Cecilia tardó en volver. En vez de regresar a las once y media, eran casi las doce y cuarto cuando finalmente apareció por la puerta. Iba vestida de misa dominical, con un abolsado traje azul de mezclilla, con broches que representaban abejas en la solapa. La blusa blanca formaba un surtidor de encajes a la altura del cuello. No manifestó sorpresa al verme y, dada mi paranoia, supuse que ya la habían informado de mi presencia en el lugar. Abrió la puerta partida de la recepción, dejó el bolso en el escritorio y se volvió para mirarme.
—Bueno, ¿qué desea? He oído que se aloja usted en casa de Selma, así que no ha venido en busca de una cabaña.
—Sigo trabajando en el asunto de la muerte de Tom.
—Mañana hará siete semanas. Cuesta sobrellevarlo —dijo.
—¿Recuerda quién se alojaba aquí aquel fin de semana?
—¿En el motel? Eso es fácil.
Buscó el libro de registros, se lamió el dedo índice y empezó a retroceder semanas pasando las páginas hacia atrás. Marzo se convirtió en febrero. Recorrió la lista de nombres con el dedo.
—Un grupo de esquiadores, media docena, en dos cabañas. Les di Alerce y Picea, las más alejadas de la recepción, porque sabía que estarían de fiesta. Esa gente siempre lo hace. Recuerdo que traían más cajas de cerveza que equipaje. También se quejaban mucho. La presión del agua corriente, la calefacción. Nada estaba a su gusto —dijo, dirigiéndome una mirada rápida.
—¿Alguien más? ¿Alguna mujer sola?
—¿Qué quiere decir?
—No quiero decir nada, Cecilia —respondí con paciencia—. Estoy investigando el informe del patrullero de carreteras. Tennyson dice que vio a una mujer andando por la carretera. Puede que fueran imaginaciones suyas. Es posible que no tuviera nada que ver con Tom. Sería útil encontrarla, y espero, contra toda esperanza, que pasara la noche aquí. Así podría indicarme usted cómo ponerme en contacto con ella.
Volvió a repasar el libro de registros.
—No. Un matrimonio de Los Ángeles. O eso dijeron. Sólo los veía cuando salían de la cama para comer. Y otro matrimonio con un par de niños. La mujer iba en silla de ruedas, así que dudo que fuera la que vieron.
—¿Y usted? Cuando volvió de Independence, ¿había alguien en la carretera? Debió de ser entre las diez y las diez y media.
Cecilia pareció meditar un momento y luego negó con la cabeza.
—Lo único que recuerdo es que había alguien hablando en el teléfono de fuera. Trato de desanimar a los desconocidos que se detienen a hacer llamadas; dan patadas en los peldaños del porche, arrancan páginas del listín telefónico. Se han llevado el auricular dos veces. Esto es una propiedad privada.
—Creía que el teléfono era público.
—No por lo que a mí respecta. Este teléfono es exclusivamente para los clientes del motel. Un servicio más —dijo—. Bueno, el caso es que vi que el Arcoiris estaba cerrado y las luces apagadas. Me asomé, pero sólo era Barrett que llamaba a su padre para que fuera a recogerla. Me ofrecí a llevarla, pero dijo que su padre ya estaba en camino.
—¿Sabe si Rafer recibió el aviso del novecientos once?
—¿Se refiere usted a la ambulancia para Tom? Probablemente —dijo—. O quizá lo llamó James, ya que sabía que los dos eran buenos amigos. —Cerró el libro de registros—. Y ahora, discúlpeme. Tengo un invitado a comer.
—Naturalmente. Ningún problema. Muchas gracias por su ayuda.
Metí los papeles en el maletín, reuní las fichas, las até con una goma y las guardé también. Me puse la cazadora, recogí el bolso y el maletín y volví al Arcoiris en busca del coche. Y he aquí la pregunta que me hacía: si Barrett salió del trabajo a las nueve y media, ¿por qué tardó cuarenta y cinco minutos en llamar a su padre? Me quedé sentada en el coche, viendo las nubes amontonarse en el cielo gris oscuro y reducirse la luz a un estado crepuscular. Era sólo la una, pero la oscuridad era tan intensa que las luces exteriores del motel de Cecilia se encendieron. Empezó a nevar y los grandes copos cayeron sobre el parabrisas como espuma de detergente. Esperé mientras observaba la parte trasera del Café Arcoiris.
