Eran ya las seis de la mañana cuando Rafer me instaló en el asiento delantero de su coche. La oferta de llevarme era lo más cercano a una disculpa que seguramente iba a recibir. Su auténtica motivación era sin duda interrogarme sobre el estado actual de mis pesquisas, pero no me importaba. El sol todavía no había salido y el aire de la madrugada tenía un curioso sabor melancólico. Lo que no sabía era adónde quería que me llevara. No soportaba la idea de estar en la cabaña sola. No creía que Selma estuviera levantada a aquella hora ni tampoco que Cecilia acogiera con placer mi compañía. Como si me leyera la mente, Rafer preguntó:
—¿Adónde?
—Creo que será mejor que me lleve al Arcoiris. Me quedaré allí hasta que decida lo que voy a hacer.
—Me gustaría registrar la cabaña. He conseguido a un experto en huellas de Independence, se pondrá en camino a las siete, en cuanto entre de servicio. Quizá tengamos suerte y el intruso haya dejado huellas.
—Por mí, como si quieren practicar un exorcismo. Creo que no volveré a dormir a gusto hasta que me haya ido de allí.
Me miró.
—¿Está pensando en volver a su casa?
—Lo llevo pensando desde el mismo momento en que llegué a este pueblo.
Se quedó en silencio un rato, concentrando la atención en la carretera. La población empezaba a despertar. Nos cruzamos con algún coche; las luces eran casi innecesarias, pues el cielo empezaba a dividirse en franjas que iban del gris acero al blanco sucio. En un cruce había un restaurante muy iluminado, el Elmo’s, cuyos clientes resultaban visibles por las ventanas. Vi cabezas inclinadas sobre bandejas de desayuno. Una camarera iba de mesa en mesa con una cafetera en cada mano, llenando tazas. Dos mujeres con chándal corrían por la acera, absortas en su conversación. Llegaron al cruce cuando el semáforo se ponía rojo y se quedaron pedaleando sobre el terreno. Seguimos adelante.
Rafer habló por fin.
—¿Sabe cuándo fue la última vez que tuve algo que ver con un detective privado? Me dijo que trabajaba en el caso de una persona desaparecida. Me metí en problemas por creerle y gasté dos días de mi tiempo para seguir la pista del tipo hasta otro Estado. Resulta que el detective me había mentido. Sólo quería cobrar una deuda. Me jodió mucho.
—Y con razón —dije. Me estrujé los sesos tratando de recordar si yo le había contado alguna mentira.
—¿Tiene alguna teoría sobre la agresión de esta noche?
—Estoy convencida de que fue el mismo individuo que me siguió al salir del Tiny’s —dije.
Su mirada volvió a la carretera.
—Me han informado de eso. Corbet nos mandó una copia de la denuncia. La pasé a la patrulla de carreteras, para que también ellos vayan con los ojos abiertos. ¿Se llevaron algo?
—Ni siquiera me molesté en mirar. Estaba ocupada con esto —dije, levantando la mano—. De todas formas, dudo que el motivo fuera el robo. Creo que el objetivo era quitarme las ganas de seguir investigando.
—¿Por qué?
—Dígamelo usted. Creo que quiere proteger a Tom Newquist. A mí no se me ocurre nada más.
—No estoy seguro de que esto tenga que ver con Tom.
—Y yo no puedo probar que sí, de modo que ¿adónde nos lleva esto?
—Podría estar equivocada, ya sabe. Es soltera y atractiva, y por tanto es un blanco natural…
—¿Para hacer qué? Aquí no ha habido motivación sexual. Fue una agresión física pura y simple. El tipo quería hacerme daño, mucho daño.
—¿Qué más?
—¿Qué más qué? No hay nada más —dije—. Y ahora una pregunta para usted: ¿dónde está el cuaderno de Tom? Se ha perdido. Nadie lo ha visto desde que murió.
Me lanzó una mirada rápida y movió la cabeza con perplejidad. Casi lo vi retroceder en el tiempo.
—Trato de recordar cuándo lo vi por última vez. Siempre lo tenía cerca, pero sé que no está en los cajones de su mesa porque los vaciamos.
—El agente de carreteras no recuerda haberlo visto en el todoterreno. No se le ocurrió buscarlo, pero me parece raro. Ya sé que le irritará a usted que continúe con esto…
—Mire, se me fue la mano, ¿vale? Estoy cabreado con Selma. No tiene nada que ver con usted.
