Cuando volví de correr a la mañana siguiente había un mensaje de Colleen Sellers en el contestador, dándome la dirección en Perdido de una mujer llamada Dolores Ruggles y que era una de las dos hijas de Pinkie Ritter. Como se trataba de la única pista que tenía, en cuanto terminé de ducharme y de vestirme, eché gasolina al VW y puse rumbo al sur por la 101.
A mi izquierda veía los campos cultivados, filas recién plantadas y protegidas por grandes sábanas de plástico tan resplandeciente y gris como el hielo. Los cerros empinados y alfombrados de arbustos empezaban a amontonarse junto a la autopista. A mi derecha, el desnudo Pacífico retumbaba contra la costa. Unos surfistas vestidos de negro esperaban encima de las tablas como una bandada dispersa de pájaros marinos. La lluvia había cesado, pero el cielo todavía estaba cubierto de nubes agusanadas y el aire lleno de los aromas de la sal y las últimas precipitaciones. La nieve estaría cayendo en las altas cordilleras que rodeaban Nota Lake.
Tomé la salida de Leeward y doblé dos veces a la izquierda, pasando por encima de la autopista para ir en busca de la calle donde vivía Dolores Ruggles. El barrio era una colmena de estructuras estucadas y calles estrechas que se cruzaban indefinidamente. La casa era una construcción pequeña e insulsa que se elevaba en un patio insulso sin árboles y con apenas un arbusto o un brochazo de hierba para romper el aspecto monótono y deprimente del lugar. El porche consistía en una losa de hormigón con un peldaño delante de la puerta principal y un pequeño techado para proteger a las visitas que llamaban al timbre, tal como hice yo en aquel momento. La puerta era de madera contrachapada, aunque en la parte inferior habían saltado largos listones de perfil irregular. Como si un perro se hubiera puesto a roer la puerta.
El hombre que abrió se estaba secando las manos con un paño colgado de la cintura del pantalón. Debía de andar por los sesenta años, medía un metro sesenta aproximadamente, tenía la cara arrugada y una raleante mata de pelo gris blanquecino, del color de la ceniza de la leña. Sus ojos eran azul cielo, sus cejas un revuelto trazo negro y gris.
—Ya va, ya va —dijo con voz irritada.
—Disculpe. Pensé que el timbre estaba estropeado. Tampoco estaba segura de si había alguien en casa. Estoy buscando a Dolores Ruggles.
—¿Y quién leches es usted?
Le di mi tarjeta y vi que sus labios se movían para deletrear mi nombre.
—Soy investigadora privada —dije.
—Ya lo veo. Lo pone aquí. Ahora que hemos solucionado eso, ¿qué quiere usted de Dolores? Ahora está ocupada y no quiere que la molesten.
—Necesito información. Quizá pueda usted ayudarme, evitaríamos imponérselo a ella. Estoy aquí por su padre.
—A esa rata la mataron.
—Ya lo sé.
—Entonces ¿qué pinta aquí?
—Trato de averiguar lo que ocurrió.
—¿Y a quién le importa? El tío está muerto, muerto de morirse, y demasiado tarde para mi gusto. He pasado años bregando con las consecuencias de todo el daño que hizo.
—¿Podría entrar?
Se quedó mirándome.
—Haga lo que quiera —dijo bruscamente, giró sobre los talones y dejó que lo siguiera.
Fui tras él, tomando una rápida fotografía mental mientras cruzábamos el salón. No quisiera ser sexista, pero la estancia parecía haberla decorado un hombre. El suelo era de madera noble y tenía manchas oscuras. Vi un sofá desgastado y una butaca con jorobas y depresiones, los dos cubiertos por gruesas alfombras con estampados indios. Pensé que la mesa del café era de anticuario, pero al pasar vi que la única pátina que tenía era de polvo. Las paredes estaban forradas de libros: derechos, caídos, inclinados, amontonados, en dos filas en unos estantes y tres en otros. La acumulación de revistas, periódicos, correo basura y catálogos sugería una sofocante indiferencia al orden.
