Cuando estuve fuera de la vista de los demás, aparqué en una travesía para repasar mi situación. El rumor se había extendido, pero no sabía si habían hecho circular la descripción de mi coche o la de mi persona. Me quité la cazadora de aviador y la puse en el asiento trasero, luego rebusqué entre las prendas que llevo para ciertas emergencias. Me puse un jersey rojo sencillo, unas gafas de sol y una gorra de béisbol de los Dodgers. Bajé, abrí el maletero y saqué la lata de veinticinco litros que guardo allí. Cerré el coche y fui a la calle principal, donde busqué una gasolinera en la que no hubiera estado antes.
Pasé de la oficina y fui directamente al área de servicio, donde un mecánico malhablado se esforzaba por aflojar una tuerca recalcitrante de un neumático pinchado. Miré el rótulo que había junto a la puerta y que decía MECÁNICO DE SERVICIO; el nombre del interesado, ED BOONE, podía verse en una placa de plástico insertada en el casillero. Salí del área, fui a la oficina y asomé la cabeza por la puerta. El encargado tenía unos diecinueve años, pelo muy corto y de color rubio oxigenado, y uñas pintadas de verde; estaba absorto contemplando las satinadas páginas de una revista pornográfica.
—Eddy dijo que podía llenar la lata. Mi furgoneta se ha quedado sin gasolina a una manzana de aquí. La lata es mía, dicho sea de paso —dije levantándola para que la viera. No quería que dijera luego que se la había robado. Dada mi presente reputación de asesina a sangre fría, robar una lata de gasolina habría ido con mi carácter. Me pareció ver una chispa de incertidumbre en su cara, pero yo fui a lo mío como si fuera la dueña del lugar.
Me dirigí al autosurtidor, mirándolo de soslayo para ver si llamaba por teléfono. Estaba pegado al cristal de la ventana, observándome sin expresión mientras yo llenaba la lata. El total fue de siete dólares con cuarenta y cinco centavos. Volví a la oficina y le di un billete de diez. El encargado se lo metió en el bolsillo sin darme el cambio. Su mirada volvió a la revista mientras yo me iba. Es bonito saber que, por muy bajo que caigas, siempre habrá alguien dispuesto a beneficiarse a tu costa. Volví al coche y eché la gasolina en el depósito. Dejé la lata al maletero y salí con la aguja casi en el centro del contador.
El corazón me latía como si hubiera corrido y quizá lo había hecho. Al parecer, mis actos iban a vigilarse y obstaculizarse en lo sucesivo hasta donde fuera posible. Nunca me había sentido tan enajenada del entorno. Estaba en territorio desconocido y de manera directa e indirecta mi bienestar dependía de los placeres normales y cotidianos. Ahora me hacían el vacío y el proceso me asustaba. Mientras avanzaba entre el tráfico, me di cuenta de que mi VW azul claro era más bien llamativo en medio de aquel despliegue de furgonetas, remolques domingueros, vehículos de servicios, caravanas y coches familiares.
Ya a diez kilómetros del pueblo, entré en la gravilla del Café Arcoiris, doblé a la izquierda y reculé hasta una plaza que había en el extremo más lejano de la fila de cubos de basura. Me quedé sentada un momento, tratando de «centrarme», como dicen los californianos. No sé lo que significa la expresión, pero en mis actuales circunstancias parecía idónea. Si me estaban desterrando de la tribu, lo mejor era agarrarme bien a mi «yo» antes de proseguir. Respiré hondo un par de veces y bajé del coche. El día estaba nublado, las montañas reverberaban a lo lejos como una acumulación de nubes de tormenta. Allí, en aquellas extensiones de tierra vacía y desolada, el viento soplaba pegado al suelo, helando todo lo que había en su camino. Los copos de nieve, semejantes a motas de polvo, flotaban en el aire helado.
Al cruzar el aparcamiento me pareció que me veía todo el mundo. Observé las ventanas de la cafetería y habría jurado que sorprendí a dos clientes en el momento de desviar la mirada. Me recorrió un escalofrío, toda la fuerza primigenia de la expulsión del clan. Imaginé que se preparaban oficios eclesiásticos, todos los católicos, baptistas y luteranos cantando himnos y dando gracias, atentos a los respectivos sermones. Después, todos los devotos de Nota Lake irían a los restaurantes locales, vestidos con su mejor ropa de domingo y con ganas de llenar la tripa. Murmuré una breve oración por mí mientras empujaba la puerta.