A las dos y media casi había desaparecido la muchedumbre que había ido a comer. Seguí sentada con la paciencia congénita de un gato esperando a que una lagartija reaparezca entre dos rocas. A las tres menos cuarto se abrió la puerta trasera y salió Barrett, con el delantal y el gorro de cocinero; llevaba una bolsa grande de basura para tirarla en el contenedor que había a mi izquierda. Bajé la ventanilla.
—Hola, Barrett. ¿Tienes un minuto?
Tiró la bolsa y se acercó. Me estiré, quité el seguro de la portezuela del copiloto y abrí.
—Sube. Te vas a congelar ahí fuera.
No se movió.
—Creía que te habías ido.
—Fui a hacerle una visita a Cecilia. ¿A qué hora terminas de trabajar?
—Faltan varias horas.
—¿Por qué no te tomas un descanso? Me gustaría hablar contigo.
Vaciló, mirando al Arcoiris.
—No debería hacerlo, pero está bien si es sólo un momento.
Subió al coche, cerró y cruzó los desnudos brazos para protegerse del frío. Habría encendido el motor para poner la calefacción, pero no quería derrochar gasolina y esperaba que la incomodidad la pusiera de humor para decirme lo que yo quería saber.
—Tu padre dice que quieres matricularte en la facultad de medicina.
—Todavía no me han admitido —dijo.
—¿Adónde has pensado ir?
—¿Quieres algo en concreto? Porque Nancy no sabe que estoy aquí y yo no tengo descanso hasta eso de las tres.
—Debería ir al grano, es verdad —dije. La mentirijilla empezaba a formarse en algún lugar de mi cabeza. Sentir esa maravillosa reacción del sistema nervioso involuntario, ese picor de la nariz, es lo mismo en mi caso que presentir un estornudo—. Hay algo que me despierta la curiosidad. —Fijaos, fijaos, no preguntó qué—. ¿No era contigo con quien tenía que encontrarse Tom Newquist aquella noche?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—No tengo ni idea. Por eso te lo pregunto —dije.
La muchacha había hecho teatro en alguna ocasión; quizás en el instituto, en la obra de fin de estudios y no en el papel principal. Frunció el entrecejo, luego negó con la cabeza con incertidumbre.
—No lo creo —dijo, como si se estrujara el cerebro.
—Para que lo sepas, tomó nota de la cita en su calendario de mesa. Escribió «Barrett» tan claro como el día.
—¿Eso hizo?
—Lo he visto hoy, por eso preguntaba antes con quién tenía que verse Tom. Esperaba que fueras sincera, pero dejaste pasar la oportunidad —dije—. Lo habría olvidado, pero se ha confirmado la historia y aquí estoy. ¿Quieres explicarme lo que pasó?
—¿Confirmado?
—Que es lo mismo que comprobado —dije.
—¿Quién lo confirmó?
—Cecilia.
—No fue nada —dijo.
—Sí, genial. En ese caso, suéltalo. Me gustaría oírlo.
—Sólo hablamos unos minutos y de pronto empezó a sentirse mal.
—¿De qué hablasteis?
—De tonterías. Estuvimos charlando sobre mi padre. Bueno, de nada en concreto. Sólo conversación superficial. Brant y yo estuvimos saliendo juntos y me preguntó por qué lo dejamos. Le sabía mal que no siguiéramos juntos. Me daba cuenta de que quería decir algo, pero no sabía qué era. Entonces empezó a sentirse mal. Vi que el color le desaparecía de la cara y empezó a sudar. Me asusté.
—¿Dijo que sentía algún dolor?
Asintió con la cabeza y prosiguió con voz temblorosa.
—Se apretaba el pecho y la respiración le silbaba. Dije que iba al motel a pedir ayuda y dijo que muy bien, que adelante. Me dijo que cerrara el todoterreno y que no mencionara nuestra reunión a nadie. Insistió mucho, me obligó a prometerlo. De lo contrario te lo habría contado la primera vez que preguntaste.
