17

Cuando llegué a mi casa, Henry estaba en el patio trasero, arrodillado en el bancal de flores. Crucé el césped y me detuve a observarlo. Se había dado cuenta de mi presencia, pero parecía estar a gusto en silencio. Llevaba camiseta blanca y pantalones de agricultor con rodilleras. Sus pies largos y huesudos estaban descalzos; la blancura de sus plantas contrastaba con la hierba oscura. El aire era dulce y templado. Incluso con el sol del mediodía brillando en el cielo, la temperatura era moderada. Vi que ya había alazares y jacintos floreciendo al lado del garaje. Me senté en una silla de madera mientras Henry removía el suelo con un desplantador. La tierra estaba blanda y húmeda, y los gusanos se apartaban de la herramienta. Los rosales eran esquejes pelados, erizados de espinas, y con brotes ocasionales que indicaban que la primavera estaba en camino. El césped, aletargado casi todo el invierno, empezaba a crecer gracias al estímulo de las recientes lluvias. Vi una trama verde donde las nuevas hojas asomaban entre las marchitas.

—La gente tiende a asociar el otoño con la muerte, pero la primavera siempre me parece mucho más cercana a ella —comentó.

—¿Y eso por qué?

—No tiene ningún significado filosófico profundo. No sé por qué, pero en mi historia ha habido muchas personas a las que quería que acabaron muriéndose durante esta estación. Tal vez sentían el anhelo de mirar por la ventana y ver nuevas hojas en los árboles. Es una época de esperanza y eso debe de ser suficiente si estás para morirte; te permite desaparecer, sabiendo que el mundo sigue adelante, como siempre ha hecho.

—Tengo que volver a Nota Lake —dije.

—¿Cuándo?

—La semana que viene. Me gustaría quedarme por aquí hasta que tenga la mano en condiciones.

—¿Por qué tienes que ir?

—Tengo que hablar con alguien.

—¿No puedes hacerlo por teléfono?

—A las personas les cuesta muy poco mentir por teléfono. Prefiero verles la cara —dije. Me quedé en silencio, escuchando el doméstico golpeteo del desplantador contra la tierra. Encogí las piernas y me abracé las rodillas—. ¿Recuerda aquella antigua época en que la gente hablaba de vibraciones?

Henry sonrió.

—¿Tienes malas vibraciones?

—Las peores. —Levanté la mano derecha y traté de flexionar los dedos, todavía demasiado hinchados y rígidos para cerrarlos sin esfuerzo.

—No vayas. No tienes que demostrar nada.

—Desde luego que sí, Henry. Soy una mujer. Siempre tenemos que demostrar algo.

—¿Por ejemplo?

—Que somos implacables. Que somos tan eficaces como los hombres, y me complace informarle de que no es tan difícil.

—Si eso es verdad, ¿por qué tienes que demostrarlo?

—Viene dentro del envase. Que nosotras lo creamos no quiere decir que los hombres lo crean también.

—¿A quién le preocupan los hombres? No seas macha.

—No puedo evitarlo. De todas formas, no tiene nada que ver con el orgullo. Tiene que ver con la salud mental. No puedo permitir que un tipo me intimide de esta manera. Confíe en mí, en algún sitio de Nota Lake se estará partiendo de risa, pensando que me ha echado del pueblo.

—El Código del Oeste. Una mujer tiene que hacer lo que está mandado.

—Me huele mal. Todo el asunto. No recuerdo haber sentido tanto miedo. Ese hijo de puta me hirió. No quiero darle la oportunidad de repetir.

—Al menos te han puesto al día con la antitetánica.

—Sí, y todavía me escuece. Tengo en la nalga un bulto del tamaño de un huevo cocido.

—Entonces ¿qué te preocupa?

—Me preocupa que me dislocaran los dedos casi sin enterarme. Ahora que me estoy acercando, ¿qué hará ese tipo? ¿Cree que tratará de arrastrarme en su caída?

