4

Marjorie había llevado a Derrick a Dewsbury Road para tomar el té con la abuela, y Anne tenía que venir a reunirse con ellos en cuanto acabase el colegio. Derrick jugaba feliz en el suelo del salón con el tablero de solitario inglés de la abuela y unas bolsas de canicas de cristal, de modo que Marjorie pudo ir a la cocina y entretenerse con la abuela mientras ella preparaba la bandeja del té.

Marjorie admiraba a su madre entonces más que nunca. No se había mostrado débil ni había lloriqueado por la muerte de Dot, como Marjorie, aunque Marjorie sabía perfectamente que la había sentido igual que ella. Su madre había permanecido tranquila, serena y grave. Qué eficiente era, además, pensaba Marjorie, admirativamente, consciente de su propia inadecuación. Parecía menuda y frágil, pero Marjorie sabía que era muy fuerte, que nunca estaba enferma, que ni siquiera se indisponía ocasionalmente. Aunque tenía el pelo gris, su rostro era rosado y blanco, como el de una joven, y en su expresión se leía una placidez llena de paz, y no como en el de Marjorie, porque Marjorie sabía que tenía una profunda arruga marcada entre las cejas que la preocupaba, aunque en realidad solo indicaba mal genio y no el mal carácter que ella temía.

La señora Clair dejó la bandeja del té con expresión tranquila y plácida, como si fuera una monja.

—Hoy me he encontrado al señor Lang —dijo. Prestaba una atención total a su trabajo, y no levantó la vista al hablar.

—¿Ah, sí? —dijo Marjorie. El señor Lang era uno de los amigotes de Ted, y a Marjorie no le caía demasiado bien.

—Me ha hablado muy bien de Dot —dijo la señora Clair mientras abría una botella de leche con mucho cuidado—. Me ha parecido que era muy considerado por su parte.

—¿Sí? —repitió Marjorie. Sabía que a continuación su madre diría algo más, y algo importante.

—Estoy intentando recordar qué más me ha dicho —siguió la señora Clair, en voz baja—. Quiero contártelo exactamente tal y como me lo ha dicho.

—Te escucho, madre —dijo Marjorie.

—Me ha dicho que Ted estaba muy contento y emocionado el miércoles por la noche cuando… cuando pasó. Me ha dicho que Ted llegó muy tarde a su partida de billar, muy acalorado y sin aliento, porque venía corriendo desde el despacho, y aunque el señor Lang (tenía que jugar precisamente con el señor Lang) quería esperar y darle la oportunidad de tranquilizarse, insistió en jugar de inmediato, y derrotó al señor Lang. El señor Lang me ha dicho que nunca ha visto jugar tan bien a Ted.

—Me temo que no lo entiendo —dijo Marjorie.

—He seguido hablando con el señor Lang —dijo la señora Clair—, y le he preguntado qué hora era cuando llegó Ted. El señor Lang no se ha dado cuenta de lo que yo quería. Me ha dicho que eran más de las nueve.

La señora Clair levantó la mirada de la bandeja del té y miró a Marjorie a los ojos. Pero su rostro seguía tranquilo, sin expresión.

—¡Madre! —exclamó Marjorie.

Normalmente Ted salía del despacho a las seis, y en verano, cuando había poca actividad, nunca se retrasaba.

—El señor Lang me ha dicho que Ted se disgustó mucho. Ted dijo que tenía muy mala suerte porque solo podía participar en los torneos de billar en verano, cuando podía estar seguro de quedarse libre, y la única auditoría desde hacía meses que le mantiene ocupado hasta tarde va y ocurre precisamente la noche de la semifinal.

Marjorie no sabía que Ted hubiese tenido que quedarse hasta tarde aquella noche en el despacho. Por la mañana habían quedado en que él iría directamente a los billares desde el despacho, y que cenaría allí un bocadillo. Si no estuvo ocupado por una auditoría en realidad, quedaba un espacio de tiempo de tres horas sin explicar.

—Claro que eso no significa nada en absoluto —dijo la señora Clair con bastante serenidad—. Quizá estuviese en el despacho, después de todo. Pero en ese caso, es raro que no nos lo dijera ni a nosotros ni a la policía. Y quizá estuviera con otra mujer.

—Sí —dijo Marjorie—. Sí…

Inundó su mente una súbita revelación. Solo había un hombre en el mundo del que Dot no le habría contado nada, en caso de ser su amante. Y ahora que su atención se había fijado en aquel hecho, recordó un incidente o dos vagos y aislados en el pasado. Aquella vez que ella entró repentinamente en el salón donde Dot y Ted estaban hablando y la conversación se cortó abruptamente. Recordó también haber interceptado un par de veces un intercambio de sonrisas entre ellos. Nada que le hubiese llamado especialmente la atención, hasta aquel momento. ¡Dot y Ted, no! No podía sospechar de ellos. Y sin embargo sabía (nadie mejor que ella) lo astuto y halagador que era Ted con las mujeres, cuando quería. Y Dot era apasionada y caprichosa. Sí, era posible… era posible.

