Miré el reloj. Eran las 5:36. Volví a la cocina dispuesta a marcar el 911. Vacilé con la mano en el teléfono. ¿A quién llamaría? ¿A Rafer? ¿A Brant? ¿A Macon, el hermano de Tom? No estaba segura de confiar en ninguno. Estuve un rato tratando de averiguar en quién confiaba en aquel momento. Me recorrió un escalofrío. Lo más seguro era que no hubiese nadie en la casa. No había ido al cuarto de huéspedes desde que había regresado, así que el intruso probablemente había estado allí y se había ido mucho antes de que yo apareciera. Lo normal era que hubiera ido a mi cuarto a dejar la cazadora. Después del día que había tenido, me habría dado una ducha o habría echado una siesta, cualquier cosa para ponerme a tono y recuperar la fe en mí misma, pero estaba pendiente de las notas de Tom y había ido directamente al despacho. Me sentí incorpórea, como si la mente se me hubiera ido de la envoltura carnal por el opresivo efecto del miedo.
El teléfono sonó con estridencia, produciéndome un mareo repentino. Salté con los nervios de punta, los reflejos reaccionando con crispación, de un modo casi doloroso. Respondí antes de que dejara de sonar.
—¿Diga?
—Hola, Kinsey. Soy Brant. ¿Ha llegado ya mamá? —Parecía jovial y desenfadado, relajado, sin preocupaciones.
Sentí un retortijón en el estómago.
—Tienes que venir —dije. Oí mi propia voz como si saliera de un lugar lejano.
Mi tono debió de alertarlo porque cambió el suyo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Han forzado la entrada. Hay cristales en el suelo y mi pistola ha desaparecido.
—¿Dónde está mamá?
—No lo sé. Sí. Espera. En casa de tu primo, en Big Pine. Estoy sola —dije.
—Quédate ahí. Voy enseguida.
Colgué. Me di la vuelta y apoyé la espalda en la pared, gimiendo en voz baja. Un pueblo lleno de vaqueros y alguien me perseguía. Levanté las manos para vérmelas. Los dedos me temblaban y los dislocados parecían hinchados e inútiles. Me habían robado la pistola. Tenía que conseguir un arma, una manera de defenderme de las agresiones. Me puse a abrir los cajones de la cocina, uno tras otro, en busca de un cuchillo. Un cajón se salió de las guías y me golpeó en la cadera; el contenido se desparramó. Los utensilios tintinearon al golpear entre sí y cayeron a mis pies. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Recogí un puñado de cucharas y las metí en el cajón, pero fui incapaz de encajarlo otra vez en las guías. Lo dejé en el mármol con tanta fuerza que una espátula de metal rebotó y salió volando. Dejé el cajón donde estaba. Encontré un cuchillo de sierra, de esos sin marca que parece que los dan de regalo con las cajas de detergente. La luz brilló en el acero. Vi que la hoja y el mango no formaban una línea recta. ¿Qué podía hacer un cuchillo de cocina contra una bala?
El tiempo seguía corriendo.
Oía el segundero del reloj de la cocina, marcando cada segundo que pasaba.
Oí un chirrido de frenos en el exterior y luego un portazo. Me volví y miré la puerta principal. ¿Y si era otra persona? ¿Y si eran ellos? La puerta se abrió de golpe y vi a Brant en ropa de calle. Se acercó a mí con la fuerza tranquilizadora de un buque de guerra. Alargué la mano y él hizo lo mismo.
—Joder, qué mala cara tienes. ¿Cómo ha entrado ese tipo?
Señalé hacia mi cuarto y lo seguí por el pasillo. Su inspección fue breve, una mirada rápida. Salió del cuarto y fue por toda la casa metódicamente, mirando en todos los armarios, rincones y escondrijos. Bajó al sótano. Yo esperé en lo alto de las escaleras, retorciéndome las manos. Los dedos lesionados me producían una fascinación singular… hinchados y torpes. ¿Y mi arma? ¿Cómo podía defenderme si había dejado el cuchillo en el mármol?
