Poco después de salir de Nota Lake me pareció ver que un coche patrulla del sheriff me seguía durante un kilómetro. Estaba demasiado lejos para identificar al conductor, pero me daba la impresión de que me estaban dirigiendo hasta los límites del condado. No dejé de mirar por el retrovisor, pero el vehículo se mantenía a una discreta distancia. Cuando llegamos al cruce de la 395 y la 168, un rótulo me indicó que había ocho kilómetros a Whirly Township y diez a Rudd. El coche patrulla dio la vuelta. No sabía si la escolta había sido deliberada o casual. Tampoco podía asegurar si la intención era buena o todo lo contrario. El marido de Earlene, Wayne, era el agente destinado en Whirly Township, así que quizá fuera él, camino del trabajo.
El paisaje desierto era una monótona repetición de cerros alfombrados de matorrales y pasé el resto del viaje sumida en una especie de trance hipnótico, inducido por el firme de la carretera. Pasé por pocas poblaciones: Big Pine, Independence, Lone Pine, Cartago, Olancha, inesperados pegotes demográficos que consistían principalmente en una gasolinera, casas de campo, cafeterías, quizás una pizzería o una Frosty Freeze, a veces cerradas desde el principio del invierno. En casi todos los pueblos parecía haber más edificios abandonados que en uso. Eran locales bajos y de madera, con un aire Victoriano o del salvaje Oeste. En algunas zonas, los establecimientos comerciales parecían dedicados completamente al suministro de gas propano. De vez en cuando aparecía una tienda de comestibles entre los álamos y los pinos. Pasé ante una de esas iglesias sencillas, de estilo motel, pintadas de marrón y amarillo, que hacen sospechar que la fe que se baraja dentro tiene que ser deprimente.
Entre pueblo y pueblo no había más que páramo. El aire era transparente y comenzó a calentarse conforme fui bajando de las montañas. La nieve había desaparecido y los blandos copos se convertían en lluvia más blanda aún. Lo que debería haber sido un paisaje despejado y sin obstáculos estaba cuadriculado por cables eléctricos, postes de teléfono y torres de petróleo…, el precio de querer ganar dinero en una tierra que por lo demás conservaba sus rasgos primitivos. En las colinas de mi izquierda veía algún que otro montón de cenizas y oscuras y abruptas crestas de lava debidas a la antigua actividad volcánica. Las rocas moteaban el paisaje: verde, rojo, marrón y crema. La zona estaba resquebrajada por dos fallas, la de San Andrés y la de Garlock, que en 1872 habían causado uno de los mayores terremotos de la historia de California.
Poco a poco me fui deslizando hacia los sucesos que había dejado atrás. Había pasado una hora con Selma antes de salir de Nota Lake. Hasta el momento, tras cuatro días de trabajo, había ganado mil dólares de los mil quinientos que me había pagado al principio. Aquello quería decir que le debería dinero si tiraba la toalla…, lo que confieso que me había pasado por la cabeza. Mi seguro médico cubriría los gastos de mi mano desvencijada. Selma se había inquietado como correspondía por lo que me había sucedido y las dos habíamos recitado la habitual letanía de horror y remordimiento.
—Estoy harta. Es culpa mía. Yo la metí en esto —había dicho.
—No sea tonta, Selma. No es culpa suya. Por lo menos presta credibilidad a su corazonada sobre el «secreto» de Tom, por llamarlo de alguna manera.
—Pero nunca creí que pudiera ser peligroso.
—La vida es peligrosa —dije. Me sentía extrañamente impaciente, lista para hacer lo que quería hacer—. Mire, podríamos quedarnos aquí compadeciéndonos, pero preferiría utilizar el tiempo de manera constructiva. He reunido un montón muy grande de facturas de teléfono. Sentémonos juntas y veamos cuántos números reconoce usted. Si hay alguno que no le resulte familiar, puedo hacer las comprobaciones en Santa Teresa.
