Oí el crujido de la grava, un taponazo parecido a un tiro lejano. La furgoneta redujo la velocidad y finalmente se detuvo. Oí el ronroneo del motor en el aire de la noche. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. No estaba segura de qué hacer si el conductor salía y se acercaba a mi coche. Después de treinta segundos interminables, la furgoneta recuperó el movimiento y yo seguí su reflejo por el retrovisor. Como no ostentaba ningún rótulo en los lados, no creí que el vehículo se destinara a usos comerciales. Volví la cabeza y vi que la furgoneta llegaba al final del pasillo y doblaba a la izquierda. Había algo desagradable en ser objeto de semejante escrutinio.
Traté otra vez de poner el coche en marcha.
—Vamos —dije.
El motor, por lo visto, tenía ahora un poco menos de energía. La furgoneta pasó de la parte derecha a la izquierda del pasillo que había delante de mí, separados los dos por los coches que había en medio y que estaban pegados al mío. Vi al conductor inclinarse hacia delante, con la negra cara vuelta en mi dirección. Era el vacío lo que me ponía nerviosa, pues el informe pasamontañas borraba todos los rasgos excepto los ojos y la boca, abierta en aquel momento. Los terroristas y los atracadores de bancos llevaban pasamontañas así, pero no los ciudadanos normales preocupados por el relente. La furgoneta se detuvo. El pasamontañas negro estaba completamente vuelto hacia mí y la larga mirada parecía penetrante. Vi que los agujeros de los ojos y la boca se habían encogido, cosiendo los extremos con hilo blanco, sin disimular la modificación. El conductor alargó una mano enguantada, apuntándome con el índice como si fuera el cañón de una pistola. Disparó dos balas imaginarias contra mí, con retroceso y todo. A cambio le enseñé el dedo corazón. Este breve diálogo digital estuvo cargado de agresión por su parte y de desafío por la mía. El conductor se puso rígido y me pregunté si no habría sido mejor guardarme para mí la brusca réplica de las falanges. En Los Ángeles hay tiros en las calles por mucho menos. Por primera vez me preocupó que pudiera tener un arma de verdad en alguna parte.
Pisé el acelerador y giré otra vez la llave, murmurando un gemido de apremio. Milagrosamente, el motor se puso en marcha entre jadeos. Puse el punto muerto y pisé el acelerador nuevamente, encendiendo las luces delanteras mientras le daba caña al motor. La flecha del indicador de revoluciones se inclinaba continuamente hacia la derecha. Eché un vistazo a la furgoneta; en aquel momento salía del aparcamiento por el extremo más alejado. Solté el freno de mano y me dispuse a arrancar.
Salí de la plaza marcha atrás, cambié de velocidad y avancé por el pasillo en dirección opuesta, esforzándome por ver en la oscuridad lo que había sido del otro vehículo. Oía los latidos del corazón en las sienes, como si el miedo me hubiera subido el indefenso órgano a las orejas. Llegué a la salida y seguí adelante, mirando las calles que había ante mí en busca de algún indicio de que la furgoneta hubiese dado la vuelta a la manzana. La calle estaba vacía. Me di golpecitos en el pecho, una llamada a la tranquilidad destinada a consolarme y reafirmarme. En realidad no había pasado nada. Quizás el conductor se había equivocado, me había confundido con alguna conocida y luego se había dado cuenta de su error. Alguien que pasaba en una furgoneta se había dado la vuelta, me había mirado, y había disparado figuradamente con el dedo índice, flexionando el pulgar. No me parecía que el incidente fuera a salir en las noticias nacionales.
