorista de la selva y que se llamaba «Tigresa defendiendo a su cachorro». En aquel momento recordaba aquella imagen con extraordinaria claridad, las manchas negras y amarillas, los dientes blancos desnudos, el cachorro metido detrás, a un lado.
—Como una tigresa —dijo, vagamente—. Me pregunto…
—Siempre se está preguntando cosas, Grace —dijo la señora Taylor, soltando la risa.
—Bueno, no tengo que preguntarme qué diría mi Dick si yo quisiera dejarle quince días o tres semanas enteras o el tiempo que sea. Ya lo sé.
Dentro, a Marjorie le preocupaba el problema de cómo inculcar a Derrick que no hablase de los temas domésticos con nadie de fuera de la familia y, al mismo tiempo, no destruir su encantadora confianza en los desconocidos. Era el mismo y conocido problema de cómo comerse el pastel y conservarlo al mismo tiempo, y, sin embargo, ella no consideraba que se estuviera mostrando débil al afrontar el asunto.
—No creo —empezó a decir, con precaución, mientras cortaba el pan y preparaba la mantequilla para el té— que a la señora Posket le interesen nuestras vacaciones. No tendrías que habérselo contado.
—Pero me ha preguntado, mami —replicó Derrick.
—Sí, claro, pero no creo que en realidad quisiera saberlo.
—Pero también te lo ha preguntado a ti —dijo Derrick, con la lógica exasperante de un niño de cuatro años.
—Supongo que sí lo ha hecho, pero no tienes que contarle cosas a la señora Posket.
—¿Qué cosas, mami?
—Bueno, ya sabes. Cosas sobre nosotros.
—¿Qué cosas sobre nosotros, mami?
Era muy propio de un niño mostrarse inteligente en un momento dado y exasperantemente estúpido al siguiente, y la discusión terminó como era de esperar, como incluso Derrick, con su breve experiencia, había llegado a esperar con filosofía que terminasen todas las discusiones.
—No me molestes más. ¿Por qué no sales al jardín a jugar hasta que esté preparado el té?
Poco después de que los niños se acostaran se oyó un golpecito en la puerta principal. Marjorie se sobresaltó un momento, porque no era la forma de llamar de su madre. Cuando abrió la puerta se sorprendió mucho al encontrarse ante la tímida y atractiva cara del señor Ely.
—Buenas noches, señora Grainger —dijo el señor Ely, sonrojado por la emoción—. ¡He traído el coche!
—¡Qué bien! —dijo Marjorie—. ¿Está fuera? ¿Puedo verlo?
El señor Ely orgullosamente la acompañó por el sendero del jardín hasta el lugar donde se encontraba el pequeño cochecito, junto a la acera. Era un diminuto turismo de siete caballos de potencia que había perdido la juventud hacía mucho tiempo, pero para el señor Ely era mucho mejor que cualquier Rolls Royce para su millonario propietario, y para Marjorie era como la carroza mágica de Cenicienta.
—¡Qué bonito! —exclamó, y lo decía sinceramente. Para ella, un vehículo era bonito cuando poseía cuatro ruedas, la capacidad de moverse solo y el techo suficiente para proteger de la lluvia.
—Quería enseñárselo —dijo el señor Ely— para que viera el espacio que hay para el equipaje. No quedará demasiado, porque iremos cinco en el coche.
—Derrick se puede sentar en mis rodillas, o en las de mi madre —dijo Marjorie—. Y Anne no ocupa mucho espacio.
—No es solo eso, me temo. No debemos llevar demasiado peso para que este cacharro nos lleve bien.
—Ah, ya, de acuerdo. Tendré mucho cuidado. Llevaré poco equipaje.
Marjorie se empezó a atarear mentalmente con el problema de cómo reducir peso. Había muchas cosas de las que podía prescindir.
—Me pregunto —dijo Ely, tímido de nuevo—, si querría venir esta noche a dar una vuelta con el coche.
—Oh —dijo Marjorie. Y luego, con evidente decepción, añadió—: Lo siento, no puedo. Ted sale esta noche y no volverá hasta tarde. No puedo dejar a los niños solos.
Ely se sintió también bastante desilusionado, y lo dejó traslucir en su actitud. Era el primer día que entraba en posesión de su coche, y quería salir, conducir por ahí. Hombre condenado a la subordinación, sentía un delicioso estremecimiento de dominio al bajar un pie y notar que el coche se ponía en marcha, obedientemente, al doblar las esquinas, al dejar atrás a los autobuses y tranvías en los cuales había tenido que viajar agobiado y apretujado en tantas ocasiones, condicionado por el conductor y el cobrador, e incluso por la gente en la calzada que podía detenerlo sencillamente levantando la mano. Pero tampoco le hacía gracia conducir solo por entre el tráfico de las carreteras de las afueras. Quería tener a alguien a su lado para que le dijera que se acercaba algún vehículo, que mirara hacia atrás cuando tuviera que dar un giro hacia la derecha. Las chicas del club de tenis eran demasiado soberbias. Se reían cuando cambiaba de marchas. Ely creía que todas estaban familiarizadas con los coches desde la niñez.