La cafetería no estaba muy llena. Eché un rápido vistazo. James Tennyson estaba sentado ante la barra, con una taza de café. Llevaba pantalón vaquero y leía el periódico. Al lado tenía un vaso de agua vacío y un arrugado sobre negriazul de Alka-Seltzer. No vi a Jo, su mujer, ni a su hija, cuyo nombre había olvidado. La hija de Rafer, Barrett, estaba trabajando en la plancha, de espaldas a la barra. Llevaba un gran delantal blanco sobre los vaqueros y una camiseta. Un gorro blanco de cocinero ocultaba los rizos y espirales de su pelo. Manejaba la espátula con destreza, dando la vuelta a una ristra de salchichas y un cuarteto de empanadas. Mientras la miraba, puso la humeante comida en un par de platos. Nancy los recogió y los llevó a la pareja que ocupaba la mesa próxima a la ventana. Rafer y Vicky LaMott estaban sentados en el centro de la hilera de reservados. Habían terminado de comer y observé que Vicky estaba recogiendo ya el bolso y el abrigo. James estaba ojeroso y con cara de cansancio. Me vio e hizo un ademán con la cabeza, una mezcla perfecta de buenos modales y contención. Su buen color de cara estaba ligeramente empañado por la resaca. Fui hacia un reservado del fondo, saludando a Vicky y Rafer con un murmullo al pasar junto a ellos. Tuve miedo de esperar a que me respondieran, ya que podían fingir que no me habían visto. Me senté de modo que pudiera ver la puerta.
Nancy reparó en mí. Parecía distraída, pero no hostil. Se dirigió a la barra para recoger un plato de avena.
—Enseguida te atiendo. ¿Quieres café?
—Me gustaría. —Al parecer, no participaba en el boicot. También Alice había estado cordial la noche anterior; por lo menos me había advertido del hielo que se avecinaba. Quizá me evitaban sólo los hombres; la idea no era tranquilizadora. Después de todo, había sido un hombre el que me había dislocado los dedos tres días antes. Sin darme cuenta me estaba frotando las articulaciones y entonces advertí que la hinchazón y las moraduras le daban un exótico aspecto de plátanos maduros. Puse la taza boca arriba, esperando el café y comprobé que los dedos aún se negaban a doblarse bien. Era como si la piel estuviera tirante e impidiera la flexión.
Mientras esperaba el café, observé el perfil de James y me puse a especular mientras lo ponía en relación con Pinkie Ritter y Alfie Toth. Como patrullero de carreteras, estaba al margen de los movimientos de la comisaría del sheriff, pero podía haber explotado su amistad con los agentes para recabar información sobre la investigación por homicidio. Además, había sido el primero en salir a escena la noche de la muerte de Tom, por lo que había tenido la ocasión perfecta para apoderarse de la libreta del difunto. Todavía jugaba con la posibilidad de que se hubiera inventado a la mujer ambulante, aunque no tenía claros sus motivos. No había sido Colleen. Esta me había dicho que nunca había estado por la zona de Nota Lake, una afirmación que me parecía creíble. Tom habría tenido mucho que perder si lo hubieran visto con ella. Además, si hubiera estado con él en el todoterreno, no lo habría abandonado.
Los LaMott salieron del reservado poniéndose los abrigos para salir. Vicky fue a la barra para hablar con Barrett, mientras Rafer iba a la caja registradora y pagaba la cuenta. Como de costumbre, Nancy hacía dos trabajos; dejó la cafetera para recoger el billete de veinte dólares y devolver el cambio. James se levantó en aquel punto, dejando el dinero en la barra, al lado de su plato. Rafer y él cambiaron unas frases y vi que Rafer miraba hacia mí. James se puso la cazadora y salió de la cafetería sin mirar atrás. Vicky se reunió con su marido, que seguramente le dijo que saliera y lo esperase en el coche. Vicky asintió y estuvo un rato poniéndose los guantes y el gorro de punto. No sabía si me estaba ninguneando.