Volví a verla cuando ya cruzaba el centro del pueblo; se puso detrás de mí, a media manzana de distancia. Tenía un faro algo torcido y arrojaba la luz hacia abajo, como si estuviera bizca. Miré en todas direcciones, pero no vi circular ni coches ni viandantes. A aquellas horas Nota Lake estaba vacío, las tiendas cerradas y a lo sumo iluminadas ocasionalmente por alguna fría luz interior. Incluso la gasolinera estaba cerrada y envuelta en oscuridad. Las farolas de la calle bañaban las aceras vacías con un resplandor escalofriante. Las luces de los semáforos cambiaban silenciosamente del verde al rojo y al verde de nuevo.
¿Tenía problemas o no los tenía? Consideré mis posibilidades. La aguja de la gasolina señalaba medio tanque. Tenía suficiente para llegar al motel, pero no me gustaba la idea de que me siguieran y no quería tener que ponerme a despistar perseguidores, llegado el caso. El tramo de la autopista 395 hasta Nota Lake Cabins era recto y oscuro. Los comercios de carretera estarían cerrados hasta el día siguiente, lo que significaba que mi vulnerabilidad aumentaría conforme menguara la demografía del paisaje. Miré por el espejo retrovisor. La furgoneta todavía me seguía a media manzana de distancia, a la misma velocidad que yo, unos tranquilos treinta y cinco kilómetros por hora. Me recorrió un escalofrío. Puse la calefacción. Estaba desesperada por entrar en calor, por ver a otro ser humano. ¿Es que la gente no sacaba a pasear al perro? ¿No salían los padres a comprar un cartón de leche o un jarabe infantil para la tos? ¿Y qué tal un corredor al que poder hacer señales? Quería que el conductor de la furgoneta viera que contaba con ayuda.
Doblé a la izquierda en el siguiente cruce y recorrí tres manzanas con los ojos clavados en el retrovisor. A los pocos segundos, la furgoneta apareció por la esquina y reanudó el seguimiento. Continué hacia el oeste, recorriendo otras seis manzanas, y doblé a la izquierda. Aquella calle era paralela a Main Street, la arteria principal, pero era más estrecha y oscura, un barrio tranquilo, sin una sola luz en las casas. Por lo general llevo una pistola en el maletín y este suelo tenerlo detrás del asiento trasero de mi Volkswagen. Pero el coche que conducía era de alquiler y cuando me había ido de Santa Teresa, iba con Dietz. ¿Para qué iba a necesitar un arma? El único peligro que me aguardaba era cohabitar con un inválido. Dada mi naturaleza, lo que me asustaba era la posibilidad de sentir claustrofobia, no peligro físico.
Miraba compulsivamente el espejo retrovisor cada dos segundos. La furgoneta todavía estaba allí, con un faro mirando el asfalto y el otro mi vehículo. Había recibido suficientes clases de defensa personal para saber que a las mujeres, por naturaleza, nos cuesta valorar el peligro. Si nos siguen por una calle oscura, la mayoría no sabemos cuándo echar a correr. Nos quedamos a la espera de la señal de que no nos engaña el instinto. Somos reacias a armar un escándalo, no sea que nos equivoquemos. Nos preocupa más la posibilidad de poner en un aprieto al hombre que viene detrás y preferimos no hacer nada hasta que estamos seguras de que quiere atacarnos. Dile a una mujer que grite pidiendo ayuda y sólo conseguirás un chillido patético sin fuerza ni poder de disuasión. Lo extraño era que yo me encontraba en la misma situación mental. Quizás el conductor de la furgoneta iba sencillamente a su casa y yo, por pura casualidad, había tomado el mismo camino que él. Ya, ya. Por otra parte, si el objetivo del hombre de la furgoneta era ponerme nerviosa, no quería darle la satisfacción de que viese una reacción manifiesta.
