5

Aquella tarde cálida, el sargento Hale subía en bicicleta la empinada pendiente de Simon Street cuando se encontró con la señora Clair, que bajaba. De hecho, la señora Clair cruzó la calle justo antes de encontrarse con él, de modo que ambos pasaron por el mismo lado en lugar de ir por lados opuestos. El sargento Hale la reconoció de inmediato. Tenía ese magnífico don para recordar nombres y caras sin el cual ningún agente de policía puede esperar jamás ascender al rango de sargento.

—Buenas tardes, señora —dijo el sargento Hale.

—Buenas tardes —respondió la señora Clair, y el sargento se sorprendió un poco al ver que ella se paraba como para entablar conversación con él. La mayoría de las personas relacionadas con una tragedia, aunque sea remotamente, se inclinan a evitar a los miembros de la fuerza policial con los que les ha puesto en contacto la tragedia, quizá porque el oscuro uniforme azul les trae a la memoria demasiado forzadamente lo que desearían olvidar. El sargento Hale se detuvo en el bordillo, apoyando las manos en el manillar. La señora Clair era una dama anciana encantadora, tan pulcra y serena que ni siquiera su luto parecía fuera de lugar en las calles veraniegas.

—Me temo —dijo la señora Clair— que no le he dado las gracias adecuadamente por la forma tan amable que tuvo usted de desempeñar sus funciones en casa de mi hija. La trató con mucha amabilidad, y gracias a usted no está tan afectada. Se lo agradezco muchísimo, sargento.

—Faltaría más, señora —dijo el sargento acariciándose el negro bigote—. Todos tenemos que cumplir con nuestro deber y depende de nosotros hacerlo adecuadamente. Era un asunto muy desafortunado, señora.

—Sí —suspiró la señora Clair—. Y, sin embargo, pensándolo ahora, creo que podría haber sido peor. ¡Imagínese que hubieran estado implicados los niños!

—Sí, sí, eso habría sido espantoso —dijo el sargento.

—Si hubieran visto algo, habría sido terrible. ¡Incluso es posible que hubiesen tenido que declarar y todo!

—Bueno, eso no lo sé, señora. ¿Qué edad tienen?

—La niña tiene siete y el niño cuatro.

—La ley establece que un niño tiene que conocer lo que significa un juramento antes de poder prestar testimonio. Cuando tienen siete, es posible… yo lo vi una vez. Pero a los cuatro desde luego que no, señora. Ni siquiera en un juzgado de instrucción, y desde luego, no en un tribunal.

El sargento Hale sonrió con benévola tolerancia al recordar los procedimientos más bien desenfadados del juzgado de instrucción, que ofrecían un contraste tan extraño con las normas estrictas de testimonio ofrecido ante la ley inglesa.

—Bueno, es un alivio saberlo, aunque no ocurriera —dijo la señora Clair—. Pero me alegro mucho de que los niños no se enterasen de nada. Habría sido un susto horrible que no habrían podido olvidar en toda su vida.

—Sí, señora, es verdad.

—Bueno, gracias de nuevo, sargento —dijo la señora Clair sonriendo amablemente—. Buenas tardes.

—Buenas tardes, señora.

El sargento Hale olvidó por completo el incidente mientras seguía subiendo con su bicicleta por Simon Street, pero la señora Clair sí que lo recordó al ir bajando. Había pasado todo el tiempo que tenía libre los últimos tres días andando por las calles con la esperanza de que se produjera precisamente aquel encuentro. Ahora que ya tenía la información que necesitaba, confirmaba lo que había creído siempre. No había posibilidad alguna de que llamasen a declarar a Derrick contra su padre. Por lo que podía suponer ella con su mente aguda, aunque inexperta, Ted no corría peligro alguno de que le ahorcasen por el asesinato de su hija. No había ninguna prueba que pudiera abocar a ese resultado. El hombre había sido tan listo, tan astuto para disponer así las cosas.

Los tacones de la señora Clair adquirieron un ritmo más acelerado al ir caminando deprisa por Dewsbury Road. Nadie se volvió a mirarla mientras caminaba; era solo una viuda menuda y anciana, limpia y arreglada, sí, pero no llamativa, que caminaba por una calle de las afueras. Su rostro sin arrugas, su tez rosada y blanca, no daban señal alguna del volcán de odio mortal que parecía rasgar su corazón en dos. Venían a su mente palabras y frases que antes jamás habría soñado con usar, y que solo había pensado veinte años atrás en relación con el káiser, cuando le llegó el telegrama que le comunicaba que su marido había muerto en Francia.

Le habría gustado que colgaran a aquel asqueroso villano, a ese sucio animal que había deshonrado a sus dos hijas, que había matado a Dot, a su querida y dulce Dot. Le habría gustado que sufriese las tres semanas de tormento en la celda de los condenados, que le sacaran a rastras, medio desmayado de terror, unos celadores de rostro pétreo, llevándole hasta el cadalso donde le esperaría el verdugo. Eso le estaría bien empleado al desgraciado. Pero no había posibilidad alguna de que pasara semejante cosa, y en otro sentido, se alegraba. No era justo que a Marjorie el mundo la conociese como la viuda de un asesino, y a Derrick y Anne, como los hijos de un asesino.

