18

El océano estaba blanco a causa de la niebla y el horizonte se disolvía en leche a unos cien metros de la costa. El sol, escondido tras las nubes, arrojaba una luz hiriente y casi cegadora. Los colores parecían apastelados por la bruma, que ponía un punto de frío en el aire. Por el canal meteorológico, que había mirado rápidamente antes de salir, sabía ya que habría precipitaciones intensas en la zona de California a la que me dirigía y empecé a sentir el cambio mientras recorría los primeros cuarenta kilómetros.

Tomé la autopista 126, por Santa Paula y Fillmore, hasta que llegué a la 5 y me desvié hacia la 14. Aquello era tierra de barrancos, de cerros semipelados y marrones, moteados de carrascas tan arrugadas y peludas como los elefantes. Los cables eléctricos cruzaban los pliegues del terreno y la autopista vertía sus seis carriles de hormigón sobre los desniveles y las torrenteras. Por todas partes había urbanizaciones y las cornisas de los montes estaban moteadas de casas de campo, de manera que las naturales formaciones rocosas parecían extrañamente fuera de lugar. Había indicios de nuevas construcciones en marcha, excavadoras, hormigoneras, tramos temporalmente rodeados de cercas de alambre tras las que se guardaba la maquinaria pesada mientras durasen las obras. De vez en cuando aparecía un tractor en el ancho andén que partía la autopista. El suelo era del color de la tierra seca y la hierba mustia. Había pocos árboles y no parecían muy seguros de su presencia en aquellos parajes.

Cuando pasé junto a la Base Aérea Edwards, ya en línea recta hacia el norte, el cielo estaba gris. Las nubes se unían en capas ascendentes que bloqueaban la luz del sol. La llovizna que empezó a caer parecía más un fino vapor que formase láminas en el aire. A lo lejos aparecían comunidades envueltas en niebla, chatas y pequeñas, trazadas a escuadra, como una base lunar. Cerca de la carretera veía algún que otro edificio abandonado, de sabe Dios qué década. El desierto, aunque es implacable, tolera las estructuras hechas por los hombres, que siguen allí (destartaladas, con las ventanas rotas y los tejados hundidos) mucho después de que sus habitantes hayan muerto o se hayan mudado a otra parte. Veía toda la amplitud de las llanuras barridas por la lluvia hasta el límite de las montañas silenciosas y del color del cuero. Los postes telefónicos, que se prolongaban hasta el horizonte que corría delante de mí, habrían servido como lección de perspectiva. Más allá de los montes estériles y puntiagudos, las arrugadas formaciones de granito se oscurecieron al arreciar la lluvia. Poco a poco, la carretera se introdujo entre las colinas. Las montañas que había al fondo eran imponentes. No había el menor obstáculo en su superficie pálida y sin rasgos, ni árboles, ni hierba, ni signos de que los seres humanos hubieran andado por allí. Había vegetación en los picos más altos, por donde las nubes bajas aportaban humedad suficiente para propiciar su desarrollo.

Llevaba la pistola en el petate. A los expertos en armas, como Dietz, les faltaba tiempo para burlarse de mi pequeña Davis, pero la conocía y estaba mucho más familiarizada con ella que con la Heckler & Koch que había comprado hacía poco. Con los dedos inútiles ignoraba si sería capaz de apretar el gatillo, llegado el caso, pero dadas mis aprensiones me daba cierta tranquilidad.

Mi enfado con Selma fue cediendo poco a poco. Como en todo lo demás, cuando un proceso está en curso, oponerse al destino es ir contra la razón. Lamentaba no haber tenido tiempo de ponerme en contacto con Leland Peck, el recepcionista del hotel Gramercy. Me había fiado de su compañero de trabajo y creído que no tenía nada que decir. Un buen detective habría obrado de otro modo. Debería haberme tomado la molestia de interrogarlo sobre lo que recordara del policía de paisano con la orden de detención contra Toth.

