6

Aquella noche me encontraba en un bar llamado Tiny’s Tavern, uno de esos antros supermarchosos que parecen proliferar en las poblaciones pequeñas. Cecilia me había dicho que era el lugar de tertulia de los policías fuera de servicio y allí estaba yo patrullando como si nada. También era por evitar la cabaña, con sus bajas temperaturas y su luz deprimente. Tiny’s tenía las paredes de madera vista, serrín en el suelo y una barra con raíl de bronce que abarcaba toda la longitud del local. Como en los antiguos salones del Oeste, detrás de la barra había un gran espejo que duplicaba las botellas de licor expuestas. La atmósfera estaba gris a causa del humo de tabaco. Hacía demasiado calor y olía a cerveza derramada, a cañerías defectuosas, a desodorante malo y a perfume barato. La máquina de discos era de color verde y amarillo chillones, tenía a los lados tubos de burbujas y estaba pertrechada con un extraño repertorio que mezclaba el gospel y el country, dominando el segundo. A veces salía una pareja a la pista de nueve metros cuadrados y marcaba el paso mecánicamente mientras los otros clientes miraban y manifestaban su entusiasmo con expresiones que me parecieron groseras.

No estaba segura de las convenciones de un lugar como aquel. Una mujer sola podía parecer un blanco fácil a cualquier hombre suelto. Pese a ser un día laborable había muchos hombres sueltos por allí, pero al cabo de una hora nadie parecía reparar ya en mi presencia. Para que te pongas a fantasear con que te abordan los catetos. Me senté en un taburete de la barra, sorbiendo cerveza mala y picoteando cacahuetes en un recipiente metálico que podía haber sido una escupidera. Había algo satisfactorio en tirar las cáscaras al suelo, aunque a veces también me las comía, pensando que la fibra sería saludable para una dieta como la mía, rebosante de colesterol y grasa.

El camarero era un joven de veintitantos años, con la cabeza rapada, bigote y barba negros, y un escorpión tatuado en el dorso de la mano derecha. Coqueteé con él con discreción, para pasar el rato. Pareció comprender que en su inmediato futuro no había ninguna posibilidad seria de pasar una velada de sexo salvaje. Metí unas monedas en la máquina de discos. Charlé con una camarera que se llamaba Alice y que tenía el pelo de color naranja brillante. Fui al lavabo de señoras. Practiqué el truco de poner en equilibrio un tenedor y una cerilla encendida. Si había allí polis fuera de servicio, me di cuenta de que no los reconocería sin el uniforme.

A las diez entró Macon Newquist. Iba de uniforme y recorrió la barra buscando un lugar libre y mirando a la clientela por si veía borrachos, menores o cualquier otra forma de problema potencial. Me saludó al pasar, pero no parecía dispuesto a trabar conversación. Mi ociosidad dio fruto poco después de irse, cuando vi a la funcionaría civil de la comisaría del sheriff. No podía recordar su nombre ni aunque me fuera la vida en ello. Entró con otros tres, un hombre que supuse que era su marido y una pareja, todos aproximadamente de la misma edad. Los cuatro vestían una mezcla de ropa vaquera y de esquiar: botas, tejanos, camisas de estilo Far West, parkas largas, mitones de esquiar y gorros de punto. Encontraron una mesa vacía en el extremo más alejado del local. Observé a la funcionaría; su pelo era oscuro y lo llevaba cortado a la altura de las orejas; tras sus pequeñas gafas ovales chispeaban unos ojos castaño oscuro. La otra mujer tenía el pelo caoba y pechos grandes, era guapa, y sin duda estaba asediada por indeseadas sugerencias sobre operaciones de reducción de pecho. La media naranja de la funcionaría preguntó algo y luego vino hacia mí, deteniéndose al final de la barra para pedir un tubo de cerveza y cuatro jarras. Mientras tanto, las mujeres se quitaron la cazadora, empuñaron el bolso y abandonaron la mesa, camino del lavabo de señoras. Pedí otra cerveza para conservar el sitio y también yo volé hacia los lavabos. Mi camino coincidió con el suyo y las tres llegamos a la puerta casi al mismo tiempo. Reduje la velocidad y las dejé entrar primero.