Es lo que habíamos hecho, pasar por la criba poco más de las tres cuartas partes de las llamadas de los diez últimos meses. Muchas eran de Selma, relacionadas con sus actividades en la iglesia, obras de caridad y un surtido de amistades que no tenían el prefijo 619 de la zona. Entre los números restantes reconoció llamadas profesionales, un dato confirmado por el juicioso uso del fichero giratorio de Tom. Había metido la carpeta de las facturas del año anterior en el petate y bajado al sótano para echar un vistazo a las cajas almacenadas que había visto en otra ocasión. Allí, en el espacio seco y sobrecalentado que olía a caldera chirriante y a papel caliente, había un orden curioso.
Aunque tanto el escritorio de Tom como su despacho tenían un aspecto caótico, Tom Newquist era sistemático, al menos en lo referente al trabajo. En un estante de mi izquierda había cajas de cartón en las que había guardado fajos de notas de los últimos veinticinco años, incluida su época de academia. Cada vez que llenaba un cuaderno, extraía las páginas perforadas, las envolvía, escribía las fechas que abarcaban las notas y aseguraba el paquete con una goma elástica. En muchas ocasiones había varios fajos para un mismo caso y estas notas solían estar guardadas en sobres comerciales marrones, igualmente etiquetados y fechados. Recorrí sus investigaciones con los dedos, año tras año, sin hiatos ni interrupciones. De vez en cuando había en un sobre una nota que indicaba la recepción de una llamada o un télex que se refería a los detalles de un caso. Entonces pasaba a máquina los últimos datos y metía una copia con las notas, consignando el departamento que había hecho la llamada, el carácter de la información recibida y los detalles de su reacción. Estaba claramente preparado para contextualizar sus descubrimientos ante cualquier tribunal que solicitase su testimonio, y esto era válido para todas las investigaciones que había hecho desde que había llegado a Nota Lake. El último fajo de notas estaba fechado en abril del año anterior. Faltaban las notas desde mayo y junio del año anterior hasta el día de su muerte. Tuve que suponer que el cuaderno perdido abarcaba los diez últimos meses. No había ninguna otra interrupción tan larga en sus archivos.
Subí las escaleras, crucé la cocina y entré en el garaje, donde volví a registrar el todoterreno…, más a fondo que la primera vez. Incluso me tendí sobre un hombro para mirar debajo de los asientos, pensando que Tom podía haber escondido el cuaderno entre los muelles. Allí no había nada, así que, en resumen, había vuelto a la primera casilla. Mi único consuelo era saber que no había dejado piedra sin remover; que yo supiera. Estaba claro que había pasado algo por alto, de lo contrario tendría ya el dichoso cuaderno.
La lluvia arreció mientras corría hacia el sur. En Rosamond vi un McDonald’s y me detuve para utilizar los lavabos. Pedí un refresco de cola grande, un montón de patatas fritas y una hamburguesa con queso. Engullí un analgésico entre bocado y bocado. Doce minutos más tarde estaba en la carretera otra vez. Cuanto más me acercaba a Los Ángeles, más se me levantaba el ánimo. No me había dado cuenta de lo deprimida que estaba hasta que mi humor empezó a mejorar. La lluvia se convirtió en mi compañera, los limpiaparabrisas danzaban a ritmo constante mientras la autopista silbaba bajo mis ruedas. Puse la radio y dejé que el coche se llenase de música mala.
