9

Al volver al motel pasé por el Café Arcoiris para comprar una bolsa de patatas fritas y una lata de Pepsi. Comía por comer, pero no podía evitarlo. No había corrido durante tres semanas y con cada bocado que engullía, sentía el trasero más gordo. La joven negra que se encargaba de la plancha de la cocina había dejado de trabajar para ver el canal meteorológico en un pequeño televisor en color que había al final del mostrador. Tenía buen aspecto, era atractiva y llevaba mechas rizadas en espiral, semejantes a tornillos, alrededor de la cabeza. Vi que hacía una mueca cuando vio lo que se acercaba.

—Vaya por Dios. Estoy harta. ¿Cuándo llegará la primavera? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.

Para la costa del Pacífico, el radar revelaba el mismo dibujo de manchas de colores que las tomografías del cerebro, zonas de turbulencia representadas por distintos matices del azul, el verde y el rojo. Esperaba lanzarme a la carretera antes de que el mal tiempo me alcanzase. Marzo era impredecible y una fuerte tormenta de nieve podía cerrar los puertos de montaña. Nota Lake estaba teóricamente fuera del alcance de tales bloqueos, pero no había cadenas en el coche de alquiler y yo tenía poca experiencia en conducir en condiciones adversas.

Volví a la cabaña y terminé de pasar mis notas a máquina, traduciendo toda la actividad sin objeto al lenguaje semiburocrático de los informes escritos. Lo que quedó en el papel no llevaba a ninguna parte, porque había omitido toda mención de la aún no identificada agente del sheriff que podía o no haber estado interesada por Tom Newquist, y él por ella. Condado de San Benito o de Kern, sí, Macon, genial.

A las dos me dispuse a ir a la copistería del pueblo. Cerré la cabaña y me dirigí al coche. Cecilia debía de haber estado mirando por la ventana de las oficinas porque en el momento en que pasaba, dio unos golpecitos en el cristal y me indicó por señas que entrase. Se dirigió a la puerta con un papel en alto. Cecilia era tan baja que probablemente se compraba la ropa en las tiendas infantiles. El conjunto de aquel día consistía en un largo jersey rojo, con un osito bordado en relieve en la pechera, leotardos blancos y unas abultadas zapatillas deportivas. Tenía las piernas tan torcidas como las de un potrillo, y las rodillas huesudas.

—La han llamado por teléfono. Alice quiere que se ponga en contacto con ella. Por esta vez he anotado el número, pero en el futuro será mejor que la llame a casa de Selma. Yo dirijo un motel, no un servicio mensafónico.

Hablaba como si estuviera ofendida e irritada, y produjo una reacción equivalente.

—Mire —dije—, ya que está usted aquí, ¿sería posible tener un poco de calefacción? La cabaña es prácticamente inhabitable, parece una cámara frigorífica.

La indignación se le plasmó en la cara durante un segundo.

—El primero de marzo es la fecha tradicional en que dejan de suministrar por aquí el combustible de las calderas. No puedo dar un silbido y que me lo sigan trayendo sólo porque se queje un par de turistas. —Su tono sugería que llevaba el día entero renegando y peleándose sola.

—Bueno, haga lo que sea. No me gustaría quejarme a Selma cuando es ella quien corre con los gastos.

Cecilia le dio un golpe a la puerta al retirarse. Que la suerte me asistiera si recibía más mensajes. Fui al teléfono público y busqué calderilla en el bolso. Encontré un surtido de monedas en un rincón, junto con pelos y un pañuelo de papel usado. Metí el dinero en la ranura y marqué el número. Alice respondió al cuarto timbrazo, cuando esperaba ya oír el contestador.

—¿Diga?

—¿Sí? ¿Alice? Kinsey Millhone. Me dieron tu recado. ¿Estás trabajando o en casa?

