Decidí saltarme el bufete y concentrarme en seguir el par de pistas que tenía. En lo más profundo de mi corazón sabía muy bien que la destrucción de la máquina había tenido lugar en Nota Lake, antes de irme. Sin embargo, el descubrimiento me desconcertó y tambaleó mi sensación de seguridad y bienestar. Molesta, abrí el último cajón del escritorio y saqué las Páginas Amarillas; busqué MÁQUINAS DE ESCRIBIR, REPARACIÓN y llamé a varios números hasta que encontré a alguien preparado para arreglar la vieja Smith-Corona. Anoté la dirección y le dije al propietario del establecimiento que estaría allí antes de una hora.
Recogí mis notas y busqué los números locales que había copiado del secante de Tom Newquist. Al marcar el primer número en el despacho de Tom, me había encontrado con un contestador automático. Yo estaba convencida de que la mujer que había oído era la misma agente del sheriff que Phyllis aseguraba haber visto flirteando con Tom. Si hablaba con ella quizás avanzara un buen trecho en mis pesquisas. Marqué el número. De nuevo salió el contestador y la misma voz gutural femenina me dijo lo que podía hacer cuando sonara la señal. Dejé mi nombre, el teléfono de casa y del bufete, y un breve mensaje diciendo que quería hablar con ella sobre Tom Newquist. Luego llamé a la comisaría del sheriff de Perdido y dije:
—¿Podrían ayudarme ustedes? Trato de localizar a una investigadora del sheriff. Creo que anda por los cuarenta o los cincuenta años. No sé su nombre, pero creo que trabaja en la comisaría del sheriff de Perdido. ¿Le suena a usted?
—¿En qué división?
—Ese es el problema. No lo sé.
El tipo del teléfono se echó a reír.
—Señora, tenemos cerca de media docena de agentes que responden a esa descripción. Tendrá que ser más explícita.
—Vaya, me lo temía —dije—. Bueno, supongo que tendré que hacer los deberes sola. Gracias de todos modos.
—Ha sido un placer.
Me quedé allí, masticando mentalmente el lápiz. Qué hacer, qué hacer. Marqué el número de Phyllis Newquist, de Nota Lake y, como era de esperar, salió el contestador automático, en el que dejé el siguiente mensaje: «Hola, Phyllis. Soy Kinsey. Me pregunto si podría usted darme el nombre de la investigadora del sheriff con la que Tom estuvo en contacto por aquí. Tengo el teléfono de su casa, pero me sería muy útil conocer su nombre. Así podré localizarla en su trabajo y quizás acelerar las cosas. De lo contrario tendré que quedarme con los brazos cruzados, esperando que esta mujer me devuelva la llamada». Repetí el teléfono de mi casa y el del bufete, y seguí con mi lista mental.
El otro número que había copiado del secante de Tom era el del hotel Gramercy. Me dije que este merecía mi atención personal. Metí la fotografía de Tom en el bolso, recogí la chaqueta y un paraguas y salí a la lluvia. Los dedos, aunque hinchados y magullados, no me dolían, lo cual era un alivio. Utilizaba la mano izquierda en las cosas que podía, metiendo y sacando las llaves del coche, cambiándome los objetos de mano. El movimiento más sencillo era inevitablemente lento, ya que el entablillado de la derecha me obligaba a adoptar posturas y ángulos anormales. Volví al interior para buscar la máquina de escribir y la puse en el asiento delantero.
Dejé la máquina, no sin haberme prometido el mecánico que la tendría lista lo antes posible. Devolví el coche de alquiler a la agencia, que estaba en el centro de la ciudad, pagué y volví a mi domicilio en un taxi. Recogí mi coche y tras unos cuantos gruñidos y petardeos, se puso en marcha. Por lo menos tiraba.
