6

Había muchos asuntos domésticos corrientes de los que ocuparse, los suficientes para evitar que Marjorie fuese rumiando su actual situación. El carnicero, el panadero y el verdulero exigían toda la atención que le quedaba después de satisfacer las necesidades de Derrick, escandalosamente voceadas, y las de Anne, igual de urgentes aunque no tan manifiestas. Solo con grandes dificultades podía Marjorie encontrar tiempo y fuerza suficientes para pensar en su marido, y para preguntarse con desesperada ineficiencia qué debía hacer. Y una nueva crisis doméstica de cualquier magnitud bastaba para ocupar sus pensamientos y excluir de ellos el asunto extraño y terrible en el que ella no quería pensar. La carta procedente de la costa, por ejemplo.

Cada año, durante los cuatro últimos, habían alquilado The Guardhouse, toda amueblada, durante tres semanas en julio y agosto. Marjorie recordaba con nostalgia las felices vacaciones que habían pasado allí. The Guardhouse, la casa cuartel (su nombre era una reminiscencia de antaño, cuando la costa sur estaba toda acuartelada por temor a una invasión de Napoleón) era una casita de piedra a casi un kilómetro de la playa de guijarros, todavía bastante solitaria, aunque año tras año los bungalows se iban acercando cada vez más. Se podían permitir el alquiler de cuatro guineas y media por semana juntándose todos, Ted, su madre y Dot, aunque Marjorie sospechaba que Ted debía su parte del alquiler a su suegra durante gran parte del año siguiente, y sabía positivamente que Dot lo debía todo.

Eran unas vacaciones muy felices, con su madre y Dot para poder hablar y compartir las tareas domésticas, y Ted despreocupado y vigoroso, incluso consintiendo en jugar con los niños en la playa. A Marjorie le había llegado a gustar mucho The Guardhouse, de modo que cuando escribió, poco después de la muerte de Dot, para cancelar su reserva para aquel año, lo hizo con gran dolor. No pensaba que se lo pudieran permitir ya; Dot había muerto, y su madre no podía abandonar a su nuevo inquilino. Solo más tarde Marjorie se consoló pensando que aunque hubiesen ido, las vacaciones no habrían sido tan bonitas como antes, yendo con Ted y sin su madre y Dot.

Y ahora llegaba aquella carta del propietario de The Guardhouse. Decía que no estaba de acuerdo con la cancelación de la reserva en un momento tan avanzado de la temporada y que, por tanto, debía solicitarles el pago del alquiler acordado: trece guineas y media, menos una libra de depósito, daban como resultado trece libras con tres chelines y seis peniques. Marjorie había leído aquella carta a la hora del desayuno, en los intervalos de su preparación, pero en aquel momento del día no se había atrevido a comentárselo a Ted. A la hora de comer él estaba hosco y tenía mucha prisa. Así que tendría que sacar el tema por la noche. Era urgente. Aunque su madre asumiera su parte de la pérdida (y Marjorie no deseaba que pasara tal cosa), Ted tendría que encontrar seis libras con diez chelines… y Marjorie sabía demasiado bien cómo manejaba su marido el dinero para pensar que pudiera tener ahorradas seis libras con diez. Se comería todos sus ahorros para las vacaciones, si es que los tenía.

Por otra parte, Marjorie recordaba vagamente que Ted había dicho algo de que los auditores querían revisar los libros de su sucursal por aquel entonces. Si se había acordado tal cosa, Ted habría abandonado toda esperanza de hacer vacaciones aquel año, y ya habría derrochado todo el dinero. No podrían ir de ninguna manera, y sin embargo, tendrían que hacer frente a esa exigencia de pagar el alquiler. Marjorie no veía forma de salir del atolladero mientras iba andando con Derrick a casa de su madre para contárselo.

Felizmente, su madre no se sintió tan afectada por aquella noticia como Marjorie había temido. No quedó abatida, como hubiera sido de esperar ante la perspectiva de tener que encontrar una suma tan elevada como trece libras con tres chelines y seis peniques. Sin embargo, su conducta fue un poco extraña… Marjorie, mirándola con ansiedad, observó las expresiones que atravesaban su rostro.