—En casa. No tengo que ir al Tiny’s hasta las cuatro. Me estaba peinando. Espera un momento, que voy a quitarme los rulos de este lado. Así está mejor. No hay nada como un puñado de cerdas en el oído. Escucha, puede que no tenga ningún valor, pero pensé que había que contarlo. La camarera de la barra del Arcoiris es buena amiga mía. Se llama Nancy. Le hablé de Tom y le expliqué lo que estabas haciendo. Dice que Tom fue aquella noche a eso de las ocho y media y se marchó poco antes de cerrar. Puedes hablar con ella si quieres.

—¿Es la chica negra?

—No, no. Esa es Barrett, la hija de Rafer LaMott. Nancy trabaja también de cajera. Pelo castaño, cuarentona. Estoy segura de que la has visto allí, porque ella a ti te ha visto.

—¿Qué más dijo? ¿Estaba solo o con alguien?

—Se lo pregunté y dice que estaba solo, al menos por lo que vio. Dice que tomó una hamburguesa de queso con patatas fritas y café, puso algunas canciones en la máquina de discos, pagó y se fue alrededor de las nueve y media, cuando ella estaba a punto de cerrar la caja. Como ya he dicho, puede que no signifique nada, pero Nancy dice que nunca lo había visto a aquella hora. Ya sabes, la noche que lo encontraron estaba en la trescientos noventa y cinco, pero en dirección a las montañas y no a su casa.

—Lo recuerdo —dije—. El forense mencionó que acababa de comer. Según Selma, tenía que pasar la noche en casa. Ni siquiera dejó una nota. Cuando ella volvió de la iglesia, él era ya cadáver en Urgencias Quizá lo llamaron por teléfono y fue a encontrarse con alguien.

—O le entró hambre, querida. Selma es de las que obligan a comer verduras y arroz integral. A lo mejor quiso escaquearse y se fue a buscar algo decente. —Rio para sí—. Siempre he dicho que la comida que dan por ahí acaba con cualquiera. Apostaría a que tenía las arterias gordas por toda la grasa que ingirió.

—Al menos sabemos ya dónde estuvo una hora antes de morir.

—Pero eso no es noticia. Nancy dice que el forense lo dedujo por su cuenta. Bueno, ya te dije que no tenía importancia. Se nota que no sirvo para detective.

—Nunca se sabe. Ah, otra cosa, ahora que estás ahí. ¿Te suena haber oído rumores sobre Tom y otra mujer?

Lanzó una carcajada.

—¿Tom? Bromeas. Era muy estirado en asuntos de sexo. A muchos tíos basta con mirarlos para saber que tienen problemas con el papel dominante. Los sobones y pellizcaculos, los que cuentan chistes verdes y te miran alelados las tetas. No les importaría un rápido revolcón dentro del coche, pero créeme, un romance no entra en sus intenciones. Tom siempre era amable. Nunca lo vi coquetear ni hacer comentarios de mal gusto. ¿Por qué lo preguntas?

—Pensé que a lo mejor había ido al Arcoiris porque tenía una cita amorosa.

—¿Una cita amorosa? Eso es absurdo. Escucha, para cometer adulterio en este pueblo, hay que verse en otro, de lo contrario se enterará todo el mundo. ¿Por qué arriesgarse? Si su hermana hubiera aparecido por allí, lo habría visto inmediatamente. Cecilia no traga a Selma, pero no habría dejado de contárselo. Así es como funciona la gente por aquí. Nadie respeta los secretos ajenos.

—Sospecho que de mí se murmura ya un poco.

—Puedes estar segura.

—¿Cuál es la opinión general? ¿Alguien parece estar inquieto?

—Bueno, hay bufidos aquí y allá. Llamas la atención, pero no he oído nada serio. En un pueblo tan pequeño, todo el mundo tiene opiniones acerca de cualquier cosa…, sobre todo si es sangre fresca, como tú. Algunos tíos se preguntan si estarás casada. Supongo que se dieron cuenta de que no llevas anillo.

—La verdad es que me lo quité para que volvieran a ponerle el diamante.

—Mentira.

—No, de verdad. Mi marido es culturista. Siempre está hinchado de esteroides y cuando los elimina se pone muy quisquilloso. Le rompería la cabeza a cualquiera que me pusiera la mano encima.

Se echó a reír.

—Apuesto a que no has estado casada ni un solo día de tu vida.