La funcionaría decía:

—Es increíble. Billie está colada por ese pordiosero del videoclub, ese que va de enterado. No sé qué verá en él, a no ser que sea lo que tú ya sabes. Le dije que tenía que pensar más en sí misma…

Siguieron hablando mientras entraban y se metían en los dos primeros escusados de los tres que había. Yo me metí en el que había quedado libre y escuché con la lengua fuera mientras las tres meábamos en alegre coro. ¿Cómo se llamaba? Hablaron del hijo de Billie, Seb, que padecía unas verrugas genitales tan tenaces que en vez de pene tenía un pepinillo de carne rosa, según una tal Candy, que había roto con él nada más enterarse. Tres cisternas sonaron sucesivamente y volvimos a coincidir ante las pilas y el espejo para lavarnos las manos. La otra se saltó la higiene personal y se dedicó a retocarse el pelo y el maquillaje. Estuve tentada de señalarle el cartel de la pared que nos instaba a frenar la propagación de enfermedades, pero me di cuenta de que el rótulo era sólo para los empleados del local. Al parecer, los demás éramos libres de contaminar a cualquiera que tocáramos. Traté de dar ejemplo y me enjaboné como si fuera una cirujana a punto de operar, pero la mujer no me imitó.

Milagrosamente, en aquel preciso segundo mi cerebro suministró el nombre de la funcionaría con un satisfecho eructo mental. Capté su mirada en el espejo y le dirigí una sonrisa mientras ella tiraba de una toalla de papel para secarse las manos.

—Tú eres Margaret, ¿no?

Me miró con cara inexpresiva y dijo:

—Ah, hola —con frialdad. No sabía si me había olvidado o me recordaba pero no tenía ganas de hablar conmigo. Probablemente era lo último. Estrujó la toalla de papel y la tiró a la papelera.

—Kinsey Millhone —dije como si acabara de preguntármelo—. Nos hemos conocido esta mañana en las oficinas cuando fui a hablar con el agente LaMott. —Le tendí la mano y fue demasiado educada para negarse a estrecharla.

—Me alegro de volver a verte —dijo.

—Creo que te reconocí en cuanto entraste, pero no recordaba de qué. —Di media vuelta y dediqué un pequeño saludo a la otra mujer—. Hola. ¿Qué hay? Kinsey Millhone —dije—. ¿Tú eres…?

Pareció vacilar y miró a Margaret.

—Earlene. —Alargó la mano y no tuve más remedio que estrechársela, a pesar de los gérmenes.

—Mi mejor amiga —interpuso Margaret.

—Ay, qué bien —dije. El apretón de manos de Earlene consistió en meter los dedos entre los míos. Fue como tener en la mano un puñado de macarrones cocidos. Tenía un hermoso rostro redondo, con nariz de cereza y boca carnosa, busto mutante que era todo pechos, y unas caderas y unas piernas menguantes que terminaban en unos pies diminutos. Echó otra mirada a Margaret y estuvo claro que se dio cuenta de su falta de entusiasmo. Estaba comportándome como una vendedora, forzando la charla para meter el pie en la conversación. Los televendedores utilizan este truco constantemente, como si los demás no supiéramos el motivo de tanta cordialidad.

Margaret no se tragó el anzuelo. Estrechó el bolso contra el pecho y lo sujetó fuertemente con el brazo.

—No sé lo que le dirías a Rafer, pero ha estado enfadado todo el día y los platos rotos los he pagado yo.

—¿De verdad? Cuánto lo siento. No era mi intención molestarle.

—Todo le molesta desde que Tom murió. Habían trabajado juntos durante años, mucho antes de que me contrataran.

—Entiendo sus razones. —Me estaba poniendo enferma con tanta cháchara conciliatoria, aunque por lo visto había obtenido el efecto deseado.

Margaret entornó los ojos.

—Lo superará, pero te aconsejaría que no te cruzaras en su camino, si puedes evitarlo.