—No creo que nos hubiera escrito de esa manera —dijo Marjorie— de no estar seguro de que teníamos que pagar. ¿Qué vamos a hacer?

Cierto, su madre parecía algo desconcertada al principio, como estaría uno frente a semejante demanda. Y luego, repentinamente, su expresión cambió, como si se le hubiese ocurrido algo. En su rostro se pintó una expresión calculadora, casi astuta, y luego aquella astucia desapareció y se vio reemplazada por una mirada ausente, un aspecto de gran exaltación, con el pulso obviamente acelerado y un asomo de nuevo color en las mejillas. Luego la exaltación se apagó y volvió el aspecto de astucia. Marjorie no habría encontrado las palabras necesarias para describir ese juego de expresiones. Simplemente, era consciente de todo ello sin ser capaz de extraer ninguna conclusión.

—No tienes que preocuparte por el dinero, en absoluto —dijo su madre, con calma—. Yo me haré cargo si Ted no puede.

Su madre era maravillosa en ese sentido, siempre tenía dinero en el banco para las posibles emergencias.

—Pero es una vergüenza que tengamos que pagar y nos quedemos sin vacaciones —dijo Marjorie.

—Supongo que el bueno de Ted estará sin blanca, como siempre —observó su madre, despreocupadamente.

—No lo sé —respondió Marjorie, violenta—. Supongo. No me lo ha dicho. Pero ya sabes cómo es…

—Pensaba que lo sabía, sí —dijo su madre—. Miró a Marjorie con los ojos llenos de inocencia, y Marjorie se sintió mucho más violenta aún. Había muchos aspectos de su relación con Ted que nunca había discutido con su madre, aunque tenía la inquietante sensación de que su madre, a pesar de toda su inocencia, lo sabía todo de ellos.

—No le pagan suficiente —dijo Marjorie—. La costumbre de diez años de vida matrimonial aún la llevaba, a pesar de sí misma, a defender a su marido instintivamente. Como jefe de la sucursal debería tener un salario mucho mayor, en lugar del poquito que saca. Y tiene que pagar muchísimas cosas de su bolsillo por ser el jefe.

—Sí, cariño —dijo su madre, conciliadora—. Ya lo sé. Bueno, ya veré si se me ocurre algo. Me acercaré esta noche después de prepararle la cena al señor Ely, y así podemos hablarlo. Pero procura averiguar qué opina Ted de todo esto primero, antes de que llegue yo.

Ted se enfadó mucho, por supuesto. Para empezar, nunca le sentaba bien el hecho que si llegaba a casa temprano, más o menos a la hora de acostarse los niños, tuviese que preparar él mismo una tetera y hacerse el té mientras Marjorie estaba ocupada metiendo a los niños en la cama. La alternativa, que era esperar hasta que Marjorie quedase libre, también le desagradaba. Aquella noche llegó temprano a casa, claro, y como suelen hacer los hombres, armó tanto escándalo para preparar una taza de té como harían las mujeres por un día de colada. Estaba sentado con malas pulgas escuchando un programa radiofónico cuando Marjorie pudo bajar al fin y plantearle el tema. Él se había quitado los zapatos, porque en cuanto hacía buen tiempo, siempre tenía problemas por tener los pies demasiado delicados, y se miraba los calcetines con aire fúnebre.

—Ted, cariño —empezó Marjorie, desesperada—. Se trata de nuestras vacaciones de verano.

—¿Vacaciones? No vamos a irnos de vacaciones este año —dijo Ted, y luego, levantando la vista hacia su mujer, añadió—: Te dije hace una semana que había acordado con la oficina central que los auditores vendrían este agosto viendo que no existía ninguna posibilidad de que nos fuéramos de vacaciones. ¿Escribiste y cancelaste nuestra reserva para The Guardhouse, tal y como te dijimos tu madre y yo?

