14

Olga Toth abrió la puerta de su casa de Perdido con unas mallas ajustadas y un vestidito suelto de algodón, estilo túnica, sujeto en la cintura por un ancho cinturón de plástico blanco con bisutería incrustada. La tela se le pegaba al cuerpo como una venda que no pudiera ocultar el daño que el tiempo había infligido a su anatomía de sesenta años. Sus botas hasta la rodilla parecían del número treinta y cinco, caimán blanco de vinilo con unos imaginativos pespuntes en el empeine. Se había puesto algo en la cara, probablemente inyecciones de colágeno, a juzgar por la hinchazón de los labios y el aspecto grumoso de las mejillas. Tenía el pelo rubio platino y los ojos castaños muy perfilados, con un sorprendente par de cejas dibujadas encima. Antes de que dijera una sola palabra puede oler el alcohol en su aliento.

Había recorrido los cincuenta kilómetros que había hasta Perdido bajo una de esas lloviznas que obligan a tener siempre en marcha los limpiaparabrisas y a prestar la máxima atención. La carretera estaba resbaladiza y el firme relucía con una engañosa pátina de agua que hacía peligrosa la conducción. En circunstancias normales habría retrasado el viaje un par de horas, pero me preocupaba que, por el motivo que fuese, la poli advirtiera de mi interés a la exmujer de Alfie, instándola a que tuviera la boca cerrada si llamaba a su puerta.

La dirección que me habían dado estaba al lado mismo de la playa, una comunidad urbana de diez viviendas de madera, de dos plantas y con vistas al Pacífico. La de Olga estaba en el primer piso, tenía escalera exterior y una pequeña entrada cubierta y flanqueada de macetas. La mujer que contestó al timbre era mayor de lo que esperaba y su sonrisa puso al descubierto un deslumbrante catálogo de fundas.

—¿La señora Toth?

—¿Sí? —dijo. Su voz transmitía un optimismo natural, como si después de cumplir todos los requisitos y conseguir los números que le permitían participar en el sorteo, corriera a abrir la puerta para recoger las llaves del coche que le había tocado o, mejor aún, el cheque gigante por varios millones de dólares.

Le enseñé mi tarjeta.

—¿Podría hablar con usted sobre su exmarido?

—¿Cuál?

—Alfie Toth.

Su sonrisa se desvaneció con desilusión, como si entre sus muchos exmaridos los hubiera mejores.

—Encanto, lamento tener que ser yo quien te lo comunique, pero está muerto, y si has venido para cobrar alguna de sus deudas, la cola está en la parte de atrás.

—Se trata de otro asunto. ¿Puedo entrar?

—¿No estás aquí para entregarme ninguna citación? —preguntó con cautela.

—En absoluto. De verdad.

—Porque te lo advierto, el día que nos separamos puse una nota en el periódico diciendo que no era responsable de más deudas que las mías.

—Es usted completamente inocente por lo que a mí respecta.

Me inspeccionó con aire reflexivo y dio un paso atrás.

—No quiero líos raros —advirtió.

—Yo nunca soy rara —dije.

La seguí por el pequeño recibidor y la vi recoger un vaso de martini de una pequeña consola.

—Estaba tomando una copa, por si quieres acompañarme.

—Ahora no, pero gracias de todos modos.

Entramos en una salita donde todo era blanco, la alfombra de nailon y de aspecto pisoteado, las alfombrillas de nailon, los sofás de piel de imitación, la silla de vinilo. Sólo había una lámpara encendida y la luz que entraba por las cortinas quedaba oscurecida por la lluvia. La habitación me pareció húmeda. En la mesita de cristal y cromo había un gran ramo de lirios blancos, una coctelera de Martinis, varios números de Architectural Digest y otro reciente de Modern Maturity. Su mirada se posó en este al mismo tiempo que la mía. Recogió la revista de un zarpazo.

—Es de una amiga. Yo detesto estas cosas. En cuanto cumples los cincuenta, la asociación nacional de jubilados empieza a darte la tabarra para que te hagas socio. Yo no creo que me haya llegado la hora del retiro, ni de lejos —me aseguró. Se sirvió otro vaso, añadiendo unas aceitunas que sacó de un tazón. Se chupó los dedos con entusiasmo—. Las aceitunas son lo mejor.

Sus uñas eran muy largas y de color rosa, tan gruesas que seguramente eran acrílicas, o fundas de seda mal hechas.

