Cuando salí de casa de Margaret eran cerca de las nueve y media. Abrí el VW y me deslicé en el asiento, introduciendo la llave de contacto. Un coche se aproximaba y cuando pasó por mi lado pude ver que era Macon al volante de un coche patrulla. Incluso a través del cristal de la ventanilla vi que iba más abrigado que yo. Yo llevaba la cazadora de aviador, pero no guantes, bufanda ni gorro. Bajé la ventanilla. Su coche redujo la velocidad y los crujidos de la radio llenaron el aire. La temperatura había descendido. Me soplé los dedos y giré la llave de contacto, poniendo en marcha el VW para calentar el motor. Puse la calefacción, que en un VW consiste en mover una palanca.
—¿Qué ocurre?
—Estoy de guardia esta noche, así que pensé que podría seguirla hasta su casa. He hablado con Selma hace un rato y me ha dicho lo que sucedía. Me alegro de que haya vuelto. Estaba preocupada pensando que había abandonado usted el barco.
—Créame, estuve a punto de hacerlo. Preferiría estar en mi casa —dije.
—Recuerdo el asunto de Pinkie Ritter. Un mal bicho. ¿Le aclaró Margaret alguna cosa?
—Lo que esperaba —dije, eludiendo el tema—. Voy a Tiny’s. Dice que su padre quiso ligar con una de las camareras, así que voy a ver qué me cuenta. Quizá no sea nada, pero podría caer algo de información. Tal vez un marido o un novio celoso con ganas de desquitarse. ¿Tiene alguna sugerencia?
—No en este momento. Parece que lo está usted haciendo muy bien —dijo Macon, aunque no parecía convencido—. ¿Por qué no me deja preguntar por ahí, a ver si sale algo? Cuanta menos gente sepa lo que usted busca, mejor será.
—Pienso lo mismo. Bueno, será mejor que me ponga en camino antes de congelarme.
Macon miró su reloj.
—¿Cuánto tiempo estará allí?
—No mucho. Treinta minutos a lo sumo. Ni siquiera estoy segura de que Alice trabaje los sábados. Sólo es una suposición.
—¿No quiere que la siga hasta el aparcamiento? Puedo volver al cabo de media hora y escoltarla hasta la casa de Selma. Si Alice no está, tómese una Coca-Cola o lo que sea, hasta que yo llegue.
—Se lo agradezco mucho.
Subí la ventanilla y puse el coche en marcha. Macon arrancó antes y esperó a que diera la vuelta. Con los muchachos engolfados en su partida de póquer, me sentía más segura que nunca.
El aparcamiento de Tiny’s estaba abarrotado de coches, caravanas y furgonetas con canoas. Aparqué el VW en un pequeño espacio que había al final de la primera fila. Macon esperó y me vio cruzar dos pasillos y los sombríos espacios que había entre los vehículos. Cuando llegué a la puerta trasera, me di la vuelta y lo saludé; arrancó y tocó el claxon. Miré el reloj. Las diez y cinco. Tenía hasta las diez y media; tiempo suficiente.
El sábado por la noche en Tiny’s tenía tela; dos bandas en vivo turnándose, baile en batería, concursos, gritos, alaridos y mucho pataleo de botas en la pista de madera. Había seis camareras que no dejaban de desfilar entre la barra y las mesas abarrotadas. Localicé a Alice y su llamativo pelo naranja mientras se alejaba de la barra con lentitud y me abrí camino entre los espasmódicos clientes que acordonaban el recinto de tres en fondo. Tuve que gritar para que me oyera. Captó el mensaje y señaló el lavabo de señoras. La vi servir una espumeante jarra de cerveza y seis chupitos de tequila, y luego recoger un puñado de billetes que dobló y se metió en el escote. Vino hacia donde yo estaba apuntando pedidos por el camino. Entramos en el lavabo, que estaba vacío, y cerramos la puerta. El silencio fue digno de nota, pues se redujo más de la mitad del ruido.
—Perdona que te moleste —dije.
—¿Bromeas? Estoy emocionada. Esto es el infierno en la tierra. Todos los fines de semana son iguales y las propinas son una mierda. —Abrió la puerta del primer escusado y entró. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del delantal—. Vigila si viene alguien, ¿quieres? No me está permitido fumar un cigarrillo tranquila, pero no puedo evitarlo. —Sacó uno y lo encendió en el acto. Dio una profunda chupada, con un gemido de placer y alivio—. Señor, qué bueno es esto. ¿Qué haces aquí? Pensaba que te habías ido a tu ciudad.
—Me fui. Pero he vuelto.
—Ha sido rápido.