—Alice, podrías llevarte una sorpresa.

De acuerdo con las predicciones, el tiempo se volvía desagradable conforme avanzaba el frente. El cielo había estado despejado por la mañana y la temperatura no había bajado de diez grados, pero a primera hora de la tarde apareció por el norte una espesa masa de nubes. El cielo pasó del azul a un blanco uniforme, y luego a un gris plomizo y neblinoso que hizo que el día pareciera tan sombrío como un eclipse solar. La cumbre de las montañas había desaparecido y el aire se espesó con una llovizna penetrante.

He aquí lo que hice por la tarde. Fui a la copistería del pueblo, fotocopié el informe mecanografiado y amplié la foto de la cara de Tom Newquist. Dejé en el buzón de Selma la foto auténtica y el original del informe, recorrí seis manzanas y dejé la linterna en el porche delantero de James Tennyson, al pie de la puerta. Y aún tenían que pasar varias horas antes de retirarme decentemente.

Sentía aburrimiento y frío. En Nota Lake no había cine. En Nota Lake no había biblioteca pública ni bolera, por lo que había visto. Fui a la única librería y vagué por los pasillos. El lugar era pequeño pero atractivo y la mercancía expuesta era más que suficiente. Adquirí un par de libros baratos, volví a la cabaña, me metí bajo un montón de mantas y deleité mi espíritu leyendo.

A las seis me embutí en la cazadora y fui al Arcoiris a través de una extraña mezcla de aguanieve y lluvia. Tomé un sándwich de beicon, lechuga y tomate y charlé con Nancy mientras me hacía la factura. Ya sabía lo que iba a decirme, pero la interrogué de todas formas, para cerciorarme de que Alice me había informado con precisión. A las 6:35 volví a la cabaña, terminé de leer el primer libro, lo puse a un lado y busqué el otro. A las diez, agotada por la dura jornada laboral, me levanté, me cepillé los dientes, me lavé la cara y volví a la cama, quedándome dormida inmediatamente.

En la negra agitación de mis sueños se introdujo un ruido. Me esforcé por incorporarme y braceé, sintiendo el cuerpo lastrado por oscuras imágenes y por toda la dramática intensidad de la somnolencia. Me sentía pegada a la cama. Mis ojos se abrieron y escuché, insegura de lo que era. Nota Lake volvió reptando a mi conciencia; la cabaña estaba tan fría que lo mismo me habría dado dormir en la calle. ¿Qué había oído? Volví la cabeza con grandísimo trabajo. Según el reloj, eran las 4:14, todavía noche cerrada. La débil raspadura de un metal contra otro…, no era una llave…, posiblemente una ganzúa en la cerradura de la puerta. El miedo se me disparó como un cohete, iluminando mis entrañas con una ducha de adrenalina. Aparté las mantas. Todavía estaba completamente vestida, pero el frío de la cabaña me había entumecido la cara y las manos. Saqué las piernas, busqué las botas y metí los pies sin preocuparme por atar los cordones.

Me quedé donde estaba, sintonizando el silencio. Pese a estar en lo más profundo del campo, con la mínima contaminación luminosa, me di cuenta de que la oscuridad no era completa. Distinguía seis cuadrados grises, que eran las ventanas de los tres lados. Miré hacia la cama, cuyas sábanas blancas delataban mi partida. Sin perder un instante, coloqué las almohadas de manera que pareciesen una figura acostada y las cubrí con las mantas. Aquello siempre despistaba a los malos. Fui hacia la puerta, tratando de oír las raspaduras del intruso por encima de los latidos de mi corazón. Palpé la puerta. No había cadena de seguridad, así que en el momento en que la cerradura saltara no habría nada entre el visitante nocturno y yo. La cabaña, aunque oscura, empezaba a definirse. Anoté los detalles en la memoria, buscando un arma entre el feo mobiliario. Cama, silla, jabón, mesa, cortina de la ducha. Sujeté el pasador con la mano, para impedir que se moviera. Tal vez llegara el intruso a la conclusión de que se le habían oxidado las habilidades o de que la cerradura estaba trabada. Oí un débil crujido en los peldaños de madera, señal de que mi visitante se retiraba en busca de otros medios de acceso. Me acerqué a la mesa de puntillas, volví a la puerta con una silla de madera y la apalanqué contra la cerradura, encajando las patas contra el suelo. No aguantaría mucho, pero lo detendría un rato. Aproveché el momento para atarme los cordones, pues no quería arriesgarme a que tintinearan al golpear la madera del suelo. Seguía oyendo débiles ruidos en el exterior; el intruso rodeaba pacientemente la cabaña.