—¿En qué trabaja usted? —pregunté.

Me hizo una seña para que me sentara en un extremo del sofá y ella lo hizo en el otro, con el brazo estirado en el respaldo.

—Soy esteticista y si no te importa que te lo diga…

Levanté una mano.

—No me dé consejos de belleza. No lo soporto.

Se echó a reír, produciendo un ruido gutural que le sacudió los pechos.

—No duele intentarlo. Si alguna vez quieres maquillarte, dame un toque. Podría hacer maravillas con esas greñas. Y bien, ¿qué pasa con Alfie? Creía que todos sus problemas habían terminado de una vez para siempre, pobre muchacho.

La puse al corriente de la naturaleza del trabajo para el que me habían contratado, pensando que, como viuda, entendería la preocupación de Selma Newquist por el estado de ánimo de su esposo las semanas anteriores a su muerte.

—Recuerdo el apellido Newquist —dijo—. Me llamó un par de semanas después de que Alfie se fuera. Dijo que era importante, pero a mí no me pareció que fuera urgente. Le dije que Alfie todavía estaba por alguna parte y que con mucho gusto iría a buscarlo si me daba un par de días.

—¿Cuánto tiempo estuvo Alfie aquí?

—Dos o tres días. No permito que ninguno de mis exmaridos se quede más tiempo. De lo contrario tendría hombres acampando en la calle cada vez que me diera la vuelta. Todos quieren lo mismo. —Levantó la mano derecha y estiró dedos conforme enumeraba elementos—. Quieren sexo, la colada hecha y unos cuantos pavos en el bolsillo antes de que los mandes a paseo.

—¿Por qué dejó Alfie el hotel Gramercy?

—Me dio la impresión de que estaba nervioso. Parecía inquieto, pero no dijo por qué. Alfie siempre había sido inquieto, pero yo diría que estaba buscando un sitio para esconderse. Creo que esperaba una oportunidad para establecerse aquí definitivamente, pero yo no tenía intención de dársela. Traté de disuadirle de cualquier plan ambicioso que tuviera. Era un hombre cariñoso, el más cariñoso. Tenía veinte años menos que yo, aunque nadie lo hubiera dicho. Estuvimos casados ocho años. Bueno, siempre estaba entrando y saliendo de la cárcel, por eso duró tanto.

—¿Por qué lo encerraban?

Desechó la pregunta de un manotazo.

—Nunca por nada importante… cheques sin fondos, hurtos menores, borrachera pública. A veces se pasaba y entonces lo metían en prisión. Nada violento. Nada de delitos contra las personas. Su problema era que quería aprovecharse del sistema, pero no sabía cómo. No estaba en su naturaleza, así que, ¿qué podía hacer yo? No podía reprocharle que fuera tonto. Había nacido así. Tendía a ir con malas compañías, siempre con perdedores de cabeza hueca. Se le dominaba con facilidad. Cualquiera podía llevar al pobre Alfie de la nariz. Todo le parecía bien. Era así de inocente. Casi siempre terminaba en desastre, pero nunca aprendía. Tenía que gustarte eso de él. Además, era guapo, a su estilo estrafalario. Lo que hacía, lo hacía bien, y del resto era mejor olvidarse como si fuese una pérdida irreparable.

—¿Qué es lo que hacía bien?

—Era tremendo en la cama. La tenía de caballo y podía estar pegando polvos todo el día.

—Ya. ¿Y cómo se conocieron?

—En un bar. Fue cuando yo todavía iba a los antros de solteros, pero ya lo he dejado. No sé qué harás tú, pero en la actualidad yo prefiero los anuncios. Es mucho más divertido. ¿Estás soltera? Pareces soltera.

—Sí, lo estoy, pero parece que me va.

—Ah, ya sé lo que quieres decir. A mí no me importa vivir sola. No tengo problemas con eso. Lo prefiero, la verdad sea dicha. Pero es que no conozco otro modo de tener un hombre encima.

—¿Pone usted anuncios en busca de sexo?

—Bueno, no se puede decir tan claramente. Eso sería de tontos —señaló—. Hay cien maneras elegantes de decirlo. «Fiesta del corazón», «Las mujeres sólo quieren pasarlo bien», «Corazón apasionado busca lo mismo». Utiliza la terminología indicada y los hombres lo entenderán.

—Pero ¿no le produce ninguna inquietud?

—¿El qué? —dijo, con los inexpresivos ojos fijos en mí.