—La tetera está hirviendo —dijo la señora Clair—. Y Anne no tardará ni un minuto. Podemos hacer el té y ver qué ha estado haciendo ese diablillo en el comedor.

Pero Derrick se había portado bastante bien los pocos minutos que le habían dejado solo. Siempre se sentía muy complacido y emocionado cuando visitaban a su abuela, y el tablero del solitario inglés y las canicas, con las que solo podía jugar durante aquellas visitas, eran unos juguetes que le encantaban. Se mostró muy parlanchín mientras Marjorie le levantaba y le metía en la sillita, y siguió hablando, como hacen los niños, sin referencia a nada de lo que han estado hablando antes.

—La tía Dot se divertía ayer —dijo—. Se divertía mucho.

A Marjorie casi la traicionan los nervios.

—No viste a la tía Dot ayer —dijo con voz aguda. Le habría gritado histéricamente si no hubiera sido por el control que tanto practicaba con sus niños.

—Ayer hace mucho tiempo —dijo Derrick, dolido. Ayer era lo mismo que hace una semana o hace un mes para Derrick. Y Derrick no sabía que la tía Dot había muerto. Levantó la mirada hacia las dos mujeres y se sintió sorprendido y encantado ante la impresión que estaban causando sus palabras.

—Se divertía mucho ayer hace mucho tiempo —continuó—. La oí cantar abajo cuando yo estaba en la cama después de decirme buenas noches, y bajé las escaleras. La tía Dot se divertía y papá también se divertía. ¿Puedo tomar un poco de pacomantequilla?

—¿Con mermelada? —preguntó la señora Clair.

—Sí, por favor —respondió Derrick.

La señora Clair inclinó la cabeza para extender la mermelada, y con la cabeza baja, con su voz tranquila, que se ganaba la confianza de todos los niños, hizo de nuevo la pregunta que haría que Derrick siguiera hablando. No mostró una emoción que pudiera confundirle.

—¿Y cómo era eso de que la tía Dot se divertía, hace mucho tiempo? —preguntó.

—Estaba cantando —dijo Derrick— y bailando. Ella y papá tenían una cosa roja en los vasos. Muy rojo y bonito y yo quería un poco. La tía dijo que me iba a dar una zurra en el culo, y cuando corrió a cogerme se cayó por las escaleras. Se rió mucho mucho. Entonces vino papá y me volvió a meter en la cama.

—Pues sí, qué divertido.

Qué maravilla lo tranquila y natural que se mostraba ella, mientras Marjorie se sentaba, enferma y mareada, notando la piel al rojo vivo, y la habitación soleada le parecía oscura y neblinosa. A través de la oscuridad y la niebla era muy consciente de la mirada fija de su madre, una mirada como la de una esfinge, llena de significado, que ella era incapaz de descifrar.

—¡Aquí está Anne! —dijo la señora Clair, mirando por la ventana hacia la calle, y la llegada de Anne naturalmente rompió el hilo del discurso de Derrick. Marjorie dejó a un lado la debilidad y saludó a su hija. Se beneficiaba de siete años de control propio. Cuando nació Anne decidió no permitir nunca que su humor en un momento particular afectase a su conducta hacia sus hijos. No enfadarse con ellos, por ejemplo, porque una influencia externa la hubiese hecho enfadar. Por aquel entonces aquello ya se había convertido en una segunda naturaleza suya, de modo que era posible la reacción inversa: el contacto con sus hijos la tranquilizaba, mientras que previamente se tenía que tranquilizar para prepararse para el contacto con ellos.

Pero más tarde, cuando Anne se hubo sentado a la mesa y se estaba preparando un poco de pan con mantequilla y mermelada, y se había enfrascado en una alegre conversación con su abuela y Derrick, Marjorie vio que tenía tiempo para pensar a solas, una vez más. Terribles y espantosas imágenes flotaban ante sus ojos, unas imágenes teñidas de rojo, como si fuera sangre. Podía imaginárselas con total claridad. Dot tambaleándose por la habitación, borracha, con Ted a su lado, siempre encontrando una excusa para volverle a llenar el vaso… A Ted siempre se le había dado muy bien encontrar razones y excusas. Probablemente había preparado la cita con ella, aquella noche, con la excusa engañosa de discutir qué hacer a continuación, ahora que Dot sabía con toda certeza que iba a tener un hijo. Durante un segundo Marjorie se imaginó también la reunión anterior en la que Dot seguramente dijo: «¿Pero qué vamos a hacer?», y Ted le contestó, de esa forma tan convincente que tenía: «No te preocupes, nena. Yo lo arreglaré todo. Te diré lo que vamos a hacer: Madge va a salir el próximo martes. Le diré que yo también salgo y luego tú vienes a cuidar a los niños. Entonces podemos hablar y decidirlo todo».