Rebuscó en el bolsillo del uniforme y sacó un pañuelo. Se secó los ojos y se sonó la nariz.
Esperé hasta que se calmó un poco.
—¿Dijo algo más?
Respiró hondo.
—«Apártate de la carretera si pasan coches». No quería que nadie supiera que había estado hablando con él.
—¿Por qué?
—No quería exponerme a ningún peligro; eso fue lo que dijo.
—¿No dijo de quién vendría?
—No mencionó ningún nombre —dijo Barrett.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—¿No te dio su cuaderno de notas para que lo guardaras? —Negó con la cabeza, sin decir nada—. ¿Estás segura?
—Completamente.
—Pensé que te había dado el cuaderno negro en el que tomaba notas.
—Pues no me lo dio.
—Barrett, dime la verdad. Por favor, por favor, por favor. Si quieres me pongo de rodillas. Fíate de mí; si lo tienes, no diré una palabra a nadie.
—Te estoy diciendo la verdad.
Negué con la cabeza.
—Detesto llevarte la contraria, pero Tom siempre lo llevaba encima y nadie lo ha visto desde que murió.
—¿Y?
—Y todo el mundo supone que lo llevaba encima aquella noche. Ahora resulta que tú estuviste en su todoterreno. ¿Dónde más podía estar? Tom quería a toda costa proteger el cuaderno, así que pudo habértelo dado a ti. Es la única forma de que todo encaje. Si se te ocurre otra explicación, me gustaría oírla.
Se produjo un silencio delicioso. Guardé silencio para no interrumpirlo.
—Fui a buscar ayuda.
—Estoy segura de que lo hiciste —dije—. El patrullero te vio en la carretera. ¿Y el cuaderno?
Barrett miró por la ventana.
—No tienes ninguna prueba —dijo débilmente.
—Sí, claro, ya lo sé. Sólo que Cecilia te vio en el porche del motel aquella noche. Dice que tu padre fue a recogerte, que es lo que tú le dijiste a ella. Pero alteraste un poco la sucesión de los acontecimientos. No puedo probar que tienes el cuaderno, pero es evidente.
Nancy sacó la cabeza por la puerta trasera del Arcoiris. Barrett abrió el coche y se asomó.
—¡Voy enseguida! —exclamó. Nancy asintió y le hizo un gesto con la mano.
—Bueno, ¿dónde está el cuaderno?
—En mi bolso —dijo con mal humor.
—¿Quieres dármelo?
—¿Por qué son tan importantes esas notas?
—Tom estaba investigando dos asesinatos y podría haber en ellas algo revelador. ¿Las has leído?
—Bueno, sí, pero sólo hay interrogatorios y tonterías. Muchas fechas y muchas abreviaturas. Nada del otro mundo.
—Razón de más para que no te importe dármelas.
—Me dijo que lo escondiese hasta que decidiera qué hacer con él.
—Tom no sabía que iba a morir.
—Qué mal, ¿no? —dijo.
—Mira, si me lo das ahora, haré fotocopias por la mañana y te lo devolveré.
Tras un torturante momento, dijo:
—De acuerdo.
Bajamos del coche, cada una por su lado, cerré rápidamente y fui tras ella. Tenía el bolso de mano en el almacén, a la izquierda de la puerta de la cocina. Sacó el cuaderno del bolso y me lo dio. Parecía irritada por la posibilidad de que la hubiera manipulado de alguna forma.
—Lo otro que dijo fue que la llave estaba en su escritorio —prosiguió Barrett.
—¿La llave estaba en su escritorio?
—Eso fue lo que dijo. Dos veces.
—¿Dentro o encima?
—Encima, creo. Tengo que irme.
—Gracias. Eres un sol. —Me llevé un dedo a los labios—. Alto secreto. Ni una palabra a nadie.
—Mierda. ¿Entonces por qué te lo he contado?
Nancy asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—Ah, Kinsey. Estás aquí. Brant está al teléfono —dijo.
Entré en la cafetería propiamente dicha, que estaba casi desierta. El teléfono estaba en la barra, al lado de la caja registradora.