—Ya sabe, elegir un compañero de cama a través de un anuncio en el periódico.

—Dime de qué otro modo los voy a conseguir. No soy promiscua, en absoluto, pero tengo por estas cosas un apetito normal. Tres, cuatro veces por semana, me da el picorcillo y tengo que buscar amor. —Se estremeció y chascó los dedos para indicar las alegrías de la alocada vida de soltera, algo que obviamente me había perdido—. De todos modos, en la época en que conocí a Alfie todavía iba de safari por los clubes, lo cual, si vives en Perdido, limita mucho el campo de acción, por no hablar de las opciones. Al mirar a Alf, ni me pasó por la cabeza que su talento fuera tan impresionante. Nunca se cansaba…, seguía todo el rato dale que te pego. Quiero decir que, por una parte, era una suerte que pasara tanto tiempo entre rejas. —Se calló para tomar un trago de martini, arqueando las cejas con satisfacción.

Hice un comentario circunstancial, mientras me preguntaba qué podía decir yo ante aquellas revelaciones.

—Así que estuvo aquí menos de una semana, en junio del año pasado —murmuré, tratando de volver a un terreno neutral.

Dejó el vaso en la mesa.

—Más o menos. No pudo estar mucho tiempo porque al tipo con el que estoy ahora lo conocí a finales de mayo. A Lester no le gustó la idea de que Alfie durmiera en mi sofá. Los hombres se vuelven posesivos, sobre todo cuando han empezado a saltar encima de una.

—¿Adónde fue?

—Tus suposiciones son tan válidas como las mías. La última vez que lo vi estaba recogiendo sus cosas. Lo siguiente que supe era que preguntaban por el dentista que le había hecho el puente, por si podían identificar el cadáver por la corona de las muelas. Esto fue a mediados de enero, así que hacía ya seis meses que había muerto.

—¿Cree usted que le asustó algo y por eso se fue?

—No lo pensé en aquel momento, pero podía haber sido así. Los polis parecían creer que lo habían matado poco después de que se fuera.

—¿Cómo lo calcularon?

—Yo pregunté lo mismo, pero no quisieron darme ningún detalle.

—¿Identificó usted el cadáver?

—Lo que quedaba de él. Yo había denunciado su desaparición…, diría que a primeros de septiembre. El funcionario de la libertad condicional había averiguado mi dirección y mi teléfono, y estaba enfadado porque Alfie no había comparecido. Y empezó a meterse conmigo. Le dije lo que podía hacer con su reprimenda.

—¿Por qué tardó tanto en llamar a la poli?

—No seas tonta. Si alguien ha estado tanto tiempo fuera de la ley como Alfie, no llamas a la poli sólo porque no da la cara durante dos meses. Por lo que a mí respecta, casi siempre estaba en paradero desconocido. En la cárcel o fuera de la ciudad, viajando…, qué sé yo. Finalmente puse una denuncia, pero los polis no se la tomaron en serio hasta que apareció el cadáver en Ten Pines.

—¿Qué piensa la policía de lo que le sucedió?

Movió la cabeza.

—Te diré una cosa. No lo mataron por dinero, porque el pobre no tenía un centavo.

—No me ha dicho por qué Newquist estaba buscando a Alfie al principio de todo.

—Tenía que ver con un homicidio cometido en el condado de Nota. Newquist se había enterado de que Alfie era amigo de un tipo que había aparecido muerto en marzo del año pasado. Parece que había razones para creer que los dos iban juntos por ahí en la época en que murió este hombre.

—¿Alfie era sospechoso?

—Ay, querida. Un poli nunca diría eso. Creen que cooperarás mejor si te dicen que están buscando un posible testigo de un delito. En este caso, probablemente era cierto. Alfie era un cobardica. Le daba mucho miedo la violencia. Nunca mataría a nadie y eso lo juraría yo sobre una caja de condones.

—¿Cómo descubrió Tom Newquist que Alfie estaba aquí?

—Se lo dijo el del hotel.

—Quiero decir en Santa Teresa.

—Ah, no lo sé. No dijo una palabra al respecto. Debió de rastrear su nombre en los bancos de datos. Alfie acababa de salir de la cárcel, así que lo encontraría enseguida.

—¿Y la víctima? ¿Le dijo Tom Newquist el nombre?