¿Estaban cerradas las ventanas? No podía recordarlo. Fui de ventana en ventana, buscando a tientas los pestillos. Todos estaban echados. Una pequeña abertura entre las cortinas me permitió ver un fragmento del exterior. Vi densos perfiles de árboles navideños, una sucesión de coníferas que moteaba el paisaje. No había tráfico en la autopista. Tampoco luz en las cabañas cercanas. Por la esquina de la izquierda vi desaparecer una figura humana hacia la parte trasera.

Crucé la habitación en silencio y entré en los lóbregos dominios del cuarto de baño. Busqué palpando la cortina de la ducha, enganchada con anillas a una barra de metal. Inspeccioné con los dedos los topes de la barra, que estaban atornillados a las paredes de ambos lados del cubículo. Levanté con cuidado la barra de los topes y quité la cortina anilla por anilla. Cuando la tuve en la mano me di cuenta de que la barra no servía; era demasiado ligera y se doblaba con facilidad. Necesitaba un arma, pero ¿dónde había una? Miré los cristales empañados del cuarto de baño, que estaban ligerísimamente menos oscuros que la pared que los rodeaba. Perfilados en el centro estaban la cabeza y los hombros del intruso. Se llevó las manos a las sienes para ver mejor dentro. Debió de ser frustrante averiguar que la oscuridad era demasiado densa para ver nada. Yo me quedé inmóvil, aunque sin perder de vista sus movimientos. Un ruido raspante, quizás el débil rasguño que produciría la hoja de un martillo de arrancar clavos al meterla entre el marco y el cristal.

Volví a repasar febrilmente los objetos de la cabaña, con la esperanza de recordar algo que pudiera utilizar como arma. Papel higiénico, alfombra, perchas, tabla de planchar. Plancha. Dejé la barra de la cortina con cuidado, para no hacer ruido. Fui al armario, palpando en las tinieblas hasta que mis dedos encontraron la tabla de planchar. Me puse de puntillas y bajé la plancha del estante superior, protegiendo los bordes con la mano para evitar los golpes. Busqué el final del cable y sujeté la clavija mientras desenrollaba el cable. Busqué a ciegas el enchufe que había cerca del lavabo, inserté la clavija y giré la rueda de la temperatura hasta el final. Dejé la plancha. Volví a mirar hacia la ventana. La cabeza y los hombros ya no estaban allí.

Me acerqué a la puerta, me agaché y pegué la oreja a la cerradura, tratando de no tocar la silla. Oí la ganzúa de nuevo. Percibí un débil ajuste de mecanismo cuando las dos varillas de metal se introdujeron en el cilindro giratorio de la cerradura. A mis espaldas oí un débil gemido procedente del cuarto de baño, que indicaba que la plancha había alcanzado la máxima temperatura. La había puesto en ALGODÓN, una tela que se sabe que se arruga más fácilmente que, la piel humana. Anhelaba sentir el peso de la plancha en la mano, pero no me atrevía a desenchufarla tan pronto. Me dolía el pecho, en la parte donde el gomoso músculo del corazón me golpeaba los listones de la caja torácica. Yo había forzado muchas cerraduras y estaba familiarizada con la paciencia que requería semejante tarea. Nunca he conocido a nadie que utilizara guantes, así que lo más probable era que trabajase con las manos desnudas. En las profundidades de la cerradura me pareció oír que la ganzúa se introducía entre los pasadores y los levantaba uno por uno.

