Me puse en pie y la seguí por el pasillo. Detrás de nosotras oí a Selma hablar con alguien por teléfono. Cuando llegamos a la puerta de la calle, Phyllis la abrió y salió al porche. Vacilé y me reuní con ella, haciéndome a un lado para que Phyllis cerrara. Nos golpeó una ráfaga de frío. El cielo estaba encapotado con grandes nubes grises que coronaban las lejanas montañas. Crucé los brazos y junté las piernas para preservar el calor corporal de la agresión de la penetrante temperatura.
El vestido de Phyllis era de algodón fino y parecía más apropiado para una barbacoa veraniega. Llevaba calcetines cortos de tenis y le colgaban pequeñas borlas por la parte trasera de las zapatillas. No llevaba abrigo ni chaquetón. Habló en voz baja, como si Selma pudiera estar escuchando al otro lado de la puerta.
—Hay algo que debería decirle y he pensado que es mejor hacerlo ahora que aún hay tiempo.
—¿No tiene frío? —pregunté.
Allí estaba la buena señora, con los brazos desnudos sobresaliéndole de una blusa de algodón y la falda pegándosele a las piernas desprotegidas. Yo llevaba jersey de manga larga y vaqueros, y estaba a punto de quedarme con la mandíbula encajada de tanto apretar los dientes para que no me castañeteasen.
Hizo un gesto de indiferencia, como para alejar el frío de un manotazo.
—Estoy acostumbrada. No me molesta. Será sólo un minuto. Tendría que haber dicho algo antes, pero no he tenido ocasión.
Pese a estar a mediados de marzo, su cara estaba muy bronceada. Supuse que era de ir a esquiar, porque el resto de su piel era más bien pálido. Tenía la cara llena de arrugas simpáticas, unas le salían de los rabillos de los ojos y otras le enmarcaban la boca. Su nariz era larga y recta, sus dientes muy blancos e iguales. Parecía la compañera ideal para las depresiones; agradable y capaz, sin ser demasiado seria.
Una brisa fría peinaba la hierba seca del jardín. Cerré la boca con fuerza, tratando de no gemir como un perro. Los ojos me lagrimeaban a causa del frío. No tardaría en gotearme la nariz, y yo sin pañuelo. Sorbí con fuerza, con intención de posponer el momento de utilizar la manga del jersey. Me centré en Phyllis, que ya estaba dándole a la lengua.
—Ya sabe que Macon entró en la comisaría del sheriff por Tom. Los dos estaban muy unidos, a pesar de la diferencia de edad, y cuando Tom se casó con Selma, ambos le deseamos lo mejor, como es lógico.
—¿Es que no hay otros empleos en este pueblo? Todas las personas que he conocido hasta ahora son representantes de la ley.
Sonrió.
—Aquí nos conocemos todos. Tratamos de apoyarnos, como en un club social.
—Ya me he dado cuenta —dije, rogándole mentalmente que se diera prisa, ya que el frío me estaba calando hasta los huesos.
—Tom era un hombre maravilloso. Lo descubrirá usted en cuanto se ponga a hacer preguntas.
—Eso dicen todos. Parece que la mayoría lo prefería a él —dije.
—Selma tiene cosas buenas. No a todos les cae bien, pero son buena gente. No me atrevería a decir que somos amigas… la verdad es que no tenemos mucha intimidad, cosa que podría resultar sorprendente, ya que vivimos a dos casas de distancia. Pero se puede tener constancia de la debilidad de una persona y sin embargo apreciarla por sus cualidades mejores.
—Totalmente de acuerdo —dije. No le daba la razón, pero entendía lo que estaba diciendo. Me sentía como si estuviera moviendo la mano en ese sentido circular que quiere decir Vamos, vamos.
