5

Subí a mi vehículo y me dirigí a casa de Selma, todavía en la ignorancia más absoluta. No habría sabido decir si Rafer sabía algo o si sencillamente estaba enfadado porque Selma había contratado a un detective. Aunque parezca extraño, encontraba su rudeza más inspiradora que intimidatoria. Tom había muerto de sopetón en una carretera, sin oportunidad de arreglar sus asuntos. Por el momento me movía partiendo de que la intuición de Selma era acertada.

Dejé el coche delante de la fachada y me dirigí al porche. Selma había dejado una nota en la puerta, diciendo que estaría en la iglesia hasta mediodía. Empujé; estaba abierto, así que no necesité la llave que me había dado la noche anterior. Entré diciendo «hola» en voz alta, por si Brant estaba por los alrededores. No hubo respuesta, aunque vi varias luces encendidas. Tardé unos minutos en recorrer las vacías habitaciones. La casa era de una sola planta y la mayor parte del espacio habitable estaba concentrado en un sector. Al lado de la cocina encontré las escaleras del sótano.

Encendí la luz y bajé hasta la mitad, mirando por encima de la barandilla. Vi herramientas de carpintero, una lavadora con secadora, un calentador de agua y muebles de todas clases, entre ellos una barbacoa portátil y sillas de jardín. La puerta de la pared del fondo estaba medio abierta y daba a la caldera. Parecía haber allí sitio suficiente para guardar cosas. Curiosearía más tarde, en las cajas de cartón y en los armarios empotrados.

Volví al despacho de Tom y me senté ante su escritorio, preguntándome qué secretos podía haber ocultado a los ojos ajenos. Lo que buscaba (si es que había algo) no tenía por qué estar relacionado con su oficio. Podía ser cualquier cosa: bebida, drogas, pornografía, juego, una amante, gusto por los chicos, afición a travestirse. Casi todos tenemos algo que preferiríamos guardar para nosotros mismos. O quizá no había nada. No me gustaba admitirlo, pero la opinión que tenía Rafer de Selma empezaba ya a surtir efecto. Me resistía a verlo desde su punto de vista, pero sentía ya los ligeros calambres de la duda.

Dejé el escritorio de Tom con inquietud y aburrimiento. Hasta el momento no había descubierto ni un miserable papel que tuviera alguna importancia. Quizá Selma estuviese loca y yo perdiendo el tiempo. Fui a la cocina y me serví un vaso de agua. Abrí el frigorífico e inspeccioné el contenido mientras fingía apagar la sed. Cerré el electrodoméstico y revisé la despensa. Todas las compras de Selma eran alarmantes; productos artificiales y de imitación, de la variedad deshidratada. En el mármol había una bandeja con unas galletas que parecían de avena y pasas, con una nota que decía SÍRVASE SI GUSTA. Me comí unas cuantas. Dejé el vaso en el escurreplatos y salí al pasillo. El teléfono sonaba cada quince minutos, pero dejaba que el contestador recogiera los mensajes. Selma estaba muy solicitada, pero todo estaba relacionado con obras de caridad: el bazar de la iglesia, o una subasta para recaudar fondos destinados a la nueva ala de la escuela dominical.

Concentré la atención en el dormitorio. Las ropas de Tom todavía estaban colgadas en su parte del armario. Empecé registrando los bolsillos. Inspeccioné el estante de arriba, las cajas de zapatos, los cajones, el contenedor de los objetos sueltos. En un cajón de la mesita de noche encontré un Colt 357 mágnum cargado, pero ninguna otra cosa de interés. Lo que quedaba en el cajón era ese vergonzoso surtido de trastos que todo el mundo parece guardar en alguna parte: boletos, cajas de cerillas, tarjetas de crédito caducadas y cordones de zapatos. Ni revistas indecentes ni juguetes sexuales. Miré debajo de la cama, metí la mano bajo el colchón, miré detrás de los cuadros, golpeé con el nudillo las paredes interiores del armario y levanté una punta de la alfombra, en busca de trampillas.

Ya en el cuarto de baño principal, revisé el botiquín, la cómoda de la ropa blanca y el cesto de la sucia. No vi nada que me impresionase. Nada parecía fuera de lugar. Durante un momento, desesperada, me tendí en el suelo del dormitorio, respirando vapores de alfombra y preguntándome cuánto tardaría en renunciar sin remordimientos.