—Sí, cariño —dijo Marjorie—, pero…

Ella no había notado todavía que ahora solo llamaba «cariño» a su marido cuando entre ellos se producía una situación tensa. Tampoco Ted, pero es posible que, sin oír la palabra en realidad, esta le advirtiese de que se aproximaba una pelea. Leyó con creciente irritación la carta del propietario de The Guardhouse.

—Esto son estupideces —dijo indignado—. Ese hombre debe de estar loco. Claro que no tenemos que pagar.

—Parece que está muy seguro de lo que dice —indicó Marjorie.

—Puede estar todo lo seguro que quiera, eso no me importa —dijo Ted—. Que espere sentado nuestro dinero. ¡Trece libras con tres y seis, nada menos! No me quedan ni trece chelines, mucho menos trece libras.

—Pero entonces, ¿no vamos a hacer vacaciones este año, cariño? —preguntó Marjorie.

Ella se había atrevido a esperar, antes de que Ted llegase a casa, que quizá pudieran aprovechar el pago obligado del alquiler de The Guardhouse y acudir ella con los niños mientras Ted se quedaba en Londres, al cuidado de su madre, quizás. Esa idea le había parecido mucho más deseable que posible.

—No, no nos vamos de vacaciones este año —soltó Ted—. Tú no vas. Yo no voy. ¿Para qué queremos ir de vacaciones? Es tirar el dinero. ¿Para qué están los parques, eh? ¿Para qué crees que pago impuestos? ¿Para qué…?

Al cabo de unos minutos Ted había pasado de un estado de simple irritación a la cólera frenética. Gritaba y golpeaba el aire con los puños. Tenía el rostro muy rojo.

—¡Ted! —exclamó Marjorie horrorizada. Aquel fue el momento en que vio por primera vez al marido con el que vivía (y no el marido en el que pensaba) como un asesino. La ingobernable pasión de su rostro, el movimiento de los gruesos labios, las arrugas de la frente, todo ello le hacía comprender un poco la mentalidad, oculta hasta el momento, de un hombre que no permitía que una vida humana se interpusiera entre él y su conveniencia. Fue un momento horrible. Quizá gran parte del horror se hiciera patente en la cara de Marjorie, porque Ted lo notó, incluso entre sus transportes de irritación. Pareció contenerse un poco, controlarse deliberadamente. Marjorie, con un relámpago de iluminación, se dio cuenta en aquel momento de que desde la muerte de Dot, el temor a ser descubierto le había vuelto más irritable, mientras al mismo tiempo era plenamente consciente de la necesidad de estar siempre en guardia.

Él la miró suspicaz desde su silla. Ella fue desplazando los ojos e intentó encontrarse con la mirada de él por el rabillo del ojo. Él dominó su expresión, su voz, todo, y habló con total naturalidad.

—Tendrás que escribirle de nuevo —dijo—. Dile que no pagaremos. Dile…

Pam, pam, pam, sonó en la puerta de entrada.

—Será mi madre —dijo Marjorie. Ella también intentaba hablar con naturalidad e intentar que no se notase en su voz el alivio que sentía. Salió de la habitación y abrió a su madre. Su madre estaba muy tranquila y serena, tan natural, sencilla y dueña de sí como un trago de agua fresca después de pasar horas en habitaciones sofocantes.

—Buenas noches, Ted —dijo la señora Clair. Se había quitado los guantes y colgado su pequeña chaqueta en el perchero. El sombrerito que hubiese quedado casi descarado en otra persona quedaba perfectamente correcto y decoroso en su cabello gris. Miró a su alrededor, sonriendo.

—Bueno, chicos —dijo—, no os imaginaréis de qué he estado hablando con el señor Ely esta noche.

Los dos la miraron inexpresivos. No había cruzado por su mente ni el menor pensamiento dedicado a George Ely.

—Vacaciones —dijo la señora Clair.