—Selma se había estado quejando de Tom durante meses. Supongo que ya se lo habrá dicho a usted. Bueno, en septiembre…, hace unos seis meses…, Tom y Macon fueron a Los Ángeles para asistir a una competición de tiro al blanco y me fui con ellos. Selma no estaba muy interesada, tenía algún acontecimiento muy importante aquel fin de semana, así que no vino con nosotros. Bueno, pues resulta que vi a Tom con una mujer y recuerdo que pensé: ah, ah. ¿Sabe a qué me refiero? Había algo en aquellas dos cabezas juntas que no me pareció bien. Se lo diré de otro modo. Aquella señorita estaba interesada. Se notaba en su forma de mirar a Tom.
Sentí un brote de irritación. No podía creer que me estuviera contando aquello.
—Phyllis, ojalá hubiera mencionado esto antes. He sudado la gota gorda revisando ese montón de basura y ahora dice usted que el «problema» de Tom no tenía nada que ver con los papeles que atesoraba.
—Bueno, eso es lo que hay. Realmente no sé nada. Pregunté a Macon por aquella mujer y me dijo que era una investigadora del sheriff, allá en la costa. De Perdido, creo, aunque podría equivocarme. En cualquier caso, Macon dijo que la había visto con Tom un par de veces. Me dijo que tuviera la boca cerrada y eso es lo que he hecho, pero me sentía fatal. Selma estaba planeando por entonces su fiesta de aniversario en el club de campo y yo no dejaba de pensar que si Tom estaba…, bueno, ya sabe, que si estaba liado con otra, Selma acabaría haciendo el ridículo. Hablando en plata, si tu marido tiene un lío, lo que más humilla es ser la última en enterarse. No sé si habrá tenido usted alguna experiencia parecida…
—Y usted se lo contó a Selma —sugerí, tratando de saltar por encima de ella, como en las damas. Deducía de sus comentarios que Macon la había sometido a la misma humillación que tanto la preocupaba en el caso de Selma.
Phyllis hizo una mueca.
—Pues no, no lo hice. No tuve valor. No me gusta desobedecer a Macon porque se enfada, pero discutía conmigo misma. Yo adoraba a Tom y no sabía bien cuánto le debía a Selma como cuñada. Quiero decir que a veces la amistad tiene preferencia, pase lo que pase. Pero no siempre haces un favor cuando cuentas una cosa así. En cierto modo es como si te comportaras con hostilidad. Así es como yo lo veo. En cualquier caso, lo siguiente que supe es que Tom había muerto y que Selma estaba postrada. Me sentí fatal desde entonces. Si le hubiera contado lo que sospechaba, podría haberse enfrentado a él directamente y haberlo obligado a terminar con aquello.
—¿Está completamente segura de que tenía un lío?
—Bueno, no. Ese es el asunto. Creía que había que avisar a Selma, pero yo no tenía ninguna prueba. Por eso me resistía a hablar. Macon pensaba que no era asunto nuestro y, como me vigilaba, me sentía entre la espada y la pared.
—¿Y por qué me lo cuenta ahora?
—Es la primera oportunidad que he tenido. Cuando estábamos dentro, oí lo que decía usted y me di cuenta de lo frustrante que debe de ser desde su punto de vista. Quiero decir que quizás encuentre alguna prueba si sabe dónde mirar. Si Tom estaba echando…, bueno, portándose mal, por decirlo de algún modo, entonces tuvo que dejar algún rastro, a menos que fuera más listo que nadie.
La puerta principal se abrió de repente y Selma asomo la cabeza.
—Estabais aquí. Pensaba que os habíais ido las dos y me habíais dejado. ¿A qué se debe esta tertulia?
—Sólo estábamos charlando —dijo Phyllis sin el menor titubeo—. Me iba ya a casa y ha tenido la amabilidad de acompañarme a la puerta.
—Pero ¿te das cuenta de lo que haces? Fíjate en ella, está tiritando. Deja a la pobre que vuelva dentro y se descongele, por el amor de Dios.
Con un suspiro de alivio, me metí en la casa mientras las dos se quedaban concertando otra sesión de trabajo para la mañana siguiente. Fui a la cocina y me lavé las manos. Debería haber imaginado que había otra mujer por medio. Eso explicaría por qué los colegas de Tom lo protegían tanto. También habría explicado las seis llamadas con el prefijo 805 a una mujer sin identificar y cuya voz había oído en el contestador automático.