Mientras tanto, segura con mi ignorancia de los acontecimientos que me aguardaban, pensaba circunstancialmente en la noche que tenía por delante. De verdad que detesto hospedarme en casa ajena. La cama rara vez me gusta. Las mantas suelen escasear. Las almohadas son delgadas o están hechas de un caucho duro que huele a pelota de baloncesto medio deshinchada. El agua del inodoro sale mal, o la cadena está estropeada, o el papel higiénico se ha acabado y hay que abrir todos los armarios buscando los rollos de reserva, que siempre están astutamente escondidos. Y lo peor de todo: que hay que «estar bien» a todas horas. No quiero a nadie enfrente cuando estoy desayunando. No quiero compartir el periódico ni hablar con nadie al final del día. Si estuviera interesada por toda esta mierda, me habría casado otra vez y habría puesto fin de modo permanente a toda mi paz y tranquilidad.

Cuando llegué a Nota Lake, a las siete menos cuarto, la noche había caído y el tiempo era realmente asqueroso. La lluvia había arreciado hasta convertirse en molesta aguanieve. Los limpiaparabrisas no paraban, acumulando copos en un arco que casi abarcaba el cristal. Imaginaba que los habitantes de Nota Lake, como todos los que viven en climas fríos, conocían estrategias para enfrentarse al mudable carácter de la nieve. Por mi limitada experiencia, yo habría dicho que la lluvia que se congela es muy peligrosa, pues deja la carretera tan resbaladiza como una pista de patinaje. El vehículo me patinaba a veces hacia los lados y entonces tenía que reducir la velocidad e ir a paso de tortuga. La seca hierba del arcén estaba rígida y cubierta de copos que parecían plumas. Selma me había convencido de que cenara con ella. Soy fácilmente influenciable en asuntos de comida, condicionada como he estado en los últimos años por las imposiciones culinarias de Rosie. Cuando una mujer de voz un poco autoritaria me da órdenes, hago lo que me dice y me siento prácticamente incapaz de oponerme.

Aparqué delante de la casa de Selma, recogí el petate y corrí hasta el porche con la cabeza agachada y los hombros encogidos, como para evitar la lluvia que oscilaba con el viento y la nieve que quemaba. Llamé educadamente, apoyándome ora en un pie, ora en otro, hasta que abrió la puerta. Cambiamos los saludos de costumbre mientras entraba en el recibidor y me secaba los pies en un felpudo deshilachado. Me quité la cazadora de aviador y los zapatos, temerosa de manchar la impecable moqueta. La casa estaba caliente como un horno y llena del humo de tabaco que quedaba estancado en las habitaciones herméticamente cerradas. Me estremecí de alivio al pensar que estaba a salvo del frío. Fui detrás de Selma, que me enseñó la habitación de los huéspedes.

—Tómate el tiempo que necesites para instalarte y ponerte cómoda. Despejaré parte del armario y vaciaré un cajón para que metas tus cosas. Estaré en la cocina ultimando los detalles de la cena. Ya conoces la casa, pero no dudes en darme un grito si necesitas algo.

—Gracias.

Ya con la puerta cerrada, revisé la habitación con desánimo. La alfombra, un harapo de algodón de pelo corto, era de color rosa subido. Había una cama con dosel y un esponjoso y acolchado edredón de cretona de cuadros rosados y blancos. De la misma tela eran los faldones del edredón y las fundas de las almohadas. Al pie de una ventana, en el asiento, había seis ositos de trapo. El papel de la pared era un estampado de franjas rosadas y blancas con una cenefa de flores en la parte superior. Vi un tocador pasado de moda, con taburete acolchado y faldones con volantes rosados y blancos. Todo estaba rematado por dobladillos blancos demasiado grandes. El cuarto de baño era una prolongación de aquel asfixiante tema decorativo, incluso había una coquetona bolsa de punto para el otro rollo de papel higiénico. La habitación olía a cerrado y el calor parecía más intenso allí que en el resto de la casa. Tenía tanta necesidad de aire fresco que ya estaba jadeando.