Ni siquiera entonces lo comprendieron. La señora Clair tuvo que explicarse. Habló con vivacidad. Nadie podría sospechar jamás el ingenio con el que había ido sonsacando a George Ely con respecto a los planes que tenía, ni la febril celeridad con la que había trazado su propio plan… ni el tacto y la destreza con que lo estaba presentando ahora.

—Ted no va a sentirse nada complacido con todo esto —dijo—. Siempre se lleva la peor parte, como suelen hacer los maridos.

Y sonrió a Ted de una manera que podía haber ablandado el corazón más duro.

—Bueno, a ver —dijo Ted agitándose, inquieto—. Sin embargo, se veía claramente que aquel discursito preliminar le había dejado en un estado mucho más receptivo que un momento antes.

—El señor Ely decía que quizá le dejes hacer sus vacaciones en el momento en que tú pensabas hacer las tuyas, antes de saber lo de los auditores —dijo la señora Clair—. ¿Crees que podrías, Ted?

—Supongo que sí —dijo Ted, cansado—. No importa demasiado, en realidad. No me sirve de nada en la oficina, solo es un maldito dolor de cabeza.

—Bien —dijo la señora Clair ignorando resueltamente el calificativo poco elegante—. Pues si él puede hacer las vacaciones en ese momento, puede venir a alojarse a The Guardhouse. No causará ningún problema allí… nunca lo causa. Podríamos arreglarnos estupendamente: tendríamos el dinero de su alojamiento, yo haría vacaciones y pagaría mi parte, y Marjorie y los niños podrían hacer vacaciones también.

—¿Y yo qué? —preguntó Ted.

—Ya he dicho que tú te llevabas la peor parte… —dijo la señora Clair, compasiva—. Tendrás que quedarte en casa y cuidarte tú solo.

—Vaya, sí, qué bien, ¿no? —dijo Ted, pero se veía que no estaba decidido de manera irrevocable en contra de aquel plan. Pareció que había un destello de esperanza de que se le pudiera convencer.

—El caso es que tenemos que pagar el alquiler de The Guardhouse de todos modos —dijo la anciana—. Pero el dinero del señor Ely compensará una parte, y yo pagaré otra, y lo que no puedas poner tú ya me lo pagarás más adelante, Ted. Marjorie no necesitaría más dinero que el habitual para mantener la casa.

—Ah, vaya, muy bien. ¿Y qué pasa con el viaje? ¿Y el gasto en palas y cubos, helados en la playa y todo lo demás?

—Ah —dijo la madre de Marjorie. Miró a su alrededor y luego a ellos otra vez; era obvio que tenía preparada otra sorpresa—. Marjorie no necesitará ningún dinero extra, ¿verdad, cariño? Podrá arreglárselas con el dinero habitual de la casa para los extras, ¿no?

—Supongo que sí, madre, pero ¿y el viaje? Yo no podría pagarlo.

La perspectiva de un viaje sin Ted, unas vacaciones en las que tuviera tiempo para pensar, le parecía increíblemente maravillosa.

—No habrá que pagar ningún viaje —dijo la señora Clair, sonriente.

—¿Por qué?

—Pues porque el señor Ely se comprará un cochecito pequeño para estas vacaciones, y nos llevará a todos.

El secreto ya estaba desvelado y ya podían mirarse unos a otros sin palabras durante un momento. Ellos no pertenecían a ese estrato de la sociedad que poseía vehículos de motor como lo más normal del mundo. Marjorie podía contar con los dedos de una mano los coches privados en los que había viajado en su vida.

—Lo venderá después otra vez, por supuesto —explicó la señora Clair—. Así que no le costará demasiado. De hecho, él quería hacerlo de todos modos. Pero no sabía adonde ir exactamente. Había pensado quedarse en casa y salir a hacer pequeños viajes cada día. De modo que esta idea le gusta mucho más.

—Me parece estupendo —dijo Ted—. Esos solteros con sus coches llevan una vida de fábula.