Poco después entró Selma; estaba nerviosa.
—Bueno, es que es el colmo —decía—. No puedo creerlo. Me ha dicho que en el barrio va a haber una fiesta, pero ¿cree usted que me han invitado? Claro que no. Ahora que soy viuda, me tiran como si fuera un desecho. Ya sé que los amigos de Tom, sus compañeros, habrán querido contar conmigo, pero ya conoce usted a las mujeres; se sienten amenazadas cuando ven a una soltera merodeando. Cuando Tom vivía, salíamos con un grupo que iba a todas partes. Cócteles, cenas, bailes del club. Siempre estábamos en la escena social, pero desde que murió no he salido de casa. Los dos primeros días vino por aquí todo el mundo, como está mandado. Cazuelas y promesas. Así es como lo recuerdo. Ahora me quedo en casa todas las noches y el teléfono sólo suena por actividades como la presente. Trabajo puñetero, así lo llamo yo. La vieja Selma siempre puede formar parte de un comité. Acepto siempre. Pongo todo mi empeño, ¿y para qué? Las mujeres están deseando delegar las responsabilidades. Les ahorra el esfuerzo. No sé si me explico.
—Pero Selma, sólo hace seis semanas. Quizá la gente le manifiesta su respeto dándole tiempo para recuperarse.
—Estoy convencida de que dicen eso —repuso con aspereza.
Respondí no sé qué, con la esperanza de que cambiase de tema. Su punto de vista distorsionaba las cosas y me pregunté qué ocurriría si pudiera verse a sí misma como la veían los demás. Era su pomposidad lo que desagradaba, no sus inseguridades. No parecía darse cuenta de lo transparente que era ni del desdén con que la trataban a causa de sus ínfulas.
Pareció quitarse de encima el mal humor.
—Pero basta de este banquete de compasiones. No va a cambiar nada. ¿Quiere que le prepare algo de comer? Estoy haciendo sopa y puedo preparar unos sándwiches con queso fundido.
—Suena genial —dije.
Me sentía culpable por aceptar su hospitalidad y al mismo tiempo ir por ahí recabando opiniones que la dejaban a la altura del betún. Me dije que era parte integral de la información que estaba recogiendo, pero podía haber protestado por el veneno con que algunas opiniones se me habían expuesto. Familiarizada ya con la cocina, abrí la puerta del armario y saqué platos y tazones.
—¿Comerá Brant con nosotras?
—Lo dudo. Está todavía en su cuarto, probablemente en el país de los sueños. Va al gimnasio tres días por semana y le gusta dormir las mañanas que no va. Iré a ver. —Desapareció unos minutos y volvió moviendo la cabeza—. Se levantará —dijo—. ¿Por qué no me cuenta lo que ha descubierto hasta ahora?
Saqué otro plato y otro tazón, abrí el cajón de los cubiertos y saqué cucharas soperas. Mientras Selma esperaba a que se hiciera la sopa y ponía los sándwiches en la plancha, la puse al corriente de lo que había hecho hasta la fecha, haciéndole un informe verbal de dónde había estado y con quién había hablado. Mis esfuerzos no parecían tales mientras lo contaba. Después de lo que me había confiado Phyllis, sabía que había otro camino que explorar, pero no quería mencionárselo a Selma mientras sólo fueran sospechas sin confirmación. Selma ni siquiera había sugerido la posibilidad de que hubiera otra mujer y yo no pensaba introducir el tema mientras no hubiera ninguna razón para ello.
Brant apareció en el momento en que nos sentábamos a la mesa. Vestía tejanos y botas vaqueras, y la camiseta blanca y ceñida realzaba la efectividad de sus ejercicios. Selma sirvió la sopa en los tazones, cortó los sándwiches por la mitad y puso uno en cada plato.
Empezamos a comer envueltos en un silencio que encontré un poco inquietante.
