Alcancé al doctor Yee cuando se dirigía al aparcamiento. Había dejado el VW en una zona de noventa minutos, delante de la entrada de urgencias, y había dado la vuelta al edificio para entrar por el vestíbulo principal. El doctor Yee salía por una puerta lateral y se preparaba para cruzar la calle hacia el garaje. Dije su nombre en voz alta y se dio la vuelta. Lo saludé con la mano y esperó hasta que llegué a su lado.
El condado de Santa Teresa todavía utiliza el sistema del «sheriff-forense», en el que el sheriff, como funcionario elegido por votación, también está a cargo de la oficina del forense. Las autopsias las hacen en realidad varios patólogos contratados que trabajan en coordinación con los investigadores del forense. Steven Yee andaba por los cuarenta y pertenecía a la tercera generación de chinos estadounidenses; tenía pasión por la cocina francesa.
—¿Me estás buscando? —Medía el metro ochenta, era esbelto y guapo, con una cara redonda y lisa. Tenía el pelo de un negro brillante, con exóticos mechones blancos, y lo llevaba peinado hacia atrás.
—Me alegro de verte. ¿Vas a casa? Necesito unos quince minutos de tu tiempo, si puedes malgastarlos.
Miró su reloj.
—No tengo que estar en el restaurante hasta dentro de una hora —dijo.
—Ya me había enterado de que tienes otra profesión.
Sonrió con placer, encogiéndose modestamente de hombros.
—Bueno, el dinero no es mucho, pero ya gano suficiente aquí. Es relajante cortar puerros en lugar de… otras cosas.
—Al menos ya tienes experiencia con la cuchilla de carnicero —dije.
Se echó a reír.
—Créeme, nadie trincha la carne tan escrupulosamente como yo. Tendrías que ir una noche. Te prepararé una comida que te hará lloriquear de placer.
—Te tomo la palabra —dije—. Ya nos conoces a mí y a las hamburguesas con queso.
—¿Y qué ocurre? ¿Estás aquí por trabajo?
—Estoy buscando información sobre un hombre llamado Alfie Toth. ¿Te suena el caso?
—Debería. Yo le hice la autopsia —dijo. Señaló el edificio con el pulgar—. Ven a mi despacho. Te enseñaré lo que tenemos.
—Genial —dije muy contenta mientras lo seguía—. Creo que la muerte de Toth podría estar relacionada con un presunto homicidio ocurrido en Nota Lake…, un tipo llamado Ritter. Un agente del sheriff de allí estaba trabajando en el caso, pero murió de un ataque al corazón, hace unas semanas. El agente se llamaba Tom Newquist. ¿Se puso en contacto contigo?
—Conozco el nombre, pero no habló conmigo directamente. Yo hablé por teléfono con el forense de Nota Lake y este me lo mencionó. ¿Cuál es tu relación con él? ¿Algo del seguro?
—Ya no trabajo para La Fidelidad de California. He conseguido una oficina en el bufete de Lonnie Kingman, en Capillo.
—¿Qué pasó con LFC?
—Me echaron a la calle y me vino muy bien —dije—. Era hora de cambiar, así que ahora trabajo principalmente por mi cuenta. La viuda de Tom Newquist me contrató. Dijo que su marido estaba muy preocupado y quería que yo descubriera por qué. Los representantes de la ley de Nota Lake eran reacios a hablar del asunto y los de aquí no son más locuaces.
—Apuesto a que no.
Cuando llegamos al ascensor, pulsó el botón de bajada y charlamos superficialmente de otros temas mientras descendíamos a las entrañas del edificio.
El despacho del doctor Yee era un cubículo desnudo que daba al pasillo que salía del depósito de cadáveres. La antesala estaba llena de archivadores beis y el despacho apenas era lo bastante grande para contener el gran escritorio articulado, el sillón giratorio y la sencilla silla de madera para las visitas. Había trasladado los libros de medicina a una estantería de pie y el escritorio estaba reservado ahora a una pulcra fila de libros de cocina francesa, sujetos por ambos extremos por sendos frascos de turbio formol en los que flotaba algo que no me preocupé por averiguar. Utilizaba una mamoplastia de gel como pisapapeles, encima de un montón de documentos sueltos.