No quise acelerar. Me negaba a jugar a tocar y perseguirse. Volví a doblar a la izquierda, conduciendo a poca velocidad mientras las manzanas corrían por mi lado. Cerca del cruce que tenía delante se encontraba el Centro Cívico de Nota Lake, con la comisaría del sheriff. Al lado estaba el cuartelillo de bomberos y más allá la comisaría de policía. Vi luces fuera, pero ignoraba si estaba abierto tan cerca de la medianoche. Me acerqué a la acera y me detuve, dejando el motor en marcha y las luces encendidas. La furgoneta llegó a la altura de mi coche y el conductor volvió la cabeza, como antes, para mirar. Habría jurado que por el agujero rojo de la boca asomaba una sonrisa. El conductor no hizo ningún otro movimiento y, tras un instante lleno de tensión, siguió adelante. Miré la matrícula, pero estaba cubierta con cinta adhesiva y no identifiqué ningún número. La furgoneta aceleró, torció a la izquierda en el cruce y desapareció. Las entrañas se me pusieron radiantes mientras la adrenalina me corría por las venas.
Esperé cinco minutos que duraron una eternidad. Miré a ambos lados de la calle, volviendo la cabeza para inspeccionar la zona de atrás, por si se acercaba alguien a pie. Temía apagar el motor, temerosa de no poder ponerlo otra vez en marcha. Me puse las manos entre las rodillas, para calentarme los dedos helados. Mi inquietud era tan palpable como la fiebre y me daba la misma tiritera. Vi un destello de faros detrás de mí y cuando miré por el retrovisor vi un vehículo que doblaba la esquina. Hice un ruido con la garganta y me apoyé en el claxon. Un agudo bocinazo rasgó la noche. Cuando el vehículo se detuvo a mi lado, vi que era el coche patrulla de James Tennyson, el agente de carreteras. El agente me reconoció y bajó la ventanilla.
—¿Estás bien? —preguntó. Apreté un botón del salpicadero y abrí la ventanilla del copiloto—. ¿Necesitas ayuda? —añadió.
—Alguien ha estado siguiéndome. No se me ocurrió nada mejor que venir aquí y tocar el claxon.
—Espera —dijo. Vio un sitio para aparcar al otro lado de la calle y condujo el coche patrulla hasta el fragmento de bordillo vacío. Dejó el motor en marcha y cruzó la calle. Se acercó a mi coche y se inclinó para que pudiéramos hablar cara a cara—. ¿Qué ha pasado?
Le expliqué la situación, procurando no distorsionarla ni exagerarla. No sabía cómo convencerlo de la sensación de alarma que me había invadido, pero pareció aceptar mi versión de los hechos y no dio indicios de menospreciar mi pánico por injustificado o absurdo. Tenía veintitantos años y estaba casi segura de que yo había visto más guerra que él. A pesar de todo, era un policía de uniforme y su presencia me tranquilizaba. Era formal, educado, con una cara tersa y luminosa, y toda la inocencia de la juventud.
—Bueno, entiendo tu preocupación. A mí también me parece siniestro —dijo—. Debió de ser algún cliente del bar. A veces, los de por aquí se ponen un poco raros cuando beben. Es como si hubiera estado esperando a que fueras a buscar tu coche.
—Yo también lo pensé.
—¿No te fijaste si alguien te miraba mucho en Tiny’s?
—En absoluto —dije.
—Bueno, probablemente no quería hacerte ningún daño, aunque te asustara un poco.
—¿Y la furgoneta? No puede haber muchas furgonetas negras en un pueblo como este.
—Yo no la he visto, estaba patrullando por la autopista sur. Pasaba por el cruce cuando vi tus luces encendidas y di la vuelta. Pensé que tenías problemas mecánicos, pero no estaba seguro. —Volvió la cabeza hacia la comisaría de policía—. Cierran por la noche. ¿Quieres que te acompañe a tu casa? Lo haré encantado.
—Por favor —dije.
Me escoltó los nueve kilómetros que había hasta el motel, conduciendo delante de mí, de modo que mantuve la vista fija en su coche. No había rastro alguno de la furgoneta. Ya en Nota Lake Cabins, aparcamos el uno al lado del otro, me acompañó hasta la cabaña y esperó a que abriera la puerta y encendiera la luz de dentro. Quise inspeccionar el lugar, pero el agente levantó la mano, como si fuera el capitán de la patrulla de seguridad de una escuela.