Pero costase lo que costase la bestia debía ser castigada, debía sufrir, había que matarla de tal modo que muriese llena de dolor, siempre que Marjorie, Derrick y Anne no sufriesen. Podía imaginar con toda facilidad el tipo de muerte que le deseaba, y mientras pensaba en ello su paso se aceleró y apretó las manitas cada vez más y más hasta que se oyó un crujido y el guante de cabritilla negra de su mano derecha reventó por un nudillo.

Chasqueó la lengua, molesta, mirando el daño provocado. Era una advertencia para ella. Había echado a correr descuidadamente por la calle, hasta aquel momento, a una velocidad que podía llamar la atención hacia su persona. Había reventado el guante por pura inconsciencia. Debía tener mucho más cuidado en el futuro si quería trazar un plan para destrozar al bestial Ted. Debía ser discreta, no hacerse notar. Debía andar con calma… así, debía mantener la expresión tranquila y neutra… así; debía llevar las manos y la sombrilla de tal manera que no atrajesen la atención hacia ella… así. La gente que vio llegar a la señora Clair a la puerta del número 16 de Dewsbury Road y entrar por su puerta delantera solo podía pensar que acababa de volver de un servicio religioso en St Jude.

En su dormitorio se quitó el sombrero y los guantes, y vio que llevaba el pelo gris tan pulcro como siempre. Se lavó las manos y la cara en el baño (ni se la empolvaba ni lo necesitaba), y bajó tranquilamente al piso de abajo a tiempo para saludar a George Ely, todo vestido de franela y con la raqueta de tenis en la mano, que acababa de volver del club.

—¿Ha tenido un juego agradable, señor Ely? —le preguntó.

—Sí, gracias.

—Le llevaré un vaso de leche y un poco de pan con mantequilla al comedor. Lo tendrá preparado cuando se haya lavado las manos. Por favor, no se lo olvide esta noche. Será mejor que vigile que se lo ha tomado.

George Ely era un joven rubio y atractivo, de veinticuatro años, con un cierto atisbo de debilidad afable en la boca y la barbilla. Bajó obediente a beberse la leche y a comerse el pan con mantequilla mientras la señora Clair se atareaba a su alrededor, sin hacer caso de sus educadas protestas.

—Ha cenado usted poco antes de irse —dijo ella—. Necesita algo más después de jugar al tenis toda la tarde. Y la leche le hará bien. ¿No quiere otro vaso? Tengo más en la cocina.

Ya podía hinchar el pecho de la señora Clair todo el odio del mundo, que aun así era capaz de mostrarse amable con alguien inofensivo y joven; aun así, era capaz todavía de sentir un secreto placer al tener que cuidar a un hombre después de veinte años de exclusiva sociedad femenina. Y Dot también bebía leche por las noches mientras su madre se atareaba a su alrededor… George Ely era una especie de sustituto de Dot.

En el salón, George leyó con desgana el periódico de la tarde durante media hora, mientras oían el programa radiofónico nocturno, y la señora Clair, sentada muy remilgada en un tieso sillón, iba tejiendo industriosamente un jersey nuevo para Derrick. Luego él bostezó un poco y se puso de pie.

—Buenas noches, señora Clair.

—Buenas noches, señor Ely. Espero que duerma bien. Parece usted cansado.

Cuando el sonido de los pasos del joven en el piso de arriba hubo cesado, la señora Clair metió en la bolsa correspondiente su pulcra labor de punto, salió y cerró la puerta del salón, vio que todo estuviese recogido en la cocina y la puerta de atrás cerrada y poco a poco subió las escaleras hacia su habitación. Cerró las persianas y emprendió los sencillos preparativos para acostarse. Ese pelo suyo, ya gris, era un poquito más ralo de lo que podía hacer suponer su cuidado aspecto: la delgada trenza apenas le llegaba a los hombros. El corsé que dejó encima de la silla estaba claramente pasado de moda, y llevaba ballenas; la señora Clair siempre pensaba que tenía suerte de que Tomlin, en High Street, siguiera teniendo en existencias ese tipo de corsé, porque le habría desagradado mucho verse obligada a llevar una de esas fajas modernas de goma. La ropa interior blanca era de buena seda artificial, una concesión a la moda, pero absolutamente lisa. Cuando la señora Clair estaba recién casada, las mujeres solo introducían unas cintas de colores a través del entredós de su ropa interior en ocasiones de gala. Se metió por la cabeza el sencillo camisón en cuanto se hubo quitado el corsé, y procedió a quitarse el resto de la ropa debajo de este. Luego sacó los brazos por los agujeros de las mangas. A continuación se arrodilló con la cara entre las manos junto a la cama.

—Padre Nuestro —rezó—, bendice a Marjorie, Anne y Derrick.