Volví al despacho y terminé de revisar los objetos que quedaban en los estantes. Aparte de sentirme buena por haber ordenado los cajones, la vida de Tom Newquist era entonces tan impenetrable para mí como al empezar. Inspeccioné los resguardos de sus tarjetas de crédito, los de los últimos doce meses, pero ni en su Visa ni en su Master Card había nada raro. Gran parte de la actividad de las tarjetas podía cotejarse fácilmente con el calendario de mesa. Por ejemplo, ciertos gastos de hotel y restaurante producidos en el mes de febrero estaban relacionados con una convención a la que había asistido en Redding, California. El hombre era sistemático. Le di puntos por ello. Todos los gastos telefónicos que hacía por asuntos profesionales los cargaba luego al trabajo y los recuperaba. De su peculio no ponía ni un centavo. No había indicios de gastos extraterritoriales ni de desembolsos importantes o inexplicables.

Oí un coche en el sendero del garaje. Si era Selma, le diría que iba a abandonar para que no siguiera gastando el dinero que Tom había ganado con el sudor de su frente. La puerta principal se abrió y se cerró. Dije «Hola» y esperé respuesta.

—Selma, ¿es usted? —Volví a esperar—. ¿El hombre del saco entonces?

Esta vez me respondió un varonil «¡Eh!», y el hijo de Selma, Brant, apareció en la puerta. Llevaba un gorro de punto rojo, un jersey rojo, unas impolutas Reebok de piel blanca y una toalla blanca colgada del cuello. Brant, a los veinticinco años, era de esos jóvenes que no pueden ir a los supermercados sin que las amas de casa maduras se vuelvan para darles un buen repaso visual. Tenía el pelo oscuro y cejas revueltas encima de unos ojos castaños y serios. Su cutis era inmaculado. Tenía la mandíbula tirando a cuadrada y las mejillas tan bien dibujadas que era como si primero le hubieran hecho un molde de escayola y luego lo hubieran llenado con tejidos humanos. Tenía la boca carnosa y buen color; el intenso bronceado invernal se superponía a las quemaduras rojizas de la nieve y el viento. Su aspecto era impecable; cuadrado de hombros, estómago plano, sin grasa en las caderas. Si yo hubiera tenido menos años, habría suspirado al verlo. Tal como están las cosas, tiendo a descalificar a cualquier hombre del que me separe cierta cantidad de años, sobre todo cuando estoy con la faena. He acabado por adoptar la difícil postura (por así decirlo) de no mezclar el trabajo con el placer.

—¿No ha llegado mi madre? —preguntó, quitándose la toalla del cuello. Se quitó el gorro de punto al mismo tiempo y vi que su pelo estaba ligeramente rizado por el sudor del esfuerzo. Al sonreír enseñó una dentadura completa y blanca.

—Llegará en cualquier momento. Soy Kinsey. ¿Eres Brant?

—Sí. Disculpa. Tendría que haberme presentado. —Estreché su mano por encima del escritorio revuelto de su padre. Tenía la palma un poco gris. Cuando vio que lo había notado, sonrió tímidamente—. Es por los guantes de levantar pesas. Vengo del gimnasio. He visto el coche fuera y me figuré que estarías aquí. ¿Cómo va todo hasta ahora?

—Bastante bien, supongo.

—Será mejor que te deje continuar. Si viene mi madre, dile que me estoy duchando.

—Claro.

—Hasta luego —dijo.

Selma llegó a las doce y cuarto. Oí rugir la puerta del garaje al abrirse y al cerrarse. Al poco cruzó la puerta que comunicaba el garaje con la cocina. Momentos después la oí revolver platos, abrir y cerrar la puerta del frigorífico y mover cubiertos. Apareció en la puerta del despacho con un delantal de algodón de estilo babero infantil encima de unos pantalones anchos y un jersey.

—Estoy haciendo sándwiches de ensalada de pollo. Si quiere, puede comer con nosotros. ¿Ha visto ya a mi hijo?

—Sí. Lo de la ensalada de pollo suena genial. ¿Necesita ayuda?

—No, no, pero venga y hablaremos mientras termino.

La seguí a la cocina y me lavé las manos.

—¿Sabe? Lo que todavía no he encontrado es el cuaderno particular de Tom. ¿No tomaba notas cuando hacía una investigación?

Sorprendida, Selma se dio la vuelta, apartándose del mármol en el que estaba preparando los sándwiches.

—Desde luego que sí. Había un cuaderno de cubierta negra de piel, del tamaño de una tarjeta de fichero, quizás un poco mayor, aunque no mucho. Tiene que estar por algún sitio. Siempre lo llevaba encima. —Empezó a cortar los sándwiches por la mitad y a ponerlos en una bandeja con ramitas de perejil en los bordes. Siempre que compro perejil se me convierte en una papilla mohosa—. ¿Está segura de que no está allí? —preguntó.

—Yo no lo he visto. He revisado los cajones del escritorio y su ropa.

—¿Y el todoterreno? A veces lo dejaba en la guantera o en el bolsillo de la puerta.

—Buena idea. Debería habérseme ocurrido.