Fui al centro de Santa Teresa y lo dejé en un garaje público cercano. Con el paraguas inclinado en el sentido de la lluvia, recorrí una manzana y luego la desanduve. El hotel Gramercy era una maciza estructura de tres plantas que se alzaba en State Street, un albergue concurrido por los que no tenían casa propia, cuando cobraban la paga mensual. El edificio, de fachadas estucadas, estaba pintado con el color de la crema de menta y ostentaba una entrada con toldo lo bastante amplia para proteger a seis fumadores que buscaran refugio de la lluvia. En la marquesina que sobresalía de la fachada estaban los precios de las habitaciones.
INDIV. 9,95 $ DOBLE 13,95 $
PRECIOS ESPECIALES POR SEMANA O MES
Un tipo legañoso que llevaba una bolsa de basura como si fuera un impermeable me saludó mientras arrastraba los pies para dejarme pasar al vestíbulo. Bajé el paraguas, procurando no sacar ningún ojo a los que se habían congregado allí para hacer sus libaciones matutinas. Parecía pronto para empinar el codo, pero quizá fuera zumo de frutas lo que llevaban en la bolsa de papel marrón.
El lugar, por lo visto, se había considerado elegante en los tiempos del Pleistoceno. El suelo era de mármol verde y estaba surcado por un arrugado sendero de periódicos que iba de un extremo a otro para absorber la humedad de los pies que trasegaban el vestíbulo. En las partes en que el papel había desaparecido, los titulares y el texto habían quedado escritos al revés en el suelo. Seis columnas recargadas dividían el sombrío espacio en secciones, cada una con un sofá de plástico verde. Unos rótulos escritos a mano animaban a la clientela a no pasar el tiempo repantigada en los sofás:
PROHIBIDO FUMAR
PROHIBIDO ESCUPIR
PROHIBIDO TIRAR BASURA
PROHIBIDA LA PROSTITUCIÓN
PROHIBIDO BEBER EN EL ESTABLECIMIENTO
PROHIBIDO REÑIR
PROHIBIDO ORINAR EN LAS PLANTAS
Lo cual venía a resumir mi propio código moral. Me acerqué a recepción, que estaba detrás de un arco adornado con rollos y vegetación de yeso blanco. El sujeto que había detrás del mostrador de mármol estaba apoyado en los codos, claramente interesado por mis intenciones. Aquello parecía una misión de idiotas, pero era lo único que se me ocurría hacer en aquel momento.
—Me gustaría hablar con el gerente. ¿Está aquí?
—Sospecho que soy yo. Me llamo Dave Estes. ¿Y tú?
—Kinsey Millhone. —Saqué una tarjeta y se la entregué.
La leyó atentamente, palabra por palabra. Andaba por los treinta y tantos años y era un individuo de aspecto alegre, expresión cordial, gafas, sonrisa picara, los dientes de arriba algo saltones y un pelo en retroceso que había dejado desamparada una frente ancha y oblicua que parecía una playa cuando baja la marea. El pelo que le quedaba era medio castaño y lo llevaba cortado al rape. Llevaba un mono marrón con varios bolsillos de cremallera, igual que un mecánico de coches. Llevaba las mangas subidas y revelaban unos musculosos antebrazos.
—¿Y qué quieres?
Puse la fotografía de Tom Newquist en el mostrador, delante de él.
—Puede que hayas visto a este hombre. Es agente de la comisaría del sheriff del condado de Nota. Se llama Tom…
—Alto ahí, alto ahí —dijo. Levantó la mano para hacerme callar, indicándome que esperase un momento, durante el cual puso la típica expresión que precede al estornudo. Cerró los ojos, arrugó la nariz y abrió la boca, jadeando. Su cara se despejó y me señaló con el dedo—. Newquist. Tom Newquist.
Me quedé atónita.
—Exacto. ¿Lo conoces?
—Pues no, no lo conozco, pero estuvo aquí.
—¿Cuándo?
—A ver… yo diría que en junio del año pasado. La primera semana, probablemente. Y si me apuras, diría que el cinco.
Estaba tan poco preparada para aquello que no supe qué preguntar a continuación. Dave Estes me miraba con fijeza.
—¿Le ha ocurrido algo? —añadió.