Brant volvió a la cocina. Lo seguí como un pato. Por su voz habría jurado que trataba de dominarse. Había algo en su conducta que comunicaba la seriedad de la situación.
—¿Se llevó el cuaderno?
Apreté los dientes.
—¿Quién?
—El que forzó la entrada —dijo con rapidez.
—Lo tenía en el bolso —dije—. ¿Era lo que buscaba?
—Claro —dijo Brant—. No se me ocurre por qué otra cosa se habría arriesgado. Cuéntame exactamente qué has hecho hoy. A qué hora te fuiste y cuánto tiempo estuviste fuera.
Me sentía confusa y balbucí la historia de las muestras de rechazo, la hostilidad de los empleados de las gasolineras, la parada en el Arcoiris para hablar con Nancy. Le conté que me había encontrado con Rafer y con Vicky, que había hablado con Cecilia y con Barrett. Mi cerebro se movía a doble velocidad que mis labios, haciéndome sentir lerda e imbécil. Brant, bendito fuera, parecía seguir mi balbuceante hilo narrativo, llenando los espacios en blanco cuando se me olvidaba alguna palabra. ¿Qué me pasaba? Sabía que había sentido aquello antes…, aquel miedo…, aquella impotencia…, aquella sensación de flotar…
Brant me observaba.
—¿Llegaste a hablar con él?
¿De qué hablaba?
—¿Con quién? —grazné.
—Con Rafer.
¿Qué había preguntado? ¿Qué había dicho antes? ¿Qué tenía Rafer que ver con nada?
—¿Qué?
—Rafer. En el Arcoiris.
—Sí. Me lo encontré en el Arcoiris.
—Ya lo sé. Acabas de contármelo. Te estoy preguntando si hablaste con él —dijo, con paciencia exagerada.
—Claro.
—¡¿Hablaste con él?! —Había levantado la voz con alarma. Vi los signos de exclamación y de interrogación volando por el aire, hacia mí.
—Lo puse al corriente —dije. Oía mi voz con retraso, como en una habitación con eco. Palabras encerradas en bocadillos de cómic chocaban encima de mi cabeza, imágenes con forma de proyectiles volaban en todas direcciones.
—Te dije que esperases hasta que lo averiguara. ¿Quién crees que empezó los rumores?
—¿Quién?
Brant me zarandeó por los hombros. Parecía irritado, sus dedos se clavaron en mi carne.
—Kinsey, despierta y presta atención. Esto es muy serio —dijo.
—¿No estarás diciendo que fue él?
—Pues claro que fue él. ¿Quién, si no? Piénsalo, boba.
—¿Que piense qué? —pregunté sin saber qué ocurría. La rapidez de su transformación se me estaba contagiando. Había confiado en su ayuda, pero su nerviosismo empujaba el mío hacia la zona de peligro.
Su voz siguió machacando, insistente y agasajadora.
—Le dijiste a mamá que era un policía. ¿Crees sinceramente que mi padre habría perdido una sola noche de sueño si no hubiera sido Rafer? Rafer era su mejor amigo. Los dos habían trabajado juntos durante años. Papá creía que Rafer era uno de los mejores polis del mundo. Y entonces descubre que ha matado a dos tíos. Joder. Debió de cagarse en los pantalones cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. ¿No escribió eso? ¿No está en sus notas?
Sus palabras eran como banderolas publicitarias que ondearan sobre su cabeza.
Oí un restallar de banderas al viento.
—Las notas están en clave. No las entiendo.
—¿Dónde? Enséñamelas. Quizá yo pueda descifrarlas.
—Ahí. ¿Crees que iba a hablar con Asuntos Internos?
—¡Desde luego! La decisión puede que no fuera fácil, pero incluso siendo tan leal a Rafer como era, el deber estaba antes. Seguro que rezó pidiendo una solución, deseando estar equivocado.
Mi cerebro trabajaba muy deprisa. Era mi boca la que titubeaba y los pensamientos se estrellaban contra los dientes, duros como rocas. Cerré la mandíbula con fuerza y apenas moví los labios.