Fui hasta la ventana, como una ladrona furtiva tratando de escapar. Conseguí levantar la guillotina unos centímetros y entonces vi ante mis ojos un módulo aislante de cristal doble, construido en serio. Corrí los pestillos hasta que los aflojé todos. Empujé los cristales y de repente el módulo se salió del marco y cayó entre los arbustos. Jope. Saqué la cabeza y dejé que la bendita nieve me rozase la cara. La ventana aislante había aterrizado más allá de mi alcance, así que la dejé donde estaba, descansando entre los enebros. Bajé la guillotina y corrí las cortinas de volantes para que no se notara la ausencia de la ventana. Al menos, a la hora de irme a la cama, dormiría en una atmósfera refrigerada como es debido.

Selma me había animado a sentirme cómoda y había utilizado el consejo como pretexto para retrasar mi aparición en la cocina. Meé, me lavé las manos y me cepillé los dientes, satisfecha de ocupar mi tiempo en estas abluciones domésticas. Me miré en el espejo del baño, preguntándome si alguna vez tendría interés suficiente para afrontar el penoso proceso de depilarme las cejas. No era probable. Aún tenía la mandíbula lesionada y me detuve a admirar su matiz en constante mutación. Volví al dormitorio y le hice un rápido escaneo. Saqué la pistola del petate y la metí entre el colchón y el somier, al lado de la cabecera. Aquello no iba a engañar a nadie, pero me permitiría tener la pistola cerca. No me parecía prudente pasearme con artillería por el pueblo, sobre todo sin la autorización correspondiente. Al final no me quedó otra cosa por hacer que respirar hondo y presentarme en la cocina.

Selma parecía más moderada. Su actitud me sorprendió, dado que se había salido con la suya. Yo otra vez en Nota Lake y en su casa, que era lo último que quería.

—Me gusta la sencillez. Espero que no te importe —dijo.

—Al contrario —dije.

Apagó el cigarrillo, expulsando hacia un lado la última bocanada de humo. Esto, para un fumador, es educación. Apartamos las sillas y nos sentamos a la mesa.

Dada mi dieta habitual, una comida casera, fuera cual fuese, representaba una ocasión extraordinaria. Así pensaba al menos antes de enfrentarme a lo que había preparado. He aquí el menú: té frío con sucedáneo de leche ya servido, cuadrado de gelatina verde con macedonia de frutas y polvos de Miracle Whip, y lechuga congelada con frasquito de aderezo de color ocaso. El plato principal era un puré instantáneo de patatas con margarina y un tenaz filete de carne picada flotando en una cremosa sopa de champiñones. Mientras comía puré de patatas, mi tenedor sacó un par de grumos de copos secos. La carne picada me recordaba muchísimo algo que daban en la Penitenciaría de Perdido, donde administraban un castigo integral (y muy temido) al que todos aludían con la expresión «a carne picada». A carne picada significa que un recluso está sometido a un régimen consistente en dos filetes diarios de carne picada y dos rebanadas de pan blando y mojado, sin más agua potable que la del grifo. La carne picada, un pastel de quince centímetros y hecho de pavo, judías y otros rellenos ricos en proteínas, se sirve con algo que recibe el nombre de salsa. La ley manda que un día de cada tres se sirvan al recluso las tres comidas de rigor, y luego vuelta a la carne picada. Comparada con la versión personal de Selma, una sencilla hamburguesa con queso era un banquete de gastrónomos. Sobre todo porque sabía muy bien que a Brant no lo alimentaba de aquella manera.

Selma estuvo callada durante la cena y yo no hice mucho por abrir el fuego. Me sentía como si fuéramos uno de esos matrimonios que se ven en los restaurantes, que ni se miran ni se molestan en abrir la boca. En cuanto terminamos de comer, encendió otro cigarrillo, para que no me quedara yo ni un minuto sin alquitrán y gases nocivos flotando alrededor de la mesa.

—¿Quieres café o postre? Tengo en el frigorífico un pastel de crema de coco buenísimo. No tardaría nada en descongelarlo. Lo meto en el microondas.

—No, gracias, estoy llena. Estaba muy bueno todo.

—¿Tienes frío? Te he visto tiritar. Puedo subir la calefacción, si quieres.

—No, no. De verdad. Estoy cocida. Ha sido fabuloso.

Golpeó el cigarrillo en el borde del plato para quitarle la ceniza.

—No te he preguntado por los dedos.

Levanté la mano.

—Todavía están un poco rígidos, pero van mejor.