—Brant, ¿eres tú?
—Hola, Kinsey —dijo.
—¿Dónde estás? ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Estoy en casa de mamá. Pasé por el Arcoiris hace un rato y vi tu coche en la parte trasera. Sólo quería comprobar que estabas bien.
—Lo estoy. ¿Ha llegado tu madre?
—No volverá hasta eso de las nueve —dijo—. ¿Necesitas algo?
—No. Si puedes llamarla, ¿podrías decirle que lo tengo?
—¿Que tienes qué?
Me acerqué la palma a la boca, como un personaje de una película de espías.
—El cuaderno.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Ya te lo explicaré más tarde. Estaré en casa dentro de unos minutos. ¿Estarás ahí?
—No. Sólo he pasado para recoger algunas cosas que tengo que llevarle a Sherry.
—¿Trabajas los domingos?
—Por lo general no —dijo—. Sustituyo a un compañero y antes quiero hacer unos recados. Hablaremos mañana.
—De acuerdo. Hasta entonces —respondí.
Llegué a casa de Selma y entré en la cocina. La casa estaba oscura, silenciosa y muy caliente. Todo estaba más o menos como al irme; la única excepción era una bandeja envuelta en plástico, con bizcochos bañados en chocolate, que había encima del mármol; la nota adjunta decía: «Sírvete si gustas». El vaho de la envoltura indicaba que habían estado en el congelador hasta hacía poco. Brant había tenido que suponer que la nota era para él, porque en la mesa, en el lugar donde se había sentado, había un plato y un tenedor con rastros de chocolate. Lamentaba no haber coincidido con él. Habríamos podido cambiar impresiones.
Fui al estudio de Tom y me senté en la silla giratoria. Encendí la lámpara de la mesa y me puse a leer el cuaderno. Las tapas eran de piel negra granulada, reblandecida por el uso y con las esquinas dobladas. Tomé el camino obvio y partí de la primera página, fechada el primero de junio, en dirección a la última, que llevaba fecha de uno de febrero, dos días antes de su muerte. Allí estaban por fin los ocho meses de notas perdidas. Los garabatos, en un papel finamente rayado, abarcaban todos los casos dispersos en los que había estado trabajando durante aquel periodo. Cada uno estaba identificado con un número en el margen izquierdo, y comprendía quejas, investigaciones en el lugar de los hechos, nombres, direcciones y teléfonos de los testigos. En aquellas abreviaturas casi indescifrables podía seguirse el curso de sucesivos interrogatorios sobre toda clase de asuntos; las notas que tomaba para sí mismo, referencias a sus casos, los comentarios y preguntas que ponían de manifiesto cómo procedía. Allí estaban, en escritura casi jeroglífica, el hallazgo del cadáver de Pinkie, las averiguaciones del forense Trey Kirchner, al que Tom llamaba III. Los nombres que aparecían con frecuencia solían estar con las iniciales. Encontré referencias a R y B, que supuse que serían Rafer y el jefe de Tom, el sheriff Bob Staffer. Por multitud de menciones indirectas y saltos de la imaginación vi que había investigado en sentido inverso, desde la muerte de Pinkie hasta su ingreso en el penal de Chino y su amistad con Alfie Toth, un hecho confirmado por MB, Margaret Brine, a la CSNL, comisaría del sheriff de Nota Lake. COL, que a veces era una C, lo relacioné con Colleen Sellers, que lo había llamado para informarle sobre la temporada que Alfie Toth había estado en la cárcel de ST. Encontré el resumen del viaje que había hecho a Santa Teresa en junio; contenía fechas, tiempos, kilometraje y gastos de comida y alojamiento. Como ya sabía, había hablado con Dave Estes en el Gramercy el 5 del 6. Más tarde habló con Olga Toth, su dirección y su teléfono estaban claramente apuntados. Cuando COL volvió a llamar para informarle del hallazgo de los restos de Toth, las observaciones de Tom se habían vuelto superficiales. Donde antes era minucioso y pormenorizaba el contenido de las conversaciones, ahora, de repente, era circunspecto y recurría, según sospeché, a una especie de clave. La última página contenía sólo números: 8, 12, 1, 11 y 26, muy grandes y con un signo de exclamación y otro de interrogación. Hasta la puntuación sugería una incredulidad acentuada. Estuve mirando los números hasta que bailaron en la página.