Luego Ted habría llegado a casa con el vino. Era una tarde de mucho calor, y Ted la iría persuadiendo y engatusando para que se tomara primero un vasito, luego otro y otro… algo que le resultaba muy fácil de hacer a Ted, con la labia que tenía. Ted conocía perfectamente aquel vino, porque le había hablado a Marjorie de él hacía tres meses. Igual que sabía el número de personas que se habían suicidado con gas, y si habían bebido o no antes de hacerlo. Hubo una interrupción momentánea cuando Derrick bajó las escaleras descalzo y en pijama, y luego… Un vaso más, dos vasos más quizá, y Dot que decía: «No, de verdad, me voy a achispar si bebo más», y Ted que replicaba: «No seas tonta, mujer. No te hará ningún daño. Tenemos que acabarnos la botella», y le serviría vino una vez más. Dot acabaría mareada y atontada. Inconsciente, quizás, y los brazos de Ted eran fuertes, muy capaces de arrastrarla o incluso llevarla a cuestas hasta la cocina. Ya solo necesitaba un segundo o dos de preparación: romper las botellas y tirarlas al cubo de la basura, lavar los vasos, cerrar la ventana de la cocina, quizá mientras Dot murmuraba, medio atontada: «¿Qué pasa ahora, Ted?», y luego… luego encender el gas, y cerrar la puerta, y salir corriendo rápidamente hacia la sala de billar donde el señor Lang le esperaba mirando el reloj. Ted aparecería agitado, nervioso, en plena forma (¡ah, sí, eso lo sabía ella muy bien!), capaz de ganar con facilidad aquella partida, capaz de volver a casa y enfrentarse a la policía sujeto a una tensión más fuerte aún por aquella emoción, de modo que se acabaría poniendo pesado con su mujer, aquella noche. Y luego, después, la reacción, la depresión, el nerviosismo, la susceptibilidad. Todo encajaba, todo.

—¡Marjorie! —estaba diciendo la abuela—. ¡Mamá! ¿Quieres otra taza de té?

—Sí, por favor —dijo Marjorie pasándole la taza. Aquellas escenas que había imaginado eran tan vividas que su entorno actual le parecía de ensueño, nada natural. El salón y los muebles tan familiares (ella había hecho los deberes en aquella misma mesa durante años), la amable sonrisa de su madre, los mismos rostros de sus hijos, todo era irreal y sorprendente.

—Mamá está soñando despierta —dijo Anne mostrando una inesperada capacidad de observación y usando su vocabulario de una forma inesperada también, como ocurre con los niños de siete años. Anne había empezado a perder dientes, y su sonrisa llena de huecos resultaba increíblemente encantadora.

El amor por los niños desgarró el corazón de Marjorie ahondando aún más su sufrimiento. Se bebió el té, sedienta, evitando mirar a los ojos de nadie. No debía dejar que los niños notasen nada. A lo largo de sus vidas, ella había hecho todo lo posible para protegerles de cualquier espanto.

—¿Qué tal te llevas con el señor Ely, madre? —preguntó.

—Estupendamente —dijo su madre—. En realidad, él no me causa ningún problema. Es tan tranquilo que apenas te das cuenta de que está en casa. Se levanta en cuanto le llamo, vuelve temprano y se come todo lo que le doy sin decir nunca que no le gusta.

Su madre suspiró y Marjorie comprendió por qué. La despreocupada Dot, la última persona a la que había cuidado su madre, era casi lo contrario: salía de la cama siempre en el último momento, iba armando escándalo por la casa, hablaba sin morderse la lengua, llevaba agujeros en las medias que pretendía que su madre le arreglase siempre en el último minuto… Marjorie hizo un esfuerzo por mantener la conversación en un nivel de normalidad.

—Es bonito tener un hombre al que cuidar, ¿verdad, madre? —preguntó.

—Sí —respondió su madre con sencillez.

—Por favor, ¿puedo dar las gracias? —dijo Derrick.

—Sí, cariño —respondió Marjorie.

Derrick unió las manos y cerró los ojos y pronunció una confusa oración de gracias; los ojos de Anne estaban cerrados y sus manos también unidas con devoción, y Marjorie sonrió maternalmente al mirar sus caritas serias. Ella había dejado de asistir a la iglesia, y soslayaba la cuestión de la instrucción religiosa de sus hijos. Los había hecho bautizar, y había procurado que dieran las gracias después de cada comida y rezasen por las noches. No sentía la necesidad de hacer nada más. Pero estaban muy graciosos cuando daban las gracias.

—Por favor, ¿puedo levantarme? —preguntó Derrick.