—No tuvo que hacerlo. Yo lo conocía por Alfie. Se llamaba Ritter. Se conocieron en prisión. Eso fue hace seis años, en Chino. Ya no recuerdo por qué habían encerrado a Alfie, alguna tontería. Ritter era un depravado, un auténtico hijo de puta, pero protegía a Alfie y anduvieron juntos cuando salieron. Alfie quería que Ritter se quedara aquí también, pero me negué en redondo. Ritter era un violador convicto y confeso.

—¿Ritter era el nombre o el apellido?

—El apellido. Su nombre era un poco cursi, creo que Percival. Todo el mundo le llamaba Pinkie.

—¿Cuál fue la reacción de Alfie al enterarse de la muerte de Ritter?

—No tuve ocasión de decírselo. Lo busqué por toda la ciudad, pero no lo encontré y supuse que había cambiado de aires. Por lo que parece, estaba muerto por entonces, al menos es lo que dice la poli.

—Si no he entendido mal, se ponía en contacto con usted a menudo.

—Nunca pasaba una semana sin que me llamara para pedirme dinero. Decía que era su tarifa de semental, pero sólo era una broma nuestra. Alfie tenía su orgullo.

—Estoy segura —dije.

—Lo echo de menos, de verdad. Quiero decir que Lester está bien, pero hace remilgos a ciertas prácticas sexuales. Se opone a todo lo que esté al sur de la frontera, ya me entiendes.

—¿Cree que Lester podría tener algo que ver con la muerte de Alfie? Debía de estar celoso.

—Estoy segura de que lo habría estado si lo hubiera sabido, pero no le dije nada. Le conté que Alfie había acampado en mi sofá, pero no que jodíamos como conejos a la menor oportunidad. Te inclinabas para atarte los cordones y Alfie se te pegaba como una lapa, con el rabo tieso.

—¿Y no vino ni llamó nadie más preguntando por él?

—Yo casi siempre estaba fuera trabajando, así que en realidad no sé lo que hacía Alfie, salvo beber, pegar polvos y ver culebrones en la tele. Le gustaba ir de compras. Vestía como un anuncio de ropa y en eso gastaba casi todo el dinero que tenía. Por qué las compañías de crédito le seguían mandando la tarjeta de plástico es algo que está más allá de mi comprensión. Se declaró insolvente en dos ocasiones. De todas formas, debía de tener amigos. Siempre los tenía. Como he dicho, era un muchacho muy cariñoso. Ya sabes, salido, pero amable.

—Por lo que ha dicho usted, parecía un buen hombre —murmuré, esperando que Dios no me fulminara allí mismo.

—Bueno, lo era. No era pendenciero ni costaba vivir con él. Nunca se metía en peleas de bares ni decía una mala palabra a nadie. Sólo era un buenazo con erección —dijo con un trémolo en la voz—. Es como si a la gente no la mataran ya por motivos concretos. Ocurre y ya está. Alfie era un botarate y no siempre tenía sentido común. Pudieron matarlo sólo por diversión.

Volví a Santa Teresa, tratando de no pensar mucho en la información que había recopilado. Dejé que los pensamientos flotaran a su antojo, sin tratar de ponerlos en orden ni buscarles un sentido. Me estaba acercando a algo. Pero no sabía qué era. Una cosa parecía cierta: Tom Newquist había seguido aquella pista y era posible que lo que había descubierto le hubiera producido aquella inquietud callada.

Llegué a mi casa poco después de las tres. La lluvia había cesado por el momento, pero el cielo estaba oscuro y las calles todavía mojadas. Evité los charcos, con el paraguas cerrado bajo el brazo, y crucé la cancela con un sentimiento de alivio por estar en casa. Abrí la puerta y encendí la luz. La mano había empezado a dolerme y estaba cansada del entablillado. Dejé la chaqueta, fui a la cocina por agua y me tomé un analgésico. Me senté en un taburete y cambié el vendaje de los dedos. Tiré la tablilla y dejé el esparadrapo. Fue simbólico, pero me animó.

Miré el contestador automático, que indicaba que había una llamada. Pulsé la tecla de repetición y oí la voz del contacto de Tom en la comisaría del sheriff, que me había dejado una sola frase.

—Colleen Sellers, estaré en casa hasta las cinco si aún le interesa.

Marqué su número. Respondió enseguida, como si estuviera esperando la llamada. Su «Diga» fue cauteloso. Sin inflexiones, calor ni cordialidad.