Cuando llegué a la autopista 5, doblé al norte hasta llegar al cruce con la 126, donde doblé hacia el oeste por Fillmore y Santa Paula. Allí el paisaje consistía en plantíos de cítricos y aguacates y la carretera estaba abarrotada de puestos de fruta, detrás de los cuales vi filas de casas que se prolongaban hasta donde alcanzaba la vista. La carretera 126 desembocaba en la 101 y casi gemí en voz alta cuando vi el océano Pacífico. Bajé el cristal de la ventanilla y saqué la cabeza, para que las gotas de lluvia me dieran en la cara. El olor del océano era denso y dulce. Las olas se acercaban y retiraban sin cesar, golpeando suavemente la costa, en la que algún que otro pájaro marino corría por la arena compacta. El agua era de seda, con interminables crestas de espuma gris que parecían de encaje. No me gustan las montañas, en parte porque apenas me interesan los deportes de invierno, sobre todo los que requieren un equipo costoso. Evito las actividades relacionadas con la velocidad, el frío y las alturas, y en general todas las que envuelvan peligro de caerse y romperse alguna parte del cuerpo. Por divertidos que parezcan, nunca me han llamado la atención. El océano es otra historia y aunque puedo pasar breves periodos en el interior, nunca estoy tan contenta como cuando estoy cerca de aguas profundas. Entendedlo, por favor, no me meto nunca en el agua, porque dentro hay toda clase de seres viscosos que muerden, pican, tienen tentáculos o pinzas, pero me gusta mirar el agua y pasar el tiempo ante su inmensa y siempre cambiante presencia. Entre otras cosas, encuentro terapéutico pensar en todos los bichos que no me devoran en un momento dado.
Así que recorrí alegremente los últimos kilómetros que me quedaban hasta Santa Teresa. Salí por el acceso de Cabana y doblé a la izquierda, dejando el refugio de los pájaros a mi derecha y, poco después, las canchas de voleibol de las arenas de East Beach. Por entonces llevaba ya cinco horas en la carretera y estaba tan concentrada en llegar a mi casa que el pie parecía habérseme soldado al acelerador. Estaba deshecha. Tenía el cuello rígido. La boca me sabía a metal caliente. Los dedos lesionados estaban dormidos a causa del medicamento, aunque se las arreglaban para latir de dolor. También me dolía el trasero y todo lo demás.
Mi barrio era el de siempre, una pequeña calle residencial a una manzana de la playa: palmeras, pinos altos, cercas de tela metálica y aceras accidentadas en las que las raíces habían abombado el hormigón. La mayoría de las casas estaban estucadas y tenían tejas de un rojo viejo. De vez en cuando aparecía una urbanización entre las viviendas unifamiliares. Encontré un lugar para aparcar delante de mi casa, que en otra época había sido un garaje monoplaza y a la sazón era una vivienda de dos plantas, unida a la de mi casero por una galería acristalada. Aquel mes era mi quinto aniversario como inquilina y para mí no tiene precio este espacio que he llegado a considerar mío.
Hice dos viajes para descargar el coche de alquiler, cruzando cuatro veces la puerta chirriante de Henry. Amontoné el equipaje en la galería, abrí la puerta de la casa, dejé la máquina de escribir en el escritorio, volví por el petate y lo subí por la escalera de caracol. Me desnudé, me cambié la venda de la mano y me regalé una larga y caliente ducha durante la cual me lavé el pelo, me afeité las piernas y canté una selección de melodías cuya letra consistía básicamente en la-la-la. El lujo de estar limpia y caliente era casi más de lo que podía soportar. Por una vez dejé de pasarme el hilo de seda, me cepillé los dientes y me unté con una colonia barata de supermercado que olía a lirios del valle. Me puse un jersey limpio, vaqueros limpios y calcetines limpios, me calcé las Reebok y me di un toque de pintalabios. Observé mi aspecto en el espejo del baño. No, era muy soso. Me froté la boca con papel higiénico y me declaré lista. Sólo faltaba ya pasar unos veinte minutos tratando de entablillarme y vendarme los dedos. Iba a ser horrible.
Salí de mi casa y chapoteé por el patio bajo la lluvia. El jardín de Henry renacía. El clima de Santa Teresa es templado durante todo el año, pero disfrutamos de una primavera casi imperceptible en la que los brotes verdes asoman entre la dura tierra como en cualquier otra parte. Henry había empezado a limpiar la parte de los bancales de flores donde al final pondría sus plantas anuales y unas cuantas tomateras. Olía los senderos mojados, la capa de hojas del suelo y los narcisos, que debían de haberse abierto con la lluvia. Eran las cinco menos cuarto y el día estaba oscuro, el atardecer próximo y la luz grisácea a causa del cielo nublado.