—Estoy fregando los platos —dijo, entrando en la cocina—. Busque un paño y acérquese. Por lo menos sea útil mientras me picotea el cerebro. A propósito, soy Homer, el marido de Dolores. Señor Ruggles para usted.
Su tono había pasado de la rudeza directa a un refunfuño no del todo desagradable. Vi que había sido bien parecido en su época. No rabiosamente guapo sino algo mejor, un hombre de carácter con cierto aire seductor. Tenía la piel muy bronceada y estropeada por el sol, como si se hubiera pasado la vida trabajando en el campo. Vestía una camisa marrón, con un complicadísimo yugo bordado con hilo dorado y negro. Calzaba botas vaqueras, sospeché que para añadir unos cinco centímetros a su estatura.
Cuando entré en la cocina ya había abierto el grifo del agua y tenía las manos ocupadas con platos y vasos.
—Los trapos están ahí —dijo señalando un cajón que había a su izquierda. Saqué un paño limpio y me hice con un plato, todavía caliente por el agua del enjuague—. Déjelos en la mesa. Los pondré en su sitio cuando hayamos terminado.
Miré la mesa.
—Ejem, señor Ruggles, hay que secar la mesa. ¿Tiene una bayeta absorbente?
Homer se dio la vuelta y me miró.
—Es una de sus características, ¿verdad?
—Claro que sí —dije.
—Olvide lo de señor Ruggles. Es absurdo.
—Sí, milord.
Aquello me valió media sonrisa. Escurrió el trapo y me lo lanzó con un movimiento de cabeza. Sequé la mesa mientras apartaba objetos: periódico, salero y pimentero con la forma del Lobo y la Caperucita, frascos de píldoras con el nombre de Dolores y varias etiquetas de advertencia. Fueran lo que fuesen aquellas pastillas que tomaba, por lo visto tenía que evitar el alcohol, el sol en exceso y el manejo de maquinaria pesada. Me pregunté si lo último se refería a coches, a tractores o a locomotoras de tren expreso. Cuando terminé, le devolví el trapo, recogí el paño y seguí secando platos.
—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —dijo por fin—. ¿Qué interés tiene por Pinkie Ritter? Una buena chica como usted debería avergonzarse.
—No sabía ni que existiera hasta el día de ayer. Yo iba siguiendo la pista de un amigo suyo, que tal vez estaba… ¿podríamos ahorrarnos esta parte? Es demasiado complicada para explicarla.
—Usted se refiere a Alfie Toth.
—Gracias. Es verdad. Parece que todo el mundo lo conoce.
—Bueno, sí, Alfie era un cabeza de chorlito. Las mujeres decían que era atractivo, pero yo era incapaz de comprender la razón. ¿Cómo se puede decir que un tipo es atractivo cuando se sabe que es un tarado? Desde mi punto de vista, estropea todo el efecto. Creo que se pegó a mi suegro en busca de protección, lo que demuestra que tenía serrín en los sesos.
—Usted sabía que Alfie estaba muerto.
—Puede apostar a que sí. La policía nos lo comunicó cuando encontraron el cadáver. Vinieron haciendo la misma pregunta que probablemente quiere usted hacerme, cuál es la conexión y quién hizo qué a quién. Le daré la misma respuesta que a ellos. No lo sé.
—¿Qué le pasaba a Pinkie? Me parece que sentía usted por él cierto desprecio.
—Desprecio es poco. Lo odiaba a muerte. El que mató a Pinkie me salvó de ir a la cárcel. Pinkie tenía seis hijos, tres chicos y tres chicas, y los maltrató a todos desde el mismo día de su nacimiento, hasta que crecieron lo bastante para plantarle cara. En la actualidad todo el mundo habla de malos tratos, pero Pinkie no hablaba de ellos, Pinkie los cometía. Les daba puñetazos, los quemaba, les hacía beber vinagre y salsa picante por replicarle. Los encerraba en armarios o los dejaba en la calle a merced del frío. Los puteaba, les hacía pasar hambre, los amenazaba. Los golpeaba con cinturones, con tablas, con tuberías de metal, con bastones, con cepillos del pelo, con los puños. Pinkie era el mayor hijo de puta que he conocido en mi vida, y he conocido a unos cuantos.