—Hablé con Barrett. Estuvo con Tom en el todoterreno poco antes de morir —dije.
—¿De qué hablaron? ¿Por qué hizo eso Tom?
—De no sé qué. No lo recuerdo.
—¿No le sacaste las respuestas? Tuviste a la chica en la palma de la mano —dijo. Sus palabras aparecían en el aire escritas con mayúsculas.
—Deja de chillar.
—No estoy chillando. ¿Qué te pasa?
—Barrett no dijo nada sobre Rafer. —Entonces lo recordé. Barrett dijo que Tom había preguntado por su padre.
—¿Por qué iba a hacerlo? Barrett te conoce desde hace muy poco. No podía confiártelo. No te diría una cosa así. ¿Su propio padre? Por el amor de Dios, tendría que estar loca —chilló.
—Pero ¿por qué me dio el cuaderno? ¿No se le ocurrió que podía acusar a su padre?
—Barrett no ha atado cabos. No tiene ni idea.
—¿Cómo sabes lo que hizo Rafer?
—Porque sé sumar dos y dos —dijo con exasperación—. Escucha. Tom se reunió con Barrett. Probablemente trataba de saber dónde estaba Rafer cuando Pinkie fue asesinado. Lo mismo con Alfie Toth. Él vio la conexión. Le preocupaba que alguien de la comisaría aireara sus sospechas, ¿no dijiste eso? Alguien ya le había limpiado la información sobre Toth. ¿Quién crees que fue? Rafer.
—Rafer —dije. Asentí con la cabeza. Entendía lo que decía. Yo había pensado lo mismo. La amistad entre Tom y Rafer era tan fuerte que el primero lo habría pensado largo y tendido antes de denunciarlo a las autoridades y traicionar su amistad. Un conflicto de tal magnitud le habría causado una gran preocupación. Mi cerebro zumbaba y daba chasquidos. Clic, clic, clic. Rafer. Era como en las máquinas de pulsadores. Los pensamientos daban bandazos, disparaban timbres y campanillas y rebotaban en los barrotes. Pensé en el recepcionista del Gramercy. ¿Por qué no me dijo que el policía de paisano era negro? Era lógico pensar que recordaría algo tan obvio. Mi mente seguía corriendo. No podía concentrarme en un pensamiento y seguirlo hasta su conclusión. Clic, clic. Como bolas de billar americano. La bola blanca choca con la formación y las demás salen disparadas en diferentes direcciones. Ojalá hubiera hablado con Leland Peck antes de salir de Santa Teresa. Me sentía muy extraña. Muy nerviosa. El sonido subía y bajaba. Lo veía ondular en el espacio, las frases semejantes a surfistas coronando las olas del aire.
Brant seguía hablando. Parecía decir incoherencias, pero en términos generales había un sentido particular en sus palabras.
—Pinkie le había echado el ojo a Barrett. Barrett se fue de excursión al monte y tropezó con el campamento de pesca de Pinkie y Toth. —No paraba de hablar, creando imágenes tan vividas que pensé que las cosas me estaban ocurriendo a mí—. Agredió a Barrett. Le puso una pistola en la cabeza. La violó. La agredió y abusó sexualmente de ella. La sodomizó y le hizo daño. La obligó a realizar actos indecibles. Alfie no hizo nada, no la ayudó, y salió corriendo dejándola a merced de Pinkie. Barrett volvió histérica, con un ataque de nervios. Rafer fue en busca de Pinkie y lo detuvo. Lo ató, lo colgó de la rama de un árbol y lo dejó morir lentamente por lo que le había hecho a su hija. Habría matado también a Alfie, pero Alfie escapó y huyó del pueblo. Rafer pensó durante todos aquellos años que estaba a salvo, pero entonces apareció el cadáver de Pinkie y papá descubrió la relación entre los dos hombres. Fue a Santa Teresa para hablar con él, pero Rafer llegó primero. Colgó a Toth de la misma manera que a Pinkie. —Brant me miraba con seriedad—. ¿Qué te pasa en los ojos?