—Espera un poco y te enseñaré el expediente —dijo—. Siéntate.
La silla estaba llena de revistas de medicina, así que me senté en el borde, contenta de que el doctor Yee me manifestara aquella confianza. El doctor Yee no era descuidado con la información, pero tampoco tan paranoico como los policías. Volvió con una carpeta y un sobre comercial marrón y se sentó en el sillón giratorio, dejándolos en la mesa, delante de mí.
—¿Son las fotografías? ¿Puedo verlas?
—Claro, pero no te dirán mucho. —Sacó del sobre unas fotografías en color, de veinte centímetros por treinta, con diferentes encuadres del lugar en el que habían hallado a Alfie Toth. El terreno era claramente escabroso: rocas, carrascas y encinas de otro siglo—. Toth fue identificado por lo que quedaba del esqueleto, mayormente trabajo dental. El cuerpo de Percy Ritter fue encontrado en Nota Lake en circunstancias parecidas; mismo modus operandi y un paraje alejado semejante. En ambos casos se tardó algún tiempo en encontrar los cadáveres.
Me quedé mirando una foto con perplejidad; no estaba segura de lo que veía, probablemente la mitad inferior de Alfie Toht, desmoronada en el polvo. Los huesos de la pelvis parecían unidos, pero el fémur, la tibia y el peroné estaban en un montón, como ramas de encender el fuego que han pasado mucho tiempo a la intemperie. El desordenado esqueleto parecía un adorno de Halloween que necesitara una recomposición de urgencia.
El doctor Yee decía:
—El cuerpo momificado de Ritter estaba completamente vestido, con objetos personales en los bolsillos… permiso de conducir caducado, tarjetas de crédito. La identificación fue confirmada por las huellas dactilares, que tuvieron que reconstruirse. Habían desaparecido en gran parte porque el proceso bacteriano y la putrefacción se detienen cuando la humedad del cuerpo se reduce en más del cincuenta por ciento. La carne de Ritter estaba apergaminada, pero Kirchner se las arregló para recuperar toda la mano menos el pulgar y el anular de la mano derecha. Las huellas de Ritter estaban en los archivos policiales desde 1972. Era un mal bicho. Auténtica escoria.
—No sabía que pudierais salvar huellas así.
Se encogió de hombros.
—A veces tienes que cortar los dedos antes. Para rehidratarlos, puedes tenerlos un par de días en una solución de lejía al tres por ciento o en una solución de Photo-Flo doscientos de Eastman Kodak al uno por ciento. Otro método es utilizar soluciones sucesivas de alcohol, empezando por el noventa por ciento y reduciendo gradualmente. Con Ritter, la primera hipótesis fue el suicidio, aunque Kirchner dijo que tenía fuertes dudas y el sheriff del condado también. La verdad es que no había ninguna nota de suicida por allí, pero tampoco había desorden en los alrededores ni traumatismos en el cuerpo. En el hueso hioides no había ninguna fractura que sugiriese compresión cervical, y tampoco había heridas de cuchillo, ni fracturas de cráneo, ni impactos de bala…
—En otras palabras, no había señales de homicidio.
—Exacto. Lo que no quiere decir que no se le pudiera matar de otra manera. Con Toth pasó lo mismo, sólo que a este no se le encontró ninguna identificación personal. La comisaría del sheriff investigó las denuncias por desaparición de los últimos meses y se puso en contacto con los familiares. Así se hicieron las primeras comprobaciones.
—Entonces, ¿qué estamos mirando? —pregunté, volviendo la fotografía para que pudiera verla.
—Al parecer, los dos ataron una cuerda a un pedrusco, se echaron un nudo corredizo al cuello, pasaron el pedrusco entre las ramas de la primera bifurcación de un árbol y se colgaron. Las semejanzas salieron a la luz más tarde.
Lo miré fijamente.
—Qué raro.