—¿Por qué te hiciste enfermero paramédico? —pregunté.
Había pillado a Brant con la boca llena. Sonrió con turbación y me dijo por señas que esperase mientras se ponía la mitad de la comida en una parte de la boca.
—Tenía un par de amigos en los bomberos e hice un curso de seis meses. Vendas y conducir coches. Creo que Tom esperaba que ingresara en la comisaría del sheriff, pero yo no me veía haciendo ese trabajo. Me gusta lo que hago. Ya sabes, siempre hay alguna cosa.
Asentí sin dejar de comer.
—¿Es como esperabas?
—Sí. Incluso más divertido —dijo.
Debería haberle preguntado algo más, pero lo vi mirar el reloj. Engulló el resto del sándwich y arrugó la servilleta de papel. Se apartó de la mesa y recogió el tazón medio lleno y el plato. Se detuvo ante el fregadero y tomó unos sorbos de sopa antes de enjuagar el tazón y ponerlo en el lavavajillas.
Selma hizo un ademán.
—Ya lo haré yo.
—Ya está —dijo, colocando también el plato. Oí el tintineo de su cuchara en el cajón de los cubiertos un segundo antes de que cerrara la puerta del lavavajillas. Se acercó a su madre y le dio un rápido beso en la mejilla—. ¿Te vas a quedar en casa?
—Tengo una reunión en la iglesia. ¿Y tú?
—Pensaba ir a Independence, para ver a Sherry.
—¿Volverás esta noche?
—No creo —dijo.
—Conduce con cuidado.
—Treinta y siete kilómetros seguidos. Creo que podré arreglármelas. —Se apoderó de las cuatro galletitas que quedaban en la bandeja y se metió una en la boca con una mueca—. Será mejor que hagas más galletas —añadió—. Esta bandeja ha durado poco. Hasta luego.
Selma se fue después de comer, así que no tuve ocasión de abordar un asuntillo que estaba empezando a obsesionarme: volver a Santa Teresa para recuperar mi coche. Hacía más de tres semanas que tenía el vehículo de alquiler y el importe que tendría que abonar aumentaba cada día. No había imaginado que fuera a estar mucho tiempo en Nota Lake y mi guardarropa era escaso. Añoraba dormir en mi propia cama, aunque sólo fuera una noche. Podía indagar sobre lo de la investigadora del sheriff en cuanto llegara. Los demás asuntos de Nota Lake tendrían que esperar hasta mi regreso.
Mientras tanto, había llegado el momento de tener una charla con la comisaría de policía de Nota Lake. Tras la aparición de aquella primera pista, no sabía qué relación podía tener el incidente de la noche anterior con mi caso, pero pensé que me convenía ser lista y contarlo todo. Dejé una nota para Selma, me puse la cazadora de aviador, recogí el bolso y salí.
La comisaría de policía de Nota Lake estaba en un edificio sencillo, de una sola planta, con el exterior estucado; la entrada era de granito, con dos anchos escalones de granito también. Tanto las ventanas como la puerta de cristal estaban enmarcadas en aluminio. Debajo de una figura hecha con palotes y sentada en silla de ruedas había una flecha que señalaba una entrada accesible por algún lugar situado a mi izquierda. Los arbustos que defendían la fachada se habían podado a la altura de las ventanas y en el asta ondeaban la bandera de Estados Unidos y la de California. En el tejado había seis antenas de radio que parecían cañas de pescar. A semejanza del cuartelillo de bomberos, que estaba al lado mismo, aquello era arquitectura genérica, unas dependencias estrictamente funcionales. No se habían derrochado allí los dineros del contribuyente.
El interior era consecuente con su decoración austera y recordaba mucho las cercanas oficinas del sheriff: techo bajo de paneles fluorescentes y módulos acústicos, archivadores de metal y mostradores de madera chapada. En los escritorios se veía la parte trasera de dos pantallas de ordenador, con la correspondiente unidad central, de las que salían incontables cordones eléctricos que parecían raíces trepadoras.