—Lo evitaré si es posible, pero sólo voy a estar un par de días en el pueblo y no sé dónde conseguir información. —Esperaba que el comentario suscitara alguna oferta de ayuda, pero Margaret ni se inmutó. Se quedó sin decir una palabra, obligándome por tanto a insistir—. Será mejor que te explique lo que necesito, y si me puedes ayudar, me lo dices. Hablando con franqueza, no estoy buscando nada sucio en la vida de Tom Newquist. No es ese mi objetivo. He oído que era un buen hombre y todo el mundo parece verdaderamente afectado por su fallecimiento.

—Bueno, eso es verdad —dijo a regañadientes.

—Yo no sabía qué pensar de tu jefe. Quiero decir que me di cuenta de que estaba afectado, pero no imaginaba que fuera por culpa mía.

—No es por ti en concreto. Rafer dice que Selma es la que causa los disgustos. Y que está harto de que se entrometa en los asuntos de Tom.

—Yo no lo llamaría entrometerse —dije—. Estaba casada con él y es lógico que esté inquieta.

—¿Por qué?

—Me dijo que Tom estaba preocupado por algo. Dormía mal. Andaba pensativo. Ella esperaba que se lo contase, pero nunca le dijo una palabra. Quiso preguntarle, pero no llegó a hacerlo. Ya sabes lo que pasa. Hay un tema del que quieres hablar y buscas el momento oportuno. Supongo que él estaba quisquilloso y ella no quería irritarle. En cualquier caso, Tom murió antes de que se sacara el tema a colación y ahora Selma está obsesionada.

—Eso no la autoriza a meterse en los asuntos de Tom.

—Claro que no, pero le preocupa la posibilidad de que su marido muriera llevándose algún secreto. Se siente culpable por no haber intervenido cuando tuvo la oportunidad. Por eso me contrató.

—Pues buena suerte —dijo Margaret, en un tono que significaba claramente que esperaba que me cayera por un agujero.

—Creo que mis probabilidades son escasas, pero no la culpo por intentarlo. Sólo quiere saldar una deuda. ¿Qué tiene eso de malo? En su lugar, yo haría lo mismo. ¿Tú no?

—Bueno —dijo.

Vi que le costaba articular la réplica. Era buena en los desplantes; no tan buena cuando se trataba de defender posiciones. Yo estaba empapada de tanto decir verdades. Las mentiras suelen ser más fáciles porque lo único que arriesgas es que te pillen. Una vez has soltado la verdad te quedas en cuadro, porque si la otra persona no compra, ya no tienes nada que vender.

Earlene nos observaba como si asistiera a un partido de tenis. Sus brillantes ojos azules iban con interés de mi cara a la de Margaret. No sabía de qué parte estaría, pero decidí introducirla en la conversación.

—¿Tú qué opinas, Earlene? ¿Qué harías si estuvieras en el lugar de Selma?

—Lo mismo, supongo. Sé a qué te refieres. —Dirigió una mirada a Margaret—. Tú misma dijiste que Tom estaba insoportable durante sus últimas semanas. —Me miró, señalando a Margaret con el pulgar—. Pensaba que le estaba dando la metamorfosis. Ya sabes, malhumorado e irascible…

Earlene.

—Bueno, es la verdad.

—Claro que es verdad, pero eso no quiere decir que tenga que repetirse en los lavabos. —Y lo decía una mujer que había estado cotilleando sobre las verrugas genitales de los demás.

—¿Tienes idea de qué le preocupaba? —pregunté.

Margaret se sintió ofendida.

—Desde luego que no. Y he de decirte que Selma haría mejor en dejar las cosas en paz. Si Tom hubiera querido que Selma lo supiera, se lo habría dicho, así que no es asunto suyo. Aunque Tom estuviera irritable y difícil de soportar, eso no es un delito.

—Pero ¿quién puede saberlo? ¿Con quién debería hablar que no fuera Rafer?

Earlene levantó la mano.

—Podrías preguntar a Hatch.

—¿Te quieres callar? —dijo Margaret.

—¿Quién es Hatch? —pregunté a Earlene.

—Su marido. Está sentado ahí dentro —dijo, señalando el bar.

Margaret dio un bufido.

—No le servirá de nada y apuesto a que Wayne tampoco. Wayne no trabajaba con Tom desde hacía años, así que no puede saber nada.

—¿Y Hatch? ¿Trabajaba con Tom? —pregunté a Margaret.