Me levanté, fui a la cocina y me puse a dar vueltas. Me serví agua del grifo y me la bebí, tragando con unos ruiditos muy satisfactorios. Eructé. Dejé el vaso en el lavavajillas y a continuación, obedeciendo un impulso de limpieza, puse también el tenedor y el plato de Brant. Puse el cerebro a descansar y me ocupé en cosas sin importancia mientras le daba vueltas al enigma. ¿Qué significaban los números 8, 12, 1, 11 y 26? ¿Una fecha? ¿La combinación de una caja fuerte? Recordé lo que Tom había dicho a Barrett sobre la «llave» en el escritorio. Había trabajado durante una semana en aquella mesa y no recordaba haber visto ninguna llave. ¿Qué clase de llave? ¿La llave de dónde? El cuaderno no tenía cerradura de juguete, como los diarios de las chicas.
Volví al despacho y me senté ante el escritorio, inspeccionando de nuevo todos los cajones. Quizás hubiera por allí una caja con cerradura. O una caja de caudales doméstica. O algún armario de almacenaje con cerradura de combinación. ¿Cuántas bolsas de basura había tirado yo en toda la semana? ¿Cómo sabía que no había tirado la llave? Me invadió una oleada de pánico ante la idea de que hubiera tirado algo crucial para sus fines y decisivo para los míos.
Vacié el contenido de los cajones, uno tras otro; luego quité el cajón e inspeccioné la tabla trasera y el fondo. Me puse de rodillas y miré la parte inferior de la mesa, palpando los lados por si había alguna llave pegada en algún lugar. Saqué una linterna del cajón en el que guardaba las esposas y la porra, y me iluminé con ella mientras recorría con la mano las guías de los cajones y ladeaba la silla para mirar debajo del asiento. ¿A qué se había referido Tom en realidad con la palabra «llave»? ¿A los instrumentos que abren puertas o a las claves que descifran misterios? Volví a poner los cajones en su sitio y retiré todo lo que había encima del escritorio. Recorrí el secante con el dedo, buscando números entre los garabatos. Allí estaban, 8, 12, 1, 11, 26, en el centro de un nudo corredizo. Aparecían otras dos veces, una rodeados por un círculo trazado con bolígrafo y otra en un cuadrado con un borde sombreado con lápiz. ¿Y si había tirado la información crucial? ¿Se habrían llevado ya la basura? Me costaba reprimir la angustia. Estaba empapada de sudor. La casa, como de costumbre, parecía un horno. Me acerqué a la ventana y levanté la guillotina. Solté los enganches de la ventana aislante y empujé el cristal sin ceremonias y lo vi con satisfacción aterrizar en el suelo. A continuación, aspiré el aire fresco a bocanadas con la esperanza de tranquilizarme.
Volví a sentarme ante el escritorio y cabeceé. Me limpié la mente de emociones y pensé en el trabajo que había hecho a comienzos de semana. No recordaba ninguna llave, pero si hubiera visto alguna, no la habría tirado. Si no la había encontrado aún, podía estar todavía en alguna parte. En fin. Habría que seguir buscando con toda la tranquilidad y todo el esmero posibles. Volví a inspeccionar los cajones, mirando cuidadosamente el contenido. Repasé todo lo que había en los archivadores, miré sobres, abrí cajas de grapas y sujetapapeles, escruté bolígrafos, reglas, etiquetas, cinta adhesiva. Puede que se tratara de un refrán o de una expresión que aclararía todo lo restante. En el fondo de mi mente volvía sin cesar a la idea de que los números eran efectivamente una clave. No había oído decir a nadie que Tom hubiera trabajado para el Servicio de Información, así que, si yo estaba en lo cierto, la clave era probablemente sencilla y de fácil acceso.
En el escritorio, dentro o encima.