El funcionario de servicio era M. Corbet, un cuarentón de cara redonda y lisa, pelo raleante y silbidos en la respiración.
—Es el asma, por si cree que es contagioso —dijo—. El aire frío me mata y el calor seco de aquí no mejora las cosas. Disculpe. —Sacó un inhalador, se lo puso entre los labios y aspiró profundamente el vapor que le abriría los bronquios. Dejó el inhalador con un movimiento de cabeza—. Es lo peor que hay. No había tenido un problema en toda mi vida, hasta hace un par de años. Va y resulta que soy alérgico al polvo doméstico, al pelo de los animales, al polen y al moho. ¿Y qué puede hacer uno en tal caso? Dejar de respirar es la única cura que conozco.
—Desde luego, es fulminante —dije.
—El médico dice que cada vez hay más gente con alergias. Que tiene una paciente que incluso reacciona al aire de los interiores. Por los conductos de la calefacción entran microbios y productos sintéticos y químicos. La pobre mujer tiene que ir por ahí con una bombona de oxígeno. En el momento en que encuentra un elemento patógeno extraño, se desmaya y se cae al suelo. Por suerte, yo todavía no estoy tan mal como ella, aunque el jefe tuvo que apartarme del servicio activo y ponerme aquí en las oficinas. Bueno, esa es mi cruz. Y ahora, si me dice qué desea…
Le di mi tarjeta, con la esperanza de garantizar mi credibilidad antes de empezar a describir los sucesos referentes al conductor de la furgoneta. El agente Corbet era educado, pero sólo con mirarlo habría jurado que el caso de la detective observada por un sujeto con pasamontañas no se iba a considerar de máxima urgencia para la unidad de Seguridad Ciudadana, que probablemente no contaba con más agentes que él. Con los pulmones silbando, tomó nota de mi denuncia, escribiendo los detalles con letra de molde en el impreso correspondiente. Apoyó las manos en el mostrador y tamborileó con los dedos como si estuviera tocando una melodía.
—Conozco a alguien que tiene una furgoneta así.
—¿En serio? —dije, sorprendida.
—Sí, señora. Parece la de Ercell Riccardi. Vive al doblar la esquina, en la casa que hace tres o cuatro. Deja la furgoneta aparcada en el sendero del garaje. Me extraña que no la haya visto al venir.
—No he venido por ese lado, sino por Main Street, y luego doblé a la derecha.
—Bueno, quizá quiera echarle un vistazo. Ercell la deja allí cuando no la usa.
—¿Con las llaves puestas?
—Sí, señora. Nadie diría que Nota Lake es la capital mundial de los ladrones de coches. Creo que empezó a hacerlo hace cinco o seis años. Tuvimos una racha de robos con forzamiento, gamberros que los abrían de cualquier manera, rompían las ventanillas, se apoderaban de los radiocasetes y se iban de marcha con el vehículo. Ercell se cansó de reponer el equipo y, como él dice, se rindió a la evidencia. La última vez que le cascaron la furgoneta ni siquiera pidió indemnización. Dijo que cada vez pagaba más por el seguro del coche y que al infierno con todo. Ahora deja la furgoneta abierta, con las llaves puestas y una nota en el salpicadero que dice: «Por favor, vuelve a dejarla delante del garaje cuando hayas terminado».
—¿Y la gente utiliza su furgoneta siempre que quiere?
—No sucede tan a menudo. A veces se la llevan, pero siempre la devuelven. Es una cuestión de honor para los vecinos y Ercell está ahora mucho más contento. —El teléfono se puso a sonar y el agente Corbet se enderezó—. De todas formas, si cree usted que la furgoneta era la de Ercell, avísenos y hablaremos con él. No es que él haga esas cosas, pero cualquiera podría haber subido a su vehículo y haberla seguido con él.
—Echaré una ojeada.