Abrí la puerta de comunicación y entré en el garaje. Rodeé el coche de Selma y abrí el todoterreno por la parte del volante. El interior apestaba a tabaco. El cenicero estaba abarrotado de colillas enterradas en un lecho de ceniza. La guantera estaba limpia; sólo había unos mapas de carreteras, el manual, la documentación del vehículo, el seguro y unos comprobantes de gasolina. Miré el bolsillo de ambas puertas, detrás de las viseras y debajo de los asientos. Inspeccioné la zona que había detrás, pero sólo vi una pequeña caja de herramientas para las emergencias. Aparte de lo mencionado, el interior no me reveló nada. Cerré el vehículo de un portazo y al pasar miré por encima los estantes del garaje. No sé qué pensaba descubrir, pero no había ningún cuaderno a la vista.

Volví a la cocina.

—Puede tacharlo —dije—. ¿Alguna otra idea?

—Echaré un vistazo yo misma más tarde. Podría haber dejado el cuaderno en el trabajo, aunque raramente le pasaba. Llamaré a Rafer y se lo preguntaré.

—¿No objetará que las notas son propiedad de la comisaría?

—Ya verá cómo no. Me dijo que haría todo lo que pudiera por ayudarme. Era el mejor amigo de Tom.

Pero no el de usted, me dije.

—Hay algo que me produce cierta curiosidad —dije a modo de tanteo—. La noche que murió…, si hubiera tenido algún síntoma…, y una radio en el todoterreno…, podría haber llamado pidiendo ayuda. ¿Por qué no hay radio en el vehículo? ¿Por qué no llevaba encima ni siquiera un buscapersonas? Conozco a muchos agentes del orden que tienen radio en el coche particular.

—Sí, ya lo sé. Quería hacerlo, pero no acababa de decidirse. Siempre estaba ocupado. No supe convencerlo de que dejara de trabajar y dedicara un poco de tiempo a resolver el asunto. Es de esas cosas que se recuerdan cuando ya no tienen remedio.

Brant reapareció vestido con el uniforme azul que lo identificaba como técnico de urgencias del servicio local de ambulancias. Llevaba su nombre bordado a la izquierda: B. NEWQUIST. Su piel emanaba aromas de jabón y su pelo estaba húmedo y olía a champú Ivory. Me permití lanzar un gemido inaudible, de los que sólo oyen los perros. Ni Brant ni su madre parecieron notarlo. Me senté a la mesa de la cocina, delante de él, comiéndome educadamente el bocadillo mientras los oía hablar. A mitad de comida, el teléfono volvió a sonar. Selma se levantó.

—Seguid vosotros. Hablaré en el despacho de Tom.

Brant terminó su bocadillo sin hablar mucho y me di cuenta de que me tocaba a mí iniciar la conversación.

—Tengo entendido que Tom te adoptó.

—Cuando tenía trece años —dijo Brant—. Mi…, supongo que hay que llamarlo padre natural…, no había dado señales de vida desde hacía años, desde que se divorció de mi madre. Cuando mi madre volvió a casarse, Tom solicitó mi adopción formalmente. Yo lo consideraba ya mi verdadero padre, tanto si me adoptaba como si no.

—Debíais de tener una buena relación.

Puso en la mesa el plato de galletas del mármol y seguimos hablando y comiendo mientras nos escuchábamos.

—Los dos últimos años sobre todo. Antes no nos llevábamos muy bien. Mamá ha sido siempre acomodaticia, pero Tom era estricto. Había estado en el ejército y se había vuelto muy intransigente en eso de obedecer las normas. Me incitaba a ir con los Boy Scouts, a los que yo detestaba, a que practicara kárate, deportes de pista y cosas por el estilo. No estaba acostumbrado a tener restricciones, así que al principio me negué. Supongo que habría hecho cualquier cosa para enfrentarme a su autoridad. Al final se enmendó —dijo, sonriendo ligeramente.

—¿Cuánto tiempo hace que eres enfermero paramédico?

—Tres años. Antes no hacía prácticamente nada. Fui a la escuela un tiempo, pero en aquella época no se me daban bien los estudios.

—¿Te hablaba Tom de su trabajo?

—A veces. Últimamente no.

—¿Sabes por qué?

Se encogió de hombros.

—Quizá no fuera muy interesante lo que tuviese entre manos.

—¿Y qué me dices de las seis últimas semanas?

—No me contó nada en particular.

—¿Y sus notas de trabajo? ¿Las has visto?

Frunció el entrecejo.

—¿Sus notas de trabajo?

—Las notas que tomaba…

Brant me interrumpió.

—Ya sé lo que son notas de trabajo, pero no entiendo la pregunta. ¿Es que se han perdido?

—Eso creo. Mejor dicho, no he sido capaz de encontrar su cuaderno.