—¿En los ojos? —Nada más mencionarlos, me di cuenta de que mi campo visual había empezado a oscilar y las imágenes iban de un lado a otro, como en una película mal rodada. Sentía vértigo, como si estuviera a punto de desmayarme. Me senté. Puse la cabeza entre las rodillas, sentí el mar rugiéndome en los oídos.
—¿Estás bien?
—Sí.
Las luces parecían titilar y los sonidos iban y venían. Era incapaz de coordinar nada. Sabía lo que estaba diciendo, pero no conseguía que las palabras se quedaran quietas. Vi a Rafer con la cuerda de nudo corredizo. Lo vi tensar el nudo alrededor del cuello de Pinkie. Lo vi colgar a Alfie en el bosque. Sentí su ira y su dolor por lo que le habían hecho a su única hija. Dije:
—¿Cómo sabes todo eso?
—Porque Barrett me lo contó entonces. Por el amor de Dios, Kinsey. Por eso rompí con ella. Yo tenía veinte años. No pude afrontarlo —dijo con voz acongojada.
—Lo siento. Lo siento —dije, pero inmediatamente olvidé quién merecía más mi lástima…, si Barrett por haber sido violada o Brant por no haber tenido madurez para afrontarlo.
El tono de Brant se volvió acusatorio.
—Estás drogada. No puedo creérmelo. ¿Con qué te has colocado?
—¿Colocado? —Claro. Daniel tocando el piano. Mi exmarido. Tan guapo. Ojos de ángel, un halo de rizos dorados y cuánto lo quería. Una vez me dio un ácido sin decírmelo y vi convertirse el suelo en la boca del infierno.
Apareció la cabeza de Brant.
—¿Qué es eso? —susurró.
—¿Qué?
—He oído algo. —Su agitación me salpicó. Su miedo era contagioso, veloz como un virus de transmisión aérea. Olía a corrupción y a muerte. Había estado antes en situaciones parecidas.
—Espera. —Brant fue al pasillo. Lo vi echar una ojeada por la mirilla de la puerta principal, que tenía forma de ventanilla. Volvió bruscamente y me señaló con apremio—. Acaba de pasar un coche con las luces apagadas. Se ha detenido al otro lado de la calle, a unas seis casas de distancia. ¿Tienes pistola?
—Te he dicho que me la robaron. El que entró. No tengo pistola. ¿Qué ocurre?
—Rafer —dijo con una mueca. Fue a la mesa de la cocina en la que su madre urdía las comidas. Abrió el cajón, sacó un revólver y me lo puso en la mano—. Toma.
Me puse en pie y miré el revólver con confusión.
—Gracias —susurré.
Era un típico revólver de policía, un Smith & Wesson. Yo había estado a punto de comprar uno así en cierta ocasión, del calibre 357 mágnum, cañón de diez centímetros y cachas de nogal. Miré las estrías de la culata. Algunas eran tan profundas que no se veía el fondo.
—Rafer entrará vomitando plomo —decía Brant—. Sin concesiones. Ha dicho a todo el mundo que eres una asesina y que te drogas, y aquí estás, colocada con vete a saber qué.
—Yo no he hecho nada —dije con la boca seca.
Los bizcochos. Estaba más drogada de lo que Brant creía. Me puse a recordar, las clases en la academia de policía, los años de patrullar de uniforme por las calles; traté de recordar los síntomas; alucinógenos sintéticos, estimulantes, hongos alucinógenos, somníferos y sedantes, estupefacientes. ¿Qué había tomado yo? Confusión, paranoia, habla farfullante, nistagmo[3]. Podía ver las columnas desfilando por las páginas del manual. Vocabulario de la droga. Combustible sólido, ciego total, KJ, trompeta, rama, anfetaminas. Me estaba quedando sin cerebro a toda velocidad.
—Lo has descubierto. Tendrá que matarte. Tenemos que pegarle un tiro —dijo Brant.