—Murió de un ataque al corazón hace unas semanas.
—Vaya, qué lástima. Lamento enterarme. No parecía tan viejo.
—No lo era, pero no creo que se cuidara lo suficiente. ¿Puedes decirme por qué vino aquí?
—Pues claro. Estaba buscando a un tipo que acababa de salir de la cárcel. Parece que tenemos varios clientes en esa situación. No me preguntes por qué. Un lugar con tanta clase. Ha debido de correr la voz de que tenemos buenos precios, habitaciones limpias y no toleramos las tonterías.
—¿Recuerdas el nombre del tipo que estaba buscando?
—Es fácil de recordar por otras razones, pero me gustaría comprobarlo de todas formas. Espera. —Volvió a hacer la mueca de antes para dar a entender que estaba cavilando. Hizo un alto en sus esfuerzos—. Seguro que te preguntas cómo lo hago. Seguí un cursillo de mnemotecnia, el arte de desarrollar la memoria. Paso mucho tiempo solo, sobre todo las noches que estoy aquí de servicio. El truco está en el dominio de las referencias, ya sabes, claves y asociaciones que ayudan a fijar un objeto en la mente.
—Es genial. Estoy impresionada.
—La razón por la que recuerdo la época de la visita de tu amigo Newquist es que empecé a estudiar por entonces. Fue mi primer caso práctico. ¿El apellido Newquist? Ningún problema. New significa nuevo en inglés y el tipo era nuevo para mí, ¿me sigues? Y quist se parece a quest, que significa búsqueda. Un tipo nuevo llegó buscando algo, y por aquí sale Newquist.
—Es increíble —dije—. ¿Y el nombre de pila?
Estes sonrió.
—Tú misma me lo dijiste. Se me había olvidado.
—¿Y el otro? ¿El tipo por el que preguntó?
—Veamos qué es lo que me ha venido a la cabeza. Tenía algo que ver con tooth, que significa dientes. ¡Ah, sí! Su apellido era Toth. Había que quitarle la «o» porque al tipo le faltaba un diente, así que todo encajaba. El nombre de pila era Alfie. Los dentistas son médicos. ¿No te obligan los médicos a decir «Aaah» mientras te meten un palo en la boca? El nombre del tipo empezaba por A. Así que, mentalmente, repaso todos los nombres que conozco que empiezan por A. Alien, Arnold, Avery, Alfie. Y ahí lo tienes.
—Así que Tom Newquist estuvo aquí por asuntos profesionales.
—Exacto. El problema es que no lo encontró. Toth había estado aquí dos semanas, pero se había ido el primero de junio, poco antes de que llegara tu agente del sheriff.
—¿Tienes alguna idea de por qué lo buscaba?
—Dijo que estaba siguiendo una pista de un caso. Lo recuerdo porque fue como en las películas. Ya sabes, aparece Clint Eastwood, con una placa en la mano y muy serio. Lo único que sé es que Newquist no tuvo ocasión de hablar con Toth porque ya se había ido.
—¿Dejó alguna dirección?
—Pues no, pero tengo la dirección de su exmujer, figura en la casilla del «pariente más próximo que no viva con usted». Así tenemos a alguien a quien llamar si un cliente nos destroza la habitación o se muere. Es un problema tener que pensar lo que hay que hacer con un cadáver.
—Ya me lo imagino —dije—. ¿Hay alguna forma de conseguir el nombre y la dirección de su exmujer?
—Claro. No hay problema. No es información confidencial por lo que a mí respecta. A la gente que se inscribe le digo que los archivos del hotel están a disposición de las autoridades. Los polis vienen preguntando por los registros. A mí no me hace falta que me enseñen un mandamiento judicial. En mi opinión, sería obstrucción a la justicia.
—Estoy segura de que la policía valora tu actitud, pero ¿no se oponen los clientes?
Dave Estes se encogió de hombros.