—Estupendo. Ahora que has regresado, ¿qué planes tienes?

—Estaba pensando en eso hace nada —dije—. No sé qué pensar del asunto y no quiero ir más allá, pero creo que tengo ya una idea de lo que le pasaba a Tom.

—¿De veras?

—Después de que habláramos esta mañana, hice otra llamada. Sin entrar en detalles… —Me detuve—. Ni siquiera sé cómo decírselo. Es extraño.

—Por el amor de Dios. Dilo de una vez.

—Parece que Tom sospechaba de un compañero de trabajo en el caso del doble homicidio que estaba investigando.

Selma me miró parpadeando mientras absorbía la información. Dio una profunda chupada al cigarrillo y expulsó un perfilado chorro de humo.

—No me lo creo.

—Ya sé que parece increíble, pero deténgase a pensarlo un momento. Tom trataba de establecer la relación entre las dos víctimas, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, por lo visto pensaba que uno de sus colegas había registrado sus notas y averiguado la dirección de Alfie Toth. Toth fue asesinado poco después. Toth siempre andaba de un lado para otro, pero acababa de salir de la cárcel y se alojaba temporalmente en un hotel de mala muerte. Era la primera vez que le echaban el guante en un sitio concreto. Nadie más en Nota Lake sabía dónde estaba Alfie Toth, excepto él.

—¿Por qué estás tan segura? Puede que Tom lo mencionara a alguien. O que otro averiguara la misma información por su cuenta —dijo.

—En eso tiene razón. El caso es que Tom se debía de estar volviendo loco pensando que había tenido un papel en la muerte de Alfie. Peor aún, sospechando que alguien de la comisaría había metido la mano en el asunto.

—Pero eso no lo sabes —dijo—. Es sólo una suposición tuya.

—¿Qué sugiere usted entonces? ¿Que esperemos a que alguien confiese? Pues eso no parece probable. Quiero decir que hasta ahora este «alguien» ha obrado impunemente.

—¿Quién te ha contado todo esto?

—No se preocupe por eso. Alguien que trabajaba en la comisaría del sheriff. Una fuente confidencial.

—Confidencial, y un cuerno. Estás haciendo una acusación muy seria.

—¿Cree que no lo sé? Claro que sí —dije—. Mire, no me gusta la idea más que a usted. Por eso he vuelto, para echarle el guante.

—¿Y si no puedes?

—Entonces, francamente, no me quedan más ideas. Hay una posibilidad, Margaret, la hija de Pinkie Ritter…

Selma hizo una mueca.

—Es verdad. Había olvidado su parentesco. Es una conexión extraña, ya que trabajaba con Tom.

—Nota Lake es un pueblo pequeño. La mujer tiene que trabajar en alguna parte, ¿por qué no en la comisaría del sheriff? Todo el mundo parece trabajar allí —señalé.

—¿Por qué no habló la otra vez que estuviste aquí?

—No supe lo de Ritter hasta ayer.

—Creo que lo mejor sería que hablaras con Rafer.

—Yo creo que lo mejor es dejarlo al margen por ahora. —Capté la extraña expresión que cruzó su cara—. ¿Qué sucede?

Selma vaciló.

—Lo he visto esta mañana por casualidad y le dije que ibas a venir.

Elevé los ojos al techo con desesperación y tuve ganas de golpearme la cabeza contra la mesa, sólo una vez, para subrayar mis sentimientos.

—Habría sido preferible que no lo hubiera dicho. Ya está la cosa bastante mal. Aquí todo el mundo conoce los asuntos de todo el mundo.

Dio un manotazo al aire para rechazar mi objeción como si fuera un tábano zumbando en medio del humo.

—No seas tonta. Era el mejor amigo de Tom. ¿Qué piensas hacer?

—Hablaré con Margaret esta noche y veré lo que sabe —dije—. Después, mi última opción es volver a Santa Teresa y parlamentar con la comisaría del sheriff de allí.

—¿Y decirles qué? No tienes mucho.

—No tengo nada —dije—. A menos que salga algo, estoy perdida.