—Suena el teléfono —dijo.

—Cielos, Henry. ¿Cómo puede oírlo? Tiene ochenta y seis años.

—Tres timbrazos.

Yo ya había saltado de la silla y estaba en mitad del patio. Dejé la puerta abierta y descolgué el teléfono al vuelo, en el momento en que se ponía en marcha el contestador. Pulsé el stop y detuve el mensaje.

—Hola, hola, hola —dije.

—Kinsey, ¿eres tú? Creía que era el contestador.

—Hola, Selma. Ha tenido usted suerte. Ahora mismo estaba en el patio.

—Siento molestarte.

—No importa. ¿Qué ocurre?

—Alguien ha registrado el despacho de Tom. Sé que suena raro, pero estoy segura de que alguien entró y movió los objetos del escritorio. No es que la habitación estuviera patas arriba, pero había cosas fuera de su sitio. No veo que falte nada, aunque no sé cómo lo demostraría si faltara algo.

—¿Cómo entraron? Selma vaciló.

—Salí durante una hora, quizás un poco más. No suelo cerrar la puerta cuando voy a volver pronto.

—¿Por qué está tan segura de que entró alguien?

—No puedo explicarlo. Había estado un rato sentada en el despacho de Tom antes de salir. Me sentía deprimida y me consolaba sentarme en su asiento. Ya sabes lo que pasa cuando piensas. Eres consciente de lo que te rodea porque la mirada tiende a vagar mientras la mente está en otra parte. Supongo que estaba percatándome de lo mucho que habías trabajado. El caso es que cuando volví, dejé el bolso en la mesa de la cocina y volví al coche. Había traído algunas cajas para terminar de empaquetar los cuadernos de Tom. En el momento en que entré en su despacho me di cuenta de la diferencia.

—¿No ha recibido visitas?

—Por favor. Ya sabes cómo me trata la gente. Debería colgar un cartel: «Sirena del pueblo. Maridos extraviados por aquí».

—¿Y Brant? ¿Cómo sabe que no fue él quien estuvo buscando algo en el escritorio de Tom?

—Se lo pregunté, pero estaba en Sherry’s hasta hace unos minutos. Le dije que inspeccionara los alrededores, pero no hay indicios de forzamiento.

—¿Quién iba a molestarse en forzar nada con todas las puertas abiertas? —dije—. ¿No sabe Brant si falta algo?

—Está como yo. Si falta algo, no es nada que llame la atención. Fuera quien fuese, trabajó con mucho cuidado. Fue una casualidad que yo entrara allí esta mañana, de lo contrario no creo que me hubiera dado cuenta. ¿Crees que debería llamar al sheriff?

—Sí, será mejor que lo haga —dije—. Más tarde, si descubre que han robado algo, vuelva a insistir.

—Eso es lo que dijo Brant. —Hubo una breve pausa mientras cambiaba de emisora y su voz adquirió un tono levemente ofendido—. Quiero que sepas que he estado preocupada por tu silencio. No he hecho más que esperar a que dieras señales de vida.

—Lo siento, pero no he tenido ocasión. Iba a llamarla muy pronto —dije. Me di cuenta de que reaccionaba a sus reproches poniéndome a la defensiva.

—Ahora que te tengo al teléfono, ¿podrías decirme qué sucede? Supongo que estás trabajando todavía, aunque no me hayas llamado.

—Desde luego. —Contuve las ganas de enseñarle las uñas y la puse al corriente de mis actividades durante las últimas treinta y seis horas, eludiendo los aspectos personales de la relación de su difunto marido con Colleen Sellers. Es más difícil contar una verdad a medias que una mentira total. Y allí me tenías, tratando de protegerla mientras ella me reñía por mi negligencia. Qué desagradecida. Estuve tentada de contárselo todo, pero contuve el impulso. Mantuve el tono de voz profesional mientras la niña que llevo dentro canturreaba «Que te zurzan»—. Tom vino en junio a Santa Teresa siguiendo una pista. ¿Lo recuerda? Probablemente estuvo más de una noche.