—Bueno, ya cambiaremos de política el día que me lleven a juicio. ¿Sabes que vino otro tipo? Un policía de paisano. Pero eso fue antes, quizás el uno de junio. Yo no estaba trabajando aquel día, de lo contrario lo habría fichado en la Infalible —dijo, tocándose la sien con la punta del dedo—. Aconsejé a Peck que hiciera el mismo curso que yo, pero hasta ahora no he podido convencerlo.
—No sabe lo que se pierde —dije—. ¿Y quién era ese otro policía que vino por aquí?
—No puedo ayudarte ahí, ese es el problema. Si Peck hiciera el curso, podría recordar las cosas con todo lujo de detalles. ¿No quiere hacerlo? Pues no hay tu tía. La pizarra está en blanco. Fin del capítulo.
—¿Podría hablar con Peck?
—Podrías, pero puedo adelantarte exactamente lo que te dirá. Peck recuerda que el investigador se acercó a él…, llevaba una orden de detención y todo, pero Toht no estaba entonces aquí. La verdad es que pidió la cuenta aquel mismo día, horas más tarde, así que tal vez estaba preocupado por si la ley andaba detrás de él. El policía llamó a la mañana siguiente y Peck le dio la dirección y el teléfono de la exmujer de Toth, lo mismo que habría hecho yo.
—¿Le hablaste a Tom Newquist del otro policía?
—Igual que a ti. Imaginé que los dos se conocían.
—¿Y la ex de Toth? ¿Le dijiste cómo ponerse en contacto con ella?
—Desde luego. La gente desfilaba por la puerta de esa mujer.
—¿No te han dicho nunca que no deberías ser tan desprendido con la información?
—Mira, tía, yo no soy el guardián de la seguridad pública. Si un poli viene buscando información, no quiero interponerme en su camino.
—¿Y la orden de detención? ¿Era local?
—No puedo responder a eso. Peck no presta a esos detalles la misma atención que yo. Capta la idea principal: estamos aquí para cooperar. En sitios como este, quieres a los polis de tu parte. Si se inicia una pelea, quieres acción cuando marcas el novecientos once.
—Por no hablar de los cadáveres que pueden quedar después por ahí.
—Ahora lo entiendes.
—¿Podemos volver atrás un momento para ver si esto lo he entendido bien? Alfie Toth estuvo aquí dos semanas, desde mediados de mayo.
—Exacto.
—Luego llegó un policía de paisano con una orden de detención. Alfie se enteró y, cosa normal y lógica, se marchó del hotel más tarde, aquel mismo día. El policía llamó luego por teléfono y Peck le dijo cómo podía ponerse en contacto con la exmujer de Alfie Toth.
—Sí. Peck supuso que Toth había ido allí —dijo Estes.
—Entonces, alrededor del cinco de junio, llegó Tom Newquist y tú le diste la misma información.
—Eh, eh, yo no tengo favoritos, es mi manera de ser. Por eso te la estoy dando a ti. Mi lema es por qué decir que sí a unos y no a otros.
—A mí todavía no me has dado nada —dije.
Buscó un papel y garabateó un nombre de mujer, una dirección y un teléfono, que probablemente había quedado en la parte superior de su cabeza. Me lo alargó por encima del mostrador.
Cogí el papel y vi inmediatamente que la dirección era de Perdido.
—Parece que Alfie Toth se volvió muy popular de repente.
—Sí.
—¿Y no tienes idea de por qué?
—No.
—¿Cuál es el nombre de pila de Peck?
—Leland.
—¿Aparece en el listín telefónico?, lo digo por si necesito hablar con él…
Estes negó con la cabeza.
—No figura en el listín. Pero ese dato sí que no te lo daría sin su permiso.
Medité un momento, pero no se me ocurrieron más preguntas. Ya me pondría en contacto con él si me venía algo a la cabeza.
—Bueno. Gracias por tu ayuda. Has sido muy generoso y te lo agradezco. —Recogí el paraguas, cambiando el bolso del hombro derecho al izquierdo para poder utilizar los dos.
—¿No quieres oír el resto?
—¿Qué resto?