—Ya veo. Bueno, supongo que eso es todo. —Selma apagó el cigarrillo y se levantó sin decir nada más. Empezó a retirar los platos de la cena, yendo de la mesa al fregadero.

—Déjeme ayudarla —dije, levantándome.

—No te molestes. —Su tono era frío, sus modales, secos.

Empecé a recoger platos y cubiertos, yendo hasta el fregadero, donde ya había empezado a tirar los restos de gelatina al cubo de la basura. Enjuagó un plato, abrió el lavavajillas y lo puso en el cajón inferior. El silencio resultaba incómodo y el tintineo de los platos contenía una nota de agitación.

—¿En qué piensa? —pregunté.

—Espero no haber cometido un error al contratarte.

La fulminé con la mirada.

—Nunca le garanticé nada. Ningún detective responsable puede hacerlo. A veces la información simplemente no está —dije.

—No me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué se refiere?

—Ni siquiera te pedí referencias.

—Ya es un poco tarde. Si quiere hablar con mis clientes anteriores, le haré una lista.

Se hizo otra vez el silencio. Me costaba seguir sus cambios de conducta. Quizá pensaba que iba a abandonar.

—No estoy diciendo que vaya a tirar la toalla —dije.

—Lo entiendo. Me estás diciendo que está fuera de tu alcance.

—¿Quiere usted enfrentarse con la policía? Creo que aún me queda un poco de sensatez.

Dejó un plato con tanta fuerza que se partió por la mitad.

—Mi marido murió.

—Ya lo sé. Lo siento.

—No, no lo sientes. A nadie le importa un comino lo que estoy pasando.

—Selma, me contrató usted para hacer esto y lo estoy haciendo. Sí, está fuera de mi alcance. Y del alcance de Tom también, para el caso. Mire lo que le pasó. Le desgarró las entrañas.

Se quedó inmóvil en el fregadero, dejando que el agua caliente cayera mientras sus hombros se estremecían. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Me quedé allí un momento, preguntándome qué haría a continuación. Parecía claro que seguiría llorando, hasta que intervine, sinceramente conmovida. Le di unas palmaditas con torpeza, entre murmullos. Me imaginé a Tom haciendo lo mismo cuando vivía, probablemente en el mismo lugar. El agua bajaba gorgoteando por el desagüe mientras las lágrimas bajaban por sus mejillas. Hasta que no pude más. Cerré el grifo. He vivido muchas sequías y no soporto que se malgaste el agua. Aunque al principio su dolor me había parecido auténtico, sospechaba ya que seguía llorando para conseguir algo. Al cabo de un rato, tras sonarse la nariz varias veces, se recompuso. Terminamos con los platos y Selma se retiró a su habitación, apareciendo poco después en camisón y bata, con la intención manifiesta de prepararse un vaso de leche caliente y meterse en la cama. Huí de la casa en cuanto me fue decentemente posible. Nada hay como estar cerca de un inválido voluntario para que se te endurezca el corazón.

Margaret y Hatch vivían cerca del centro, en la calle Segunda. Antes de salir de la casa de Selma llamé por teléfono. No había acabado de identificarme cuando me interrumpió y repuso:

—Dolores dijo que habías ido a verla. ¿De qué va todo esto?

Puesto que el padre de las dos había muerto asesinado, la respuesta era evidente.

—Trato de averiguar qué le pasó a tu padre —dije—. Me gustaría saber si sería posible que habláramos esta noche. ¿Te viene mal?

Pareció confusa ante mi petición y accedió con desgana. No entendía su actitud, pero no le di mayor importancia. Después de todo, el tema tenía que ser inquietante, sobre todo con los malos tratos que había sufrido en el pasado. Dos veces puso la mano en el auricular para hablar con alguien que estaba con ella. Supuse que sería Hatch, aunque no pronunció su nombre.

Llegué a su casa sin contratiempos, a pesar de los patinazos y del mal estado de las calles. De momento la nieve no había cuajado, pero el asfalto brillaba y los neumáticos silbaban cada vez que pisaba un tramo de suelo deslizante. Tenía que utilizar el freno con cautela, pisándolo suavemente media manzana antes de llegar al semáforo cuando veía que las luces estaban cambiando. Como en aquel momento me dominaba la paranoia, me di cuenta de lo cerca que estaba la casa de los Brine del aparcamiento de Tiny’s Tavern, donde habían empezado a seguirme. Después de que Wayne y Earlene dejaran a los Brine en casa, Hatch podía haber vuelto fácilmente. Cuando me di cuenta, estaba escrutando las calles en busca de una furgoneta negra, pero no vi nada.