Ely no creía que la señora Grainger se sintiera superior. No se paró a pensar si estaba o no familiarizada con los vehículos de motor. Admiraba a la señora Grainger, con su oscura belleza, y se sentía mucho más a gusto con ella que con ninguna otra mujer joven; sin haber llegado a analizarlo, cuando estaba con ella sentía una sensación de amistad, de compañerismo que se hallaba completamente ausente cuando estaba con otras mujeres. Ese era el motivo principal por el cual había aceptado al momento cuando la señora Clair sugirió lo de las vacaciones. Las pasaría junto al mar a cambio de unos gastos que no serían superiores que su alojamiento, algo importante, ya que había invertido todos sus ahorros en el coche, pero lo principal es que estaría en la costa con amigos. Ely había pasado vacaciones muy solitarias en el mar y se sintió muy desgraciado todo el tiempo. Las chicas que hablaban fuerte en el paseo y en el muelle no le resultaban nada atractivas.
Marjorie se sorprendió al ver que la decepción de Ely igualaba la suya. Estaba un poco emocionada, un poco conmovida también.
—Mi madre puede venir y quedarse en casa, supongo, si se lo pedimos —dijo, pensando con rapidez—. Esta tarde no va a la iglesia, creo.
—No. Estaba en casa cuando he salido. ¿Quiere que vaya a buscarla?
—Sí, hágalo.
Era maravilloso pensar que con el automóvil podía enviar un mensaje a su madre y traerla de nuevo en menos de diez minutos. Según la experiencia de Marjorie, habría costado al menos tres cuartos de hora a pie, aunque su madre aún caminaba bastante deprisa. Un automóvil significaba libertad en todos los sentidos.
Su madre parecía encantada de venir. Sonrió a Marjorie y al señor Ely, y les despidió con la mano cuando se alejaron por la carretera entre el estrépito de las marchas. La señora Clair volvió a entrar por la verja y se sentó en el destartalado salón, con la puerta abierta, para poder oír a los niños si lloraban, y sonriendo aún, pero ahora era una sonrisa sin el menor asomo de amabilidad tras ella. Se trataba de una sonrisa dura, con los labios apretados, y aunque sus ojos tenían una expresión soñadora, no había la menor suavidad en ellos, tampoco. La señora Clair se quedó sentada, con la espalda recta, las manos en el regazo, mirando hacia fuera, al vacío. Veía imágenes en las cuales su yerno recibía el castigo que merecía. Sus planes estaban dando fruto ya. Ni siquiera la fidelidad de su hija sería un precio demasiado alto. Al menos, si Marjorie le era infiel, sería un daño más que se le haría a aquel demonio, un plazo más del pago de su venganza.
Sus rápidos oídos captaron el sonido del coche que se acercaba a la puerta cuando volvieron, y salió a saludarles. Ely ayudó a Marjorie a bajar del asiento, y ambos estaban agradablemente sonrojados y emocionados.
—¿Nos quedamos a cenar contigo, querida, ya que estás sola? —preguntó la señora Clair.
—Ah, pues sí —accedió Marjorie—. Se queda usted también ¿no, señor Ely?
—Gracias —dijo Ely.
La larga velada de verano estaba acabando en aquel momento con la caída de la noche. Él había disfrutado tanto, a pesar de la tensión de conducir entre el tráfico, que no quería tener que admitir que el día había terminado y volver solo a Dewsbury Road.
Cenaron alegremente todos juntos en la cocina, huevos revueltos con una tostada, restos de bizcocho con crema y frutas y varias tazas del fuerte té que la señora Clair estaba inclinada a beber en exceso: su única debilidad. La señora Clair se mostró adecuadamente impresionada cuando Marjorie le describió la ruta que habían seguido. Habían cubierto treinta kilómetros de carretera principal por el campo al coste de unos quince kilómetros de calles de las afueras.
—Cuando estemos en The Guardhouse —dijo Ely, porque había adquirido la costumbre, junto con los demás, de referirse a la costa de Sussex como The Guardhouse—, entraremos directamente en el campo. No tendremos que atravesar kilómetros de tráfico cada vez que queramos dar una vuelta en el cacharro.
—¡Será estupendo! —exclamó Marjorie.
Lo que Ely acababa de decir era un enorme alivio para ella. Le aseguraba que Ely no tenía intención alguna, durante las vacaciones inminentes, de acogerse a sus derechos como inquilino y salir a disfrutar por ahí él solo todos los días. Se iba a considerar a sí mismo como uno más del grupo, y le pediría que le acompañase al menos algunas veces. Los placeres mundanos de Hastings y Eastbourne quedarían abiertos ante ella, y el mítico interior, al cual se accedía en autobuses turísticos, Bodiam, Herstmonceux y Chanctonbury Ring. Su madre se haría cargo de los niños encantada en semejantes ocasiones. Ella miró a su madre y le sorprendió detectar un brillo de triunfo y placer en sus ojos. Su madre, evidentemente, se alegraba también de que su hija fuese a pasar unas buenas vacaciones aquel año. Parecía más bien una madre casamentera cuya hija acabase de llevar a casa a un pretendiente adecuado. Su madre era una anciana encantadora.