Cuando salió, Rafer vino hacia mí con las manos en los bolsillos del abrigo y una bufanda de cachemir alrededor del cuello. El abrigo era de un corte precioso, y de un color chocolate que iba con su piel. El hombre sabía vestirse.
—Buenos días, agente LaMott —dije.
—Rafer —corrigió—. ¿Cómo está la mano?
—Todavía pegada al brazo. —Levanté los dedos, moviéndolos como si el gesto no me doliera.
—¿Le importa si me siento?
Señalé el lugar que había frente a mí y se deslizó en el reservado. Parecía incómodo, pero su expresión era de solidaridad y sus ojos azules mostraban preocupación, no la distancia o la hostilidad que casi me esperaba.
—He mantenido una larga conversación sobre usted con unos individuos de Santa Teresa.
Sentí que el corazón me golpeaba en el pecho.
—¿En serio? ¿Con quiénes?
—Con el forense y un par de policías. Con un investigador de homicidios llamado Jonah Robb —dijo.
Apoyó el codo en la mesa y se puso a dar golpecitos con el dedo índice mientras miraba hacia el otro extremo del local.
—Ya. Para saber qué hay de cierto en lo que cuentan sobre mí.
Me miró a los ojos.
—Es verdad. También he de decirle que la comisaría del sheriff no tiene absolutamente nada contra usted, pero he oído rumores que no me gustan y estoy preocupado.
—Yo tampoco me siento muy cómoda, pero no veo la forma de impedirlo. Responder a los rumores sólo hace que una parezca culpable y a la defensiva. Lo sé porque lo intenté y no me llevó a ninguna parte.
Se agitó con nerviosismo. Cambió de postura hasta ponerse enfrente de mí y cruzó las manos encima de la mesa. Bajó la voz.
—Escuche, estoy al tanto de sus sospechas. ¿Por qué no me cuenta lo que tiene? Yo haré lo que pueda para ayudarla.
—Genial —dije, preguntándome por qué no parecía más sincera y entusiasmada. Lo pensé brevemente y sentí un escalofrío de inquietud—. Le diré lo que me preocupa en este momento. Un policía de paisano, o alguien que se hacía pasar por tal, apareció en un hotel de mala muerte de Santa Teresa con una orden de detención contra Toth. La comisaría del sheriff de Santa Teresa no tiene constancia de ninguna orden de esas características, así que el documento era probablemente falso, pero no puedo comprobarlo porque no tengo acceso al ordenador.
—Puedo encargarme de eso —dijo suavemente—. ¿Qué más?
Sin darme cuenta, me puse a buscar las palabras con cuidado.
—Creo que el poli también era falso. Podría haber sido poli, pero creo que representó mal el papel.
—¿Qué nombre dio?
—Lo pregunté, pero el empleado con el que hablé no estaba de servicio aquel día y asegura que su compañero no se acordaba del nombre.
—Y piensa que fue alguien de nuestro departamento —dijo, afirmándolo, no preguntándolo.
—Posiblemente.
—¿En qué se basa?
—Bueno, ¿no le parece que hay demasiadas coincidencias en la cronología de los hechos?
—¿Cómo es eso?
—Tom quería hablar con Toth por el asunto de la muerte de Pinkie Ritter. El otro tipo llegó antes y nunca más se supo del bueno de Alfie. Tom empezó a estar alicaído a mediados de enero, cuando apareció el cadáver de Toth, ¿verdad?
—Eso dice Selma. —Rafer parecía retraído y había empezado a dar golpecitos rápidos con la punta del dedo índice. Quizá me estaba mandando un mensaje en morse.
—¿No cabe la posibilidad de que fuera esto lo que preocupaba a Tom? Quiero decir, ¿qué otra cosa podía ser?
—Tom fue un profesional consumado durante treinta y cinco años. Era un investigador que, cuando trabajaba en un homicidio, yo habría dicho que sí, que se preocupaba por el caso, pero no creo que lo tuviera en vela toda la noche, mordiéndose las uñas. Por supuesto que pensaba en su trabajo, pero no fue el motivo del ataque al corazón. La idea es absurda.
—Si estaba sometido a una gran tensión, ¿no pudo haber sido esto un factor que contribuyera al ataque?