—Sí —dijo lentamente—. Fueron dos días. ¿Es importante?

—Hubo un homicidio por aquí y Tom creía que estaba relacionado con unos restos encontrados en el condado de Nota la primavera pasada.

—Conozco ese caso. No habló mucho de él, pero sabía que le preocupaba. ¿Qué tiene de particular?

—Bueno, si estamos hablando de una investigación abierta por homicidio, no estoy autorizada a hablar. Soy investigadora privada, lo que quiere decir que indago por cuenta propia. No puedo meter las narices en los asuntos de la policía, ni aunque usted me lo indicase.

—No veo por qué no. Seguro que no hay ninguna ley que prohíba hacer preguntas.

—He hecho preguntas y le estoy contando lo que he descubierto. Tom estaba preocupado por asuntos que no tenían nada que ver con usted.

—¿Por qué entonces no me contó lo que pasaba, si eso es cierto?

—Usted misma dijo que no solía hablar de su trabajo.

—Bueno, sí, pero si esto es estrictamente profesional, ¿por qué han entrado en mi casa?

—Quizás en la comisaría necesitaran sus notas o sus archivos, o un teléfono, o un parte perdido. Podría ser cualquier cosa —dije, describiendo las posibilidades tan rápidamente como se me ocurrían.

—¿Por qué no llamaron para pedir permiso?

—¿Cómo voy a saberlo? Quizá tenían prisa y no estaba usted en casa —dije con exasperación. Todo aquello era inverosímil, pero me estaba poniendo contra las cuerdas y la situación me cabreaba.

—Kinsey, te pago para que llegues al fondo de todo esto. Si hubiera sabido que no me ibas a ayudar, te aseguro que habría empleado los mil quinientos dólares en una funda para los dientes.

—¡Hago lo que puedo! ¿Qué más quiere? —dije.

—Vamos, no hace falta ponerse así. Hace una semana cooperabas. Ahora sólo oigo excusas.

Me tuve que morder la lengua. Tenía que hablar pronunciando las sílabas con claridad detonante para no gritarle. Respiré hondo.

—Mire, me queda una pista. En cuanto llegue ahí, la investigaré con mucho gusto, pero si es un asunto de la comisaría del sheriff, se me escapa de las manos.

Hubo uno de esos silencios que parecen encerrados entre signos de admiración.

—Si no quieres terminar el trabajo, ¿por qué no vas al grano y lo dices?

—No estoy diciendo eso.

—Entonces ¿cuándo vuelves?

—Todavía no estoy segura. La semana que viene. Quizás el martes.

—¿La semana que viene? —dijo—. ¿Qué tiene de malo el día de hoy? Si subieras al coche inmediatamente, podrías estar aquí en seis horas.

—¿A qué viene tanta prisa? Este caso empezó hace semanas.

—Bueno, en primer lugar, todavía me debes quinientos dólares de trabajo. Por ese dinero, lo normal es que quisieras estar aquí lo antes posible.

—Selma, no voy a quedarme aquí discutiendo eso. Haré lo que pueda.

—Fantástico. ¿Cuándo te espero?

—No tengo ni idea.

—Pero seguro que sabes aproximadamente cuándo llegarás. Tengo otras obligaciones. Mañana estaré todo el día fuera. Iré al oficio de las diez y luego pasaré un rato con un primo mío de Big Pine. No puedo quedarme sentada esperando que aparezcas cuando te venga bien. Además, si vas a venir, tendré que hacer arreglos.

—La llamaré cuando llegue, pero no me quedaré en Nota Lake Cabins. Detesto ese lugar y no quiero quedarme allí. Está demasiado lejos y es peligroso.

—Magnífico —replicó—. Te quedarás en mi casa conmigo.

—Nada más lejos de mis intenciones que imponerle mi presencia. Buscaré otro motel para que ninguna de las dos se sienta incómoda.