Busqué un papel y escribí el alfabeto, numerando las letras del 1 al 26. Si los números 8, 12, 1, 11 y 26 eran simples sustitutos de letras, entonces el nombre o las iniciales eran HLAKZ. ¿Qué quería decir aquello? Al parecer, nada. No sequé, Los Ángeles, no sequé no sequé. No me sugería nada. Invertí el método, adjudicando a la a el número 26, a la be el 25, y así hasta que llegué al número 1, que tenía la letra zeta. Esto nos daba la palabra SOZPA. Otro rompecabezas. ¿Qué mierda era aquello? ¿Un apellido? Mi nivel de frustración ascendía con el de mi perplejidad.
Volví a detenerme en aquellos números: 8, 12, 1, 11, 26. ¿Meses del año? ¿Agosto, diciembre, enero y noviembre? Entonces ¿qué representaba el número 26? ¿Y por qué no guardaban ningún orden? ¿Había que sumarlos? ¿Que restarlos? ¿Que decir su nombre en voz alta, como las matrículas personalizadas? Pronuncié los nombres en voz alta. «Ocho, doce, uno, once, veintiséis». Aquello no quería decir nada. Si los números representaban letras y se trataba de una palabra, lo único que sabía en tal caso era que las cinco letras eran diferentes; no había repeticiones. ¿El nombre de alguien? Pensé en Nota Lake y en todos los lugareños que había conocido cuyo nombre tuviera cinco letras. Brant, Macon, Hatch, Wayne. James Tennyson. Rafer. Miré el signo de exclamación y el de interrogación: !? ¿Qué querían decir? ¿Consternación? ¿Abatimiento?
Me di cuenta de que me moría de hambre… un efecto de la angustia, sin duda. Esperando a Barrett en el aparcamiento me había saltado la comida y aquel era el precio que pagaba. Eran las cuatro y cuarto. Volví a la cocina en busca de sustento. Estaba tan hambrienta y confusa que las células de mi cerebro parecían negarse a responderme. Miré en el frigorífico de Selma y saludé los restos de la cena de la noche anterior, envueltos en plástico. La verdad es que no había sido tan memorable ni ciertamente tan buena como para repetir. Miré el cajón del pan. No había galletas saladas. Miré en la despensa. No había crema de cacahuete. ¿Qué casa dirigía Selma? Miré la nota que había escrito y, a falta de artículos integrales, me permití levantar un pico del plástico y servirme varios bizcochos de chocolate. La textura era mediocre, un poco seca para mi gusto, pero el rebozado era sabroso; sólo se notaba que eran de sobre por un lejano sabor químico. Cualquiera que se alimentara con Miracle Whip se comería aquella mierda, pensé. No era la mayor hazaña culinaria de Selma, de ningún modo, pero pensaba que la época de comer allí estaba a punto de terminar. Bebí un trago de leche del cartón, para economizar un vaso.
Ya recuperadas las fuerzas, me preparé para abordar el problema. Volví a la silla giratoria de Tom y giré con ella. ¿Y si 8, 12, 1, 11 y 26 eran páginas del cuaderno y remitían a las notas que había en ellas? Probé la ocurrencia, pero el contenido de las páginas no parecía relacionado de ninguna manera, no había allí elementos comunes y las páginas no estaban numeradas. La tarde se transformaba en noche y yo no llegaba a ninguna parte. Volví al punto de partida. Selma me había contratado para descubrir por qué Tom estaba preocupado. Me repantigué inclinando la columna vertebral y apoyé la nuca en el respaldo de la silla. ¿Por qué estaba Tom meditabundo?, se preguntaba Kinsey. Me mecí, poniéndome a especular sin prisas. Si una persona conocida por él hubiera violado su intimidad, leyendo sus notas y utilizando la información para llegar hasta Alfie Toth y acabar con él, el caso, ciertamente, le había sentado muy mal. Pero ¿por qué habría de generar tanta intranquilidad y tantos titubeos la culpabilidad de Hatch, o la de James, o la de Wayne? Tom se guiaba por las normas. Me lo habían dicho una y otra vez, era un celoso guardián de la ley y el orden. Si hubiera sospechado de alguno, habría actuado inmediatamente. ¿O no? ¿Y por qué no? Porque si Wayne hubiera husmeado en sus notas, no le