—No me dejes. Habla con él. Me escaparé —balbucí.
—Ya habrá pensado en eso. Tendrá ayuda. Probablemente Macon y Hatch. Los dos te odian. Lo mejor es ir directamente al asunto.
Cuando Brant se quitó la cazadora, olí a sudor nervioso; el olor era tan acre y penetrante como el amoniaco. Miré sus manos. En todo campo visual, el ojo tiende a desviarse hacia el objeto diferente en un fondo de objetos iguales. Incluso aturdida, vi una marca en su muñeca derecha, una marca oscura…, un tatuaje o una señal de nacimiento…, parecía la proa de un barco. Destacaba como una calcomanía en la superficie tersa y blanca de su piel. Mi cerebro recorrió chirriando las posibilidades: cicatriz, grano, suciedad, costra. Me costaba concretar. Volví a mirarla y entonces vi lo que era. La señal era una quemadura. La zona decolorada tenía el perfil de la punta de la plancha caliente con que lo había tocado. Me inundé de adrenalina. Algo parecido a la euforia me caló hasta los huesos. Mi mente dio al mismo tiempo un extraño salto a otra cosa. Había estado estrujándome los sesos para descifrar la clave con lógica y espíritu analítico cuando la respuesta afectaba en realidad a las relaciones espaciales. En sentido vertical, no en el horizontal. Así funcionaban los números. De arriba abajo y no de izquierda a derecha, línea tras línea.
Dejé el revólver en la mesa.
—Vuelvo enseguida —dije. Con un esfuerzo sobrehumano me dirigí al despacho de Tom, apoyándome en las paredes para estabilizar mi paso vacilante. 8, 12, 1, 11 y 26. Me senté al escritorio y miré el calendario que había dibujado Tom. Vi el mes de febrero, veintiocho días, y el primero caía en domingo y los dos últimos en sábado, el veintiuno y el veintiocho tachados, de modo que sólo quedaban veintiséis números. Ya sabía yo que la clave tenía que ser sencilla. Si Tom escribía sus notas en clave, tenía que haber una manera fácil de convertir las letras en números.
Busqué un bolígrafo. Volví a las cuadrículas del calendario del secante. Escribí en las cuadrículas las letras del alfabeto inglés, a razón de una letra por día, pero siguiendo esta vez el orden vertical. Si mi teoría era acertada, entonces la clave confirmaría lo que ya sabía: el 8 era la letra be. El 12 sería entonces la ere, el 1 la a, el 11 la ene, y el 26 sería la te.
Brant.
Brant.
Percibí el cacareo de una risa. Estaba encerrada en la casa con él. Brant había podido acceder con facilidad a las notas de su padre. El registro del despacho…, la ventana rota…, todo había sido una tapadera para sugerir a los demás que alguien de fuera había entrado en la casa en busca de las notas. No había sido Barrett. Pinkie no había violado ni sodomizado a Barrett. Había sido a Brant al que habían humillado y degradado.
—¿Qué estás haciendo?
Di un respingo. Brant estaba bajo el dintel. El nivel de droga me había subido ya hasta las bragas. Su imagen ondulaba, rielaba y se movía de un lado a otro. No se me ocurría ninguna respuesta. Nistagmo. Algo en las galletas, posiblemente polvo de ángel. Agresión, paranoia. Yo era más lista que él. Oh, mucho más. Aquel día era más lista que nadie.
—¿Qué miras?
—Las notas de Tom.
—¿Por qué?
—No tienen ni pies ni cabeza. La clave.
Me miró fijamente. Habría jurado que estaba dilucidando si lo que yo decía era verdad. Puse la mente en blanco. Creo que nunca lo había visto tan esbelto, joven y atractivo. La muerte es así, un amante en cuyo abrazo te hundes sin advertirlo. En lugar de huida o resistencia, rendición voluptuosa. Alargó la mano.
—Me quedaré las notas.