La mente de Ted se desvió hacia una repentina digresión. Si no se hubiese dejado atrapar tan inconscientemente en el matrimonio, habría podido comprarse un automóvil por aquel entonces también. Sería un soltero despreocupado y… y… Se detuvo ahí. Algo más no habría ocurrido, pero su mente se negaba a admitir qué era ese algo más. Una repentina sensación de inseguridad se hizo patente en él, y no por primera vez en los últimos días. Se sentía ligeramente enfermo, sin amigos, solo, con todo el mundo en su contra. Buscó en aquella habitación algún amigo y vio el rostro de su suegra, plácido, pero lleno de esperanza, y a su mujer, esperando tensa y sin aliento. Si les negaba a aquellas mujeres lo que deseaban con tanta ilusión se sentirían amargamente heridas. Durante un momento se representó mentalmente, casi como si hubiera ocurrido, el cambio en su expresión, si él les decía que no podían ir. Madge se sentiría muy decepcionada… es muy posible que se echara a llorar, incluso. La señora Clair no se sentiría solo decepcionada: se sentiría herida y ofendida, aunque lucharía con fuerza para no demostrarlo, y sin embargo lo sentiría mucho más por ese motivo. Sería la forma más rápida de convertirla en una enemiga, y Ted se resistía a ello. Quizá alguna premonición o instinto profético le advirtió de que su suegra era una persona a la que había que temer, o quizá el sentido común, sin más, le dijo que mientras su mujer fuese tan susceptible a la influencia de su madre, su comodidad y felicidad dependían en gran medida de no ofender a su suegra.

—Bueno, ¿no crees que es buena idea, Ted? —preguntó la señora Clair animadamente—. ¿No crees que podríamos hacerlo?

—Sí, supongo que sí —dijo Ted, y ansioso por convertirlo en un punto a su favor y ocultar su reluctancia, siguió, a toda prisa—: Creo que es una idea excelente. Es usted una campeona, madre. Le diré a Ely mañana en el despacho que puede quedarse con mis fechas para las vacaciones.

—¡Oooh! —exclamó Marjorie, entusiasmada.

Le encantaba The Guardhouse y las praderas verdes donde se encontraba, y la playa de guijarros y el mar que estaba más allá, y las verdes colinas detrás. Incluso le encantaban esos horrorosos bungalows pequeñitos que ahora salpicaban el paisaje. Su madre podría ayudarle con los niños. Aun con la ayuda más pequeña de su madre, durante tres semanas tendría una libertad incomparablemente mayor que la que conocía durante las cuarenta y nueve semanas restantes del año. Ted no estaría allí, y ella sabía ahora que deseaba frenéticamente, ansiosamente, liberarse de Ted durante un tiempo.

Y, sin embargo, como la antigua comparación entre la luna y seis peniques, las nimiedades inmediatas parecían tan grandes como las cuestiones vitales con las que tenía que enfrentarse. La perspectiva de compartir las vacaciones con alguien que poseía un vehículo de motor era deslumbrante. Ya no sufrirían aquellas luchas anteriores por acomodar niños y equipaje en un autobús hasta Victoria, ni habría un viaje tedioso, ni el pesado transporte del equipaje desde la estación hasta The Guardhouse. Por el contrario, se limitarían a meterse en el coche nada más salir por la puerta y viajarían con toda comodidad hasta la orilla del mar a través de los verdes campos y pasando junto a las célebres casas de comidas de carretera de las que tanto había oído hablar. El señor Ely sería generoso con su coche, de eso estaba segura. Algunos días los llevaría a ella y a los niños en coche por la playa, a lo largo de la rústica carretera, antes de salir él mismo de expedición, y así les ahorraría el pesado camino de casi un kilómetro con los cubos, las palas y las toallas. Incluso era posible (o casi probable, aunque ella no se atrevía siquiera a imaginar la posibilidad) que en alguna ocasión le pidiera a ella que le acompañara. Su madre cuidaría a los niños, y ella viajaría en el coche hasta Hastings y Eastbourne, quizás incluso Brighton o Folkestone, donde el paseo estaría lleno de gente moderna, y habría un muelle y una banda, y bonitos hoteles, y deleites inimaginables. Marjorie no podía imaginar una fuente de placer más perfecta que un vehículo de motor.