—¿Y por qué la muerte de Toth tenía que producirle tensiones de ninguna clase? Era su trabajo. Por lo que sé, ni siquiera llegó a conocerlo.
—Se sentía responsable.
—¿De qué?
—De su muerte. Tom creía que alguien había tenido acceso a su cuaderno de notas, en el que había apuntado la dirección provisional de Toth y el teléfono del Gramercy.
—¿Cómo sabe lo que Tom creía?
—Porque se lo confió a otro agente del sheriff.
—Colleen Sellers.
—Sí.
—¿Y Tom le dijo eso?
—Bueno, no de un modo explícito. Pero es la forma en que el asesino podría haber encontrado a Toth y matarlo —dije.
—Todavía no ha dicho usted por qué sospecha de alguien de nuestra comisaría.
—Ampliaré el espectro. Digamos que es alguien que pertenece a las fuerzas del orden.
—Está dando palos de ciego.
—¿Quién más tenía acceso a sus notas?
—Todo el mundo —dijo—. Su mujer, su hijo Brant. La casa estaba abierta casi siempre. A esto hay que sumar la mujer de la limpieza, el jardinero, el vecino de al lado, el tipo de enfrente. Ninguno tiene que ver con las fuerzas de seguridad, pero cualquiera pudo abrir la puerta y entrar. ¿Y por qué está tan segura de que no fue nadie de Santa Teresa? La filtración pudo producirse en el otro lado.
Lo miré fijamente.
—Tiene razón —dije.
Dejó de tamborilear y su actitud se suavizó.
—¿Por qué no se queda al margen y deja que nosotros nos ocupemos de esto?
—¿De qué?
—No hemos estado totalmente ociosos. Seguimos una pista.
—Me alegro de saberlo. Ya era hora. Detesto pensar que soy la única que está aquí al pie el cañón.
—Déjese de sarcasmos y no empuje. No es su trabajo.
—¿Está diciendo que tienen una pista del asesino de Alfie?
—Estoy diciendo que sería un acto de inteligencia por su parte si se fuera a su casa y nos dejara al frente de esto.
—¿Y qué pasa con Selma?
—Ella sabe mejor que nadie que no debe interferir en una investigación oficial. Y usted también.
Probé la táctica de Selma.
—No hay leyes que prohíban hacer preguntas.
—Según a quién se pregunte. —Miró el reloj—. Vicky está en el coche y llegamos tarde a la iglesia —dijo. Se levantó y se puso el abrigo, sacando los guantes de piel de un bolsillo. Lo vi calzárselos y pensé, inexplicablemente, en la mañana en que había entrado en la sala de urgencias; recién duchado y afeitado, vestido impecablemente y despierto del todo. Me miró—. ¿Le han contado algo de historia local?
—Sí; Cecilia.
Siguió hablando como si yo no hubiera dicho nada.
—Un puñado de presidiarios ingleses fueron enviados a las colonias. Eran delincuentes empedernidos, materialmente marcados por su infame conducta.
—La «nota» de Nota Lake —remaché.
—Exacto. Los peores vinieron hacia el oeste y se instalaron en estas montañas. Ahora trata usted con sus descendientes. Tiene que mirar dónde pone los pies.
Me reí con nerviosismo.
—¿Qué es esto, una película del oeste? ¿Me está advirtiendo que me vaya? ¿Tengo que estar fuera del pueblo al atardecer?
—No es una advertencia, sino una sugerencia. Por su propio bien —dijo.
Lo vi salir de la cafetería y me di cuenta de lo seca que tenía la boca. Tenía esa sensación típica del primer día de escuela, un temor de baja frecuencia que hacía el mismo efecto que un inhibidor del hambre. No me apetecía desayunar. El local se había despejado. La pareja de la ventana se disponía a irse. Los vi pagar la cuenta; Barrett se encargó de cobrarles mientras Nancy venía a toda prisa con una cafetera y el menú, deshecha en disculpas. Me tendió la cartulina.
—Perdona que haya tardado tanto, pero estaba preparando otra cafetera y vi que Rafer y tú estabais contándoos confidencias —dijo. Me sirvió café caliente—. ¿Sabes ya lo que quieres comer? No es que quiera meterte prisa. Tómate el tiempo que quieras. Es sólo que no quiero hacerte esperar; has sido muy paciente.