—Ajá. Tanto Hatch como Wayne son ayudantes del sheriff; Wayne opera en el municipio de Whirly y Hatch tiene el turno de día aquí.

—No haría daño a nadie —dije.

Margaret lo pensó y frunció el entrecejo.

—Supongo que no puedo impedírtelo, pero creo que es una pérdida de tiempo.

Salimos de los lavabos a la vez.

—Voy por mi cerveza, estaré con vosotros en un momento —dije.

Moví el trasero hacia la barra para recoger mis cosas. Supuse que en mi ausencia Margaret le diría algo a su marido, poniéndolo en antecedentes sobre mi caso. Recogí la cerveza y la cazadora y me dirigí a su mesa. Hatch, educadamente, acercó una silla libre de la mesa de al lado. Nos presentamos y traté de hacerme la encantadora mientras les daba la mano. «Encantadora» no es una cualidad de la que yo haga gala a menudo.

—¿Te ha explicado Margaret lo que busco?

—Sí —dijo Hatch.

Era un hombre corpulento, con una mata de pelo rubio rapado por los lados. Su cara era huesuda, todo mandíbula y pómulos, con nariz grande y abultada. Las orejas le sobresalían como las asas de un jarrón.

El marido de Earlene, Wayne, tomó un sorbo de cerveza y dejó la jarra con un golpecito seco. Tenía el pelo oscuro, menguante al final de la frente, corto y peinado hacia atrás. Poseía la achulada belleza de los matones de cuarta categoría. No parecí gustarle. Evitaba mi mirada y su atención se desviaba hacia otras partes del bar. Una vez entró en la conversación, pero dejó claro que no le gustaba la idea de hablar de Tom con nadie.

Hatch, al menos, parecía cordial, de manera que me dediqué a él.

—Creo que conociste a Tom.

—Todo el mundo lo conocía —dijo.

—¿Puedes hablarme un poco de él?

Hatch me miró inquieto, negando con la cabeza.

—No conseguirás que diga nada malo de él.

—Por supuesto que no. Sólo quiero hacerme una idea de cómo era. No le conocí en persona, así que me estoy moviendo a oscuras. ¿Cuánto tiempo hace que lo conocías?

—Algo más de quince años, antes de incorporarme a la comisaría del sheriff. Antes estaba en Barstow y nada más instalarme aquí entraron en mi casa y se llevaron el equipo de música. Llamé al novecientos once y apareció Tom.

—¿Cómo era?

—¿En qué sentido?

—Todos. ¿Era listo? ¿Era gracioso? ¿Era de los que se toman las cosas con calma?

Hatch inclinó la cabeza y el hombro le fue subiendo hacia el oído.

—Yo diría que Tom era un buen policía, antes, después y siempre. No puedes separar al hombre de su trabajo. Era listo, sin duda, y cumplía la ley a rajatabla.

—No creía en la flexibilidad de la ley —dije, repitiendo el comentario del forense.

—Sí, exacto. Bueno, con las chiquilladas podía hacer un esfuerzo y dar otra oportunidad a un tipo, pero cuando se trataba de delitos serios, era la ley y el orden personificados. Todo ese cuento victimista que se ve en la actualidad, eso lo dejaba frío. Él creía en la rendición de cuentas y no había vuelta de hoja. Adoptó una política firme y creo que hizo bien. En un pueblo como este, alguien viola la ley y a lo mejor resulta que has salido con su hermana o que antes vivía en tu misma calle. Para Tom no era un asunto personal. No era ruin ni nada por el estilo. El trabajo era nada más que el trabajo y había que respetar una actitud así.

—¿Puedes ponerme un ejemplo?

—Ahora mismo no se me ocurre nada. ¿Y a ti, Wayne? Tú sabes de qué estoy hablando. ¿Qué solía hacer Tom?

Wayne negó con la cabeza.

—Oye, Hatch. Es tu fiesta. Yo paso.

Hatch se rascó la barbilla, pellizcándose la carne de debajo.