Debía de tener un poco de cuidado con aquella lista ahora para que no se le escaparan de nuevo otros nombres que estaba acostumbrada a incluir. Había que omitir el nombre de Dot, porque había oído decir vagamente que era pecaminoso e impío rezar por los muertos. Y había que omitir también el nombre de Ted, por supuesto. Continuó:

—Y el señor Ely. Y por favor, procura que Ted sea castigado, Padre. Maldícele, Padre. Mátale, Padre. Haz que pague lo que le hizo a Dot.

La señora Clair se calló un momento mientras un tumulto de ira e indignación crecía en su interior. Luego, al fin, pudo concluir sus oraciones con las palabras que había usado durante casi sesenta años.

—Y ayúdame a ser buena. Amén.

Apagó la luz y se metió en la cama, acurrucada como una niña en su lado, con una mano debajo de la almohada, y con la fina coleta gris sobresaliendo por encima de la sábana. Era lo bastante ingenua para sorprenderse de que sus sentimientos alborotados no le permitiesen dormir de inmediato, como acostumbraba hacer antes de que ocurriese la tragedia. Más tarde se dio la vuelta de espaldas, inquieta, notando el calor de la noche que le rodeaba, mirando hacia la oscuridad y pensando.

Ted no debía ser juzgado por su crimen, eso estaba claro. Sin embargo, tenía que ser castigado. Ella y Marjorie debían hacerlo. Pero Marjorie era muy débil, y después de todo lo que había soportado, no era de extrañar. No, eso no era cierto. La señora Clair se recriminó por haber intentado encontrar excusas para Marjorie. Marjorie nunca se decidía ni emprendía ninguna acción concreta a menos que una fuerza superior la obligase a ello. Por supuesto, se veía obstaculizada por el hecho de tener niños pequeños, y no tenía dinero tampoco, pero además era una criatura de costumbres, dispuesta a seguir repitiendo la rutina diaria simplemente porque era la rutina diaria. No sería fácil empujar a la acción a Marjorie, pero debía intentarlo.

¿Y qué iba a hacer con Ted? ¡Matarlo! Eso estaba absolutamente claro. El veneno para ratas le quemaría las tripas, como decían los anuncios, y eso era lo que se merecía. La señora Clair coqueteó placenteramente con la idea durante un rato, pero lamentándolo mucho tuvo que desecharla y recriminarse a sí misma por ser tan tonta. Aunque envenenar a Ted era buena idea, era demasiado peligroso. La mente de la señora Clair se centró en vagos recuerdos de noticias del periódico sobre Crippen, Armstrong y Seddon. Los envenenadores siempre acababan siendo descubiertos, y ella no podía arriesgarse a que la descubrieran… no por temor a lo que la ley pudiera hacer con ella, sino por el efecto que podía causar en la vida de los niños. Sin embargo, era agradable pensar en Ted envenenado rememorando muy a su pesar de nuevo, y luego sacudiéndose la insidiosa tentación con rabia, enfadada consigo misma por ser tan débil.

Debía ocurrir de otra manera. A Ted se le había ocurrido una forma muy buena, era un verdadero demonio. Estaba completamente a salvo de todo excepto de la venganza de su suegra. La idea de fingir que Dot se había suicidado era buena. Tenía que ocurrírsele algo igual de bueno, o mejor aún. Si un hombre tan idiota como Ted podía idear un plan como aquel, desde luego a ella se le podía ocurrir otro mejor. Tenía que pensar.

La señora Clair apretó los labios en la oscuridad intentando resolver el problema. Pero la inspiración no aparece cuando uno la convoca. Era demasiado consciente de sus inconvenientes, de la debilidad de su posición, de su carencia de fuerzas. Fuese hacia donde fuese su mente, se encontraba de nuevo enfrentada a duras dificultades prácticas. Necesitaba ayuda, una herramienta, un instrumento… podía convertir a Marjorie en una de esas cosas, y lo haría, si con eso bastara, pero ella dudaba de que fuera así. Seguro que podía encontrar algo más efectivo.

Volvió a romper de nuevo la secuencia de sus pensamientos descartándolos por demasiado vagos y teóricos en un momento en que debía ser clara y práctica. Al instante la idea del envenenamiento volvió a asaltar sus pensamientos, le dio la bienvenida cuando tenía la guardia baja y luego la descartó ferozmente una vez más. Tenía que pensar, pensar, pensar.

La noche siguió su curso, y el sufrimiento más negro alternaba con una extraña euforia. A ratos dormía, sueños breves, de diez minutos apenas, y volvía a despertarse para seguir pensando… Una noche típica entre las muchas que se sucederían. Pero no se sentía demasiado cansada cuando llegó la mañana. Cuando las manecillas del reloj dieron la vuelta y marcaron las siete y media, apartó la ropa de la cama y se arrodilló a pronunciar las plegarias matutinas, que databan de un año o dos más tarde que las de la noche.

—Dios Todopoderoso dirige mis pasos rectamente durante este nuevo día, y ayúdame a ser buena. Por Cristo Nuestro Señor, amén.

Luego se vistió diligentemente y bajó a preparar té y bacón para el desayuno del señor Ely.