Una vez en la calle, metí las manos en los bolsillos de la cazadora y me dirigí al cruce. En cuanto doblé por Lone Star vi la furgoneta negra. Me aproximé con precaución, preguntándome si habría alguna manera de identificar aquella furgoneta con la que había visto. La rodeé y miré los faros delanteros. A la luz del día era imposible ver si las luces estaban desniveladas. Fui a la parte de atrás, me agaché, pasé el dedo por la matrícula y vi rastros de cinta adhesiva en la superficie. Me erguí y me puse a observar la casa. En la ventana había un hombre mirándome. Me observaba con fijeza y con el ceño arrugado. Volví sobre mis pasos, en busca de mi coche.
Macon Newquist estaba esperándome; su vehículo blanco y negro estaba aparcado detrás del mío, pegado a la acera. Levantó la vista y me sonrió.
—Hola. ¿Cómo está? He supuesto que era su coche. ¿Cómo va todo?
Sonreí.
—Bien. Por un momento he pensado que me iba a poner una multa.
—No se preocupe por eso. En el pueblo procuramos guardar las multas para los que están de paso. —Cruzó los brazos y apoyó la cadera en un lado del coche—. Espero no desbarrar, pero Phyllis le habló de lo de la competición de tiro al blanco. Creo que le dijo lo que pensaba sobre la mujer que estaba hablando con Tom.
Reaccioné a cámara lenta y medité lo que iba a responder. Phyllis debía de haberse sentido culpable por hablar conmigo y lo había contado todo al llegar a su casa. Pensé que lo mejor era cubrirse y me encogí de hombros con desinterés.
—Algo dijo mientras hablaba de otra cosa. En realidad no le presté mucha atención.
—No quiero que se haga usted una idea equivocada.
—No se preocupe.
—Porque ella le da más importancia de la que tiene.
—Ah.
—No me malinterprete. Usted no conoce a las mujeres de este pueblo. Nada escapa a su atención, y cuando resulta que no pasa nada, lo convierten en otra cosa. La mujer con la que hablaba Tom…, aquello era algo estrictamente profesional.
—No me sorprende. Todo el mundo me dice que era muy bueno en su trabajo. ¿Sabe usted cómo se llamaba?
—No. No tuve ocasión de oírlo. Es agente del sheriff. Y eso lo sé porque se lo pregunté a Tom después.
—¿Sabe de qué condado?
Se rascó la barbilla.
—Así de pronto no. Podría ser Kern o San Benito; he olvidado cuál dijo. Me di cuenta de que Phyllis no les quitaba los ojos de encima y no quería que se llevase usted una falsa impresión. Lo que menos necesita Selma es que chismorreen sobre él. Lo único que tiene ahora son sus recuerdos y si se los empañan, ¿qué le queda?
—No podría estar más de acuerdo. Confié en mí, nunca sería irresponsable con una información de semejante naturaleza.
—Estupendo. Me alegro de oírlo. A la gente no le gusta que malgaste usted el dinero de Tom en una búsqueda de quimeras. ¿Qué planes tiene al respecto?
—Está por ver todavía. Si se le ocurre alguna idea, espero que me la comunique.
Macon negó con la cabeza.
—Ojalá pudiera ayudarla, pero creo que no soy la persona más indicada para responder a sus preguntas. Sé que me ofrecí, pero esta es una de esas circunstancias en las que no sería objetivo. La gente admiraba a Tom y no lo digo porque yo también lo admirase. Si había algo feo en su vida…, bueno, nadie querrá saberlo. Fíjese, por ejemplo, en el marido de Margaret. Creo que habló usted con él en Tiny’s. Hatch era un protegido de Tom, y al otro, a Wayne, a ese muchacho lo rescató Tom de una desagradable situación adoptiva. ¿Entiende lo que le digo? No puede ir por ahí preguntando cómo era Tom. No se lo toman muy bien. Serán educados, pero no les hace ninguna gracia.
—Gracias por la advertencia.
—Yo no lo llamaría advertencia. No quiero que se lleve una falsa impresión. Es propio de la naturaleza humana proteger a las personas que nos interesan. Lo único que le digo es que no se precipite ni cause problemas por ningún motivo.
—Jamás se me ocurriría algo así.