Le di el cuaderno, pensando en el Smith & Wesson. ¿Dónde había oído hablar de un revólver así? El cerebro me crujía, los pensamientos saltaban igual que los granos de maíz al estrellarse contra la tapa de una sartén de freír palomitas. Era absolutamente imposible que me hubiera dado un arma, a menos que su intención fuese que me mataran con ella. Rafer LaMott no estaba en el exterior, rondando la casa, ni ningún otro. Aquello era una farsa para engañarme. Imaginé la escena…, los dos escondidos en la casa, esperando en apariencia un ataque que nunca llegaría. Brant podría dispararme cuando quisiera, alegando después que me había confundido con un intruso, alegando defensa propia, alegando que yo estaba drogada perdida, porque lo estaba. Incluso mientras se formaba este pensamiento sentí que el colocón subía otro punto. Me dio la sensación de que me expandía. Mi ingenio podía derrotarlo. Era fuerte, pero yo tenía más experiencia. Sabía más sobre él que él sobre mí. Yo había sido policía. Sabía todo lo que él sabía y un poco más.
—¿Está todavía el coche ahí? —pregunté.
Brant volvió a su farsa. Fue a la ventana y pegó la cara al cristal, mirando hacia la derecha.
—A media manzana. Casi no se ve desde aquí.
—Creo que deberíamos apagar las luces. No me gusta estar a plena vista.
Me miró un segundo, imaginando la casa oscura como un túnel.
—Tienes razón. Dale al interruptor. Yo me ocuparé de las demás luces.
—Bien.
Apagué la luz del despacho. Esperé hasta que lo oí avanzar por el pasillo hacia la parte delantera. Entonces me acerqué a la ventana, quité el pestillo y subí la guillotina unos quince centímetros. Me agaché, crucé la habitación, abrí el aparador y me deslicé, pasando los pies primero, en el hueco que quedaba debajo de los estantes de los libros. Un parto al revés. Nadie me veía allí. Los segundos pasaron, la casa cada vez más oscura conforme se apagaban las luces de las habitaciones por las que pasaba Brant.
—¿Kinsey? —Brant había vuelto.
Silencio.
Lo oí entrar en el despacho. Debía de estar en la puerta, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Fue a la ventana, tropezando con unas cajas de cartón. Le oí subir del todo la guillotina y mirar fuera. Yo había desaparecido. Ni siquiera me vio correr por el césped.
—¡Mierda! —Bajó la guillotina de golpe y exclamó—: ¡Mierda, mierda, mierda! —Debía de tener un arma de fuego porque oí cómo la montaba.
Salió del despacho, gritando mi nombre mientras se alejaba. Se había puesto furioso. Ya no le importaba que yo supiera que me buscaba. Salí del aparador y me sujeté de un estante hasta que, tambaleándome, conseguí ponerme en pie. Fui al escritorio y abrí el cajón inferior con el menor ruido posible. Saqué las esposas de Tom y me las metí en el bolsillo trasero. Me sentí radiante de poder. De repente era superior a la vida, estaba más allá del miedo, iluminada por la furia. Cuando salí del despacho y torcí a la derecha, hacia la oscuridad del pasillo, lo vi moverse delante de mí; la masa de su cuerpo era más negra que la claridad carbonífera que lo rodeaba. Eché a correr, ganando velocidad, sin que las Reebok hicieran el menor ruido en la moqueta. Brant intuyó mi presencia y se volvió cuando yo saltaba ya por el aire. Le descargué un patadón en el plexo solar, derribándolo con un ruido seco. Oí que el arma golpeaba sordamente la madera de la pared al escapársele de la mano. Le propiné otro patadón, alcanzándolo de lleno en un lado de la cabeza. Me incorporé y me puse encima de él. Pude machacarle el cráneo, pero me contuve por cortesía. Saqué las esposas del bolsillo. Le atenacé los dedos de la mano derecha y se los doblé hacia atrás para estimular su espíritu de cooperación. Le puse una manilla en la muñeca derecha y la cerré, sonriendo con saña para mí cuando el cierre giratorio de las esposas encajó en la muesca. Le pisé la nuca mientras le doblaba el brazo derecho por la espalda y buscaba el izquierdo. Le habría pisoteado la cara y pulverizado la nariz si se hubiera atrevido a quejarse. Estaba inconsciente. Cerré la otra manilla de las esposas. Todo esto sin asomo de vacilación. Todo esto en la oscuridad.