Volví a mirar la foto y entonces vi la cuerda alrededor de una piedra del tamaño de una sandía grande. El tronco y las extremidades de Toth se habían desgajado y caído a un lado del árbol, mientras la cabeza y el cuello, atraídos por el peso del pedrusco, habían caído al otro lado, aún con el nudo corredizo.
—No había nada notable en la cuerda, por si te lo estás preguntando. Cuerda de tender ropa normal y corriente, de venta en todas las ferreterías y grandes almacenes —dijo. Me miró a la cara—. Esto no es ser racista, pero el método cuadra más con la sensibilidad asiática. ¿Cómo pudo ocurrírsele una cosa así a un desgraciado allá en Nota Lake? Y después a otro en Santa Teresa. Siempre es posible que Toth oyera hablar del suicidio de su compinche y que imitara su manera de cometerlo, pero incluso así es absurdo. Por lo que yo sé, los polis de Nota Lake se guardaron los detalles. Era información limitada a los departamentos internos.
—Es verdad. Si Alfie Toth quería suicidarse, se habría pegado un tiro en la cabeza; algo sencillo y directo, más acorde con su estilo de vida.
El doctor Yee se repantigó en el sillón con un crujido.
—Una explicación más plausible es que ambas víctimas murieran a manos del mismo grupo. Y la policía está así de paranoica porque quiere evitar que aparezcan emuladores y otros chiflados. Si alguien se presenta para confesar, es preferible que los detalles los sepa sólo el asesino. Hasta ahora los periódicos no se han enterado de lo ocurrido. Saben que se encontró un cadáver aquí, pero nada más. Y no creo que los reporteros lo hayan asociado con el difunto de Nota Lake. Ese no pintaba nada aquí.
—¿Cuándo se cree que murió Ritter?
—Bueno, llevaba allí unos cinco años, según la estimación de Kirchner. Un comprobante de gasolina que había entre sus efectos personales databa de abril de 1981. Los empleados de la gasolinera se acuerdan de los dos.
—Mucho tiempo entre las dos muertes —dije—. ¿Alguna vez has visto un método así?
—Sólo en los manuales. Y eso es lo curioso. Mira esto. —Se estiró hacia atrás y retiró un volumen de la estantería—. El Atlas de medicina legal de Tomio Watanabe. Se publicó en el sesenta y ocho, en Japón, así que es difícil de encontrar actualmente. —Pasó las páginas, buscó la sección de ahorcamientos y volvió el libro para que lo viese. Las fotos eran de suicidas japoneses y probablemente procedían de comisarías de policía y de patólogos de Japón. Una joven había empotrado el cuello en la V de un árbol y se había estrangulado la arteria carótida. Otra mujer había hecho un doble lazo en una cuerda larga, se lo había pasado por el cuello y luego había metido el pie, estrangulando los vasos como con un torniquete. En el método aludido por el doctor Yee, un hombre ataba una piedra con el extremo de una cuerda y ponía la piedra en el asiento de una silla. Luego se pasaba la cuerda por el cuello, se sentaba con la espalda pegada al respaldo de la silla y empujaba esta para que la piedra cayera y lo estrangulara. Miré con detenimiento aquellas páginas, que describían gráficamente y con detalle el ingenio que derrochaban los seres humanos para quitarse la vida. En todos los casos veía la cara de la desesperación. Miré al suelo un momento, repasando mentalmente la sinopsis argumental como si fuera una película.
—No es posible que dos hombres, uno en cada extremo de California, idearan independientemente el mismo método.
—No es probable —dijo—. Aunque, dado que eran amigos, es posible que oyeran a alguien describir la técnica. Por si has pensado suicidarte, el momento de la verdad es cuando tiras el pedrusco por la horquilla del árbol; ya no hay forma de retroceder. Además, la muerte es razonablemente rápida; no instantánea, pero pierdes la conciencia en un minuto o menos.
—¿Y son las dos únicas muertes de estas características que conoces?
—Exacto. No creo que se trate de ninguna serie, pero los dos tienen que estar relacionados.
—¿Cómo te enteraste de la muerte de Ritter?