Durante un tiempo, ese tipo de pensamientos hicieron que olvidase otros problemas más urgentes. Podía olvidar que el marido con el que vivía, cuyo lecho iba a compartir al cabo de una hora, había seducido y matado a su hermana.

—¡Oooh! —dijo.

—Qué amable por tu parte, Ted —dijo la señora Clair—. Eres muy considerado. Esperaba que lo aprobaras, pero temía que sería pedirte demasiado. ¿Crees que estarás bien aquí solo, todo ese tiempo?

La señora Clair hablaba con gran claridad, incisivamente. Marjorie volvió en sí con un sobresalto y se dio cuenta de que su madre estaba dirigiendo su voz a ella tanto como a su marido. Sería una mala táctica, una mala política, regodearse con un entusiasmo demasiado obvio en los deleites inminentes de las vacaciones sin mostrar una apreciación adecuada del sacrificio que él estaba haciendo, y la adecuada preocupación ante sus inminentes incomodidades. Incluso podía cambiar de opinión si no se le trataba con consideración. Marjorie hizo todo lo que pudo para responder a la llamada de atención que le estaba haciendo su madre.

—Te dejaré comida preparada, cariño —dijo, a toda prisa—. Te durará un día o dos, mejor eso que nada. Ese budín de chocolate que tanto te gusta. Y puedes comer todos los días muy bien en el Mountain’s Café. A Ted se le da muy bien freír bacón y huevos, ¿sabes, madre?

—Claro —dijo su madre—. Podemos confiar en que Ted no se muera de hambre. Es demasiado inteligente, y no como otros hombres. No te preocupes, cariño. Pero lo que sí me preocupa, Ted, es que te sientas solo…

—¿Solo? —dijo Ted.

No había pensado en la posibilidad de sentirse solo, o apenas lo había pensado. No creía que la soledad le afectase. Anticipaba ya, vagamente, tres semanas de libertad. Tres semanas en las cuales no tendría que dar cuenta de todos sus movimientos ni siquiera en la medida escasa, pero irritante, que se imponía habitualmente. Podría volver a casa cuando le diera la gana, irse a la cama cuando le diera la gana… y traer a alguna chica a casa, también, qué buena idea. Y en general, regodearse en la libertad de la soltería, de cuyas delicias casi se había olvidado.

—Bueno, si me siento solo tendré que soportarlo, supongo —dijo resignadamente.

—Qué bueno eres —exclamó la señora Clair mostrando aprecio—. Te estamos muy agradecidas, ¿verdad, Marjorie?

—Sí —dijo Marjorie—, sí, claro.

Ted se regodeó cómodamente en su gratitud admirativa. La sensación de enemistad y de peligro había desaparecido por completo. No sentía el más mínimo deseo de pasar tres aburridas semanas en la costa con Madge y los niños, y el pub más cercano a tres kilómetros de distancia. Siempre soplaba un viento muy frío allí, y las mujeres eran todas madres de camadas enormes de niños chillones, nada que valiera la pena mirar en traje de baño.

Prefería mil veces quedarse en casa, aunque eso significara tener que hacerse la cama y prepararse el desayuno. El resto de las tareas domésticas podía dejarlo correr, por supuesto. Suerte que había pensado en cancelar las vacaciones. En su momento más eufórico, Ted llegó a creer incluso que la nueva situación en su totalidad era resultado de un plan suyo, y se sintió muy complacido consigo mismo, en consecuencia. Pero intentó no demostrarlo porque no quería que las mujeres se diesen cuenta de que no estaba haciendo ningún sacrificio especial. Se sintió mucho más complacido consigo mismo, menos inquieto y nervioso que en cualquier otro momento después de la muerte de Dot.

—Nos iremos el sábado que viene no, al otro —dijo la señora Clair—. Solo faltan diez días. No tienes demasiado tiempo para dejárselo todo bien preparado a Ted, Marjorie. Debemos dejarle lo más cómodo posible. Vendré mañana a ayudarte, si quieres.