—¿No intervino nadie?
—Hubo gente que lo intentó. Muchos le llamaron la atención. El problema era demostrarlo. Profesores, consejeros escolares, vecinos. A veces los de Protección de Menores se las arreglaban para quitarle a los niños y cuidar de ellos. El juez siempre se los devolvía. —Movió la cabeza—. Pinkie sabía jugar a aquel juego. Tenía la casa limpia, los chicos se encargaban de eso, y le gustaba la cocina, era su especialidad. Es lo que hacía para ganarse la vida cuando no estaba machacándoles la cabeza o delinquiendo por ahí. Los asistentes sociales aparecían por la casa y todo parecía estar bien. Los chicos habían aprendido a tener la boca cerrada. Dolores dice que recuerda cómo formaban los seis en hilera en la sala de estar y respondían a las preguntas con toda la simpatía del mundo. Pinkie no estaba allí, pero seguro que andaba cerca. Los chicos sabían muy bien que traicionarle equivalía a morir sin remedio. De modo que mentían. Se decía que los asistentes sociales sabían lo que pasaba, pero no podían hacer nada sin la ayuda de los chicos. Se salvaron porque al padre lo metieron en la cárcel.
—¿Y su mujer? ¿Dónde estaba mientras tanto?
—Dolores cree que la mató, aunque no hay nada demostrado. Él alegaba que se había fugado con un borracho y que no había vuelto a saber de ella. Dolores recuerda una noche, ella era una niña todavía, y despertó de pronto. Pinkie estaba en el bosque que había detrás de la casa con una sierra mecánica. Una linterna en el suelo proyectaba grandes sombras contra los árboles. Las polillas revoloteaban alrededor de la luz. Todavía tiene pesadillas con esa historia. Era la menor de la familia y tenía seis años entonces. Creo que el mayor tenía quince. Salió al día siguiente. La tierra estaba revuelta, probablemente para ocultar la sangre. Todavía recuerda el olor…, como el pollo cuando se estropea y hay que tirarlo. Nadie volvió a ver a la madre ni se supo nada de ella.
—Parece que Pinkie era un elemento de cuidado.
—El peor.
—Entonces podría haberlo matado cualquiera, sin excluir a sus hijos. ¿Es eso lo que me está diciendo?
—Es otra forma de resumirlo —dijo—. Desde luego, cuando murió, ya no estaban bajo su autoridad. Los hijos que quedaban se habían ido corriendo a la otra punta del mundo. Dos siguen en California, aunque los vemos poco. —Homer terminó de lavar el último plato y cerró el grifo. Yo seguí secando la cubertería mientras él ponía los platos en su sitio.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Hace cinco años, en marzo. En cuanto salió de Chino, vino directamente aquí; llegó el día veinticinco y se quedó una semana.
—Buena memoria —comenté.
—La policía me preguntó al respecto y tuve que estrujarme la cabeza. Recuerdo la fecha exacta porque el día que se fue retiré quinientos pavos del banco. Conté una semana hacia atrás y la fecha se me quedó grabada. ¿Hay algo más que quiera sonsacarme?
—No quería interrumpir. Continúe.
—Dolores era la única que todavía vivía por la zona, así que, naturalmente, él creía que ella le debía cama y comida durante todo el tiempo que le apeteciera.
—¿Ella estuvo de acuerdo?
—Desde luego.
—¿No se negó usted?