—Déjame hacerlo a mí.
—Genial. Es todo tuyo —dije.
A estas cosas no pongo objeciones. Soy fuerte e independiente, pero no tonta. Sé cuál es el momento de dejar la faena en manos de un poli; alguien con una pistola, una porra, unas esposas y un talonario de multas. Recorrió la cabaña mientras yo le pisaba los talones, sintiéndome como un personaje de dibujos animados, con las rodillas ligeramente temblorosas. Si hubiera salido un ratón, habría chillado como una imbécil.
Miró en el armario de la ropa y detrás de la puerta del cuarto de baño. Apartó la cortina de la ducha, se puso a cuatro patas y miró debajo de la cama. No parecía que el lugar le impresionara más de lo que me había impresionado a mí.
—Nunca había estado dentro de una de estas cabañas. Creo que me daría de baja si llegáramos a esos extremos. ¿La señora Boden no cree en la calefacción?
—Creo que no.
Se puso en pie y se sacudió el hollín de las rodillas.
—¿Cuánto saca por esto?
—Treinta pavos por noche.
—¿Tanto? —Movió la cabeza sorprendido.
Comprobó que las ventanas estaban bien cerradas. Mientras yo esperaba dentro, él la rodeó por fuera, utilizando la linterna para ver en la oscuridad. Volvió a la entrada.
—Parece que está despejado.
—Ojalá sea así.
Me miró a la cara.
—Si lo prefieres, puedo llevarte a otro lugar. Hay moteles en el centro del pueblo, por si crees que allí estarías más segura. También estarías más caliente.
Medité un momento. Estaba a la vez con los nervios de punta y agotada. Mudarse a aquellas horas sería una paliza.
—Está bien así —dije—. No he visto ni rastro de la furgoneta mientras veníamos. Quizá sólo fue una broma.
—Yo no me confiaría. El mundo está lleno de anormales. No debes tomarte a la ligera una cosa así. Podrías ir mañana a la policía y contar lo sucedido. No hará ningún daño sentar un antecedente, por si volviera a suceder.
—Buen consejo. Lo haré.
—¿Tienes linterna? Quédate la mía, ya me la devolverás mañana. Tengo otra en el coche. Te sentirás mejor si tienes un arma.
Me dio la linterna y la sopesé en la mano. Con ella podía hacer mucho daño a una persona si la descargaba con fuerza en la sien. Había visto saltar pedazos de cuero cabelludo en el instante en que el borde golpeaba el cráneo. Me dieron ganas de pedirle la porra y la radio, pero no quería dejarlo sin equipo.
Levanté la linterna.
—Gracias. Lo primero que voy a hacer mañana será devolvértela.
—No hay prisa.
Cuando se fue, cerré la puerta con llave y recorrí cuidadosamente la cabaña, haciendo exactamente lo mismo que había hecho él. Me aseguré de que las ventanas estuvieran cerradas, miré debajo de todos los muebles, en los armarios y detrás de las cortinas. Apagué las luces y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, luego fui de ventana en ventana para observar el exterior. La oscuridad no era absoluta. Había luna en alguna parte, bañando los bosques cercanos con un fulgor plateado. Los troncos de los abedules y los sicomoros estaban tan pálidos como el hielo. Las coníferas eran densas, sin forma, y parecían resaltar en el paisaje nocturno. Tendría que haber ido a otro motel. Lamentaba el aislamiento y deseaba encontrarme segura y a salvo en cualquiera de las grandes cadenas, en Hyatt o en Marriott, con cientos de habitaciones idénticas y múltiples medidas de seguridad. En la situación en que estaba no tenía teléfono ni vecinos cercanos. El coche estaba aparcado al menos a cien metros y no me servía para nada si tenía que salir corriendo.