Ahora Ted ya sentía la antigua euforia. Cuando su suegra se levantó para irse, no hizo esfuerzo alguno por detenerla. Muy al contrario, demostró con toda su actitud que no estaba en absoluto mal dispuesto para despedirse de ella por aquella noche. Cuando Marjorie volvió al salón desde la puerta delantera, él le dio una palmada en la cadera con aquel gesto que ella había llegado a odiar tanto.

—Vámonos a la cama, nena —dijo.

Ella le miró y luego miró la habitación que les rodeaba, los dos sillones familiares, el sofá que empezaba a mostrar ya las señales de nueve años de desgaste, los dos cuadros de escenas campestres que les había regalado la empresa a la cual le compraron los muebles, la pequeña estantería con siete libros, la mesita con el helecho, la alfombrilla floreada ante la chimenea, el aparato de radio en una mesa colocada contra la pared, las cortinas en las puertas ventana. Aquel era el hogar del que se había sentido intensamente orgullosa, y con el que se sentía tan desmesuradamente complacida. La feliz anticipación que sentía cayó de ella como un manto sin abrochar. La habitación estaba raída, y la vida también era igual: aburrida, fea, imposible.

—¿Qué te pasa, guapa? —preguntó Ted. Hasta él, con el humor que tenía en aquellos momentos, era capaz de ver que algo fallaba.

La pregunta hizo que Marjorie abriera los ojos al abismo sin fondo que tenía ante sus pies. Era la primera vez que Ted se ponía de aquella manera desde la noche de la muerte de Dot, hacía casi tres semanas… y Marjorie, estremeciéndose, se dio cuenta de que la duración de ese intervalo era una prueba más de su intranquilidad y su culpa. Una prueba más que no podía aportar peso alguno ante un tribunal. Débil como era, no había dedicado ni un solo pensamiento a la cuestión de qué hacer cuando surgiera aquella situación. Esa otra cuestión; el tema de dejar a Ted para siempre era algo que se podía obviar, dejarlo a un lado, guardarlo, con la tranquilizadora idea de que podría ocuparse de ello más tarde. Cuando tuviera tiempo para pensar. Pero esto… esto era urgente, inminente, terrorífico.

—Vamos, guapa, ¿qué te preocupa? —dijo Ted—. Dame un beso, nena.

Una mujer más fría o con un temperamento más cínico se habría dicho a sí misma que ya que había sido tan débil como para posponer la otra decisión, debía ceder a la necesidad en este asunto. Plegarse a vivir con Ted significaba plegarse también a todo lo demás, de modo que lo único que podía hacer era aguantar el mal trago lo mejor que pudiera y pasarlo con una resignación cuidadosamente oculta. Pero Marjorie estaba llena de pasión ardiente, la misma pasión ardiente que había llevado a la muerte a Dot, una pasión que Ted ya no podía despertar nunca. El futuro inminente le resultaba aborrecible. En un intervalo de tiempo brevísimo, un torrente entero de pensamientos pasó a través de su mente. Había algo cortante en las últimas palabras de Ted, una orden velada, posiblemente. Las vacaciones no eran en absoluto una cosa establecida y cierta. Una palabra de Ted y no habría vacaciones, y ella nunca, nunca se alejaría de él, y se vería condenada a vegetar en una existencia junto a él, siempre. Ese pensamiento le causó un enorme pánico. A toda costa debía alejarse para tomar aquellas vacaciones, de modo que en la plácida reclusión de The Guardhouse tuviese ese período de paz que tanto añoraba. A toda costa. Solo diez días hasta entonces, se dijo a sí misma, como un bálsamo para su conciencia ante su debilidad presente, la debilidad que hace posible la tragedia. Se obligó a volver la cara y besarle, se obligó a simular pasión, separando los labios para él, cuando la cogió entre sus brazos.

Aquella noche, insomne, oyó pasar junto a la casa el último tren que bajó por la cuesta desde la estación, y el primer tren que subió, por la mañana temprano.