—Mira, ahora me acuerdo de un caso, y es típico de lo que he dicho. Teníamos a aquel buen viejo llamado Sonny Gelson. ¿Lo recuerdas, querida? Fue hace unos cinco o seis años. Vivía en Winona, en una casa grande y vieja que se estaba viniendo abajo. —No esperó a la respuesta, pero vi que Margaret asentía mientras su marido continuaba—. Su mujer le disparó una noche por equivocación. Pensó que era un intruso y le agujereó el pecho. Unos seis meses antes, había denunciado la presencia de un merodeador y Sonny le compró un Smith & Wesson. Entonces, una noche se va él del pueblo y ella está en casa sola. Oye ruido en el pasillo de la planta baja, saca el revólver del cajón y dispara al tipo en cuanto cruza la puerta. El problema fue que el revólver falló y le explotó en la mano a la mujer. Sonny lo había cargado personalmente y lo había hecho mal; eso parecía al menos. La bala, sin embargo, salió del revólver y le dio en todo el pecho. Creo que murió antes de que Judy tuviera tiempo de marcar el novecientos once. A todo esto, Judy tenía la mano llena de metralla y sangraba por todas partes. Y ahora llegamos al centro de la cuestión. A Tom se le metió en la cabeza que era un asesinato premeditado. Estaba convencido de que todo el asunto era un plan. Así que tenemos a Judy Gelson llorando a lágrima viva por su terrible equivocación. Jura que no sabía que era él. Todo el pueblo se echa a la calle. Todo el mundo protesta. El fiscal del distrito pensaba tomarle declaración y cerrar allí el caso. Dudo que hubiera ido a la cárcel; no tenía antecedentes de ninguna clase. Ahorraba al condado mucho dinero, además de mucha mala prensa. Tom siguió investigando y al poco tiempo dio con una sustanciosa póliza de seguros. Resulta que Judy tenía un amante y los dos habían preparado la trampa para librarse del marido y salir corriendo con el dinero. Ella había manipulado el cartucho recargándolo con pólvora rápida para quedar como víctima inocente de las circunstancias. Tom fue el encargado de detenerla y eso que había salido formalmente con ella hacía unos años. Fue reina de la belleza en el instituto y casi se fugaron juntos la noche de la graduación. Lo dejaba frío, eso es lo que quiero recalcar.

—¿Qué pasó con Judy Gelson?

—Está cumpliendo veinticinco años de condena en alguna parte. El amante se esfumó. De hecho, nadie ha sabido nunca quién era. Quizás alguien del pueblo con mucho que perder. Tom siguió investigando y buscando algún rastro del tipo. No soportaba que el asunto quedara impune.

—¿Le gustaba investigar casos antiguos?

—A todo el mundo le gusta. Siempre hay posibilidades de descubrir uno y hacerte famoso. Bueno, es más que eso; es hacer que se pague una cuenta. Ahora lo llaman cerrar el caso, pero es lo mismo.

Miré a Margaret y dije:

—Es lo único que quiere Selma.

Hatch negó con la cabeza cuando mencioné el nombre.

—Ya, claro, Selma. Selma es otra cosa. No quisiera decir nada malo al respecto. Tom estaba loco por ella, besaba el suelo que pisaba, y no exagero.

Margaret intervino.

—A los demás nos cuesta un poco aceptar a Selma.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, se ofende con facilidad, imagina desaires donde no ha habido ninguno. Tom hizo cuanto pudo por tranquilizarla, pero nunca era bastante. Si te encontrabas con los dos en público, él siempre se las apañaba para que tomase parte en la conversación, ¿verdad? —dijo, volviéndose a Earlene—. Creo que sabía que Selma no caía bien y quería que todos viesen lo buena que era.

—Eso es cierto. Se sentaba allí y la estimulaba…, la hacía hablar, como si a alguien le importara lo que dijese. A todo el mundo le gustaba él, pero a ella no le hacía caso nadie.

—Entonces, en cierto modo, su inseguridad estaba justificada —dije.

Earlene se echó a reír.

—Claro, pero si no fuera tan egocéntrica, probablemente caería mejor. Selma está convencida de que el sol sale y se pone en su bidé y había convencido a Tom de lo mismo. Tom corría cada vez que ella chascaba los dedos. Además, Selma es una arribista y se comporta como si fuera mejor que nosotros. En un pueblo tan pequeño como este, todos tendemos a relacionarnos. Ya sabes, ir a la misma iglesia, hacernos socios del mismo club de campo. Selma no; ella tiene que estar ahí, enfrente. Es infatigable, eso se lo concedo. Pídele que haga cualquier cosa y la hará sin pestañear.