Apoyé la frente en el cristal. Veía el reflejo de las luces de algún coche que pasaba por la autopista a toda velocidad, pero ninguno la redujo ni se desvió hacia el aparcamiento del motel. En ocasiones como aquella anhelaba un marido o un perro, pero no sabía cuál de los dos me causaría más problemas a la larga. Al menos los maridos no ladran y suelen saber ya dónde hacer sus necesidades.
Seguí completamente vestida, me lavé los dientes en la oscuridad y luego la cara con el chorro más delgado que podía salir del grifo. A menudo me detenía y escuchaba el silencio. Me quité las botas, pero las dejé al lado de la cama, al alcance de la mano. Me metí entre las sábanas y me recosté en las almohadas sin soltar la linterna. Dos veces me levanté y miré por la ventana, pero no había nada a la vista y al final sentí renacer la calma.
No dormí bien, pero con la luz de la mañana me sentí mejor.
Recibí la bendición de tres minutos enteros de agua caliente, hasta que las tuberías empezaron a sonar. Fui andando hacia la autopista, la mañana era fría y soleada, y el aire estaba tan limpio como el cristal. Olía a tierra y a pino. No había rastro de la furgoneta. Nadie con pasamontañas se detuvo para mirarme. Desayuné en el Arcoiris, sintiéndome confortada por la naturaleza cotidiana del lugar. Observé a la cocinera de platos rápidos, una joven negra que trabajaba con gran eficacia y concentración.
Volví a casa de Selma.
Su cuñada, Phyllis, estaba con ella en la cocina. Las dos estaban haciendo algo en la mesa del desayuno, en aquel momento cubierta de papeles. Vi archivadores de acordeón abiertos, folios con listas de nombres y etiquetas adhesivas. Imaginé que estarían distribuyendo los asientos de alguna celebración del club de campo, hablando sobre quién sentar al lado de quién para maximizar el placer y minimizar el conflicto.
—No. Yo no haría eso —dijo Phyllis—. Ellos se caen bien, pero las mujeres no se hablan. ¿No te acuerdas de aquella agarrada que tuvieron Ann Carol y Joanna?
—Pero no seguirán enfadadas por aquello, ¿verdad?
—¿Que no?
—Es increíble.
—Bueno, hazme caso. Si las pones juntas, tú serás responsable de la guerra. He visto a Joanna tirarle a Ann Carol un panecillo duro. Le dio en todo el ojo y le hizo un cardenal así de grande.
Selma encendió un cigarrillo mientras miraba el diagrama.
—¿Y si la ponemos en la mesa número trece?
Phyllis hizo un puchero.
—Creo que resultará. Quiero decir que es aburrido, pero no trágico. Al menos Carol estará a salvo de los bollos volantes.
Selma levantó la vista hacia mí.
—Buenos días, Kinsey. ¿Qué piensa hacer hoy? ¿Ha terminado ya allí?
—Casi —dije. Miré a Phyllis, preguntándome si era necesario hablar de aquel asunto delante de ella.
Selma se dio cuenta de mi vacilación.
—No se preocupe. Adelante. No pase apuro por ella. Lo sabe todo.
—He llegado a un punto muerto. No dudo de su historia. Estoy segura de que Tom estaba preocupado por algo. Hay otras personas que me han dicho que no parecía el de siempre. Pero no encuentro ningún indicio de lo que le preocupaba. En realidad, sé tanto ahora como cuando empecé. Es desesperante.
Vi decepción en la cara de Selma.
—Sólo han pasado dos días —murmuró. Phyllis fruncía ligeramente el entrecejo mientras ordenaba unos papeles en la mesa. Esperaba que tuviera algo que ofrecer, pero no dijo nada y continué.
—Sí, eso es cierto —dije—. Y siempre queda la posibilidad de que ocurra algo inesperado, pero hasta ahora no hay nada. Pensaba que debía usted saberlo. Le haré un resumen cuando tenga un momento.