—No es ninguna incomodidad. Me vendrá bien la compañía. Brant dice que debería volver ya a su casa. La verdad es que está haciendo el equipaje. La habitación de los huéspedes siempre está preparada. Insisto pues. Te estaré esperando con la cena preparada y no discutas, por favor.

—Hablaremos de eso cuando llegue —dije, tratando de ocultar mi irritación.

Había reestructurado a toda velocidad mi opinión sobre Selma y estaba ya dispuesta a enrolarme en el ejército de sus detractores. Aquella faceta suya no la había visto antes y estaba a punto de estallar de indignación. Sin embargo, me di cuenta de que ya estaba revisando mentalmente el horario de mis movimientos, preparándome para ponerme en camino lo antes posible. Después de haber cedido, en efecto, lo único que quería era terminar el asunto. Abrevié las despedidas para obligarla a dejar el teléfono de una vez.

En cuanto colgó llamé a Colleen Sellers. Sentí crecer mi impaciencia mientras los timbrazos sonaban interminablemente al otro lado.

—Vamos, vamos. Contesta…

—¿Sí?

—Colleen, soy Kinsey.

—¿Qué puedo hacer por ti?

No parecía haberse emocionado mucho al oír mi voz, pero yo ya estaba tomando posiciones.

—Acabo de pasar media hora con la hija de Pinkie Ritter y su marido. Resulta que Pinkie tiene otra hija en Nota Lake, por eso Alfie y él fueron allí.

—¿Y?

—Es alguien que conozco, una mujer llamada Margaret que trabaja de secretaria en la comisaría del sheriff. Tengo que volver allí y hablar otra vez con ella, pero no puedo hacerlo sin saber contra qué me enfrento.

—¿Por qué me llamas? No puedo ayudarte.

—Sí puedes…

—Kinsey, no sé nada de esto y, francamente, estoy harta de que sigas machacando con lo mismo.

—Bueno, francamente, creo que voy a correr el riesgo de que te enfades. ¿Qué te pasa, Colleen?

—¿Alguna vez se te ha ocurrido que todo esto puede resultarme doloroso? Entiéndelo, lo siento por Selma, pero ella no es la única que ha perdido algo. Yo también estaba enamorada de él y no me hace ninguna gracia que estés todo el rato hurgando en la herida.

—Vaya por Dios. Mira, es interesante que lo hayas planteado de ese modo porque te voy a dar mi opinión. Creo que lo que te irrita es que no tuvieras nunca ningún poder ni control sobre vuestra relación. Puede que Tom pusiera muy alto su listón moral y obrara de acuerdo con sus elevados principios, pero lo cierto es que te dejó sin nada y tú quieres saldar la deuda.

—Eso no es cierto.

—Inténtalo otra vez —dije.

—¿Qué deuda hay que saldar? Nunca hizo nada por mí.

—Tom era un calientacoños. Estaba dispuesto a coquetear, pero era rápido en levantar barreras que no podías cruzar. Se permitía llamar tu atención porque no le costaba nada. Aceptaba el tributo sin correr ningún riesgo, es decir que podía sentirse virtuoso mientras tú te quedabas como una criatura con la nariz pegada al escaparate. Veías lo que querías, pero no lo podías tocar. Y ahora crees que es lo mejor que tendrás en la vida, pero eso es una mentira cochina porque no tuviste nada. Toda esa cháchara sobre el dolor es un intento de santificar un cero sentimental grande y gordo. —Sabía que la estaba sermoneando sólo porque Selma me había dado el día a mí, pero me sentó bien. Luego me sentí culpable por haber sido tan mala zorra, pero entonces me pareció la única manera de conseguir lo que quería.

Se quedó callada un momento. Oí que daba una chupada a un cigarrillo y expulsaba el humo.

—Es posible.

—Es posible, ¡mis ovarios! Es la verdad —dije—. Todo el mundo cree que era un hombre noble, pero yo creo que era un egoísta de tomo y lomo. ¿Tan honrado era que nunca tuvo el valor de decírselo a su mujer?