—Sí, bueno, sé mucho más de lo que sabía hace dos días.
—Estupendo. Así te respetarán más. He oído que estás investigando un asesinato. El padre de Margaret Brine, según dicen.
—Es un poco más complicado, pero por ahí va la cosa. En realidad vengo de su casa; le he preguntado por la última visita que le hizo su padre.
Alice dio un bufido.
—Menudo cabrón era ese. No dejaba de abordarme, el sátiro desgraciado. Lo puse en su sitio, pero era difícil librarse de él.
—¿A quién más abordaba? ¿Alguien en particular? Margaret dice que estaba más caliente que una estufa…
Alice levantó la mano.
—¿Puedo interrumpirte un momento? Hay algo que debería mencionar antes de que sigas.
Vacilé, alertada por su tono de voz.
—Claro.
Alice miró la brasa del cigarrillo.
—No sé cómo decirlo, pero los del pueblo parecen preocupados por ti.
—¿Por qué? ¿Qué mal he hecho?
—Eso es lo que todo el mundo se pregunta. Hay rumores de que estás metida en drogas.
—¡No lo estoy! Qué ridiculez. Eso es absurdo —dije.
—También dicen que disparaste a un par de tipos a sangre fría hace algún tiempo.
—¿Yo? —dije, riéndome de puro asombro—. ¿Dónde has oído eso?
—¿Nunca has matado a nadie?
Mi sonrisa se desvaneció.
—Bueno, sí, pero fue en defensa propia. Eran asesinos, me perseguían…
Alice me interrumpió.
—Mira, no me han contado los detalles y además me importa un comino. Yo quiero creerte, pero los del pueblo son más intransigentes. No nos gusta que venga nadie creando problemas. Sabemos cuidar de nosotros mismos.
—Alice, te lo prometo. Nunca he disparado contra nadie sin que mediara provocación. La idea es repugnante. Te lo juro. ¿De dónde ha salido el rumor?
—No sé. Lo oí por casualidad, mientras estaba junto a dos tipos que hablaban.
—¿Esta noche?
—Y ayer también. Fue poco después de que te fueras. Supongo que alguien investigó y dio con los hechos.
—¿Hechos?
—Sí. Uno de los tipos que mataste estaba escondido en un contenedor de basura…
—Mentira podrida. No estaba escondido él. Estaba escondida yo.
—Bueno, a lo mejor es eso lo que oí. Estabas agazapada y a la espera, y alguien comentó que era una cobardía. Dicen que el hecho más reciente es de hace tres años. Salió en la prensa de Santa Teresa. Alguien vio el artículo.
—Eso no me lo creo. ¿Qué artículo?
Alice dio una chupada al cigarrillo y me miró con escepticismo.
—¿No estuviste metida en un tiroteo en un bufete de abogados?
—El tipo quería matarme. Acabo de decírtelo. Habla con la policía si no me crees.
—Mujer, no te sientas atacada. Te lo estoy diciendo para hacerte un favor. Yo habría hecho lo mismo si hubiera estado en tu lugar, pero esto es tierra de gañanes. La gente de aquí cierra filas. Lo que te digo es que vayas con pies de plomo.
—Alguien trata de desacreditarme. Eso es lo que pasa —dije con acaloramiento.
—Oye, que yo no. Me importa un rábano. Puedes cargarte a quien quieras. Yo hay veces en que lo haría aunque sólo tuviera media oportunidad —dijo—. El caso es que la gente se está hartando. Pensé que debería advertirte antes de que vayas demasiado lejos.
—Gracias. Ojalá pudieras decirme de dónde ha salido el rumor.
Alice se encogió de hombros.
—Así funcionan las cosas en los pueblos.
—Si recuerdas dónde se originó, ¿me lo dirás?
—Claro. Mientras, si yo fuera tú, evitaría cruzarme con la poli.
Sentí un pinchazo de ansiedad, como un carámbano que me atravesara el pecho.
—¿Por qué dices eso?
—Elemental; Tom era policía. Todos están locos. —Alice arrojó a la taza el cigarrillo encendido, escupió, tiró de la cadena y dio manotazos en el aire, como si pudiera eliminar el humo de aquel modo—. ¿Quieres preguntar algo más?
Negué con la cabeza; no confiaba en mi voz.
Esperé en una salida lateral con las manos en los bolsillos, aunque el frío que sentía se me generaba por dentro. Traté de pensar en otras cosas para defenderme de una inquietud cada vez mayor. Quizá por eso era Macon tan protector de repente.