—El tipo murió. Asesinado. Un excursionista encontró el cadáver cerca de Ten Pines, hace un par de meses. El trece de enero. Lo recuerdo porque es el cumpleaños de mi tía abuela. Muerte. Nacimiento. No hay que ser un mago para relacionarlo. Está todo aquí.
Lo miré fijamente, recordando una breve noticia que había aparecido en los periódicos.
—¿Aquel era Alfie Toth?
—Sí. El forense dedujo que llevaba unos seis o siete meses muerto…, desde la época en que todo el mundo vino buscándole, el de la orden de detención y tu Tom Newquist. Alguien debió de ajustarle las cuentas. Lástima que Peck no quiera desarrollar sus facultades. Habría sido el testigo estrella del fiscal.
—¿Testigo de qué?
—De cualquier cosa que pase.
Me senté en el coche pensando en lo que querría decir aquello. Todo el mundo había querido hablar con Alfie Toth hasta que había aparecido muerto. Tendría que leer periódicos atrasados, aunque, según mis recuerdos, la información había sido escasa. En una apartada zona del Bosque Nacional Los Padres se había encontrado un cadáver descompuesto, pero no me había fijado en el nombre. No se había dicho la causa de la muerte, pero se presumía que era un homicidio. La policía había sido tacaña con los detalles, pero quizás habían dicho a la prensa todo lo que sabían. No recordaba si había habido más comentarios y no pensé más en el asunto. Los Bosques Nacionales Ángeles y Los Padres son un vertedero de muertos por voluntad ajena y una se los imagina desparramados por los caminos de los deportistas y domingueros como si fueran bolsas de basura.
Puse en marcha el VW, recorrí las ocho manzanas que me separaban de la biblioteca pública y encontré el párrafo que me interesaba en un ejemplar del Santa Teresa Dispatch del 15 de enero.
«HALLADO EN LOS PADRES
EL CADÁVER DE UNA PERSONA DE PASO».
«Los restos encontrados por un excursionista en el Bosque Nacional Los Padres el 13 de enero han sido identificados como los de una persona de paso, Alfred Toth, de 45 años, según la comisaría del sheriff de Santa Teresa. El cadáver se encontró el lunes en el abrupto paraje que hay a siete kilómetros al este de Monte Manzanita. La policía identificó a Toth por la dentadura, tras relacionar el hallazgo con la denuncia por desaparición puesta por su exmujer, Olga Toth, residente en perdido. El caso se está investigando como homicidio. Se solicita de cualquiera que tenga información que avise al agente Clay Boyd, de la comisaría del sheriff».
Encontré un teléfono público fuera de la biblioteca, metí un par de monedas que encontré en el fondo del bolso, marqué el número de la comisaría del sheriff de Santa Teresa y pregunté por el agente Boyd.
—Boyd. —El tono era inexpresivo, práctico, oficio puro. Lo único que había hecho era darme su nombre y ya sabía que no iba a ser mi mejor amigo.
—Hola, me llamo Kinsey Millhone —dije tratando de no parecer demasiado alegre—. Soy investigadora privada de esta ciudad y estoy trabajando en un caso que podría estar relacionado con la muerte de Alfie Toth.
Pausa.
—¿De qué manera?
—Bueno, todavía no estoy segura. No estoy pidiendo información confidencial, pero ¿podría ponerme al corriente? La última vez que el periódico dijo algo sobre el asunto fue en enero.
Pausa. Era como hablar con alguien con efecto retardado. Habría jurado que tomaba notas en el ínterin.
—¿Cuál es la naturaleza de su interés?
—Sí, bueno, la explicación es un poco complicada. Estoy trabajando para la mujer…, supongo que debería decir la viuda…, de un agente del sheriff de Nota Lake. Tom Newquist. ¿Por casualidad lo conoce?
—El nombre no me es familiar.
—Estuvo por aquí en junio del año pasado para hablar con Alfie Toth, pero cuando llegó al Gramercy el pájaro ya se había ido. Puede que se pusieran en contacto más tarde…, todavía no estoy segura de eso…, pero creo que formaba parte de una investigación.