—¿Decirle qué?

—Que había tenido la tentación de ser infiel porque lo atraías. No obró según sus sentimientos y no me extraña que ella terminara sintiéndose insegura. ¿Y qué obtuviste tú? Todavía estás colgada de sus recuerdos y quizá nunca te sueltes del gancho.

—Mira, no sabes de qué estás hablando, así que dejémonos de psicología casera. Dime lo que quieres y terminemos de una vez.

—Tienes que sincerarte conmigo.

—¿Por qué?

—Porque es posible que mi vida dependa de eso —dije—. Vamos, Colleen. Eres una profesional. Lo sabes bien. Estás repartiendo puñaditos de información y revolviendo migajas porque es lo único que tienes. Mierda, esto es muy serio. Si Tom estuviera en tu lugar, ¿crees que ocultaría datos en una situación como esta?

Dio otra chupada al cigarrillo.

—Probablemente no. —A regañadientes.

—Entonces vayamos al grano. Si sabes lo que está pasando, por el amor de Dios, dímelo.

Pareció vacilar.

—Tom se enfrentaba a una crisis moral. Yo era la parte fácil, pero no lo era todo.

—¿Qué significa eso de parte fácil?

—No sé cómo explicarlo. Creo que conmigo podía hacer lo que era justo y eso le daba mucha tranquilidad. Esta situación estaba controlada, pero el otro problema que tenía era más complicado.

—¿Es una suposición tuya o sabes que había otro problema?

—Bueno, Tom nunca lo dijo claramente, pero aludió al asunto. Algo así como que no sabía cómo conciliar su cabeza y su corazón.

—¿En relación con qué?

—Se sentía responsable de la muerte de Toth.

—¿Se sentía responsable? ¿Cómo es eso?

—Hubo una filtración.

—¿De qué? No lo entiendo.

—El paradero de Toth —dijo—. Le di la dirección y el teléfono del Gramercy. Tom creía que alguien utilizó aquella misma información para localizar a Toth en Santa Teresa y matarlo. Le horrorizaba pensar que el hombre podía haber muerto por un descuido suyo.

Sin darme cuenta, arqueé las cejas al auricular, tratando de encontrar sentido a lo que oía.

—Pero Selma dice que Tom tenía siempre la boca cerrada. Era uno de sus motivos de queja. Nunca hablaba de nada y menos aún de su trabajo.

—No tenía nada que ver con hablar. Tom pensaba que alguien podía haber mirado sus notas sin autorización.

—Pero su cuaderno no se ha encontrado.

—Bueno, entonces lo tenía él.

—¿De quién sospechaba? ¿Mencionó algún nombre?

—Alguien que trabajaba con él. Pero es una suposición mía, no algo que me dijera directamente. ¿Qué podía preocuparle más que un compañero traidor?

Me quedé pensando. Repasé la cara de los agentes que había conocido en Nota Lake: Rafer LaMott; Macon, el hermano de Tom; Hatch Brine; James Tennyson; Wayne, el marido de Earlene. Y Carey Badger, el que me había atendido cuando puse la denuncia la noche de la agresión. La lista parecía interminable y todos estaban relacionados con la comisaría del sheriff de Nota Lake o con la patrulla de carreteras. En el fondo de mi mente había estado coqueteando con una posibilidad que a duras penas me atrevía a admitir. Venía albergando la sospecha de que mi agresor se había entrenado en una academia de policía. Me había negado a creerlo, pero la idea empezaba a echar raíces en mi imaginación. Me había derribado con una práctica que también a mí me habían enseñado en otra época. No estaba en situación de saber si pertenecía a algún cuerpo de seguridad, pero la idea me produjo un escalofrío.

—¿Me estás diciendo que había un colega de Tom implicado en un doble homicidio?