Wayne me había mirado a los ojos más de una vez mientras Earlene hablaba. Pensé que le irritaba que su mujer hablara conmigo. Como Wayne había trabajado con Tom, supuse que no le gustaba que su mujer diera tantas opiniones. Él parecía reservado, distante, con la mirada fija en la mesa mientras los otros tres intercambiaban anécdotas. No podía adivinar el origen de su antipatía. Quizá Rafer había hablado con él y le había dicho claramente que no quería que ninguno de sus ayudantes cooperase conmigo. Quizá su actitud reflejaba la habitual resistencia de un policía a dar información, incluso al nivel del chismorreo y la opinión personal.

Capté su atención.

—¿Y tú, Wayne? ¿Hay algo que te gustaría añadir?

Sonrió, más para sí mismo que para mí.

—Ya que lo preguntas, creo que los tres lo están haciendo muy bien.

—¿Estás de acuerdo con sus afirmaciones?

—Básicamente, no creo que el matrimonio de Tom sea asunto nuestro. Lo que Selma y él hicieran es algo que debe quedar entre ellos dos.

Earlene le tiró una servilleta arrugada.

—Aguafiestas —dijo.

—No conseguirás que responda —replicó con firmeza.

—Vamos, relájate. Por el amor de Dios. Selma te ha caído siempre tan mal como a nosotros, ¿por qué no lo admites?

—Di lo que quieras. No me arrastrarás a esta conversación.

—Dejadlo en paz —dije. De repente me sentía cansada.

La combinación de tensión y humo me estaba dando dolor de cabeza. Había pedido información general y esto era lo que me habían dado. Era evidente que nadie iba a ofrecerme mucho más.

—Me voy al motel —dije.

—No pierdas la cabeza. Sólo piérdete tú —dijo Wayne, sonriendo.

—Muy gracioso. Ja, ja —le dijo Earlene.

—Será mejor que nos vayamos también nosotros —dijo Margaret mirando su reloj—. Cielos. Tengo que estar en el trabajo a las ocho y mira qué hora es. Las doce menos cuarto.

Earlene recogió su cazadora.

—No me había dado cuenta de que era tan tarde y todavía tenemos que llevaros a casa.

—Podemos ir andando. No está lejos —dijo Margaret.

—No seas tonta. No es problema. Nos pilla de camino.

Los cuatro comenzaron a recoger sus pertenencias, desplazando las sillas al levantarse y enfundándose en las parkas.

—Hasta luego —dije.

Hubo expresiones de despedida, las superficialidades de la cortesía. Los vi salir, volví a la barra y me senté en el taburete. Alice, la camarera del pelo naranja, se estaba tomando un respiro. Acercó un taburete y encendió un cigarrillo. Llevaba los ojos perfilados con lápiz negro y tenía unas pestañas oscuras y espesas que debían de ser postizas; pintalabios coral brillante y un brochazo rojo en ambas mejillas.

—¿Eres poli?

—Investigadora privada.

—Bueno, eso lo explica todo —dijo, exhalando el humo hacia un lado—. He oído que andas haciendo preguntas acerca de Tom Newquist.

—Los rumores corren.

—Y que lo digas. En un pueblo no hay mucho de qué hablar —dijo—. Pero te has arrimado a un mal árbol con ese grupo con el que hablabas. Todos son agentes del orden, leales entre sí. No encontrarás a nadie que diga nada en contra de Tom.

—Eso he descubierto. ¿Tienes tú algo que añadir?

—Bueno, no sé de qué habéis hablado. Yo lo conocía de aquí. A ella la conocía un poco mejor. Solía encontrarme a los dos en la iglesia.

—Creo que ella no despertaba el entusiasmo. Al menos por lo que he oído.