—No tengo hambre —dije—. Lo mejor será que vaya a la barra y así podremos hablar.
—Pues claro.
Recogí la taza y alargué la mano hacia el cubierto.
—Ya lo llevo yo —dijo. Recogió la carta y el plato, se dirigió hacia la barra y me buscó un sitio entre la plancha y la caja registradora. Barrett limpiaba la plancha con una rasqueta, empujando hasta el borde la grasa del beicon, las migas de las empanadas y los pegotes de salchicha. Nancy enjuagó un trapo, lo retorció para exprimirlo y limpió el mostrador con él.
—Alice dice que andas preguntando por Pinkie Ritter.
—¿Lo recuerdas?
—Todas las mujeres de Nota Lake lo recuerdan —dijo con acritud.
—¿Alguna vez te molestó?
—¿A qué te refieres, a proposiciones sexuales indeseadas? Me acosó una noche al salir del trabajo. Esperó en el aparcamiento y me agarró por el cuello cuando ya estaba subiendo al coche. Le di tal patada que el culo se le subió a los omóplatos y allí acabó todo. Lo habían condenado dos veces por violación, y eso fue sólo las veces que lo atraparon.
—¿Lo denunciaste?
—¿Para qué? Sé cuidar de mí misma. ¿Qué iba a hacer la ley, ir después a darle una palmada en la mano?
Barrett se había acercado al pequeño fregadero que había al otro lado del mostrador, delante de nosotras, y se puso a enjuagar platos y a ponerlos en el escurridor del lavavajillas industrial que supuse que estaba en la parte trasera. Tenía los ojos luminosos de su padre y no disimuló que estaba escuchando lo que decía Nancy y sacándole jugo a la situación.
La señalé con el dedo.
—¿Fue detrás de ti alguna vez?
—No. Imposible —dijo, ruborizándose—. Yo estaba entonces en la franja del estupro, apenas tenía dieciocho años. No quiso complicarse la vida conmigo.
Me volví a Nancy.
—¿Y otras mujeres? ¿Alguna en especial? ¿Earlene o Phyllis?
Nancy negó con la cabeza.
—Que yo supiera, no, pero eso no quiere decir que no lo intentara. Un tipo así va detrás de cualquiera que parezca débil.
—¿Podría preguntaros sobre otro tema?
—Claro.
—La noche que murió Tom Newquist, estuvo aquí antes, ¿verdad?
—Sí. Vino alrededor de las nueve. Pidió una hamburguesa con queso y patatas fritas, se sentó y se puso a fumar, como si estuviera matando el tiempo. De vez en cuando miraba el reloj. Yo no sabía qué estaba pasando. Nunca venía a esas horas. Supuse que estaba esperando a una, pero no apareció.
—¿Por qué dices «una»? ¿No podía haber sido un hombre?
Nancy pareció sorprendida.
—Ni siquiera lo pensé. Me limité a darlo por sentado.
—¿Mencionó algún nombre?
—No.
—¿Utilizó el teléfono?
Negó con la cabeza, no muy segura, y luego se volvió hacia Barrett con expresión interrogante.
—¿Recuerdas si Tom Newquist utilizó el teléfono aquella noche?
—Yo no lo vi.
Volví a dirigirme a Barrett.
—¿Tuviste la impresión de que esperaba a alguien?
Barrett se encogió de hombros.
—Supongo.
Nancy habló de nuevo.
—¿Sabes qué creo? Estaba recién afeitado. Recuerdo haberme fijado en su colonia o su loción. Iba elegante, como si se hubiera puesto la mejor ropa que tenía. No lo habría hecho si hubiera esperado a un hombre.
—¿Estás de acuerdo? —pregunté a Barrett.
—Sí que iba arreglado, ahora que lo dices —dijo—. Yo también lo noté.
—¿Parecía inquieto o molesto, como si le hubieran dado plantón?
—Ninguna de las dos cosas —dijo Nancy—. A las nueve y media se levantó, pagó lo que debía y se fue con el todoterreno. No volví a verlo. Me tocaba cerrar aquella noche, así que no salí del local. ¿Tú lo viste fuera?