—Creo que lo sospechaba y que la situación lo estaba destrozando por dentro. Pero te repito que él no me dijo nada. Es una suposición mía.

Guardé silencio un momento.

—Debería haberme dado cuenta. Tonta de mí.

—¿Qué vas a hacer?

—Que me ahorquen si lo sé. ¿Qué sugieres?

—¿Por qué no llamas a Asuntos Internos?

—¿Y qué les digo? Estoy dispuesta a darles todo lo que tenga, pero en este momento todo son especulaciones, ¿verdad?

—Pues sí. Supongo que por eso no he llamado yo. No tengo nada concreto. Quizás hablando con la hija de Pinkie, la que vive allí, se aclare la situación.

—Y alertaré a mi presa —dije.

—Pero no puedes hacerlo tú sola.

—¿Y dónde quieres que pida refuerzos? ¿En la comisaría del sheriff de Nota Lake?

—Yo no lo haría —dijo, riendo por primera vez.

—Sí, bueno, si se me ocurre algo ya te lo comunicaré —dije—. ¿Algún otro comentario o consejo, ahora que estamos con el tema?

Meditó un momento.

—Bueno, una cosa…, aunque seguro que ya se te ha ocurrido. Sin duda era de dominio público que Tom estaba trabajando en este caso, así que, cuando murió, el tipo debió de pensar que ya tenía el campo libre.

—Y entonces aparecí yo. Vaya faena —dije—. Claro que nuestro hombre no sabe cuánta información pasó Tom a sus superiores.

—Exacto. Si no está en sus informes, podría estar circulando todavía por alguna parte, sobre todo si han desaparecido sus notas. Tu única esperanza es ser la primera en recuperarlas.

—Quizá las tenga ya él.

—En ese caso, ¿por qué te teme? Sólo eres peligrosa con las notas —dijo.

Pensé en el registro que habían practicado en el despacho de Tom.

—Es verdad.

—Yo iría con cuidado.

—Descuida —dije—. Una pregunta más, ya que estás ahí. ¿Estuviste alguna vez en Nota Lake?

—¿Bromeas? Tom estaba demasiado nervioso para verme allí.

Colgué el auricular, absorta. Mi nivel de ansiedad estaba subiendo amenazadoramente, como una taza de inodoro a punto de desbordarse. El miedo era como si algo húmedo y pesado me calara hasta los huesos. Tengo un no sé qué con la autoridad, sobre todo con los agentes de uniforme, probablemente desde el día en que los vi por primera vez, mientras estaba atrapada entre los restos del coche de mis padres, a los cinco años. Todavía recuerdo el horror y el alivio de sentirme rescatada por aquellos grandullones con porras y pistolas. Sin embargo, adherida a esa imagen había también una sensación de peligro y sufrimiento. A los cinco años no era capaz de diferenciar las dos sensaciones. En lo que se refiere a confusión y pérdida, lo que experimenté quedó irrevocablemente ligado a los hombres de uniforme. De niña me habían enseñado que los policías eran mis amigos, personas a las que recurrir cuando me perdiese o estuviera asustada. Al mismo tiempo, sabía que la policía tenía poder para encarcelarte, de modo que su presencia daba miedo, sobre todo si cometías los terribles crímenes que cometía yo. Al mirar atrás, entiendo que entré en la academia de policía, hasta cierto punto, para aliarme con la misma gente a la que temía. Estar con la ley fue, sin duda, mi intento de calmar aquella vieja angustia. Casi todos los agentes que conocí desde entonces eran personas honradas que se preocupaban por los ciudadanos, así que resultaba doblemente alarmante pensar que yo podía haber cruzado la línea. No recordaba nada que me hubiera asustado tanto hasta el momento como la idea de enfrentarme a aquel tipo, pero ¿qué podía hacer? Sí tiraba la toalla ¿qué consecuencias habría? ¿Tiraría otra vez la toalla la siguiente vez que tuviera miedo?

Subí la escalera de caracol y empecé a meter cosas en el petate.