Acerqué la mano derecha al pomo. Lo sentí girar bajo mis dedos. Corrí de puntillas al cuarto de baño. Notaba el calor de la plancha cuando la desenchufé. La empuñé por el asa, volví a la puerta y reanudé la vigilancia. Mi visitante nocturno abría ya la puerta, sin duda temeroso de producir crujidos que pudieran revelarme su presencia. Miré la puerta deseando que apareciera de una vez. La empujó. La silla retrocedía resbalando en el suelo. Sus dedos se deslizaron por la jamba con la furtividad de los arácnidos. Me lancé con la plancha por delante. Pensé que era el momento ideal, pero fue más rápido de lo que esperaba. Lo alcancé, pero no antes de que abriera la puerta de una patada. La silla pasó volando junto a mí. Percibí el áspero olor químico de la lana chamuscada. Apreté la plancha y esta vez olí a carne quemada. Lanzó una exclamación, no una palabra sino un grito.

Al mismo tiempo se dio la vuelta y me alcanzó con el puño en la cara. Retrocedí trastabillando. La plancha se me escapó de la mano y rebotó ruidosamente en el suelo. Era rápido. Antes de que me diera cuenta, me golpeó en los pies y caí al suelo. Me retorció el brazo por detrás, apoyando la rodilla en mi espalda. Su peso me impedía respirar y en aquel instante supe que me desmayaría si no aflojaba la presión. No podía tragar aire suficiente para emitir sonidos. Cualquier movimiento que hiciese era un calvario. Percibía el sudor de la tensión, pero no estaba segura de si era el suyo o el mío.

¿Lo entendéis? Era el típico momento del que hablaba más arriba. Estaba allí tirada boca abajo en la alfombra mal trenzada de Cecilia Boden, inmovilizada por un sujeto que anunciaba un grave daño corporal. Si hubiera previsto este penoso desarrollo el día que salí de Carson City, habría hecho otra cosa, habría devuelto el coche de alquiler y regresado en avión, olvidándome del trabajo de Nota Lake. Pero ¿cómo iba a saberlo?

El rufián y yo habíamos llegado a un callejón temporal sin salida mientras decidía qué castigo infligirme. Aquel tipo me iba a hacer daño, de eso no había duda. No había esperado resistencia y estaba cabreado porque había presentado batalla, aunque hubiera sido insignificante. Estaba con el voltaje a tope, ahogado en su propia ira y su respiración era laboriosa y ronca. Procuré relajarme y, al mismo tiempo, prepararme para lo inevitable.

Esperaba un golpe en la cabeza. Rogué porque en su lista de armas favoritas no figurasen las navajas de bolsillo ni las automáticas. Si me echaba la cabeza hacia atrás, podría cortarme el gaznate con un tajo rápido. El tiempo quedó suspendido de una forma casi liberadora.

No soy entusiasta de la tortura. Siempre he entendido que en una situación extrema, puesta a elegir, por ejemplo, entre un atizador candente en el ojo y traicionar a una amiga, yo mandaría al cuerno a mi amiga. Es otra razón para mantener a los demás a distancia, ya que está claro que no se me puede confiar ningún secreto. En las presentes circunstancias, creo que habría pedido clemencia si hubiera sido capaz de hablar.

La hostilidad electriza. Una vez desatada, la rabia produce adicción, y al máximo, aunque amarga, es irresistible. Se levantó a medias y me dio una patada en las costillas, dejándome sin respiración. Me cogió el índice de la mano derecha y con un movimiento rápido me lo dobló hacia el pulgar, dislocándolo, según me dijeron después, por la articulación de la falange primera con el metacarpo. El chasquido fue como el de una zanahoria cruda cuando se parte por la mitad. Me oí lanzar una exclamación de angustia, aguda y colérica, mientras mi agresor buscaba el siguiente dedo y lo doblaba igualmente por el nudillo. Sentía ya los dos dedos en una posición antinatural en relación con el resto de la mano. Me propinó otro puntapié y oí sus jadeos mientras se incorporaba y se quedaba mirándome. Cerré los ojos, temerosa de provocar más agresiones.