Entré en una zona de viviendas de ladrillo de estilo ranchero, de unos quince años de antigüedad a juzgar por la madurez del paisaje. Los árboles eran gruesos, de unos veinte centímetros de diámetro, y las plantas de los cimientos hacía mucho que habían alcanzado las ventanas. Reduje la velocidad cuando vi el número de la casa. En el sendero del garaje de los Brine había dos coches y una furgoneta. Encontré sitio para aparcar dos casas más abajo y me quedé pegada al bordillo de la acera preguntándome si se estaría celebrando alguna fiesta. Me di la vuelta en el asiento y miré hacia la casa. En la fachada había luces débiles, pero eran más intensas en los laterales y en el fragmento trasero que podía ver desde mi puesto de observación. Era sábado y de noche. Margaret no había mencionado que estuviera en una reunión de Tupperware ni en un estudio de la Biblia, ni tampoco me había sugerido que fuese a otra hora. Quizá se habían reunido con unos amigos para ver la televisión por cable. Lo discutí conmigo misma. No me gustaba la idea de entrar en una reunión social, sobre todo si podía hablar con ella al día siguiente. Por otra parte, había dicho que podía hablar con ella aquella noche y la circunstancia me serviría para retrasar el regreso a casa de Selma. Conservaba la llave de la casa y tenía intención de entrar por la puerta principal por muy tarde que volviese. El coche se ponía más frío cada minuto que pasaba. El barrio estaba tranquilo; había poco tráfico y no se veía a nadie paseando. Cualquiera que mirase por la ventana pensaría que estaba allí al acecho.

Salí del coche y cerré con llave. Las aceras debían de estar más calientes que las calles. Los copos de nieve se deshacían allí inmediatamente, dejando charcos en lugar de témpanos. Los árboles del patio eran de hoja caduca, con unos cuantos brotes verdes al descubierto. Marzo en aquella zona debía de ser una continua broma pesada de la naturaleza. Llamé a la puerta esperando no meterme en una reunión de lencería atrevida. Puede que me hubieran invitado con la esperanza de venderme un cajón de bragas, para reemplazar con ellas las que ya tuviera andrajosas.

Margaret abrió la puerta; llevaba vaqueros y un jersey grueso y rojo, con un dibujo nórdico en la pechera: copos de nieve y un reno. Calzaba unas viejas botas de ante hasta la rodilla, con forro de piel de oveja, que debían de calentar en una noche como aquella. Con su pelo negro y sus gafas ovaladas, parecía una quinceañera que trabajase de canguro.

—Hola. Pasa.

—Gracias. Espero no interrumpir. He visto coches en la calle.

—Hatch tiene partida de póquer con los amigos. Están en el despacho —dijo, señalando hacia atrás con el pulgar—. Estaba en la cocina. Podemos hablar allí.

Como la casa de Selma, la de Margaret olía como si la hubieran tenido cerrada todo el invierno; los precintos de caucho de las ventanas aislantes garantizaban la acumulación de humo y aromas culinarios. La moqueta era de un naranja apagado y las paredes de la sala estaban pintadas de color café con leche. El sofá de dos metros y medio era de color chocolate y había dos sillas plegables de lona negra a ambos lados de la mesita de servicio.

—¿Tuviste problemas para encontrar la casa? —preguntó.

—En absoluto —dije—. ¿Prefieres Margaret o Mame? Sé que Dolores te llama Mame.

—Me da igual. El que prefieras.

La seguí hasta la cocina, que estaba al final del pasillo. Estaba preparando bandejas de fiambres en el largo mostrador de formica. Había cuencos con patatas fritas, dos recipientes con una especie de salsa hecha con crema agria y una mezcla de frutos secos y cereales con mantequilla y ajo en polvo. Lo sé porque todos los ingredientes estaban a la vista.