—Sé que hace usted lo que puede —dijo Selma—. El café está caliente. Le he dejado ahí una taza, junto a la jarra de leche.
Fui hasta la cafetera, me serví una taza y antes de echar la leche la olisqueé con disimulo. No sabía si mencionar el asunto de la furgoneta, aunque no veía motivo para hacerlo. Las dos habían vuelto a lo suyo y yo no quería responsabilizarme de sus aprensiones ni tampoco de sus especulaciones. Tal vez obtuviera un poco de solidaridad, pero ¿hasta qué punto?
—Hasta luego —dije. Ninguna de las dos levantó la cabeza. Me encogí de hombros y me fui al despacho.
Me quedé bajo el dintel sorbiendo el café, contemplando el caos que todavía dominaba en la habitación. Había trabajado con orden, pero el resultado parecía fragmentario. Habían quedado a medias muchas comprobaciones y las que había completado no me habían proporcionado ninguna pista. Trabajaba partiendo de la suposición de que si Tom Newquist estaba haciendo algo concreto, tenía que haber dejado rastros por alguna parte. Había muchos lotes de papeles misceláneos que no sabía cómo clasificar. En el escritorio había amontonado un buen fajo, en un orden invisible a simple vista. Estaba apurando hasta las heces y me costaba decidir qué haría a continuación. Había perdido todo el entusiasmo por el plan, que me parecía ya sucio y sin sentido. Había llenado seis cajas de cartón y las tenía pegadas a la pared. Contenían carpetas que había llenado y etiquetado: antiguos impresos de Hacienda, garantías, pólizas de seguros, papeles del catastro, facturas de teléfono y demás servicios, y resguardos de tarjeta de crédito. Seguía sin haber rastro de sus notas de trabajo, pero cabía la posibilidad de que se las hubiera dejado en la comisaría. Garabateé mentalmente una nota para recordarme que se lo preguntara a Rafer.
Dejé la taza en un estante vacío, armé otra caja y me puse a limpiar el escritorio de Tom. Guardé los papeles sin otra intención que hacer sitio. Estaba allí como investigadora, no como asistenta. Una vez limpiado el escritorio, me sentí mejor. Por lo pronto descubrí que el secante estaba lleno de garabatos: figuras geométricas, números de teléfono, números de casos o expedientes, perros y gatos en diversas posturas, citas, nombres con direcciones, coches soltando llamaradas por el tubo de escape. Algunos números estaban en tres dimensiones, una técnica que también empleo yo a veces cuando hablo por teléfono. Unos estaban rellenos de tinta; otros perfilados y sombreados con trazos de distinto grosor. Los observé atentamente como si fueran jeroglíficos y luego recorrí la superficie, yendo de garabato en garabato. Los dibujos eran muy parecidos a los que hacían los niños de sexto en mi época escolar: puñales, sangre y pistolas disparando vistosos proyectiles a la cabeza de alguien. El único dibujo que se repetía era una cuerda con un nudo corredizo. Había dos: una con un número de teléfono tachado en el centro y otra con una serie de cifras y un signo de interrogación. En un ángulo del secante, también dibujado, podía verse un calendario del mes de febrero con los números limpiamente inscritos. Hice un par de comprobaciones y me di cuenta de que los números no correspondían a febrero de aquel año. El primero caía en domingo y los dos últimos sábados del mes se habían tachado. Me detuve el tiempo suficiente para hacer una lista detallada de todos los teléfonos y números de casos.