Vi que se acortaba la distancia que había entre nosotros. Nada desarma tanto como las confesiones de esta naturaleza.
—Podría no tener ninguna importancia para el caso —afirmé—. ¿Cuál es el procedimiento con los informes? ¿No se pondrían por escrito y se entregarían muchas de aquellas notas?
—Posiblemente. Tom guardaba copias de todos los partes relacionados con el caso en el que estuviera trabajando. Los originales se remiten a los archivos de Independence. Los partes se remiten a intervalos regulares. Los agentes más jóvenes se apañan mejor con esto. Los viejos como Tom y yo tendemos a hacer las cosas conforme nos salen.
—¿No habría alguna forma de revisar hacia atrás para averiguar qué informes faltan?
—Ni sé cómo podría hacerlo ni le serviría de mucho. No sabría dónde había estado ni a quién había visitado, por no hablar del contenido de las conversaciones. No es extraño que falte un par de partes en un expediente…, sobre todo si estaba trabajando en un caso y no había pasado todavía las notas a máquina. Además, no todas las notas tendrían que incluirse, sólo la información que él juzgara pertinente. A veces se apuntan muchas cosas que luego, cuando se repasan, no tienen ningún valor.
—¿Y si estaba recabando información para un caso que llevara él?
—Es probable que fuera así. También podría ser un caso investigado por otro y que él lo estuviera revisando por alguna razón.
—¿Por ejemplo?
Rafer se encogió de hombros.
—Podría haber encontrado alguna pista nueva. A veces se presenta un caso en el que la información es secreta podría ser un confidente de otro Estado o algo relacionado con Asuntos Internos.
—Exactamente mi punto de vista. Quiero decir, ¿y si Tom estaba enterado de algo que no sabía cómo manejar?
—Me lo habría dicho. Hablábamos de todo.
—¿Y si le afectaba a usted?
Hizo un ligero movimiento que indicaba inquietud.
—Dejémoslo, ¿quiere? No digo que no podamos hablar de este tema más tarde, pero déjeme pensarlo un poco.
—Otra cosa. Y no se enfade conmigo. Sólo dígame lo que piensa. ¿Hay alguna posibilidad de que Tom estuviera liado con alguna mujer?
—No.
Me eché a reír.
—La respuesta debe tener menos de veinticinco palabras —dije—. ¿Por qué no?
—Era un hombre con un profundo sentido moral.
—Bueno, ¿y no explicaría eso su actitud taciturna? Un hombre sin conciencia no estaría en guerra consigo mismo.
—Protesto, señoría. Eso es pura especulación.
—Pero algo le preocupaba, Rafer. Selma no es la única que se dio cuenta. No sé si sería personal o profesional, pero por lo que he deducido, estaba realmente inquieto.
Entramos en el aparcamiento que quedaba entre el café Arcoiris y Nota Lake Cabins. Rafer detuvo el coche y abrió la portezuela.
—Vamos. La invito a desayunar. Tengo una hija que trabaja aquí.
Forcejeé con la manija hasta que desistí. Me quedé sentada mientras él daba la vuelta al coche y abría mi portezuela. Incluso me tendió la mano para ayudarme a salir.
—Gracias. Ya veo que esto va a ser penoso.
—Le vendrá bien —dijo—. La obligará a resolver sus problemas de dependencia.
—Yo no tengo problemas de dependencia —dije firmemente.
Rafer, por toda respuesta, sonrió.
Me abrió la puerta del café y entré delante. El lugar estaba lleno de hombres y se notaba claramente que era lugar de paso de los madrugadores, ganaderos, polis y obreros camino del trabajo. El interior, como siempre, tenía la calefacción demasiado alta y olía a café, beicon, salchichas, jarabe de arce y tabaco. La camarera de pelo castaño, Nancy, estaba tomando nota en una mesa llena de hombres con mono, mientras Barrett, detrás del mostrador, atendía una plancha en la que humeaban las empanadas y las tortillas. Rafer se adelantó en busca de un reservado vacío. Mientras pasábamos entre las mesas advertí que atraíamos algunas miradas. Recelaba que los tambores de la selva ya habían transmitido la noticia de mi agresión.
—¿Cómo vino usted a parar a Nota Lake? —pregunté mientras nos deslizábamos en los asientos.
—Empecé de telefonista en el Departamento de Policía de Los Ángeles, mientras estudiaba por las noches. Cuando me dieron el título, solicité ingresar en la academia. Me destinaron a San Bernardino y me pusieron en la sección de robos menores, pero cuando nació Barrett, Vicky empezó a insistir para que dejáramos Los Ángeles. Ella estaba de enfermera en el Queen of Angels, y detestaba vivir en un sitio y trabajar en otro. Ni con dos salarios podíamos permitirnos comprar una casa en las zonas que nos gustaban. Me enteré de que había una plaza en la comisaría del sheriff de aquí. Vicky y yo vinimos un fin de semana y nos enamoramos del lugar. Eso fue hace veintitrés años. Tom ya estaba aquí. Él era de Bakersfield.
Dos mesas más allá vi a Macon mirándome fijamente. Se inclinó hacia delante para hacer un comentario. El hombre que estaba con él volvió la cabeza como al descuido, fingiendo mirar a otro lugar cuando en realidad quería mirarme a mí. Me puse a leer el menú fingiendo que no me daba cuenta de que fingía no mirarme. Era el marido de Margaret, Hatch.
—¿Sabe ya lo que quiere? —preguntó Rafer—. Ya hago yo el trabajo. Trato de reformarme, pero no me puedo resistir.
—Le presto atención —dije—. ¿Su hija se llama Barrett?
—Fue idea de Vicky. No sé de dónde lo sacó, pero le queda bien. El trabajo, por cierto, es temporal. Ha solicitado el ingreso en la facultad de medicina. Quiere ser psiquiatra. Lo que gana aquí le permite vivir en casa y ahorrar dinero hasta que se marche.
—¿Dónde hizo los estudios preparatorios? ¿En la Universidad de California-Los Ángeles?
—¿Dónde, si no? —dijo sonriendo—. ¿Y usted?
—Yo detestaba la escuela —dije—. Conseguí pasar el instituto por los pelos, pero es todo lo que conseguí. Bueno, también estuve tres semestres en un colegio mayor, pero lo detestaba del mismo modo.
—¿Cómo es eso? Parece usted lista.
—Soy demasiado rebelde —dije—. Me dieron un título en la academia de policía, pero aquello parecía más un campamento de instrucción que una academia.
—¿Es usted poli?
—Lo fui. También me rebelé contra eso.
Nancy apareció con una cafetera en la mano. Andaba por los cuarenta y llevaba el pelo recogido en un moño cubierto con una redecilla. Tenía grandes ojos castaños, un lunar en la parte superior de la mejilla derecha y uno de esos cuerpos de los que parece que a los hombres les cuesta mantener las manos apartadas. Vestía camiseta, pantalones generosamente cortos y zapatos marrones con una suela de caucho de casi tres centímetros.
—Has madrugado —dijo a Rafer. Ambos empujamos la respectiva taza hacia ella y nos la llenó.
—¿Conoces a Kinsey?
—No nos han presentado, pero sé quién es. Soy Nancy. Estuviste hablando de mí con Alice.
—¿Qué tal? —dije—. Te daría la mano si pudiera.
—Sí, ya me he enterado. Cecilia pasó por aquí cuando abríamos. Dice que recibiste una buena paliza. Y veo que la mandíbula se te está poniendo azul.
Me llevé la mano al lugar.
—No quería recordarlo. Tiene que estar horrorosa.
—Te da carácter —dijo. Miró a Rafer—. ¿Qué te pongo?
Rafer miró la carta.
—Bueno, veamos. Trato de mantener alto el nivel de colesterol, así que creo que tomaré tarta de arándanos, salchicha, un par de huevos revueltos y café.
—Que sean dos —dije.
—¿Zumo de naranja?
—Claro que sí —dijo Rafer—. ¿Por quién me tomas?
—Vuelvo enseguida —dijo.
Vi que la mirada de Rafer iba hacia la ventana.
—Disculpe. He visto a Alex. Lo llevaré a la cabaña para que empiece a trabajar.
Tenía que utilizar las dos manos para sostener la taza de café, ya que tenía tres dedos de la mano derecha unidos como si llevara un mitón de cocina. El médico me había dicho que podía quitarme el esparadrapo al cabo de un par de días, siempre que no sintiera molestias. Me había dado cuatro analgésicos pulcramente envueltos en un sobrecito blanco. Recordaba un sobre parecido en la época en que iba a la iglesia, cuando era pequeña y ponía una moneda en la bandeja de la colecta. La bandeja era de madera y pasaba de mano en mano hasta que llegaba al sacristán, que estaba al final del banco. Me habían expulsado muchas veces de las clases de la escuela dominical por razones que mi conciencia ha reprimido, pero mi tía Gin, ofendida y de mi parte, decidió que yo tenía derecho a asistir a los servicios eclesiásticos propiamente dichos. Supongo que su intención era que escuchara las admoniciones del espíritu, pero lo único que aprendí allí fue que cuesta contar de lejos los tubos que tiene un órgano.
Miré por la ventana y vi a Rafer cruzar el aparcamiento y dirigirse a la cabaña en compañía de un joven que llevaba un maletín negro, como el de los médicos. Me hice un inventario físico y sentí dolor en el costado derecho. No creía tener hinchazón en la mandíbula, pero estaba claramente magullada. No había perdido ningún diente ni se movía ninguno. Pero sentía en el trasero un nudo del tamaño de un dólar de plata y sabía por experiencia que durante semanas picaría como un cabrón.
—Kinsey, ¿podemos hablar?
Levanté la vista. James Tennyson estaba de pie, al lado de la mesa, con el uniforme caqui de patrullero de carreteras y todos los adminículos colgando: porra, linterna, llaves, funda, pistola y cartuchos.
—Claro. Siéntate.
Se llevó la mano a la pistolera para sujetar el arma mientras se deslizaba en el asiento del reservado. Me pareció que estaba nervioso, pero no lo conocía lo suficiente para estar segura.
—Vi que Rafer dejaba la mesa y pensé que podrías dedicarme unos minutos.
—Naturalmente que sí. Me alegro de verte. ¿Encontraste la linterna?
—Sí. Te agradezco que me la devolvieras. Jo la encontró en el porche cuando salió por el periódico. —Me señaló la mano—. Acabo de enterarme de lo del tipo que te agredió anoche. ¿Estás bien?
—Regular.
—Iba en serio.
—Sobreviviré —dije.
—La razón por la que he venido…, no me había parado a pensarlo hasta ayer. ¿Recuerdas la noche que murió Tom? Yo iba por la carretera trescientos noventa y cinco cuando vi el todoterreno…, ya sabes, con las luces de emergencia encendidas. Al principio no me di cuenta de que era él porque estaba a cierta distancia, pero me detuve por si podía hacer algo. Bueno, el caso es que vi a una mujer que iba a pie por la carretera, en dirección al pueblo.
—¿Una mujer?
—Sí. Estoy casi seguro.
—¿E iba hacia ti?
—Exacto, pero entonces se desvió. Fue poco antes de cruzarnos, así que no pude verla bien. Iba muy abrigada. Si no hubiera sido por Tom y porque tenía que buscar ayuda, habría vuelto a buscarla, por si le pasaba algo.
—¿Es inusual ver a alguien paseando por allí?
—Sí. Al menos en aquel momento pensé que lo era. Hay muchos kilómetros hasta el próximo pueblo y lo único habitado que hay por esa parte es una urbanización. Podría haber salido a correr, pero no parecía llevar la indumentaria de rigor. ¿Y de noche? Lo dudo. En cualquier caso me pareció extraño. No sé, supongo que entonces pensé que habría tenido una pelea con el novio y se habría ido a pie. No vi más vehículos, así que no creo que fuera una rueda pinchada ni nada por el estilo.
—¿La conocías?
—No sabría decirlo. No la identifiqué en aquellas circunstancias. Como ya he dicho, no pensé mucho en el asunto y luego lo olvidé. Ni siquiera sé por qué lo he recordado. Habrá sido porque vas haciendo preguntas.
Medité un momento.
—¿A qué distancia del todoterreno estaba la mujer cuando la viste?
—A menos de cuatrocientos metros, porque veía las luces de Tom parpadeando a lo lejos.
—¿Crees que estaba con él?
—Supongo que es posible —dijo—. Si a Tom le dio el dolor en el pecho, puede que ella fuera a buscar ayuda.
—Entonces, ¿por qué no te hizo señas?
—Ni idea. No sé qué pensar —dijo.
—Me gustaría ver el sitio donde estaba el todoterreno de Tom —dije—. ¿Podrías llevarme allí más tarde?
—Pues claro, con mucho gusto, pero es un sitio fácil de encontrar. Está a kilómetro y medio en esa dirección. Busca dos rocas grandes cerca de un pino partido. Le cayó un rayo el año pasado durante una tormenta impresionante. Lo verás enseguida. No puedes equivocarte. Está en el lado derecho.
—Gracias.
Miró hacia una de las mesas de la parte delantera de la cafetería.
—Ya me han servido el desayuno. Si tienes más preguntas, llámame.
Lo vi irse. Hatch y Macon estaban junto a la caja registradora, esperando a que Nancy les cobrara. Mi conversación con James no había pasado inadvertida, aunque los dos exageraban su desinterés. Rafer volvió a la cafetería sin el técnico, el cual supuse que estaría en la cabaña ocupado con sus polvos y sus pinceles. Rafer se sentó y dijo:
—Lo lamento. Le he dicho que nos reuniríamos con él en cuanto termináramos aquí.
Cuando llegamos a la cabaña, después de desayunar, la puerta estaba abierta. Vi manchas de polvo en los alféizares de todas las ventanas. Rafer me presentó al experto en huellas, que me tomó las mías para eliminarlas en el análisis final. Luego tomó las de Cecilia y las de las mujeres de la limpieza y los encargados del mantenimiento. Podía haberse ahorrado el trabajo. En la cabaña no había ni una sola huella útil, ni en el cristal de la ventana ni en los metales de la vivienda; tampoco había pisadas en la tierra húmeda, ni hacia la cabaña ni en sentido contrario.
El interior estaba húmedo y la cama todavía con las almohadas que había puesto bajo el montón de mantas. Era deprimente. Hacía frío. El reloj digital parpadeaba, lo que quería decir que había habido otro corte de electricidad. La adrenalina me había bajado lentamente, del mismo modo que baja el agua sucia en un fregadero medio embozado. Me sentía una mierda. Una poderosa sensación de asco se apoderó de mí y reviví el bochorno de no haber sido capaz de defenderme. La angustia me susurró en la base de la columna, como para que recordara lo vulnerable que era. De repente recordé algo. Volvía a tener cinco años, estaba contusionada y ensangrentada a causa del accidente en que habían perecido mis padres. Había olvidado el dolor físico porque el impacto de la pérdida emocional siempre había estado por delante.
Mientras Rafer y el técnico hablaban fuera, en voz baja, busqué el petate y empecé a llenarlo. Fui al baño, reuní los artículos de aseo y los puse en el fondo. No oí entrar a Rafer, pero de súbito me di cuenta de que estaba en el umbral.
—¿Se va usted? —preguntó.
—Tendría que estar loca para quedarme aquí.
—Pienso lo mismo, pero creía que no había terminado aún la investigación.
—Eso es cuestión de opiniones.
Me observó con preocupación.
—¿Quiere hablar?
Levanté la vista para mirarlo.
—¿De qué? Para mí esto es un simple trabajo, no un imperativo moral. Me pagan por hacer ciertos servicios. Pero creo que todo tiene un límite.
—¿Va a abandonar?
—No he dicho eso. Primero hablaré con Selma y luego veremos qué pasa.
—Escuche, veo que está inquieta. Le ofrecería protección, pero no me sobran los agentes. Apenas tenemos presupuesto…
—Le agradezco la intención. Le contaré lo que decida.
—No le perjudicaría tener ayuda. ¿Conoce a alguien a quien pueda reclutar para esos menesteres?
—Por favor. Claro que no. Nunca haría eso. El problema es mío y lo resolveré yo —dije—. Confíe en mí, no se trata de obstinación ni de orgullo. Ya contraté en una ocasión a un guardaespaldas, pero esto es diferente.
—Ah, ¿sí?
—Si ese tipo quisiera matarme, lo habría hecho anoche.
—Escuche, también a mí me dieron palizas en mi época y sé lo que probablemente siente. Todo es confusión. Ha perdido la confianza en sí misma. Es como montar a caballo…
—¡No, no es eso! Ya me han vapuleado antes… —Levanté la mano, enmudeciendo con un movimiento de cabeza—. Lo siento. No quería gritarle. Ya sé que su intención es buena, pero he de afrontarlo yo. Estoy bien. Es sólo que no quiero perder un minuto más en este lugar dejado de la mano de Dios.
—Bueno —dijo, entonando la palabra con escepticismo.
Se quedó en silencio, con las manos en los bolsillos, balanceándose sin mover los pies. Cerré la cremallera del petate, recogí la cazadora y el bolso de mano, y eché una mirada general a la cabaña. La mesa todavía estaba llena de papeles míos y me había olvidado de la Smith-Corona, aún en su sitio y con la funda medio abierta. La cerré y metí los papeles en un sobre comercial marrón, que introduje en un bolsillo lateral del petate. Levanté la máquina de escribir con la mano izquierda.
—Gracias por traerme y por el desayuno.
—Tengo que seguir con el trabajo, pero si puedo hacer algo por usted, no dude en decírmelo.
—Entonces lléveme esto —dije, dándole la máquina de escribir. Hizo algo mejor y llevó el petate y la Smith-Corona hasta el coche. Esperé hasta que se hubo ido y me dirigí a recepción, asomando la cabeza por la puerta. No había rastro de Cecilia. La lámpara de mesa todavía estaba encendida, pero su puerta estaba cerrada e imaginé que estaría recuperando el sueño que había perdido llevándome a Urgencias. Subí al coche y salí del aparcamiento, doblando a la izquierda para entrar en la 395.
Miré el cuentakilómetros mientras recorría kilómetro y medio y luego empecé a buscar el lugar en el que había estado aparcado el todoterreno de Tom. Como había dicho Tennyson, no me costó encontrarlo. Dos rocas grandes y un pino partido. Se veía la blancura interior en la parte del tronco donde había caído el rayo.
Reduje la velocidad para pasar al arcén y me detuve. Bajé del coche con la cazadora sobre los hombros. No había tráfico a aquellas horas y la mañana estaba silenciosa. El cielo era gris oscuro y las montañas estaban sombreadas por la niebla. La nieve había empezado a caer; grandes copos perezosos que descendían sobre mi cara como una serie de besos. Durante un momento eché la cabeza hacia atrás para que la nieve me cayese en la lengua.
Como es lógico, no quedaba la menor huella de los vehículos que se habían detenido allí hacía seis semanas. Si el todoterreno, el coche patrulla de Tennyson y la ambulancia habían removido la tierra y la grava del arcén, la naturaleza había llegado después y había barrido todas las señales del suceso. Hice un reconocimiento cuadricular, con la mirada fija en el suelo mientras avanzaba en línea recta. Imaginé a Tom en el todoterreno, el dolor clavándosele entre los omóplatos como un cuchillo. Náuseas, viscosidad, el sudor frío de la Muerte obligándole a concentrarse. Por el momento preferí dejar al margen a la mujer andando por la carretera. Por lo que sabía, había sido un producto de la imaginación de James Tennyson, una especie de dirección inexistente destinada a confundirme. En una investigación hay que escuchar la información con un filtro de escepticismo. No estaba segura de los motivos que tenía. Quizá, tal como aparentaba, no era más que un joven con ganas de ayudar que se tomaba el trabajo en serio y quería tenerme al tanto de lo que recordaba. Lo que me interesaba ahora era la posibilidad de que Tom hubiera tirado el cuaderno de notas por la ventana; o de que lo hubiera destruido en los últimos momentos de vida.
Revisé cada palmo de terreno en un radio de treinta metros. No había ni cuaderno ni hojas revoloteando en el aire, ni fragmentos de papeles rotos; no había agujeros ni grietas donde haber guardado hojas dobladas. Aparté con el pie hojas secas y piedras, quité ramas caídas y cavé en tramos cubiertos de nieve crujiente. Costaba creer que Tom hubiera salido arrastrándose para hacer una cosa así. Yo trabajaba basándome en la suposición de que sus notas eran confidenciales y de que había hecho algo por salvaguardar la naturaleza reservada del contenido. Aunque quizá no. Las notas podían haber sido irrelevantes.
Volví al coche y lo puse en marcha, no sin esfuerzo. El vendaje de la mano derecha lo hacía todo un poco torpe y sospechaba que el esfuerzo compensatorio de los dos próximos días acabaría por agotarme. Aunque la lesión no era muy importante, resultaba irritante e inconveniente, un recuerdo constante de que otra persona me había hecho sufrir. Di la vuelta en la autopista y me dirigí a casa de Selma. A las diez iba ya rumbo a Santa Teresa.