—Lo hice, pero era una batalla perdida. Ella se sentía culpable. Es una chica estupenda y lo que ha soportado, créame, no querría usted saberlo…, pero el caso es que se desvive por complacer y es fácil manipularla…, sobre todo si el manipulador era su padre. Quería el amor de ese hombre. No me pida que se lo explique, después de todo lo que sufrió. Él era todavía su papaíto y no podía echarlo de casa. Él era como siempre había sido: exigente y quisquilloso. Se negaba a levantar un dedo, esperando que ella le sirviera como una esclava. Finalmente me harté y le dije que se largase. Pinkie va y dice: «Claro, no hay problema. No me quedaré donde no me quieren. Que os den morcilla», dijo. Era cabrón como un grano cuando te sientas encima, pero que me ahorquen si me eché atrás.
—¿Toth estaba con él por esa época?
—Iba y venía. Creo que la exmujer de Alfie vive en esta ciudad. Y se aprovechaba de ella cuando no se estaba aprovechando de nosotros.
—¿Y se fueron los dos juntos?
—Que yo sepa sí. Al menos ese era su plan.
—¿Y adónde se dirigieron?
—A Los Ángeles. Luego, atando cabos, se supo que robaron un coche en Los Ángeles y se fueron al lago Tahoe.
—¿Y el funcionario de la libertad condicional? ¿No tenía Pinkie que presentarse ante él?
—Oiga, está usted hablando de un delincuente de oficio. Seguir las normas no era su fuerte. ¿Quién sabe cómo se las apañó para escurrir el bulto? Y Toth era igual.
—¿Cree que alguien pudo seguirlos?
—Ni idea —dijo—. Pinkie no se comportaba como si estuviera preocupado. ¿Por qué? ¿Cree que alguien pudo haberles seguido la pista?
—Es posible —dije.
—Sí, bueno, también es posible que Pinkie encontrara por fin la horma de su zapato. Era uno de esos enanos bravucones, y con un humor de perros. No puedo decir lo mismo de Alfie. Alfie parecía inofensivo. Pinkie es otra historia. Al que lo mató deberían darle una medalla, en mi opinión. Y no reproduzca usted mis palabras. A Dolores no le gustaría oírme decir estas cosas. Veo que soy el único que habla en esta casa.
—Le agradezco lo que hace.
—Eso está bien. Y yo agradezco que me lo agradezca. Ahora es su turno. ¿Qué está haciendo una investigadora privada en medio de la investigación de un homicidio? Lo último que oí es que no tenían sospechoso, así que es imposible que trabaje usted para el abogado de oficio.
Dada su cooperación, me pareció que tenía derecho a algunas explicaciones. Lo puse al corriente de la situación, desde Selma Newquist hasta Colleen Sellers. Lo único que omití fueron los detalles de las dos muertes. No parecían despertarle curiosidad y yo no podía revelar aquella información ni por todo el oro del mundo. Mientras tanto, de forma casi inconsciente, oí una extraña serie de voces en otra habitación. Al principio pensé que se trataba de una radio o una tele, pero las frases se repetían, el tono era monótono y mecánico. Homer también lo oyó y me miró a los ojos. Inclinó la cabeza hacia el corto pasillo que parecía llevar a una habitación trasera.
—Dolores ha vuelto. ¿Quiere hablar con ella?
—Si a usted le parece bien…
—Podrá soportarlo —dijo—. Deme un segundo y le diré lo que pasa. Puede que tenga algo que añadir.
Se acercó a la puerta y llamó antes de entrar. Mientras cruzaba la entrada, tuve un momento de pánico. Allí estaba yo, en una casa extraña, en compañía de un hombre al que no había visto en mi vida. Había creído en él espontáneamente, con una confianza instintiva cuyo origen ignoraba. Puede que Dolores estuviera en la otra habitación, pero la verdad es que sólo tenía su palabra. Tuve una fantasía repentina en la que el hombre salía del dormitorio con un cuchillo de carnicero en la mano. Afortunadamente, la vida, incluso para los detectives, pocas veces es tan interesante. La puerta se abrió y Homer me indicó por señas que entrara.