Intrigada, saqué las facturas de teléfono de los últimos seis meses, con la esperanza de que coincidiera algún número. Me quedé atónita cuando vi varias llamadas con el prefijo 805, que abarca el condado de Santa Teresa, el de Perdido, que queda al sur, y el de San Luis Obispo, al norte. Un número era de la comisaría del sheriff del condado de Perdido. Había seis llamadas a otro número y se habían efectuado aproximadamente cada dos semanas. La más reciente había sido a finales de enero, días antes de su muerte. Movida por un impulso, descolgué el teléfono y marqué el número. Al cabo de tres timbrazos entró en acción una máquina y la voz de una mujer pronunció el típico: «Lo siento, en este momento no puedo ponerme, pero si deja su nombre, su teléfono y un mensaje, tendré mucho gusto en devolver la llamada en cuanto pueda. Tómese el tiempo que necesite y recuerde que hay que esperar la señal». La voz era ronca y madura, y esa fue toda la información que deduje. Esperé la señal, pero lo pensé mejor y colgué sin decir nada. Podía ser una amiga de Selma. Se lo preguntaría en cuanto tuviera ocasión.
Anoté el número y volví a la faena. Me puse a comparar los números de las facturas telefónicas con los del secante y obtuve así el primer indicio. Era como si alguien (probablemente Tom) hubiera efectuado una llamada al número que había visto tachado en el centro de un nudo corredizo, aunque había sido anotado sin el prefijo 805. Marqué el número y respondió un ser humano en directo.
—Gramercy. ¿Con quién desea hablar?
—¿Gramercy?
—Sí, señora.
—¿Es el hotel Gramercy, del centro de Santa Teresa?
—El mismo.
—Lo siento. Me he equivocado.
Colgué pulsando la palanca de la horquilla. Qué raro era aquello. El hotel Gramercy era un albergue de mala muerte que había al final de State Street. ¿Para qué llamaría Tom Newquist a aquel lugar? Tracé un círculo alrededor del número en mi cuaderno, añadiendo un signo de interrogación, y seguí examinando las facturas del teléfono. No encontré más números que a simple vista parecieran significativos. Puse otra caja de cartón encima de la mesa y seguí embalando.
A las diez me detuve para estirar las piernas y hacer unas flexiones. Todavía tenía que vaciar los compartimentos de la parte inferior, los dos con portezuela de la misma anchura que los estantes. Decidí hacerlo cuanto antes. Me puse a gatas y empecé a sacar cajas de la parte izquierda. El espacio era tan amplio que tenía que meter la cabeza y los hombros para llegar a todos los rincones. Saqué dos cajas y me senté en el suelo para examinar el contenido.
Encima de la segunda caja encontré unos cuadernos azules de anillas y hojas sueltas que me parecieron prometedores. Al parecer, Tom tenía fotocopias de un montón de informes de la comisaría del sheriff. Era el libro mayor de los casos sin resolver que seguían abiertos, aunque algunos tenían varios años de antigüedad y las copias amarilleaban. Eran los casos que reanudaban los agentes cada vez que salía a la luz más información o aparecían pistas inesperadas. Los hojeé con interés. Era la crónica negra del condado de Nota desde 1935 hasta el presente. Ni siquiera leyendo entre líneas se veía que se hubiera prestado mucha atención a los derechos de los detenidos en los primeros casos. La idea de «derechos del detenido» habría parecido muy curiosa en 1942. En aquella época, el detenido tenía derecho a purgar sus pecados ante un tribunal. En la actualidad, un juicio no trata de la culpa o la inocencia de nadie. Es una batalla de ingenio en la que los abogados en pugna ponen a prueba su retórica, como si fueran gladiadores intelectuales. El distintivo de un buen abogado es su habilidad para tomar una serie de hechos y reciclarlos de modo que, por arte de magia, hale-bop, lo que parecía inequívoco se convierta en una trampa o en una complicada conspiración de la policía o del Estado. De repente, el ejecutor del delito se convierte en víctima y el difunto es olvidado completamente.
—¿Kinsey?
Di un respingo.
Phyllis estaba en la puerta.
—Mierda, qué susto me ha dado —dije—. No la oí entrar.
—Lo siento. Es que me voy a mi casa. ¿Puedo hablar un momento con usted?
—Claro. Pase.
—En privado —añadió, girando sobre sus talones.