Marjorie miró a su madre y esta asintió, y Marjorie le dio permiso.

—Mira esto, Anne —dijo Derrick agachándose junto al tablero de solitario.

La señora Claire y Marjorie, solas ya en la mesa, tuvieron la oportunidad de intercambiar una mirada.

—Se olvidará de todo muy pronto —dijo la señora Clair. Su gesto indicaba que se refería a Derrick, conversando animadamente en la alfombra con Anne.

Marjorie asintió.

—No creo que vuelva a hablar nunca de ese tema —siguió la señora Clair—. Y ya sabes cómo son los niños. Nadie conseguirá que vuelva a mencionarlo.

De modo que su madre había sacado las mismas conclusiones que Marjorie de lo que había dicho Derrick. Y había ido más lejos aún, tan lejos como para preguntarse si Derrick tendría que prestar declaración. Marjorie entrelazó las manos. Nadie, si ella podía impedirlo, conseguiría llevar a Derrick ante un tribunal ni le obligaría a levantarse y dejar que unos abogados le hiciesen preguntas.

Con súbita agitación de sentimientos le vino a la mente que sus pensamientos y sus fantasías la habían colocado frente a unas realidades terribles. Se dio cuenta, conmocionada, de las implicaciones que tenía todo aquello, de que Ted era un asesino, que corría el peligro de ser detenido y colgado, que Derrick y Anne podían pasar toda su vida marcados por el estigma de ser los hijos de un asesino. Era demasiado horrible, demasiado increíble, demasiado espantoso para ser cierto. Su mente se negaba a tolerar ese pensamiento ni un momento más. No podía obligarse a sí misma a enfrentarse a aquello. Su mente se apartó como un caballo que rehúsa pasar por una cancela. De repente, era consciente de los latidos de su corazón en su pecho, y sabía que había cambiado de color. Miró a su madre, sentada a la mesa frente a ella, y su madre estaba tan tranquila e inmóvil como antes.

—¿Te encuentras bien, cariño? —le preguntó su madre con amabilidad.

—Sí, gracias —dijo Marjorie con un jadeo.

En busca de cualquier resquicio para escapar de la realidad, sus ojos se clavaron en el reloj que estaba sobre la chimenea.

—Tenemos que irnos —dijo—. Casi es la hora de que Derrick se vaya a la cama.

Era como el alivio al extraordinario dolor del parto, permitirse olvidar los lúgubres horrores que la acechaban y sumergirse otra vez en las pequeñas cosas corrientes de la vida. Obligar a Derrick a que guardase las canicas en la bolsa, ladear el sombrero de Anne en el ángulo correcto, hacia la coronilla, y dirigirse a casa por las calles corrientes, enfrentándose al problema de qué hacerle a Ted para cenar aquella noche. Todo aquello era una bendición, era una cama suave, después de un lecho de pedernal. Una hora antes la realidad más terrible a la que debía enfrentarse era la pesadez de Ted y la tendencia de Derrick a contar mentiras. No podía creer ahora que todo aquello la hubiese preocupado de verdad. Se agarraba a todas esas cosas, las acariciaba mentalmente, no quería dejarlas, no fuera que las otras cosas volvieran a ocupar sus pensamientos.

Nunca se le ocurrió que estaba haciendo algo que el mundo, poco comprensivo, podía mirar mal: iba a volver a casa tranquilamente para unirse a un marido que acababa de descubrir que era un adúltero y el asesino de su hermana. Pero en su mente ella se limitaba a volver a su casa, volver a las cosas habituales, durante un tiempo. Había una absoluta disociación en aquel momento entre el Ted con el que había vivido durante diez años, el Ted que tenía tendencia a ponerse pesado, el Ted al que le iba a preparar la cena, entre él y ese Ted cuya culpabilidad acababa de quedar bien clara para ella. Debía transcurrir necesariamente algún tiempo antes de que las dos figuras se superpusieran.

Un puritano o un moralista podría aducir que Marjorie no tenía motivo alguno para volver con Ted aquella tarde, que podía haberse apartado de él, drásticamente, al instante, y no volver a mirarle nunca más. Tal argumento no tiene en cuenta el factor humano; habría sido imposible para Marjorie hacerlo, poco acostumbrada como estaba a tomar decisiones rápidas sobre temas de importancia suprema, y poco preparada por la naturaleza como estaba para enfrentarse a las crisis. Quizá (ciertamente) fuese una debilidad por su parte, y la debilidad es la cualidad que conduce a la tragedia, pero era una debilidad que no requiere disculpa alguna, y pocas explicaciones. No es necesario recalcar el siguiente argumento que en realidad solo se le ocurrió a Marjorie algún tiempo después: que separarse de Ted habría dado lugar a muchos cotilleos, a sospechas directas hacia él, y a involucrarlos a todos en su ruina.