La luz de la cocina se encendió. Selma apareció en la puerta, todavía con el abrigo puesto. Estaba tan inmóvil como un soldado y contemplaba lo que tenía delante. Brant gemía ya. Le salía sangre de la nariz y respiraba con esfuerzo.
—Mamá, ten cuidado. Está drogada —graznó.
Selma entró en la cocina. Yo me alejé de ella por el pasillo y buscaba el arma de Brant cuando volvió a aparecer, esta vez con el Smith & Wesson en la mano derecha. No tenía ni idea de dónde había ido a parar el arma de Brant. Recordaba el choque revelador que había sufrido al final de su vuelo.
—Quédate donde estás —dijo. Empuñaba el revólver con las dos manos, con los brazos estirados a la altura de los hombros. Yo seguí con lo mío, sin hacer caso de su pequeño espectáculo. La pobre no sabía que me habían santificado con polvo de ángel. Estaba más arriba que una cometa por culpa de la fenciclidina[4], la metanfetamina[5] o lo que fuese…, una mezcla asombrosa de emoción e inmortalidad. Los desagradables efectos secundarios habían desaparecido ya y estaba libre de sentimientos, convencida de que derrotaría a aquella zorra y a todos los que me buscaran.
—No apartarás a mi hijo de mí.
A lo sumo estaba enfadada con ella.
—Le dije que lo olvidase. Debería haber dejado las cosas como estaban. Ahora no sólo ha perdido a Tom, sino también a Brant —dije con indiferencia. Me puse a gatas y palpé debajo de la silla. ¿Dónde estaba el arma de Brant?
—Estás muy equivocada. Yo no he perdido a Brant —dijo—. ¡Levántate ahora mismo! ¡Obedece!
—Vete a la mierda. ¿Ves el arma de Brant? Oí que daba contra la pared. Tiene que estar por alguna parte.
—Te lo advierto. Contaré hasta tres y dispararé.
—Adelante —dije.
Entré en el comedor, convencida, sin saber por qué, de que el arma se había metido debajo del aparador, la pieza principal del precioso, formal y pulimentado mobiliario de Selma. Me tendí en el suelo de costado, palpando debajo del mueble hasta donde me alcanzaba el brazo. En aquella extraña postura (yo boca abajo ya y con los brazos en cruz, Brant esposado y gimiendo, Selma buscando la posición para dispararme en la cabeza) se me ocurrió mirarla y vi a cámara lenta, muda de asombro, que arrugaba la cara, cerraba los ojos, volvía la cabeza y apretaba el gatillo. Hubo un brillante destello y una fuerte detonación. La bala salió disparada a velocidad mortal. La redonda boca del cañón vomitó un fogonazo y el perfil curvo y dentado del cargador del revólver pareció iluminarse de amarillo chillón. Por lo visto, Brant había trucado el primer cartucho sobrecargándolo con pólvora rápida. Se me ocurrió pensar que ya sabía quién era el amante de Judy Gelson la noche que le metió a su marido una bala en el pecho. La recámara y la junta superior reventaron. La explosión liberó el tambor y lo dejó sobresaliendo por la parte izquierda del revólver. El casquillo se hizo trizas y en las manos de Selma se incrustaron pequeños fragmentos de bronce, y copos de pólvora sin quemar le saltaron igualmente a la cara. Al mismo tiempo, como en una función de magia, todos los cristales del aparador, incluyendo las copas y los platos de cerámica buena, estallaron como fuegos artificiales y formaron un rutilante polvo estelar de cristales y añicos que caían.
—Joder. Ha sido genial. Deberías probar otra vez —dije.
Selma lloraba cuando fui al teléfono y marqué el 911.