—Si me ayudas a llevar estos aperitivos al comedor, nos olvidaremos de ellos y podremos hablar.

—Enseguida.

Acaparó dos cuencos y empujó la puerta oscilante con la cadera, sujetándola para que pasara yo con la bandeja de los tacos de queso y los embutidos. Era todo tan insalubre que inmediatamente tuve hambre, pero mi apetito no duró mucho. Por la puerta de arco que había a mi izquierda, y que daba al despacho, vi a Hatch y a sus cinco amiguetes sentados en sillas plegables de metal, alrededor de la mesa de póquer. Había incontables botellas y jarras de cerveza, cigarrillos, ceniceros, fichas de póquer, billetes, monedas y tazones de cacahuetes. Todos los reunidos se volvieron al unísono para mirarme. Reconocí a Wayne, a James Tennyson y a Brant; a los otros dos no los había visto nunca. Hatch hizo un comentario y James se echó a reír. Brant levantó la mano para saludarme. Margaret no les hizo caso, pero la hostilidad de la habitación era evidente.

Dejé los cuencos en la mesa y volví a la cocina, procurando comportarme como si no me importara su presencia. He aquí toda la verdad sobre mi vida. Casi todos los peligros en que me veo en la madurez los experimenté ya en la escuela. Los chicos contándose gracias al oído me han parecido igual de siniestros desde que estaba obligada a pasar por delante de los alumnos de sexto todas las mañanas, camino de la guardería. Incluso entonces sabía que nada bueno podía salir de tales conventículos y los evito siempre que puedo.

Recogí un plato del mostrador y me puse delante de Margaret cuando llegaba a la puerta oscilante.

—Toma el plato y ponlo tú en la mesa —dije, fingiéndome atareada. En realidad, no soportaba la idea de ser blanco de aquella observación colectiva.

Aceptó el plato sin hacer comentarios, manteniendo la puerta abierta con la cadera.

—Si no te importa, abre otro par de cervezas. Las verás en la parte inferior de la puerta del frigorífico.

Encontré seis botellas de cerveza y el abridor y me dediqué a quitarles la chapa. Cuando terminamos de llevar la comida, Margaret cerró la puerta oscilante y suspiró con cara de alivio.

—Menos mal que sólo juegan una vez al mes —dijo—. Le sugerí a Hatch que hicieran turnos rotativos, pero le gusta tenerlos aquí. Earlene suele venir con Wayne y me ayuda a prepararlo todo, pero está resfriada y le recomendé que se quedara en casa. Mierda, con perdón, se me han olvidado los platos. Vuelvo enseguida. —Cargó con un paquete grande de platos de cartón flojo y echó a andar hacia el comedor—. Si quieres comer algo, puedes servirte —dijo. Como todavía estaba eructando carne picada, estimé más prudente declinar la invitación.

Volvió a la cocina y tiró la envoltura de plástico a la basura, se dio la vuelta y se apoyó en el mostrador, con los brazos cruzados.

—Bueno, tú dirás en qué puedo ayudarte. —Sus palabras sugerían cooperación, pero su actitud era distante.

—¿Qué puedes contarme de la última visita de tu padre? Creo que Alfie Toth y él vinieron a hacerte una visita aquella primavera.

—Pues sí —dijo. Como para entretenerse, se puso a enroscar la tapa de los frascos de variantes y guardó la mostaza y la mahonesa en el frigorífico—. Espero que no creas que es una falta de respeto, pero mi padre era un perdedor y todos lo sabíamos. La verdad es que me sentía la mar de contenta cuando estaba en la cárcel. Siempre creaba problemas.

—¿Te creó alguno cuando vino a verte?

—Desde luego. No dejaba de atosigar a las mujeres. Como si todas las del pueblo se murieran por ligar.

—Por lo poco que sé, no me lo imaginaba mujeriego.

—No lo era, pero acababa de salir de la cárcel y tenía muchas ganas. Se iba a Tiny’s a las cuatro, la hora a la que abren. En cuanto se ponía a beber, se metía con todo el que se cruzaba en su camino. Pensaba que era irresistible y se volvía irritable y pendenciero cuando veía que sus chapuceras iniciativas no daban resultado.