Miré por la ventana de la puerta trasera de Henry mientras golpeaba el cristal. Las luces estaban encendidas y se veía que estaba en medio de un proyecto culinario. Henry Pitts ha sido panadero durante muchos años, y aunque está ya retirado, aún le gusta cocinar. Tiene el rostro enjuto y bronceado y tiene las piernas largas, un elegante pelo blanco como la nieve, ojos azules, nariz ganchuda y todos los dientes. Con sus ochenta y seis años está dotado de inteligencia, buen humor y una prodigiosa energía. Entró en la cocina procedente del pasillo con un montón de trapos blancos de tela de toalla que utiliza para cocinar. Normalmente lleva uno colgado en la cintura, otro en el hombro y otro aún que suele emplear como mitón de cocina. Vestía camiseta azul marino y pantalón corto blanco, y se había puesto un gran delantal de panadero que le llegaba por debajo de las rodillas. Dejó los trapos en el mármol y corrió a abrir la puerta con la cara arrugada por la sonrisa.
—Vaya, Kinsey. No te esperaba hoy. Entra. ¿Qué le ha pasado a esa mano?
—Es una larga historia. Le contaré una versión resumida dentro de un minuto.
Se hizo a un lado y entré, dándole un abrazo al pasar. En el mármol vi un tarro grande de harina, otro más pequeño de azúcar, dos barras de mantequilla, una lata de levadura, un cartón de huevos y un cuenco con manzanas Granny Smith; molde, rodillo, rayador.
—Huele de maravilla. ¿Qué es?
Henry sonrió.
—Es una sorpresa de cumpleaños para Rosie. Tengo un pastel de tallarines en el horno. Es un plato húngaro cuyo nombre espero que no me pidas que pronuncie. También le estoy haciendo un pastel de manzana húngaro.
—¿Cuántos cumple?
—No quiere decirlo. La última vez que la oí, aseguraba tener sesenta y seis, pero creo que ha estado comiéndose puntos durante años. Seguramente cumplirá setenta. Espero que te unas a nosotros.
—No me lo perdería —dije—. Tengo que husmear por ahí para buscarle un regalo. ¿A qué hora?
—Yo no iré hasta las seis. Toma asiento y te prepararé un té.
Me instaló en su mecedora y puso la tetera al fuego mientras nosotros nos poníamos al corriente de lo que había pasado durante mi ausencia. Hicimos el habitual intercambio de información sin seguir ningún orden: el viaje, la operación de Dietz, las novedades del barrio. Le expliqué mi último trabajo tan concisamente como pude, la naturaleza de la investigación, los protagonistas y el ataque de la noche anterior, un proceso que me permitió escucharme a mí misma.
—Tengo un par de pistas que comprobar. Parece que Tom tenía algo que ver con una investigadora local del sheriff, aunque, en este momento, no estoy segura de si el contacto era personal o profesional. Tal como me lo contaron, tenían las cabezas juntas y la actitud de la mujer era de claro coqueteo. Sólo son rumores, desde luego, pero merece la pena indagar.
—¿Y si no da resultado?
—Entonces estoy perdida.
Cuando terminé de tomar el té, Henry preparó la masa y se puso a pelar y a rayar manzanas para el relleno. Lavé mi taza y el plato y los dejé en su sitio.
—Será mejor que vaya a buscar un regalo. ¿Irá así vestido a la fiesta?
—Me pondré pantalón largo —dijo—. Puede que me ponga también una americana. Tú vas bien así.