Mantuve la cara pegada a la alfombra, aspirando el olor a fibra húmeda de algodón saturado de hollín, sintiendo un absurdo agradecimiento por no recibir más puntapiés. Salió de la cabaña a toda prisa. Oí cerrarse la puerta de golpe y luego el rumor de sus pisadas al alejarse. Poco después, a lo lejos, oí el motor de un coche que arrancaba. Estaba viva. Con lesiones. Hora de moverse, me dije.

Me di la vuelta para ponerme boca arriba, encogiendo el brazo derecho. Me temblaban las manos y hacía ruidos con la garganta. Empecé a sudar; me circulaba tanto calor por el cuerpo que creí que iba a vomitar. Entonces empecé a tiritar. Una personalidad creada por la tensión se separó de mí y revoloteó por el aire para comentar la situación sin tener que participar de mi dolor y mi vergüenza.

«Deberías pedir ayuda», sugirió. «Las heridas no te causarán la muerte, pero el susto sí podría. ¿Recuerdas los síntomas? El pulso y la respiración se aceleran. La presión arterial desciende. ¿Debilidad, somnolencia, sudor frío? ¿Se dispara aquí la alarma?»

Hacía lo posible por respirar, forcejeaba por conservar la lucidez mientras mi campo visual brillaba y se encogía. Hacía mucho que no me daban una paliza y casi había olvidado en qué consiste ese sufrimiento que nos devora. Sabía que mi agresor podía haberme matado, así que tendría que haberme alegrado por no haber sufrido males mayores. Cuánto júbilo debió de sentir mi agresor. Me había hecho morder el polvo y mis intentos por defenderme daban pena al recordarlos.

Me llevé la mano al pecho, como para protegerme, mientras me ponía de costado y luego de rodillas. Me di impulso con el codo izquierdo, apoyándome torpemente para incorporarme. Gemía como un gato pequeño. Las lágrimas me escocían en los ojos. Me sentía degradada por la facilidad con que me habían vencido. Yo no era nada, sólo un gusano que mi agresor podía haber aplastado con el pie. La arrogancia me había abandonado y ahora le pertenecía a él. Lo imaginé sonriendo, incluso riendo a carcajadas mientras iba a toda velocidad por la autopista. Sacudiría el puño en el aire con alegría, reviviendo mi subyugación de manera muy parecida a como lo haría yo en los días siguientes.

Encendí la luz y me miré la mano. Tenía el índice y el dedo de la ofensa separados por sendos ángulos de treinta grados. En realidad no me dolían mucho, pero verlos me daba grima. Encontré el bolso al lado de la cama. Recogí la cazadora y me la puse por los hombros como si fuera una capa. Por extraño que parezca, la cabaña no había quedado muy desordenada. La plancha estaba en un rincón, la silla de madera volcada y la alfombra torcida. Dado que soy una niña aseada, levanté la silla y puse bien la alfombra, recogí la plancha y la volví a dejar en el estante, con el cordón colgando. Ya sólo faltaba yo por arreglar.

Cerré la puerta de la cabaña con esfuerzo, moviendo la llave con la mano izquierda. Fui a la recepción del motel. La noche era fría y un viento de nieve me restregaba la cara. Tragué el frío a bocanadas, reanimada por la humedad del aire. Al lado del camino vi el rótulo del motel, un faro de neón rojo que invitaba con sus destellos a los conductores que pasaban. No había tráfico en la autopista. No había signos de vida en ninguna cabaña. Por la ventana de la recepción vi una lámpara encendida. Entré. Me apoyé en la jamba mientras llamaba a la puerta de la dirección. Pasaron largos minutos. Finalmente, la puerta se entreabrió y vi los ojos de Cecilia.

Oí el creciente rugido de la ola de debilidad que se me estaba formando alrededor de los oídos. Quería sentarme y apoyar la frente en las rodillas. Respiré hondo, sacudiendo la cabeza con la esperanza de despejarla.

Todavía con los ojos entornados, Cecilia se anudó el cinturón de la bata rosa mientras salía.

—¿Qué ocurre? —dijo con voz irritada—. ¿Qué le pasa a usted?

Levanté la mano.

—Necesito ayuda.