—Trato de no juzgar a los demás, pero es difícil no tener opinión. Todo el mundo rechaza a Selma y me parece injusto. A mí me gustaría que dejara de preocuparse por esa tontería de los dientes. —Se llevó la mano a la boca—. ¿Te has dado cuenta de que hace esto continuamente? La mitad de las veces no puedo ni oír lo que dice porque no hace más que taparse la boca. En cualquier caso, Tom era un gran tipo. Pero, ojo, no me malinterpretes… Es verdad que Selma es corrosiva…, pero ¿sabes una cosa? Él tenía que parecer perfecto en comparación. No era de los que se quejan. Jamás se le habría ocurrido reprochar nada a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo? Tenía a Selma para eso. Ella la emprendía con cualquiera. ¿Entiendes lo que quiero decir? Que sea ella la mala, mientras él se dedica a ser el chico bueno, el que nunca rompe un plato. ¿Entiendes?

—Completamente.

—A ellos les iba bien así, pero no parece justo señalarla a ella como única responsable. Conozco a las de su clase; en el fondo es una mojigata. Tom habría podido echarle un sermón o hacerle una escena y ella habría agachado las orejas inmediatamente. Él no tenía bemoles, entonces ¿por qué echarle la culpa a ella? A mí me parece que la culpa debería adjudicarse equitativamente.

—Interesante —dije.

—Bueno, ya sabes, sólo es mi reacción. Estoy hasta el moño de que todo el mundo ponga verde a Selma. Quizás es que soy como ella y me afecta un poco. Las parejas llegan a estos acuerdos sobre quién hace qué. No estoy diciendo que se sentaran a hablarlo, pero ya sabes qué quiero decir. Uno es callado y el otro parlanchín. O quizás uno es muy lanzado y el otro es tímido. Tom era pasivo, así como suena, así que, ¿por qué culparla a ella de tomar el mando? Hasta yo lo habría hecho.

—Selma dice que estaba muy preocupado durante las últimas semanas. ¿Tienes alguna idea de qué podía ser?

Se quedó meditando mientras chupeteaba el cigarrillo.

—No lo había pensado, pero, ahora que lo dices, no parecía el de siempre. Te diré lo que voy a hacer. Déjame preguntar por ahí, a ver si alguien sabe algo. No es que los de este pueblo sean embusteros o reservados, pero se protegen unos a otros.

—Cuéntamelo a mí. —Saqué una tarjeta y apunté el teléfono de mi casa de Santa Teresa y el del motel en el que me hospedaba.

Alice sonrió.

—Cecilia Boden. Ahora hay mucho trabajo. Si ese motel puede contigo, vente a mi casa. Tengo mucho sitio.

Le devolví la sonrisa.

—Gracias por tu ayuda.

Salí al aire de la noche. La temperatura había bajado y podía ver mi aliento. Me pregunté si no estaría expulsando todo el humo que había tragado en el bar. El aparcamiento estaba medio vacío y la luz era lo bastante débil para infundir inquietud. Inspeccioné la zona un momento. No había nadie a la vista, aunque entre los pinos de alrededor podía haber alguien escondido. Saqué las llaves del coche con la mano derecha y me colgué el bolso del hombro izquierdo mientras iba hacia el vehículo.

Me puse al volante, cerré la puerta y eché los seguros lo más deprisa que pude, oyendo con satisfacción el leve chasquido que hacían al bajar. El parabrisas estaba empañado y limpié un redondel con los dedos. Giré la llave de contacto y me alarmé el oír el hosco gruñido que indicaba que la batería estaba casi descargada. Volví a darle y el motor se encendió a regañadientes. Hubo toses y gemidos y el motor se paró. Me quedé inmóvil, viendo una película en la que no tenía más remedio que volver al bar, pedir ayuda y finalmente llegar a la cama a una hora absurda, después de sabe Dios qué inconveniencias.

Vi un destello de luces detrás de mí y busqué el origen en el espejo retrovisor. Una furgoneta oscura pasó a poca velocidad. El conductor llevaba un pasamontañas negro y se volvió a mirarme. Los agujeros oculares del tejido estaban ribeteados de blanco y la abertura de la boca tenía un grueso bordado rojo. Nuestras miradas se encontraron en el reflejo rectangular del espejo retrovisor. Sentí hormiguilla por todo el cuerpo y el pelo se me erizó. Pensé: hombre. Pensé: blanco. Pero habría podido equivocarme en ambas cosas.