—¿En el aparcamiento? No.
—Tendrías que haberlo visto. Saliste poco después que él.
Barrett lo pensó, frunciendo el entrecejo ligeramente antes de negar con la cabeza.
—Quizá tenía el vehículo en la parte de atrás.
—¿Dónde habías aparcado tú aquella noche? —pregunté.
—En ningún sitio. No tenía coche. Pasó a recogerme mi padre.
—Vive por allí, en la otra parte de este sector, pero sus padres no quieren que salga sola de noche. Son muy protectores, sobre todo su padre.
Barrett sonrió y su piel oscura se tiñó con el rosa de la vergüenza.
—Podía haber sido hija de un predicador. Eso sería peor todavía.
Seguimos charlando un rato. El lugar empezó a llenarse de personas que volvían de las iglesias y yo ya no tenía nada que hacer allí. Tampoco quería más enfrentamientos con ciudadanos iracundos. Me puse la cazadora y me fui al coche. Como la plaza que había encontrado estaba en la parte de atrás, no creí que fuera visible para los coches que pasaban. No tenía fuerzas para volver al pueblo en aquellos instantes. No soportaba la idea de ponerme a pasear sola, arriesgándome a que me trataran con rudeza y desprecio por culpa de los rumores que corrían. Los de la cafetería se habían portado bien, así que tal vez fueran sólo los empleados de las gasolineras los que habían emitido el voto de desconfianza.
Vi a Macon Newquist salir de la autopista y entrar en el aparcamiento con una furgoneta. Llevaba un traje que le quedaba tan artificial como un disfraz de conejo. Sabía que si me veía, trataría de sonsacarme información. Me di la vuelta y busqué el maletín como si estuviera muy ocupada. Además de las notas sobre el caso, había metido los fajos de fichas. Esperé a que entrara en la cafetería para bajar del coche. Empuñé el maletín y me alejé por el arcén hacia Nota Lake Cabins.
El rojo letrero exterior de HABITACIONES LIBRES estaba encendido. El vestíbulo no estaba cerrado con llave y había un reloj plano de plástico colgado en el pomo, con las agujas señalando las once y media. El rótulo decía: VUELVO ENSEGUIDA. Entré y fui hasta la puerta partida que daba a la vacía recepción.
—¿Cecilia? ¿Está ahí?
No hubo respuesta.
Me tentó, como siempre, la vista de los seductores cajones del escritorio. El fichero giratorio y los archivadores pedían a gritos que los registraran, pero no se me ocurría para qué. Me senté en la silla tapizada y abrí un fajo de fichas. Me puse a leer las notas y a transcribir la información, a razón de un detalle por ficha, con un bolígrafo prestado. En cierto modo, era trabajar por trabajar. Me sentía productiva y eficiente, a la vez que a salvo del escrutinio público. Transcribir las notas tenía además la ventaja de distraerme de la incómoda situación en que me encontraba. Aunque la noche anterior me moría por volver a mi casa, ya no podía imaginarme huyendo con el rabo entre las piernas sólo por la velada sugerencia que había hecho Rafer sobre mi seguridad personal. Entonces, ¿qué estaba haciendo? Tratar de convencerme de que había hecho lo que había podido. El trato que había hecho conmigo misma era seguir las pistas hasta que el rastro desapareciese. Si llegaba a un punto muerto, volvería a casa con la conciencia tranquila. Mientras tanto, había un trabajo que hacer y estaba empeñada en terminarlo. Sí, cobardica, sí, me dije.
Repasé fajo y medio de fichas sin que se produjera ninguna revelación asombrosa. Las barajé dos veces y las coloqué como si hiciera un solitario, repasando fila tras fila en busca de detalles reveladores. Por ejemplo, me fijé en que Cecilia me había dicho que, la noche que Tom murió, había llegado a casa alrededor de las diez. Dijo que había visto la ambulancia, pero ignoraba que la habían llamado por su hermano. ¿Podía haber visto a la mujer que iba andando por la carretera? Se me ocurrió que la mujer podía haberse alojado en Nota Lake Cabins, en cuyo caso el paseo no tendría nada que ver con Tom. Valía la pena preguntar aunque sólo fuera para descartar aquel asunto.