El cielo nocturno estaba encapotado y en vez de aire transparente había una bruma que empezaba a elevarse del suelo del oscuro aparcamiento. Dos parejas salieron juntas. Una de las mujeres estaba borracha perdida y se reía a carcajadas mientras daba traspiés en el asfalto helado. El hombre la llevaba sujeta por los hombros y ella se apoyaba en él. La mujer se detuvo, levantó la mano como si fuera un policía de tráfico y se dio la vuelta para vomitar. La otra mujer dio un salto hacia atrás con un grito de queja. La indispuesta esperó apoyada un coche aparcado hasta que terminó y pudo seguir andando.
Los cuatro llegaron al vehículo y se apelotonaron dentro, aunque la mareada se sentó de lado y tuvo la cabeza asomada por la ventanilla durante cinco minutos largos, hasta que finalmente estuvieron en condiciones de partir. Inspeccioné las desiertas filas de coches, escrutando la oscuridad. La música del bar se había reducido a una serie de estampidos apagados y repetitivos. Vi un destello y llegó un coche. Di un paso atrás y me metí entre las sombras hasta que estuve segura de que era Macon con el coche patrulla. Se detuvo a mi lado y se quedó allí con el motor en marcha. Me adelanté y rodeé la proa del coche hasta la ventanilla del conductor. Bajó el cristal mientras me aproximaba.
—¿Cómo ha ido? —preguntó. Oí los crujidos de la radio del coche, el funcionario de guardia que seguramente hablaba con alguien. Bajó el volumen.
Puse una mano en la puerta.
—Alice me ha dicho que corre el rumor de que soy una especie de linchadora drogadicta.
Miró a otro lado. Se removió con nerviosismo, dando golpecitos en el volante con la mano enguantada.
—No se preocupe por los chismes. Todo el mundo habla en este pueblo.
—Entonces ¿usted también lo había oído?
—Nadie hace caso de esas tonterías.
—No es cierto. Alguien se tomó la molestia de investigar mi vida.
—¿Y qué consiguió? Todo son patrañas. No creo nada en absoluto. —Aquello quería decir que había oído las mismas anécdotas que los demás—. Es mejor que la acompañe a casa. Tengo que comprobar un aviso.
Subí a mi coche y me siguió hasta el sendero del garaje de la casa de Selma, dejando el motor en punto muerto mientras yo cruzaba el césped.
Selma había dejado la luz del porche encendida y la llave giró fácilmente en la cerradura. Me despedí desde la puerta con la mano y Macon se fue. Me quité los zapatos mojados y los llevé por el pasillo hasta la habitación de los huéspedes. La casa estaba tranquila; ni siquiera se oía el murmullo de un televisor que sugiriese que Selma estaba despierta.
Me colé en mi habitación y cerré la puerta. Selma había encendido una lámpara de mesa y la habitación estaba bañada en una preciosa luz rosa. En la mesita me había dejado un plato con galletas caseras de chocolate, envueltas en plástico. Me comí dos, saboreando la mantequilla y la vainilla. Engullí otras dos, por educación, antes de quitarme la cazadora. Al parecer, Selma no tenía la costumbre de apagar la calefacción por la noche y la habitación olía a cerrado. Fui a la ventana, corrí las cortinas y levanté la guillotina. Un aire helado se coló por el hueco dejado por el módulo aislante, que todavía estaba sobre los arbustos que había un metro más abajo.
Observé el sector de calle que alcanzaba a ver. Un coche pasó lentamente y me eché hacia atrás, preguntándome si los ocupantes me habrían visto. Detestaba estar en Nota Lake. Detestaba ser una extraña, el blanco de cotilleos locales que deformaban mis actos. Detestaba mis propios recelos. La idea del uniforme empezaba a hacerme babear como un perro sometido a una curiosa forma de condicionamiento pavloviano. Si la placa y la porra habían sido antaño símbolos de seguridad personal, ahora, al imaginármelos, sentía calambres, como si me dieran descargas eléctricas. Si tenía razón y el tipo estaba relacionado con las fuerzas del orden, entonces él era la autoridad, ¿y qué era yo? Una pobre y desgraciada detective con un sentido puritano de la justicia. Para que hablen de incompatibilidades.
¿Por qué no podía, sencillamente, subir a mi coche y salir pitando hacia Santa Teresa? Necesitaba estar en un lugar en el que la gente se preocupara por mí. El deseo fue muy fuerte durante unos momentos. Si me iba antes de una hora, podría estar en Santa Teresa a las cuatro de la madrugada. Imaginé mi confortable cama de cajones, con su edredón blanco y azul, y las estrellas visibles a través de la claraboya de plexiglás. Seguro que el cielo estaría despejado y el aire olería al océano que rugía muy cerca de allí. Imaginé la mañana. Henry prepararía rosquillas de canela y desayunaríamos juntos. Más tarde quizá lo ayudara y nos arrodillaríamos ante los bancales de flores, y las blancas plantas de sus pies me parecerían moldeadas en escayola. Me aparté de la ventana para deshacer el conjuro. El camino que lleva a casa atraviesa el bosque, me dije.