Nada más verla pensé que Dolores no podía tener ni un día más de veintiún años. Más tarde me enteré de que tenía veintiocho, pero seguían pareciéndome muy pocos para estar casada con un hombre de la edad de Homer. Delgada y diminuta, estaba sentada en un banco de trabajo, en una habitación llena de muñecas Barbie. Desde el suelo hasta el techo, de una pared a otra, vestidas con una sorprendente variedad de estilos, aquellas mujeres de plástico blando aparecían adornadas con vestidos playeros, trajes de gala, conjuntos, pieles, pantalones cortos, capas, pantalones de ciclista, bañadores, pijamas infantiles, vestidos largos… y cada indumentaria con los complementos a juego. Había una fila entera de Barbies con traje de novia, aunque yo nunca la había imaginado casada. En la fila de abajo había veinte Barbies con uniforme de enfermera y de azafata de vuelo, lo que probablemente resumía el abanico de profesiones a su alcance. Unas muñecas todavía estaban en las cajas y otras aparecían sueltas y de pie, fijas a monturas redondas de plástico. Había una fila de Barbies sentadas (negra, centroamericana, rubia, morena) con las largas y perfectas piernas estiradas como si fueran coristas, todas descalzas y con las inmaculadas extremidades rematadas por unos pies casi puntiagudos. Tenían los brazos largos y de una tersura inverosímil. Debían de tener varias cervicales de más para soportar el peso de aquellas radiantes cabelleras. Confieso que me quedé sin habla. Homer se apoyó en la puerta, esperando mi reacción.
Era evidente que esperaba un comentario y dije «Asombroso» con el debido respeto.
Homer se echó a reír.
—Sabía que le gustarían. No conozco a ninguna mujer viva capaz de resistirse a una habitación llena de muñecas.
—Ya —dije.
Dolores me miró con timidez. Tenía una muñeca en el regazo, no una Barbie, a juzgar por el aspecto, sino de otra clase. Con un martillito y un cuchillito le estaba abriendo el estómago. Había una caja con muñecas de plástico idénticas, sin sexo, sin desperfectos, muy juntas y con una serie de agujeros en el pecho, parecidos a los de las cajas de polvos de talco. Junto a esta caja había otra con cabezas, con los ojos entornados y una sonrisa levantándoles las comisuras de los perfectos labios.
—Son Chatty Cathy —dijo la joven—. Es un nuevo pasatiempo. Les arreglo la voz para que puedan hablar otra vez.
—Es genial.
Homer dijo:
—Chicas, os dejo con vuestras cosas. Tenéis mucho de que hablar.
Me encerró en la habitación con ella, tan complacido de sí mismo como los padres cuando presentan a dos niñas del colé. Saltaba a la vista que no sabía nada de mi desgraciada historia con niños huérfanos. Mi primera muñeca, una Betsy Wetsy, si hubiera sobrevivido habría tenido que ir al psiquiatra en algún momento de su vida. A los seis años pensaba que era una lata estar todo el día alimentándola con aquellas botellitas de agua y me cabreaba hasta el infinito cada vez que se meaba en mi regazo. Cuando descubrí que lo que salía era el agua que le echaba por la boca, dejé de alimentarla y la utilicé de peatón al que atropellaba con mi triciclo. Era mi forma de entender el amor maternal y probablemente explica por qué no he tenido hijos.
—¿Cuántas Barbies tienes? —pregunté, fingiendo entusiasmo por las pequeñas protomujeres.
—Algo más de dos mil. Esa es la estrella de la colección, una Barbie número uno todavía con la caja original. El precinto se ha roto, pero está completamente nueva. No me atrevo a decirte lo que pagué. —Hablaba sin inflexiones y sus movimientos carecían de emociones. No miraba a los ojos y dirigía casi todos los comentarios a la muñeca mientras trabajaba—. Homer siempre me ha apoyado.
—Ya lo veo —dije.
—Yo soy un poco purista. Muchos coleccionistas buscan también otras muñecas del mercado…, ya sabes, Francie, Tutti y Todd, Jamie, Skipper, Christie, Cara, Casey, Buffy. Nunca me han interesado. Y Ken menos. ¿Tuviste una Barbie de pequeña?