habría concedido la menor importancia. Me fijé en el secante. Aparté unas carpetas. En el ángulo derecho, Tom había dibujado un diagrama cuadriculado y escrito en las casillas los días del mes de febrero, aunque el año no se especificaba. El 1 era domingo y el 28 sábado. Los dos últimos sábados del mes (el veintiuno y el veintiocho) estaban tachados con una equis. ¿Era el año 1908? ¿1912, 1901, 1911 o 1926? Me levanté, fui a las estanterías del aparador y retiré un almanaque. Recorrí la tabla de contenidos con el pulgar y encontré las páginas del calendario perpetuo. En la tabla de la izquierda estaban alineados los años de 1800 a 2063, por orden. Al lado de cada año había un número correspondiente a una figura cuadriculada con números, que daba las combinaciones de los meses. En el calendario número uno, el primero de enero caía en domingo; el 1 de febrero en miércoles; y así con los meses restantes. El calendario número dos daba todos y cada uno de los años en los que el 1 de enero caía en lunes; el uno de febrero en jueves; y así sucesivamente. Para saber el día de la semana de una fecha concreta, por ejemplo el 5 de marzo de 1966, sólo había que mirar en la lista principal el año 1966, al lado del cual aparecía el número siete. Consultando el calendario número siete, se veía que aquel cinco de marzo había sido sábado.
Encendí la lámpara de la mesa y repasé la serie de calendarios, buscando febreros ordenados como el que había dibujado Tom. El número cinco era igual. El 1 de febrero caía en domingo y el 28 en sábado. El calendario número doce era parecido, pero aquel año febrero tenía veintinueve días en lugar de veintiocho. Comprobé los años que le correspondían, empezando por 1900. El año 1903 era así, pero no 1908 ni 1912. En 1914, el día uno caía en domingo y el veintiocho en sábado, pero no en 1926, 1925, 1931, 1942, 1953, 1959, 1970, 1981, 1987, 1998. ¿Por qué eran importantes aquellos febreros en particular? El año podía ser insignificante. ¿O no? ¿Y por qué había tachado Tom los dos últimos sábados de aquel mes? Medité un momento. Eliminando aquellos dos sábados, los días del mes eran veintiséis y no veintiocho… el número de letras del alfabeto. Probé la idea, alineando las letras con los días del mes. La solución seguía siendo HLAKZ.
Sin dejar de mecerme en la silla giratoria, me volví hacia la ventana. Eran casi las cinco y media y ya había oscurecido por completo. El aire frío se colaba por la ventana abierta. Casi veía salir las olas del calor interior. La habitación estaba decididamente fría. Me estiré para cerrar la ventana, mirando mi reflejo en el cristal empañado. ¿Qué querían decir aquellos números? Sentí una ráfaga de aire. ¿Vendría de la chimenea? Picada por la curiosidad, me levanté y salí del despacho. Fui por el pasillo hasta la sala y encendí las lámparas de mesa. Las cortinas se movían como agitadas por una mano invisible. Miré por la chimenea y cerré la escotilla. Inspeccioné las puertas de la casa. La principal estaba cerrada, lo mismo que la trasera y la del garaje. No era aquello. Me asomé a la habitación de Selma. Todo estaba en orden, y sin embargo había tanta corriente que las cortinas cabriolaban en las ventanas. Recorrí el pasillo. Todas las ventanas del dormitorio de Brant estaban cerradas.
Me detuve. La puerta de mi habitación estaba entreabierta. ¿La había dejado así? La abrí del todo con aprensión. Las cortinas aleteaban y ondulaban. La habitación estaba hecha un desastre. Había trozos de cristal en la alfombra. La ventana que tan cuidadosamente había cerrado, la habían reventado con un martillo que habían dejado en el suelo. El banquillo del antepecho estaba sembrado de añicos del tamaño de la sal gema, como si fueran diamantes desechados. Habían levantado la guillotina, probablemente por fuera. Estaba claro que había entrado alguien. Fui a la cama y deslicé la mano entre el somier y el colchón. La pistola había desaparecido.