Resultó que todo el local de Rosie estaba preparado para la fiesta de cumpleaños. Aquella vulgar casa de comidas de barrio siempre había sido mi favorita. En los viejos tiempos (cinco años antes) no iban por allí más que dos o tres borrachos locales que entraban cuando abría y a los que había que llevar a casa. En los últimos años, por razones desconocidas, se había convertido en el lugar de cita obligada de varios equipos deportivos cuyos trofeos adornaban todas las superficies disponibles. Rosie, que nunca había sido famosa por su buen humor, ha tolerado sin embargo con insólita paciencia a esta panda de camorristas ebrios de testosterona. Aquella noche, los malandrines se habían presentado en pleno y para la ocasión habían decorado el local con acordeones de papel de verbena, globos y carteles escritos a mano que decían ¡ASÍ SE HACE, ROSIE! Había un gran ramo de flores, un barril de cerveza mala, un montón de cajas de pizzas y un gran pastel de cumpleaños. El humo del tabaco llenaba el ambiente, dando al local el suave y neblinoso aspecto de un daguerrotipo. Los deportistas habían acaparado la máquina de discos poniendo éxitos de los años sesenta a todo volumen, y habían apartado todas las mesas para bailar el twist y el watusi. Rosie miraba con sonrisa de condescendencia. Le habían dado un sombrero cónico con lentejuelas, con una goma bajo la barbilla y una pluma encima. Vestía la saya tropical de costumbre, rosa fuerte y con un volante de diez centímetros alrededor del cuello escotado. William estaba impecable con el terno oscuro, la camisa blanca de vestir y la corbata azul marino con topos rojos, pero del barrio no había nadie más. Henry y yo nos sentamos a un lado (él con un conjunto vaquero y yo con mis vaqueros y mi chaqueta de mezclilla buena) como espectadores de un concurso de baile. Había pasado casi una hora en una tienda del centro de la ciudad y finalmente había escogido una camisa roja de seda que pensé que le haría gracia a Rosie.
Nos escabullimos a las diez y volvimos a casa bajo la lluvia.
Cerré la puerta y recorrí la casa, maravillada de todo lo que veía; la mirilla de la puerta, las paredes de teca y roble pulido, las alacenas empotradas en todos los rincones. Había instalado un sofá cama para los invitados en el entrante de la ventana, tenía dos sillas de director de cine, estanterías y el escritorio. Arriba, además del armario empotrado, tenía perchas para la ropa, un colchón de matrimonio sobre una base de cajones y otro lavabo con una bañera y una ventana que daba al océano. Me sentía como si viviera en un barco, a la deriva por algún río, escondida y eficiente, cálida, bendecida por la luz. Estaba tan emocionada por haber vuelto que casi no soportaba la idea de irme a la cama. Me metí desnuda bajo un montón de edredones y escuché el golpeteo de la lluvia en la claraboya de plexiglás. Me sentía absurdamente posesiva…, mi almohada, mi manta, mi refugio secreto, mi casa.
Lo siguiente que supe fue que eran las seis de la mañana. No había puesto el despertador, pero me desperté automáticamente, volviendo a las viejas costumbres. Escuché el rumor de la lluvia, me olvidé de correr y me di la vuelta para seguir durmiendo. Me levanté a las ocho e hice las abluciones matutinas habituales. Desayuné, leí el periódico y puse la máquina de escribir en la mesa. Me detuve, subí rápidamente las escaleras y saqué mis notas del petate. Mi primera acción de la mañana sería devolver el coche de alquiler. Luego iría en taxi al bufete, donde haría acto de presencia y me pondría al corriente de los últimos cotilleos de abogados. Todavía no había decidido si trabajar en la oficina o en casa. O me quedaba donde estaba o tendría que pedirle que me trajera a cualquiera de Kingman and Ives.
Mientras tanto me dije que tenía que preparar la máquina de escribir y ponerme a teclear con paciencia las últimas adiciones al informe de mis progresos. Hasta que abrí el estuche de la máquina no me di cuenta de lo que había olvidado empaquetar cuando abandoné Nota Lake. Alguien había metido la mano en las varillas de las teclas y las había retorcido hasta convertirlas en un estropajo. Unas letras estaban rotas y otras sólo dobladas, como mis dedos. Me senté y la miré estupefacta. ¿Qué estaba pasando allí?