—No puedo decir que la tuviera —dije. Examiné una muñeca—. Parece como si estuviera sufriendo alguna especie de desarreglo intestinal, ¿no? ¿Por qué te has especializado en Chatty Cathys? No parece muy indicado para una purista de las Barbies.
—Casi ninguna Chatty es mía. Las estoy reparando para una amiga que tiene una tienda. No es tan raro como parece. Chatty Cathy se presentó en 1960, un año después que Barbie. Chatty Cathy era más real…, pecas, dientes saltones, barriguita…, además de la facultad de hablar. A pesar de la Barbie, la Era Sonora va de 1967 a 1973 e incluye aquellas muñecas a las que había que dar la vuelta. Pocas personas lo saben.
—Yo no lo sabía —dije—. ¿Qué es eso?
—Es el disco de vinilo de siete centímetros con las frases de Cathy. Cuando tiras del cordel, se activa un muelle que hace que ese pequeño cinturón de caucho ponga en marcha el plato. Las primeras versiones de la muñeca tenían once frases, pero subieron a dieciocho. Lo más curioso de las Chatties es que no hay dos iguales. Por supuesto, se fabricaban en serie, pero todas parecen distintas. Es un poco escalofriante. Bueno, estoy segura de que no has venido hasta aquí para hablar de muñecas. Te interesa mi padre.
—Homer me puso al corriente de todo, pero me gustaría oír tu versión. Tengo entendido que él y Alfie Toth pasaron un tiempo con vosotros poco después de que los soltaran de Chino.
—Sí. Papá estaba preocupado por su situación porque ninguno de sus hijos quería saber nada de él. Quiso pasar una noche con mi hermano Clint, que vive en Inglewood, al lado del aeropuerto de Los Ángeles. Clint todavía está enfadado con él. Se negó a dejarle entrar, pero le dijo que podía dormir en el cobertizo de las herramientas, si quería. Papá se puso furioso, claro, y se fue echando chispas, no sin antes forzar la puerta de su casa. Alfie y él esperaron a que se fuera Clint, se llevaron todo el dinero y rompieron todos los muebles.
—Debió de ser un gran golpe. ¿Lo denunció Clint a la policía?
Dolores pareció sobresaltarse; aquella era la primera reacción real que le veía.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Me han contado que había un policía de paisano que buscaba a Thoth con una orden de detención, más o menos en la época de su muerte. ¿Tuvo algo que ver con aquel episodio?
Dolores negó con la cabeza.
—Seguro que no. Clint nunca haría una cosa así. Puede que no quisiera a papá en su casa, pero nunca lo denunciaría. Es curioso, pero cuando mi hermana Mame me llamó, hace un año aproximadamente, para decirme que habían encontrado el cadáver, me eché a reír tan fuerte que me meé encima. Homer tuvo que llamar al médico cuando vio que no podía parar. El médico me puso una inyección para calmarme. Dijo que era histeria, pero en realidad era alivio. Hacía cinco años que no sabíamos nada de él y probablemente estaba esperando alguna clase de confirmación.
—¿Por qué crees que se fue al lago Tahoe, después de estar en la casa de Clint?
—Mi hermana vive allí. Bueno, una de ellas. No en el lago Tahoe exactamente, pero por allí.
—¿En serio? Siento curiosidad por saber qué le había impulsado a tomar esa dirección.
—No creo que el marido de Mame se pusiera al verlo más contento que Homer.
—¿Cuánto tiempo estuvo con ella?
—Una semana aproximadamente. Mame me dijo después que Alfie y él habían ido a pescar, y esa fue la última vez que lo vieron, que yo sepa.
—¿Crees que podría hablar con ella? Estoy segura de que la policía ya se ha ocupado de eso, pero sería de gran valor para mí.
—Sí, claro. No es difícil de encontrar. Trabaja de secretaria en la comisaría del sheriff de allí.
—¿De allí? ¿De dónde?
—De Nota Lake. Se llama Margaret, pero los de la familia la llamamos Mame.