—Por Newquist. Él sabía lo de Ritter desde que descubrieron su cadáver, en marzo del año pasado. Cuando el excursionista encontró a Toth, hizo la declaración en la comisaría del sheriff local y se pusieron en contacto con Nota Lake por tratarse del mismo modus operandi.
—¿No es posible que Toth matara a su amigo Ritter, esperando que pareciera un suicidio en lugar de un asesinato, y que terminara suicidándose de la misma forma? Habría cierta ironía en eso.
—Es posible —dijo con expresión dudosa—, pero ¿qué imaginas? ¿Que Toth cometió un asesinato y cinco años después se sintió abrumado por la culpa?
—No tiene mucho sentido, ¿verdad? —dije en un tono parecido al suyo—. Hablé con su exmujer y, por lo que dijo, no se comportaba como un deprimido terminal. —Miré la hora. Eran casi las cinco menos cuarto—. Bueno, será mejor que me vaya. Te agradezco la información. Me ha ayudado mucho.
—Ha sido un placer.
Cuando llegué a casa, a las cinco en punto, la cocina de Henry estaba iluminada y lo encontré sentado a la mesa con un archivador delante. Golpeé el cristal y me indicó por señas que entrara.
—Sírvete un té. Acabo de prepararlo.
—Gracias. —Saqué una taza limpia del armario, me serví y luego me senté a la mesa mirando lo que hacía Henry.
—Son cupones comerciales. Una nueva pasión, por si te lo estás preguntando —dijo.
Henry siempre había sido un entusiasta del ahorro. Todos los días se sentaba con el periódico local y se ponía a recortar cupones antes de ir a la compra.
—¿Puedo ayudarle?
—Puedes clasificarlos mientras los corto —dijo. Me pasó un fajo de etiquetas y vi que estaban ordenadas según la compañía que prometía devolver una parte del precio de los artículos—. Short’s Drugs ha fundado un club de ahorradores que permite acumular cupones y enviarlos todos a la vez. No tiene sentido solicitar que te devuelvan cincuenta centavos cuando los sellos cuestan casi treinta y cinco.
—No puedo creer que pierda el tiempo en esto —comenté mientras clasificaba. Productos dietéticos, detergente, jabón, colutorios.
—Algunos son productos que utilizo de todas formas, así que es imposible resistirse. Mira este. Dentífrico gratis. Deja la sonrisa extrablanca, dice.
—Su sonrisa ya es blanca.
—Supón que termino prefiriendo el sabor de este otro. No hace daño probar algo nuevo —dijo—. Aquí hay uno de champú. Te dan un frasco gratis si compras antes del primero de abril. Sólo uno por cliente y yo ya tengo el mío, así que guardaré este por si algún día te interesa.
—Gracias. ¿Colecciona estos además de los cupones de regalo?
—Bueno, sí, aunque requiere mucha más paciencia. A veces han de pasar dos o tres meses, pero entonces te dan un bonito cheque. Quince dólares juntos. Es como encontrar dinero. Te sorprendería la rapidez con que se acumulan.
—Apuesto a que sí. —Di un sorbo al té.
Henry me pasó otro montón de etiquetas.
—Cuando termines con ese puñado, puedes seguir con este.
—No quiero parecer quisquillosa —dije, llevando la conservación a mi terreno—, pero, hablando con sinceridad, Rosie prestó más atención anoche a aquellos gamberros que a nosotros. No es que hiriera mis sentimientos, pero me jorobó.
Henry sonrió para sí.
—¿No estás exagerando?
—Bueno, puede que haya empleado una palabra demasiado fuerte, pero usted ya sabe lo que quiero decir. Pero Henry, ¿cuántas aspirinas infantiles toma últimamente? Llevo ya quince etiquetas.
—Las que me sobran las doy a la parroquia. Hablando de analgésicos, ¿cómo va tu mano?
—Bien. Mucho mejor. Apenas duele —dije—. Así que la actitud de Rosie no le molesta a usted.
—Rosie es Rosie. Nunca cambiará. Si te incordia, díselo a ella. No me vengas con quejas a mí.
—Mira qué bien. Ya veo. Quiere que yo le ponga el cascabel al gato.