—Soy Kinsey Millhone, me ha llamado usted —dije—. ¿Es Colleen?

—Sí. Su mensaje decía que quería ponerse en contacto conmigo por algo relacionado con Tom Newquist.

—Exacto. Le agradezco que me haya devuelto la llamada. La verdad es que es algo incómodo. Supongo que sabe que pasó a mejor vida. —Detesto estos eufemismos cuando lo que quiero decir es que una persona está muerta, pero pensé que debía decirlo con un poco de tacto.

—Eso me dijeron.

Fue todo lo que se dignó comunicarme, así que no tuve más remedio que ir al grano.

—Bueno, la razón por la que llamé…, es que soy investigadora privada, de esta ciudad…

—Sé quién es usted. Lo he comprobado.

—Vaya, bien. Eso me ahorra explicaciones. Bueno, por razones demasiado complicadas para entrar ahora en detalles, su viuda me contrató para que investigara qué le ocurría durante los dos últimos meses de vida.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué son demasiado complicadas para entrar en detalles?

—¿Hay alguna forma de que podamos seguir hablando cara a cara? —pregunté.

Se produjo una pausa durante la que oí aspirar aire y pensé que estaría fumando.

—Podríamos vernos en algún sitio —dijo.

—Sería perfecto. ¿Vive en Perdido? No me importaría desplazarme hasta allí, si quiere, o si no…

—Vivo en Santa Teresa, no muy lejos de su casa.

—Genial. Mucho mejor. Sólo tiene que decirme dónde y cuándo.

Otra pausa mientras la mujer meditaba.

—¿Qué tal el parque infantil que hay enfrente de Emile’s, dentro de cinco minutos?

—Allí estaré —dije, pero ya había colgado.

La vi de lejos, sentada en uno de los columpios, con un chubasquero amarillo y la capucha puesta. Había girado el asiento de lado y las cadenas formaban una retorcida equis a la altura del pecho. Cuando levantó los pies, las cadenas rotaron en sentido inverso y sus piernas giraron primero en una dirección y luego en otra. Se echó hacia atrás, manteniéndose en posición con la punta de los pies. Se dio impulso. Vi sus piernas estiradas en un movimiento de vaivén que la hacía subir cada vez más alto. Pensé que al aproximarme interrumpiría el juego, pero continuó columpiándose con expresión sombría y la mirada fija en mí.

—¡Mire! —dijo, y cuando estaba en lo más alto del arco ascendente, saltó del columpio. Surcó el aire durante una fracción de segundo y aterrizó en la arena con los pies juntos, los brazos levantados por encima de la cabeza, como si fuera el final de un ejercicio atlético.

—Bravo.

—¿Puedes hacerlo?

—Claro.

—Veámoslo.

Maldita sea, las cosas que tengo que hacer por razones de trabajo. No tengo reparo en hacer la pelota a quien sea cuando se trata de obtener información. Ocupé su lugar en el columpio, echándome hacia atrás hasta que me puse de puntillas. Me di impulso, agarrándome a las cadenas. Me eché hacia atrás mientras estiraba las piernas, y volví de rebote, inclinándome hacia delante, continuando con las oscilaciones mientras el arco que trazaba el columpio se hacía más largo. Cada vez subía a más altura. Cuando el columpio llegó a su máxima altura, me solté saltando hacia delante, como había hecho ella. No pude rematar del todo el aterrizaje y tuve que dar un corto paso para recuperar el equilibrio.

—No está mal. Es cuestión de práctica —dijo caritativamente—. ¿Por qué no damos una vuelta? ¿Has traído paraguas?

—No está lloviendo.

Se quitó la capucha y miró al cielo.

—Se reanudará enseguida. Ven. Ponte debajo del mío.

Abrió el paraguas, una ancha cúpula negra que nos cubrió mientras andábamos. Íbamos al mismo paso, obligadas a caminar hombro con hombro. Estaba tan cerca que percibí olor a tabaco, aunque en mi presencia no encendió ningún cigarrillo. Le eché algo menos de cincuenta años; tenía la cara cuadrada, grandes gafas de montura roja y pelo rubio hasta los hombros. Sus ojos eran de un castaño cálido y su ancha boca se rodeaba de arrugas cuando sonreía. Tenía los huesos largos y era alta, con un número de pie que probablemente la obligaba a comprar los zapatos por encargo.

—¿No trabajas hoy? —pregunté.

—Me he tomado unos días libres.