Al cabo de unos minutos me desnudé y me puse la camiseta que utilizaba de camisón. Normalmente duermo desnuda, pero en casas ajenas conviene estar preparada por si hay un incendio. Me lavé la cara y me cepillé los dientes con las dificultades de siempre. Volví al dormitorio y me puse a dar vueltas. Los estantes estaban llenos de chucherías. No había ni siquiera una revista y esta vez me había olvidado de llevar libros. Estaba demasiado nerviosa para dormir. Saqué la carpeta del petate, me metí en la cama y orienté la lamparilla para repasar las notas que había mecanografiado. Lo único que me llamó la atención fue el informe de James Tennyson sobre la mujer que iba andando por la carretera la noche que murió Tom. Según su versión, iba en dirección contraria al todoterreno y se desvió para meterse entre los árboles cuando vio el coche patrulla. ¿Y si Tennyson me había mentido? ¿Se había inventado a la mujer para confundirme? No me había parecido que jugara sucio, pero el detalle tenía su miga, ya que sugería que Tom había estado en compañía de aquella mujer cuando le dio el ataque al corazón. Me pregunté qué clase de mujer habría huido, dejando a Tom a las puertas de la muerte. Quizás una mujer que no podía permitir que la vieran con él. Sabiendo lo que sabía de Tom, no creía que se tratara de una aventura, así que si aquella mujer existía, ¿por qué ocultarla? Sabía que Tom había estado en el Café Arcoiris a una hora inusual.
Lo más interesante era que James me había hablado de aquella supuesta mujer como un apéndice a sus comentarios principales. Tiendo a sospechar de las reconstrucciones. Los informes de los testigos son de muy poca confianza. La historia cambia cada vez que se cuenta, modificada por todos los que la van oyendo; se desarrolla, se adorna, hasta que la versión definitiva es una retorcida variante de la verdad. La memoria es muy capaz de gastar bromas. Las emociones oscurecen las imágenes, que salen a la luz más tarde, cuando la película mental se rebobina. Del mismo modo, la gente a veces jura haber visto cosas que no existían en absoluto. Por segunda vez me pregunté si Tom habría ido al Café Arcoiris a encontrarse con alguien. Ya se lo había preguntado a Nancy; a lo mejor había llegado el momento de presionarla.
Dejé las notas a un lado y apagué la luz. El colchón era blando y parecía inclinarse. Las sábanas tenían un acabado como de raso, me resultaban resbaladizas y eran un mal punto de apoyo para contrarrestar mi tendencia a caer hacia el costado. El edredón era esponjoso, relleno de pluma. Me quedé inmóvil, drogada por el calor de mi propio cuerpo. Como prueba de mi constitución, me quedé dormida en el acto.
Me despertó el lejano timbre del teléfono de la cocina. Pensé que se pondría en marcha el contestador automático, pero al octavo timbrazo aparté las frazadas y troté por el pasillo en bragas y camiseta. No había el menor rastro de Selma y el contestador estaba apagado. Descolgué.
—Casa de los Newquist.
Alguien respiró en mi oído y colgó.
Colgué yo también y me quedé allí un momento. Las personas que se equivocan de número, acostumbran a marcarlo otra vez, convencidas de que el error es nuestro por no ser quienes ellas quieren. El silencio continuó. Volví a conectar el contestador automático y luego miré el calendario de citas de Selma, que estaba pegado en la puerta del frigorífico. No había nada escrito, pero era domingo y recordé que había mencionado que iría a visitar a un primo, que vivía en Big Pine, detrás de la iglesia. El escurreplatos estaba vacío. Abrí el lavavajillas y vi que había desayunado, y luego enjuagado y dejado el plato y la taza de café en la máquina, que por lo demás estaba vacía. Las paredes interiores del lavavajillas exudaban restos de calor y supuse que había lavado una tanda de artículos nada más levantarse por la mañana, antes de irse. La cafetera estaba encendida. El recipiente de cristal contenía café para cuatro tazas y olía como si llevara reposando mucho tiempo. Me serví una taza y le eché la leche que hizo falta para eliminar el sabor a recalentado.