—Duelo de titanes. Me gustaría verlo —comentó.
A las seis salí de casa de Henry y pasé por la mía para recoger el paraguas y la cazadora. La lluvia había vuelto a amainar, pero el frío saturaba el aire y fue un alivio entrar en la casa de comidas. El local de Rosie estaba tranquilo y en el aire flotaban penetrantes aromas de coliflor, cebollas, ajos, beicon y ternera humeante. Había dos clientes en un reservado, pero vi que ya les habían servido. El tintineo ocasional de los cubiertos en los platos era lo único que se oía.
Rosie estaba sola, sentada delante de la barra, absorta en el periódico vespertino, que tenía abierto ante sí. Al final de la barra había un pequeño televisor con el sonido quitado. No había rastros de William y me di cuenta de que si quería pillarla, era la ocasión ideal. El corazón se me aceleró. Rara vez aplico mi valor a estas reciprocidades. Empujé un taburete y me senté junto a ella.
—Huele bien.
—Hay muchas cosas que huelen bien —dijo. William está preparando coliflor frita con crema agria. También ternera a la pimienta y lengua de vaca con tomate.
—Mis favoritos —dije con indiferencia.
En aquel momento entraron cuatro personas, junto con una ráfaga de aire frío antes de que la puerta se cerrara de golpe. Rosie bajó del taburete y cruzó el salón para recibirlas, haciendo de anfitriona por una vez en la vida. La puerta se abrió de nuevo y de repente apareció Colleen Selles bajo el dintel. ¿Qué hacía allí? Con las ganas que tenía de vérmelas con Rosie. Quizá Colleen había decidido echarme una mano.
—Ni siquiera sé para qué he venido —dijo de mal humor. Su pelo rubio estaba lacio a causa de la humedad y sus gafas se habían empañado debido a la calefacción.
—Para hablar de Tom.
—Supongo.
—¿Quieres contármelo todo?
—No hay mucho que contar.
Estábamos en el reservado del fondo que suelo considerar mío. Le había servido un vaso de vino, que permanecía intacto delante de ella. Se quitó las gafas, sacó una servilleta de papel del servilletero y se puso a limpiar los cristales de tal modo que temí que fuera a romperlos. Sin las gafas parecía frágil y la infelicidad se palpaba en el aire que nos separaba.
—¿Cuándo lo conociste?
—En una convención, allá en Redding, hace años. Había ido solo. No llegué a conocer a su mujer. No le gustaba acompañarlo, al menos es lo que me dijeron. Supuse que era una pesada. No es que él lo admitiera, pero lo decían otras personas. No sé cuál sería su encanto. Tom siempre hablaba de ella como si fuera una especie de diosa. —Se apartó el pelo de la cara y se lo puso detrás de las orejas, un estilo que no la favorecía. Volvió a calarse las gafas y vi manchas en los cristales.
—¿Os conocisteis por casualidad o a propósito?
Colleen elevó los ojos y en su boca se dibujó una débil sonrisa.
—No sé a qué te refieres, pero está bien…, me tragaré el anzuelo. Sabía que iba a estar allí y lo busqué. ¿Qué te parece?
Le devolví la sonrisa.
—¿Quieres contarlo a tu manera?
—Lo prefiero —dijo con frialdad—. Hasta la convención de Redding sólo había hablado con él por teléfono. Parecía un tipo bárbaro, así que naturalmente quise conocerlo en persona. Congeniamos enseguida, charlamos sobre varios casos en los que habíamos trabajado, los más interesantes. Ya sabes cómo es, intercambio de anécdotas profesionales. Hablamos de la política de la comisaría, comparamos experiencias, lo de siempre.
—No quiero parecer acusica, pero alguien, por lo visto, pensó que estabais muy tiernos.
—¿Tiernos?
—Que estabais coqueteando. Sólo te cuento lo que me han contado.
—No hay ninguna ley que prohíba coquetear. Tom era un encanto. Nunca he conocido un hombre al que no le guste echarse un poco de incienso, especialmente a nuestra edad. Dios mío. ¿Quién coño te ha contado todo eso? Alguien que busca problemas, eso te lo aseguro.