—Ya.
—¿Tienen alguna forma de averiguar si Newquist se puso en contacto con ustedes?
—Un momento. —Lo dijo con resignación, como para que después no pudiera acusársele de obstruir el derecho del público a saber.
Me quedé esperando, atenta al suave zumbido que indicaba la entrada de un interlocutor en el hiperespacio telefónico. Musité una breve oración de gracias porque no me ponían polkas ni música de John Philip Sousa. Algunas compañías telefónicas te sintonizan con los noticiarios con el volumen demasiado bajo y una tiene la sensación de que la están sometiendo a una extraña prueba auditiva.
El agente Boyd volvió a ponerse al aparato. Al parecer tenía la carpeta abierta en el escritorio, delante de él, pues oía pasar las páginas.
—¿Está ahí todavía? —dijo con indiferencia.
—Sí, estoy aquí.
—Tom Newquist no se puso en contacto con nosotros cuando estuvo en Santa Teresa, pero veo que hemos estado en comunicación con Nota Lake.
—¿De verdad? —dije—. Me pregunto por qué no les informó de que iba a venir.
—No lo sé, joder. Es desconcertante —dijo sin aspereza.
—Si se hubiera puesto en contacto, ¿habría quedado constancia?
—Pues sí.
Ya sabía lo que iba a pasar. Yo corriendo detrás del gazapo y el agente Boyd respondiendo estrictamente a lo que se le preguntase. Lo que no preguntara no me lo diría voluntariamente. No sabía cómo, pero tenía que despertar su interés y estimular su cooperación.
—Será mejor que le explique mi problema —dije en tono coloquial—. La viuda cree que Newquist estaba muy preocupado por alguna cosa.
—Ya.
Mi frustración no hacía más que aumentar. ¿Cómo podía aquel hombre ser tan complaciente y tan obtuso al mismo tiempo? Pisé el embrague y puse la directa.
—¿Estaba buscado Alfie Toth por algún delito cuando murió?
—No, que yo sepa. Acababa de cumplir condena por un pequeño robo.
—El recepcionista del Gramercy dice que un policía de paisano se presentó con una orden de detención.
—No era de los nuestros.
—¿Ustedes no enseñan las órdenes en vigor?
—No señora, yo no.
—Pero tiene que haber alguna conexión; de lo contrario, Tom Newquist no se habría molestado en venir personalmente a Santa Teresa.
—Le diré una cosa. Si es sólo una pregunta para satisfacer la curiosidad de la señora Newquist, no veo razón alguna para responderla. ¿Por qué no habla con Nota Lake para ver qué dicen allí? Sería su mejor apuesta.
—¿Me está diciendo que tiene información?
—Le estoy diciendo que no voy a revelar el contenido de una investigación abierta al primer tonto que me lo pida. Si usted tiene conocimiento de los hechos, algo nuevo con que contribuir, estaremos muy contentos de escucharla.
—¿Ha habido alguna resolución sobre el caso?
—De momento no.
—Los periódicos decían que se estaba investigando como homicidio.
—Muy bien.
—¿Tienen algún sospechoso?
—Por ahora no. Y no debería decírselo.
—¿Y pistas?
—Ninguna de la que quiera hablarle —dijo—. Si quiere hacernos una visita, puede que consiga una entrevista con el sargento de guardia, pero en cuanto a dar información por teléfono, naranjas de la China. No quisiera difamar a nadie, pero usted podría ser cualquiera…, incluso…, de la prensa.
—Dios me libre —exclamé—. Seguro que no pensará que pertenezco a esa ralea.
Casi le oí esbozar la sonrisa. Al menos se entretenía. Pareció pensarlo un momento y dijo:
—Intentaremos algo. ¿Por qué no me da su teléfono? Si aparece alguna cosa que podamos contar libremente, me pondré en contacto con usted.
—Es usted la amabilidad en persona.
El agente Boyd se echó a reír.
—Que tenga un buen día.