—¿Te importa si te pregunto por qué?

—Puedes preguntar lo que quieras. Créeme, soy experta en esquivar respuestas cuando las preguntas no me convienen. Cumpliré los cincuenta en junio. No me preocupa la edad, pero una cosa así obliga a contemplar detenidamente tu vida. De repente, nada tiene sentido. No sé qué estoy haciendo ni por qué lo hago.

—¿Tienes familia en la ciudad?

—Ya no. Me crie en Indiana, en las afueras de Evansville. Mis padres murieron, mi padre en 1976 y mi madre el año pasado. Tenía dos hermanos y una hermana. A uno de mis hermanos, el que vivía aquí, le diagnosticaron una forma atípica de leucemia y murió a los seis meses. Mi otro hermano murió al caerse de una barca cuando tenía doce años. Mi hermana murió de un aborto chapucero, poco después de cumplir los veinte. Es una sensación muy extraña estar sola en las trincheras de la vida.

—¿Tienes hijos?

Negó con la cabeza.

—No, y esa es otra cosa que me pregunto. Quiero decir que ya es demasiado tarde, pero me lo pregunto. No es que haya querido tenerlos. Me conozco lo bastante bien para saber que habría sido una madre pésima, pero a estas alturas me pregunto si no debería haber obrado de otra forma. ¿Y tú? ¿Tienes hijos?

—No. He estado casada y me he divorciado dos veces, las dos entre los veinte y los treinta años. En aquella época no estaba preparada para tener hijos. Ni siquiera estaba preparada para el matrimonio, pero ¿cómo iba a saberlo? Mi actual forma de vida parece excluir la vida doméstica, y ya está bien así.

—¿Sabes lo que lamento? Me habría gustado escuchar con más atención las anécdotas familiares. O quizás es que me gustaría tener a alguien a quien contárselas. Aquel fragmento de historia oral junto a la ventana. Me preocupa lo que será del álbum de fotos cuando yo desaparezca. Lo tirarán a la basura…, todas aquellas tías y tíos irán a parar a los desagües. En las tiendas de objetos usados se ven algunos a veces; viejas fotos en blanco y negro, con los bordes blandos. La casa blanca, el huerto con la cerca de tela metálica, el perro de la familia, con aire solemne. —Su voz bajó de volumen y cambió de tema bruscamente—. ¿Qué le ha pasado a tu mano?

—Un tipo me dislocó los dedos. Tendrías que haberlos visto…, doblados hacia el pulgar. Me ponía enferma —dije.

Caminamos un rato. A la derecha había un muro de escasa altura que separaba la acera de la arena del otro lado. Debía de haber doscientos metros de playa hasta las olas; todo parecía gris con aquel tiempo.

—¿Cuánto tenemos hasta ahora? —pregunté.

—¿A qué te refieres?

—Supongo que estás tomándome la medida, tratando de decidir cuánto me vas a contar.

—Sí, así es —dijo—, Tom confió en mí y eso me lo tomo muy en serio. Quiero decir que, aunque haya muerto, ¿por qué iba a traicionar su confianza?

—Es decisión tuya. Tal vez estemos ante un asunto sin terminar y tengas ante ti la oportunidad de resolverlo por él.

—No sería por Tom. Sería por su mujer —dijo.

—Puedes enfocarlo de esa manera.

—¿Por qué iba a ayudarla?

—Solidaridad pura y simple. Tiene derecho a la paz de espíritu.

—¿No lo tenemos todos? —dijo—. Yo no la conozco, pero si la conociera, seguramente no me gustaría, así que me importa un rábano su paz de espíritu.

—¿Y la tuya?

—Es asunto mío.

Fue todo lo que le sonsaqué. Cuando llegamos al puerto, la lluvia se había reanudado.

—Creo que me voy a despedir aquí. Vivo a una manzana en esa dirección. Si decides que tienes algo más que contarme, avísame.

—Lo pensaré.

—Me vendría bien un poco de ayuda —dije.

Fui al trote hasta mi casa bajo un creciente aguacero que me empapó el cabello. ¿Qué le pasaba a aquella gente? Menuda pandilla de estreñidos. Decidí que ya era hora de dejar de holgazanear. Estuve en casa el tiempo suficiente para secarme el pelo con una toalla, recoger el paraguas y el bolso y abrir la puerta. Subí al coche y recorrí diez manzanas, hasta que vi el Hospital de Santa Teresa.