—¿Lo conociste bien?
—Sólo lo vi dos veces. No, perdón. Tres veces. Al principio sólo por asuntos profesionales, por el caso que estaba investigando.
—¿Qué caso era?
—El sheriff de Nota Lake encontró un posible suicida en el desierto, un expresidiario llamado Ritter que se había colgado de las ramas de un roble. Lo identificaron por las huellas dactilares y Tom había rastreado su pista hasta que lo soltaron de Chino, en la primavera de 1981. Ritter tenía familia por esta zona; en Perdido para ser exactos. Tom habló con los parientes por teléfono y le dijeron que Ritter había estado viajando con un compinche.
—Alfie Toth —dije. Sentía curiosidad por oír su versión, pero no quería que pensara que era completamente ignorante de los hechos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Bueno, tengo mis fuentes, como tú tienes las tuyas. Sé que Tom vino aquí en junio para buscarlo.
—Exacto. Yo fui quien lo puso en la pista del individuo. Toth había sido detenido aquí por un delito menor. Llamé a Tom y dijo que vendría al día siguiente. Eso fue a mediados de abril. Le dije que con mucho gusto me encargaría yo de establecer el contacto, pero prefirió hacerlo solo. Supongo que se liaría con el trabajo y no vino hasta junio. Por entonces, Toth había salido de la cárcel y huido.
—¿Así que Tom no llegó a hablar con él?
—No, que yo sepa. Luego apareció el cadáver de Toth, en enero de este año. En cuanto lo identificaron, llamé a Tom. El modus operandi era el mismo en los dos casos, el de Ritter y el de Toth, y eso era preocupante. Las dos muertes tenían que estar relacionadas, pero era difícil determinar cuál podía haber sido la motivación.
—Por lo que he oído, los asesinatos estuvieron separados por un espacio de cinco años. ¿Tienes alguna teoría?
Vi que su boca se curvaba y movió la cabeza para transmitir sus impresiones ambivalentes.
—Era una época en la que Tom y yo no nos poníamos de acuerdo en nada. Pudo haber sido un caso de traición… ya sabes, un atraco a un banco o un robo en el que Ritter y su socio traicionan a un cómplice. El tipo los pilla y mata a Ritter al momento. Luego tarda cinco años en cazar a su colega Toth.
—¿Cuál era la teoría de Tom?
—Bueno, él pensaba que Toth podía haber sido testigo del asesinato de Ritter. Algo pasa en las montañas y Pinkie Ritter muere. Toth se las arregla para huir y finalmente el asesino da con él.
—O quizás Alfie Toth mató a Ritter y algún otro apareció en escena y se vengó —dije.
Colleen sonrió brevemente.
—Bueno, yo también lo sugerí, pero Tom estaba convencido de que el asesino era el mismo en los dos casos.
Pensé en el doctor Yee, cuya opinión coincidía con la de Tom.
—Me sería útil ponerme en contacto con la familia de Ritter.
—Puedo darte su teléfono. No lo llevo encima, pero podría llamarte más tarde si quieres.
—Sería estupendo. Otra cosa. Ya sé que no es asunto mío, pero ¿estabas enamorada de Tom? Porque eso es lo que me ha parecido, leyendo entre líneas —dije.
Su lenguaje corporal cambió y la vi debatir consigo misma sobre cuánto debía revelarme.
—Tom era leal como un perro, completamente dedicado a su esposa, y me lo dio a entender indirectamente. ¿No es siempre así? Todos los hombres buenos están casados.
—Eso dicen.
—Pero te diré algo. Había química auténtica entre nosotros. Entonces entendí la expresión «compañero del alma». ¿Sabes lo que quiero decir? Éramos compañeros espirituales. No es broma. Era como encontrarme a mí misma con otro aspecto…, mi doble espiritual…, y era sublime. Estábamos juntos en una habitación con otras quinientas o seiscientas personas y yo siempre sabía dónde estaba él. Era como si unos tentáculos se abrieran paso por la sala de butacas. Ni siquiera tenía que buscarlo. El lazo era así de fuerte. No había nada que no pudiera contarle. ¿Y reír? Señor, cómo nos reíamos.