—¿Con alguien en particular?

Se encogió de hombros.

—Una camarera del Arcoiris y otra de Tiny’s. Alice, la pelirroja.

—La conozco —dije.

—No hablaba más que de lo caliente que estaba. «Olor a coño», lo llamaba él. Yo estaba avergonzada. Quiero decir, ¿cómo puede un padre hablar de esa forma? No podía haber sido más odioso. Se metía en peleas. Pedía dinero prestado. Tenía accidentes con la furgoneta. La gente de aquí no tolera una conducta semejante. Hatch estaba a punto de perder el juicio y, como es lógico, nos peleábamos. Hatch quería que se fueran y no se lo reprocho. Pero ¿qué vas a hacer? Es tu propio padre. No podía decirle que se fuera. Llevaba aquí menos de una semana.

—¿Y qué pasó finalmente?

—Enviamos a Alfie y a él de pesca. Cualquier cosa para quitárnoslos de encima un par de días. Hatch les dejó un par de cañas que nunca más ha vuelto a ver. Se enfadó mucho por eso. No sé qué fue, pero algo tuvo que ocurrir allí. A la mañana siguiente apareció Alfie y dijo que habían decidido marcharse y que había vuelto en busca de sus cosas.

—¿Dónde estaba tu padre?

—Alfie nos dijo que papá lo estaba esperando y que tenía que volver pronto o Pinkie se enfurecería con él. No pensé nada al respecto. Quiero decir que era muy propio de él. Siempre se las arreglaba para que Alfie le hiciera de criado.

—¿Sabía Tom todo esto?

—Se lo conté en marzo, cuando aparecieron los restos de papá. Cuando se identificó el cadáver, Tom me lo notificó y yo se lo dije al resto de la familia. Hasta entonces había supuesto que estaba vivo y coleando.

—¿No te extrañó que ningún miembro de la familia volviera a verlo después de marcharse, en teoría, de aquí?

—¿Por qué iba a extrañarme? Las malas noticias vuelan. Siempre pensamos que si le pasaba algo, nos avisarían. La policía o el hospital. Siempre iba documentado. Además, ocasionalmente teníamos noticias de Alfie. Supongo que se separaron; es la impresión que daba.

—¿Para qué os llamaba?

Margaret se encogió de hombros.

—No lo sé. Para saber cómo estábamos; es lo que decía.

—¿Preguntó alguna vez por tu padre?

—Bueno, sí, pero no parecía que quisiera ponerse en contacto con él. Ya sabes lo que es esto. ¿Qué tal está tu padre? ¿Qué sabes de él? Cosas así.

—Es decir que preguntaba si Pinkie había vuelto por aquí, ¿no es eso?

—Supongo. Finalmente, dejó de llamar y ya no volvimos a saber de él.

—Quizá se diera cuenta de que Pinkie ya no iba a aparecer.

—Eso es lo que dijo Tom. Pensaba que a papá lo mataron el mismo día que se fue Alfie, aunque nunca hubo manera de probarlo. En sus bolsillos encontraron un comprobante de gasolina. Estaba fechado el día anterior. Camino del lago, Alfie y él llenaron el depósito. ¿Crees que Alfie sabía algo?

—Casi seguro —dije.

—Quizá discutieron.

—Es posible —añadí—. A juzgar por su conducta, o bien estaba tratando de crear la impresión de que Pinkie estaba vivo o ni siquiera él estaba seguro. La última vez que lo viste…, cuando vino a recoger sus cosas… ¿te pareció que estaba normal?

—¿Normal?

—¿No estaba nervioso o con prisa?

—Con prisa sí, pero no más de la que tendría si papá lo estaba esperando.

—¿Algún indicio de que se hubiera peleado?

—Yo no noté nada. No tenía manchas de tierra ni arañazos.

—¿Cómo habían planeado irse? ¿En autobús, en tren, en avión? ¿Haciendo autoestop?

—Debieron de irse en autobús. Quiero decir que fue eso lo que pensé, porque la furgoneta la dejaron en la estación de autobuses. Hatch la vio en el aparcamiento aquel mismo día —respondió.