Volví al cuarto de los huéspedes, me cepillé los dientes, me duché y me vestí, sorbiendo café mientras me abrochaba el pantalón. No me ilusionaba pasar otro día en aquel pueblo, pero lo único que podía hacer era terminar el trabajo. Como buena invitada, hice la cama, me comí para fortalecerme las tres galletas que quedaban, llevé a la cocina la taza y el plato, los metí en el lavavajillas, siguiendo el edificante ejemplo de Selma. Recogí la cazadora de aviador y el bolso, cerré la puerta y fui en busca del coche. Phyllis entraba por el camino de su casa, dos viviendas más allá. La saludé con la mano, convencida de que me había visto, pero mantuvo la mirada fija, la sonrisa se me congeló en los labios y yo me sentí una tonta. Entré en el coche y me esforcé por concentrarme en la faena. El indicador de gasolina estaba en la reserva y, como me dirigía al Arcoiris, paré a repostar antes de salir del pueblo.
Me detuve junto al surtidor manual, apagué el motor y rebusqué en el bolso hasta dar con la billetera y la tarjeta de la gasolina. Miré hacia las ventanas de la oficina y vi a dos empleados con mono, charlando al lado de la caja registradora. Se volvieron a mirar mi VW y continuaron la conversación. No había otros coches junto a los surtidores. Esperé, pero ninguno se movió para atenderme. Puse en marcha el motor y di un bocinazo. Esperé dos minutos más. Nada. Aquello era irritante. Tenía que hacer cosas y no quería pasarme el día allí, esperando por culpa de un piojoso depósito de gasolina vacío. Bajé del coche y me quedé mirando el área de servicio. Los dos empleados ya no estaban a la vista. Irritada, cerré el coche de un portazo y fui hacia la oficina, que estaba desierta.
—¿Hola? —Nada—. ¿Hay alguien para atender? —Nadie.
Volví al coche y esperé otro minuto. Quizá los dos individuos habían abandonado el trabajo por las buenas o habían sido devorados por extraterrestres escondidos en el lavabo de caballeros. Puse en marcha el motor y toqué el claxon con insistente impaciencia, aunque no me sirvió de nada. Finalmente arranqué con un ligero chirrido de ruedas, para dar constancia de mi exasperación. Me deslicé en medio del tráfico de la calle principal y recorrí seis manzanas hasta que vi otra gasolinera. Ja, ja, ja, me dije. Mejor para la competencia. No tenía tarjeta de aquella marca rival, pero podía permitirme pagar en efectivo. Llenar el depósito de un VW no cuesta tanto. Entré en la segunda gasolinera, haciendo lo mismo que la vez anterior. Apagué el motor y busqué el dinero en la billetera. Había un coche en el surtidor contiguo y el empleado estaba dejando la manguera en el surtidor. Me miró brevemente y entonces vi que su expresión se alteraba.
Dije:
—Buenos días.
Recogió la tarjeta de crédito de la otra conductora y desapareció en la oficina, volviendo al poco rato con los resguardos en una bandeja. La conductora firmó y se quedó con la copia. Hablaron un momento y la mujer arrancó. El empleado volvió a la oficina y fue la última vez que lo vi. ¿Qué estaba pasando? Me palpé a conciencia, preguntándome si me había vuelto invisible durante el sueño.
Me quedé mirando la ventana de la oficina y luego busqué otra gasolinera cercana. Dado el rodaje que tenemos en común, sabía que incluso con el indicador en cero mi VW podía recorrer varios kilómetros. Sin embargo, era reacia a malgastar la gasolina que quedaba en el depósito buscando un lugar para llenarlo. Puse en marcha el motor, arranqué y salí de aquella gasolinera para entrar en la que había a doscientos metros de distancia.
Esta vez vi un empleado en el área de servicio y fui directamente hacia él. Que enseñaran de una vez su juego, fuera el que fuese. Me estiré para bajar la ventanilla del copiloto. Y dije con amabilidad:
—Hola. ¿Está abierto?
En su cara inexpresiva destelló un asomo de inquietud. ¿Qué le ocurría a aquel hombre?
Esbocé una sonrisa, no muy sincera, pero la mejor que pude conseguir.
—¿Habla usted inglés? —pregunté, y se lo repetí en español o algo parecido.
Su sonrisa de respuesta fue lenta y malévola.
—Sí, tía, lo hablo. Ahora ¿por qué no te vas de una puta vez? No conseguirás que te atiendan en este pueblo.
—Lo siento —dije. Aparté la mirada, manteniendo una expresión neutral mientras salía de la gasolinera y torcía a la derecha, por la primera calle. Por debajo de la cazadora, el sudor de la espalda me empapaba la camisa.