—¿Te acostaste con él? —pregunté, haciéndome la tonta.
El rubor le subió a las mejillas.
—No, pero lo habría hecho. Maldita sea, estaba tan loca por él que yo misma se lo propuse. No sentí vergüenza. Me moría de ganas. Habría aceptado todas las condiciones con tal de estar una sola vez con él. —Sacudió la cabeza—. No quiso, ¿y sabes por qué? Era honrado. Decente. ¿Te das cuenta de la ironía en los tiempos que corren y a nuestra edad? Tom era un hombre honrado. Había prometido ser fiel y cumplía. Aquella era una de las cosas que más admiraba en él.
—Quizás haya sido mejor así. No habría sabido fingir, ni aunque lo hubiera intentado con todas sus fuerzas.
—Eso me dije.
—Lo echas de menos.
—He llorado todos los días desde que me enteré de su muerte. Ni siquiera tuve la oportunidad de decirle adiós.
—Debe de ser duro.
—Horrible y nada más que horrible. Lo añoro más que a mi propia madre cuando murió. Si me hubiera acostado con él, habría tenido que matarme o algo parecido. La pérdida y el dolor habrían sido imposibles de soportar.
—Quizá lo habrías respetado menos si hubiera aceptado.
—Es un riesgo que habría corrido aunque sólo hubiese contado con media posibilidad.
—En cualquier caso, lamento tu dolor.
—No más que yo. Nunca encontraré otro hombre como él. Pero ¿qué quieres que haga? Hay que seguir tirando. Al menos su mujer puede permitirse el lujo de llorarle en público. ¿Lo está pasando mal?
—Me contrató para eso precisamente, para buscar consuelo.
Colleen apartó la mirada, tratando de ocultar su interés.
—¿Cómo es?
Lo pensé un momento y procuré ser justa.
—Generosa con su tiempo. Muy insegura. Eficiente. Fuma. De aspecto un poco chocante, pelo rubio platino cortado hasta aquí. Tiene un gusto ligeramente chabacano y está loca por su hijo Brant. Era el hijo adoptivo de Tom.
—¿Te cae bien? ¿Es simpática?
—La gente asegura que está neurótica, pero a mí me cae bien. A algunos no, pero eso puede decirse de todos nosotros. Siempre hay alguien que piensa que somos una cagarruta de perro.
—¿Le quería?
—Yo diría que mucho. Probablemente era un matrimonio estable…, quizá no era perfecto, pero funcionaba. A ella no le gusta la idea de que muriera dejando asuntos pendientes.
—Vuelta a lo mismo —dijo.
—Haría lo mismo por ti si me contrataras para buscar respuestas.
La mirada de Colleen volvió a posarse en mis ojos.
—Pensaste que era yo. Que habíamos tenido una aventura.
—Me pasó por la cabeza.
—Si hubiera estado liada con él, ¿se lo habrías dicho a ella?
—No. ¿De qué habría servido?
—Bien. —Guardó silencio un momento.
—¿Sabes por qué estaba Tom tan preocupado? —pregunté.
—Es posible.
—¿Por qué eres tan protectora?
—No es asunto mío tranquilizar a esa mujer —dijo—. ¿Quién me tranquiliza a mí?
Levanté las manos en señal de rendición.
—Sólo he formulado una pregunta. Tú haz lo que te parezca.
—Tengo que irme —dijo bruscamente, recogiendo el abrigo—. Te llamaré más tarde para darte el teléfono de la hija de Ritter.
Levanté un dedo.
—Espera. Acabo de recordarlo. Tengo algo para ti, por si estás interesada. —Rebusqué en el compartimento exterior de mi bolso y saqué una de las fotos de Tom en el banquete de abril—. Hice estas copias por si las necesitaba. Quizá te gustaría tener algo para recordarle. —Recogió la foto sin abrir la boca, esbozando una ligera sonrisa mientras la miraba—. Yo no lo conocí, pero me pareció que lo habían captado bien —dije.
Levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias.