10

Cecilia llamó al 911 y explicó lo del allanamiento y el ataque subsiguiente. El funcionario de guardia dijo que avisaría a una ambulancia, pero Cecilia le replicó que ella misma podía llevarme al hospital en el tiempo que tardarían en llegar los enfermeros. Se puso el suéter del chándal, un abrigo y las zapatillas deportivas y me metió en un Oldsmobile grande como una barca. La verdad es que parecía sinceramente preocupada por mis lesiones, me daba golpecitos en el hombro de vez en cuando y decía cosas como: «Tranquilícese. Se pondrá bien. Ya casi hemos llegado. Está aquí mismo, en la carretera». Conducía con un cuidado exagerado, con las dos manos en el volante y la barbilla levantada para ver por encima del borde. Nunca excedía los sesenta kilómetros por hora y resolvió el problema de la elección de carril poniéndose entre los dos.

No volví a sentir dolor. Por mi organismo había fluido alguna anestesia natural que me había dejado insensible. Apoyé la cabeza en el respaldo. Cecilia me observaba afanosamente, sin duda temerosa de que le vomitase en el tapizado, que era de tela y difícil de limpiar.

—Está usted mortalmente pálida —dijo.

Pulsó el mando de la ventanilla para bajar a medias el cristal y una ráfaga de aire helado me golpeó la cara. La autopista relucía de humedad; la nieve cruzaba volando la carretera en líneas diagonales. A aquella hora de la noche reinaba un silencio tranquilizador en aquella parte del mundo. La nieve no había cuajado por el momento, aunque se veía el tronco de los árboles espolvoreado de blanco y una ligera acumulación en los campos abandonados y cubiertos de malas hierbas.

El hospital era alargado y bajo, una estructura de una planta que se prolongaba en línea recta como un motel médico sin fin. El exterior era una mezcla de ladrillo visto y estucado, con un tejado de tejas cuadradas de asfalto, dispuestas en tres capas. El aparcamiento, al lado de la entrada de ambulancias, estaba prácticamente desierto. La sala de urgencias estaba vacía, aunque las pocas almas valientes que estaban de servicio recuperaron la vitalidad y aparecieron a su debido tiempo, una de ellas una empleada en cuya tarjeta de identificación podía leerse: L. LIPPINCOTT. Me puse a pensar: Lucille, Louise, Lillian, Lula…

La mirada de la señorita Lippincott se apartó de mi torcido ramo de dedos.

—¿Cómo se cayó?

—No me caí. Me agredieron —dije, procediendo a contarle una versión resumida del ataque.

Su expresión pasó del malestar al escepticismo, como si pensara que le había ocultado parte de la historia. Puede que fantaseara con alguna forma enfermiza de autocastigo o con prácticas sadomaso demasiado guarras para describirse.

Tomé asiento en una silla tapizada y recité mis datos personales (nombre, dirección, compañía de seguros) mientras Lippincott los introducía en el ordenador. Andaba por los sesenta años, era de huesos grandes y tenía el pelo gris y peinado en ondas pequeñas y perfectas. Tenía la cara como si se le hubiera escapado la mitad del aire, dejándole bolsas caídas y arrugas profundas. Llevaba una especie de uniforme que consistía en un traje pantalón blanco de poliéster de trama de barquillo, con hombreras anchas y grandes botones blancos en la prenda superior.

—¿Dónde se ha metido Cecilia? ¿No es ella quien la ha traído?

—Habrá ido al lavabo. Estaba sentada ahí —dije señalando la zona de espera. Un talento recién hallado me permitía señalar dos puntos a la vez: el índice y el corazón señalaban el noroeste, el anular y el meñique el estenoreste. Traté de no mirarlos, pero costaba resistirse.

Hizo una fotocopia de mi tarjeta del seguro y dejó esta a un lado. Dio la orden de imprimir y salieron varios documentos, ninguno de los cuales iba a poder firmar con aquella mano que parecía un abanico. Redactó una nota a este efecto, para que constase que aceptaba la responsabilidad económica. Pegó en una cinta de plástico mi nombre y el número identificador del hospital y me la puso en la muñeca con un aparato que parecía una perforadora de papel.

Con el expediente en la mano, me acompañó hasta una puerta y me señaló una silla en una sala de reconocimiento del tamaño de una celda. Antes de salir metió mi expediente en el buzón de la puerta.

—Enseguida la atenderán.

El lugar se parecía a todas las salas de urgencias que había visto hasta entonces: suelo beis con motas y encerado, para que no hubiera problemas a la hora de limpiar la sangre y otros fluidos corporales; en el techo, módulos acústicos, lo mejor para ahogar los gritos de angustia. El omnipresente olor a alcohol de quemar me hizo pensar en agujas hipodérmicas y de repente sentí la imperiosa necesidad de recostarme. Dejé la cazadora a un lado y me subí a la camilla de reconocimiento, me acosté sobre el papel crujiente y miré al techo. No me sentía bien. Tiritaba. Las luces me parecían anormalmente brillantes y la habitación se movía. Me cubrí los ojos con el brazo izquierdo y traté de pensar en algo bonito, como el sexo.

Oí voces en el pasillo, entró alguien y sacó mi expediente del buzón de la puerta.

—¿Señorita Millhone? —Oí el clic de un bolígrafo y abrí los ojos.

La enfermera era negra y la tarjeta la identificaba como V. LaMott. Tenía que ser la mujer de Rafer LaMott, la madre de la joven cocinera del Café Arcoiris. ¿Sería la única familia afroamericana de Nota Lake? Al igual que su hija, V. LaMott tenía buen aspecto y la piel de color tabaco. Llevaba el pelo muy corto y su cara estaba limpia de maquillaje.

—Soy la señora LaMott. Creo que ya conoce a mi marido.

—Hablamos brevemente.

—Déjeme ver la mano.

La levanté. La mención de Rafer me hizo pensar que este le había contado con pelos y señales lo rudo que había estado conmigo. Parecía una mujer capaz de decirle cuatro cosas por hacer algo así. Eso esperaba.

Volví la cara mientras hacía el reconocimiento. Sentía subir mi tensión, pero LaMott ponía infinito cuidado al tocarme. Al parecer no había ninguna ayudante de guardia, de modo que ella misma me comprobó las constantes vitales. Me tomó la temperatura con un termómetro electrónico que dio los resultados casi instantáneamente y luego me arrimó el brazo izquierdo a su cintura mientras hinchaba el brazalete de la presión arterial y observaba los datos. Sus manos eran cálidas y las mías parecían exangües. Escribió unas notas en mi expediente.

—¿Qué es la uve? —pregunté.

—Victoria. Puede llamarme Vicky, si lo prefiere. Aquí no gastamos etiqueta. ¿Toma alguna medicina?

—Píldoras anticonceptivas.

—¿Alguna alergia?

—No, que yo sepa.

—¿Se ha puesto la antitetánica en los diez últimos años?

Mi mente se quedó en blanco.

—No lo recuerdo.

—Eso tiene fácil arreglo —dijo.

Sentí que me invadía el pánico.

—Quiero decir que realmente no es necesario. No es un problema. Tengo dos dedos dislocados, pero la piel no se ha desgarrado. ¿Lo ve? No hay cortes ni heridas desgarradas. No he pisado ningún clavo.

—Volveré enseguida.

Mi corazón se detuvo. Con la debilidad no se me había ocurrido mentir. Podía haberle contado cualquier cosa sobre mi historial médico. Ella nunca habría sabido la diferencia y lo demás era asunto mío. El tétanos, nada menos. Era demasiado. Me dan fobia las agujas, que es lo mismo que decir que a veces me desmayo ante la sola idea de una inyección y me pongo enferma cuando las veo. No obstante, he aprendido a mantenerme impasible cuando se pone una inyección a otra persona. Cuando viajo, nunca voy a países que exijan vacunas. ¿Quién quiere veranear en un lugar donde la viruela y el cólera todavía hace estragos entre la población?

Lo que más detesto en el mundo son esos obscenos reportajes donde hay primerísimos planos de niños que gimotean mientras les clavan agujas hipodérmicas en los bracitos dulces y gordezuelos. Yo me pongo enferma con sólo ver la cara que ponen de sentirse traicionados. Tenía sudadas las palmas de las manos. Pese a estar acostada, tenía miedo de perder la conciencia.

Volvió inmediatamente y traía la ya-sabéis-qué en una pequeña bandeja de plástico, como si fuera un canapé. Quemé mi último cartucho de autoridad convenciéndola de que me pinchara en la nalga y no en el antebrazo, aunque bajarme los vaqueros con una sola mano fue una proeza.

—A mí tampoco me hacen gracia —dijo—. Las inyecciones me asustan del modo más tonto. Vamos allá.

Soporté la calamidad estoicamente, aunque en el fondo no fue tan malo como lo recordaba. Puede que estuviera madurando. Ja, ja, ja, exclamó ella.

—Mierda.

—Lo siento. Ya sé que pica.

—No es eso. Acabo de acordarme. La última vez que me vacunaron contra el tétanos fue hace tres años. Me pegaron un tiro en el brazo y me pusieron una cosa de esas.

—Muy bien —dijo. Acercó la jeringuilla a un recipiente y echó en él la aguja, como si temiera que me apoderase de ella y me la clavara otras seis veces para divertirme. Siempre profesional, aproveché la oportunidad para interrogarla sobre los Newquist mientras esperábamos al médico.

—Tengo entendido que Rafer y Tom eran buenos amigos —dije para abrir boca.

—Eso es verdad.

—¿Pasaban mucho tiempo juntos ustedes cuatro? —La respuesta tardó y decidí darle un apunte—. Puede hablar con toda sinceridad. A estas alturas he oído de todo. A nadie le gusta Selma.

Vicky sonrió.

—Nos reuníamos cuando teníamos que hacerlo. Había ocasiones en que no podíamos evitarla, pero nos aguantábamos. Rafer no quería escenas y yo tampoco. Le juro por Dios que una vez me dijo…, se lo repito a usted con las mismas palabras: «Te habría invitado, pero pensé que preferirías estar con los de tu especie». Tuve que morderme la lengua. Por mí, le habría dicho: «Lo que preferiría es no estar con un montón de basura blanca como tú». Para complicar las cosas, nuestra hija Barrett estaba saliendo con su hijo.

—Seguro que saltaba de alegría.

—No podía poner objeciones. Vivía aparentando que no tenía prejuicios. Vaya broma. Si no fuera tan lamentable me habría partido de risa. Esa mujer no tiene el menor asomo de educación ni de inteligencia. Rafer y yo estudiamos en la Universidad de California-Los Ángeles. Él sacó un título en criminología…, eso fue antes de que solicitara el puesto en la comisaría del sheriff. Yo hice enfermería y además soy enfermera colegiada.

—¿Selma sabía que los chicos salían juntos?

—Seguro que sí. Fueron novios varios años. Tom estaba loco por Barrett. Sé que pensaba que influiría favorablemente en Brant.

—¿Tiene Brant algún problema?

—Básicamente es buena persona. Pero por entonces andaba muy confuso, como muchos chicos de su edad. No creo que llegara a probar las drogas, pero bebía mucho y se rebelaba siempre que tenía ocasión.

—¿Por qué rompieron?

—Tendrá usted que preguntárselo a Barrett. Yo procuro no entrometerme en sus asuntos. Si quiere mi opinión, creo que Brant era demasiado exigente para una joven como ella. Tendía a deprimirse y se ponía pegajoso. Esto fue hace muchos años, claro. Él tenía veinte entonces. Ella acababa de terminar el instituto y no parecía muy interesada por tener con él una relación seria.

Sus comentarios cesaron de repente cuando entró el médico. El doctor Price era delgado y juvenil, no llegaba a los treinta años, y tenía brillantes ojos azules, orejas grandes, pelo caoba y cutis claro y pecoso. Vi en sus mejillas la marca que había dejado la almohada mientras dormía. Me imaginé a todo el personal de urgencias dormitando en camillas por alguna parte. Llevaba pantalón verde de quirófano, bata blanca y un estetoscopio enrollado en el bolsillo como si fuera una serpiente doméstica. Me pregunté cómo habría ido a parar a un hospital tan pequeño como aquel. Esperaba que no fuese porque estuviera terminando la carrera de medicina. Echó un vistazo a mis dedos y dijo:

—¡Madre mía! ¡Es bestial! —Me gustó su entusiasmo.

Tuvimos una charla sobre mi agresor y mi trabajo. Me inspeccionó la mandíbula.

—Te sujetó bien —dijo.

—Es verdad. Lo había olvidado. ¿Qué aspecto tiene?

—Como si te hubiera temblado el pulso al ponerte la sombra de ojos. ¿Algún otro hematoma o traumatismo? Es vocabulario médico —aclaró—. Quiere decir puntos del cuerpo que duelen.

—Me dio dos patadas en las costillas.

—Echemos un vistazo —dijo, levantándome la camisa.

Mi caja torácica se estaba poniendo morada por la derecha. Auscultó mis pulmones para comprobar que ninguna costilla se hubiera introducido en ellos a causa del golpe. Me palpó el brazo derecho, la muñeca, la mano y los dedos, y pasó a darme un cursillo acelerado sobre articulaciones, ligamentos, tendones y lo que ocurre exactamente si se rompen forzándolos. Fuimos a la otra sala, donde un técnico que parecía lleno de arrugas me hizo radiografías del pecho y de la mano. Volví a la camilla y me acosté de nuevo, saturada de aire acondicionado y con la habitación dándome vueltas.

Cuando las radiografías estuvieron listas, me invitó a salir al pasillo, donde las puso sobre una pantalla de luz. Vicky se reunió con nosotros. Los tres miramos los resultados. Yo me sentía ya como un colega al que hubieran llamado para consultarle un caso difícil. Mis costillas estaban magulladas, pero no rotas; probablemente me dolerían unos días, pero no requerían atención médica. Radiográficamente hablando, los dos dedos estaban completamente torcidos. Se notaba que no había ningún hueso roto, aunque el doctor Price señaló dos pequeñas astillas que según él reabsorbería mi organismo.

Volví a la camilla y me tendí con alivio. Aún tenía la nalga dolorida por la antitetánica y casi no me di cuenta de que el médico, con un alegre silbido, me pinchaba repetidamente en las articulaciones de los dedos. Había dejado de preocuparme. Hicieran lo que hiciesen, estaba demasiado grogui para darme cuenta. Mientras observaba la pared, el médico devolvió a los dedos su posición original. Abandonó un momento la habitación. Cuando por fin me atreví a mirarme la mano, vi que los dedos lesionados estaban hinchados y rojos. Como estaban doblados, los nudillos parecían tan hinchados como si tuviera artritis. Pegué la boca a la carne caliente y entumecida como una madre que comprobara la fiebre de un niño.

El doctor Price volvió con 1.º esparadrapo, 2.º gasas y 3.º una delgada laminilla metálica que parecía el palo de un polo y por la que al final cobrarían a mi seguro unos quinientos dólares. Juntó los dos dedos con esparadrapo y luego los pegó al dedo anular con más cinta, todo ello reforzado por la tablilla. Ya veía aumentar el importe de mi cuota anual. El seguro médico es beneficioso si no se utiliza. De lo contrario, te recompensan o con la cancelación del contrato o con un abusivo aumento de la cuota.

Oí una conversación en el pasillo y apareció un agente de uniforme en la puerta de la sala de reconocimiento. Habló con el doctor Price y este se fue, dejándome sola con el agente. Era un individuo al que no había visto antes; un joven alto y flaco, de cara alargada, pelo oscuro, cejas revueltas que se tocaban por el centro y un puente metálico en los dientes. Bueno, sentí renacer la confianza.

—Señorita Millhone, soy el agente Carey Badger. Creo que ha tenido un problema. ¿Puede contarme lo que pasó?

—Claro —respondí. Y conté de nuevo mi triste y penosa historia.

Apuntó la información con la mano izquierda en un cuaderno de espiral, sin apartar los ojos de mi cara. Su bolígrafo era de los que se emplean para anotar los tantos de la canasta, pequeño, delgado y de punta gruesa. Podía haber sido un camarero tomando nota de un pedido… rebanada de pan con atún, poner mahonesa.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo ser? —preguntó.

—Ni una pista.

—¿Y qué me dice del peso y la altura? ¿Podría hacer una descripción aproximada?

—Yo diría que andaba por el metro ochenta y que pesaba unos treinta kilos más que yo. Yo peso menos de sesenta, así que échele ochenta y cinco o noventa kilos por lo menos.

—¿Algo más? ¿Cicatrices, lunares, tatuajes?

—Estaba oscuro como un túnel. Llevaba pasamontañas y mucha ropa, así que no lo pude ver bien. La noche anterior, el mismo tipo me había seguido desde el aparcamiento del Tiny’s. No podría jurarlo sobre la Biblia, pero no creo que haya dos tipos que me persigan con esa insistencia. La primera vez conducía una furgoneta negra sin números visibles en la matrícula trasera. Lo he denunciado esta mañana a la policía local.

—¿Puede decirme algo más sobre él?

—Olía mucho a sudor.

Volvió la página sin dejar de escribir y arrugó el entrecejo al ver lo que ponía.

—¿Qué hizo en la primera ocasión? ¿Se acercó a usted?

—Me miraba fijamente e hizo esto —dije, imitando los disparos con la mano izquierda—. No es mucho, pero quería intimidarme y lo consiguió.

—¿No le habló ninguna de las dos veces?

—Ni palabra.

—¿Y el vehículo que conducía? ¿Llevaba el mismo que anoche?

—No lo vi. Debió de aparcar al lado de la carretera e ir andando hasta mi cabaña.

—Entonces tenía que saber cuál era, a menos que haya sido un intento de robo casual.

Lo miré con interés.

—Es verdad. No lo había pensado. ¿Cómo supo cuál era mi cabaña? Me desperté cuando estaba forzando la cerradura. Al no conseguirlo, quiso forzar la ventana del cuarto de baño. Después volvió a la puerta.

—Y después de dislocarle los dedos, ¿se marchó?

—Exacto. Oí un coche ponerse en marcha a lo lejos, pero no tengo ni idea de qué vehículo era. En aquel momento me concentraba en reunir fuerzas para pedir ayuda.

El agente Badger garabateó algo para sí y se guardó el cuaderno en el bolsillo, con el bolígrafo dentro de la espiral.

—Creo que ya está todo. Pasaré la información al agente diurno.

Se oía una conversación al otro lado de la puerta y vi entrar a Rafer LaMott. Estrechó la mano del agente, que se disculpó en el acto y desapareció por el pasillo. La mujer de Rafer estaba en el mostrador de enfermeras y su postura corporal daba a entender que era muy consciente de la presencia de su marido. Me pregunté si no lo habría llamado ella misma. Él parecía recién duchado y afeitado; llevaba pantalón de pana color chocolate, camisa de vestir blanca y chaleco rojo de cachemir. Su expresión era neutra. Se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la pared. Parecía un anuncio de revista de ropa masculina.

—Cecilia estaba cansada y le dije que se fuera a casa. En cuanto haya terminado aquí, la llevaré adonde usted me indique.