—Qué raro. Cuando no lo llevaba en el bolsillo, lo guardaba en su escritorio o en el todoterreno. Las hojas con notas antiguas las arrancaba, las unía con una goma elástica y las guardaba en unas cajas que hay en el sótano. ¿Le has preguntado a su compañero? Quizás esté en la oficina.

—He hablado ya con Rafer, pero no le pregunté por el cuaderno porque en aquel momento ni siquiera pensaba verlo.

—En eso no te puedo ayudar. De todos modos, estaré al tanto.

Selma y Brant se marcharon después del almuerzo. Brant tenía cosas que hacer antes de ir a trabajar y Selma estaba ocupada con su interminable variedad de apostolados. Había pegado un calendario en el frigorífico y podían verse garabatos en las casillas de casi todos los días de la semana. El silencio cayó sobre la casa y sentí que me subía un cosquilleo de ansiedad por la columna. Me estaba quedando sin cosas que hacer. Volví al despacho y saqué del cajón de la mesa el listín telefónico de Tom. Dado el tamaño del pueblo, el listín tenía el grosor de una revista. Busqué a James Tennyson, el agente de la patrulla de carreteras que había encontrado a Tom aquella noche. Sólo había un Tennyson, un tal James W., domiciliado en Iroquois Drive, que estaba en el mismo barrio que yo. Lo comprobé en el plano del pueblo, recogí la cazadora y el bolso y fui en busca del coche.

Iroquois Drive, o Paseo Iroqués, era una avenida ventosa con casas de dos plantas y abundancia de árboles. Los residentes debían de seguir instrucciones y mantenían cerradas las puertas de los garajes. Los patios traseros de aquella zona estaban vallados completamente o rodeados por setos; distinguí columpios y mecanotubos gimnásticos, además de piscinas, todavía cubiertas a causa del invierno. Los Tennyson vivían al final de la calle, en una casa amarilla de paredes estucadas, contraventanas verde oscuro y tejado verde oscuro. Aparqué enfrente y al pasar recogí del suelo el periódico matutino. Apreté el timbre, pero no oí ningún din don dentro. Esperé unos minutos y llamé tímidamente con los nudillos.

Abrió la puerta una joven con vaqueros y una niña dormida en brazos. La pequeña tenía unos seis meses; algunos rizos dorados, mejillas de rosicler, pijama de franela con patucos y un gordo trasero relleno de pañales.

—¿La señora Tennyson?

—Sí.

—Soy Kinsey Millhone. Esperaba hablar con tu marido. Creo que es patrullero de carreteras.

—Sí.

—¿Está trabajando ahora?

—No, está en casa. Trabaja de noche y duerme hasta tarde. Por eso está desconectado el timbre. ¿Quieres pasar? He oído que se removía, así que no esperarás mucho rato.

—Si no es molestia. —Le tendí el periódico—. Creo que es vuestro.

—Ah, gracias. No me molesto en recogerlo hasta que está levantado. La niña se apodera de él y, en cuanto me descuido, lo hace trizas. El gato tiene la misma afición. Se tira ahí y lo mordisquea, y a mí me pone enferma de los nervios.

Se apartó para dejarme pasar y entré en la casa. Como la de Selma, parecía demasiado caldeada, pero probablemente era mi reacción tras haber experimentado el frío de fuera. Cerró la puerta.

—Por cierto, soy Jo. ¿Has dicho que te llamas Kimmy?

—Kinsey —corregí—. Era el apellido de soltera de mi madre.

—Impresionante —dijo sonriéndome—. Esta es Brittainy. Pobre criatura. Por algo la llamamos Bichito. No sé cómo empezó, pero no acaba de quitárselo. —Jo Tennyson era una chica mona, llevaba cola de caballo y flequillo; su pelo era una versión más oscura del de su hija. No podía tener mucho más de veintiún años y debía de haber sido madre antes de cumplir la edad reglamentaria para beber. La niña ni siquiera se movió mientras íbamos a la cocina. Su madre dejó el periódico en la mesa y señaló una silla. Se movió por la cocina preparando el desayuno del marido con una mano mientras la niña seguía durmiendo. La miré fascinada. Vi que abría una caja de cereales, echaba un chorro en una taza y sacaba una cuchara del cajón, que cerró con un movimiento de cadera. Sacó un cartón de leche del frigorífico, sirvió café en tres tazas y empujó una hacia mí.

—No te dedicarás a las ventas a domicilio, espero.

Negué con la cabeza y agradecí el café con un murmullo; olía muy bien.

—Soy investigadora privada. Tengo que hacerle unas preguntas a tu marido sobre la muerte de Tom Newquist.

—Oh, lo siento. No me había dado cuenta de que era un asunto de trabajo, si no habría llamado a mi marido enseguida. Está haraganeando. Le gusta tomarse su tiempo por la mañana, ya que el resto del día está muy atareado. Voy a ver qué hace. Si quieres más café, sírvete tú misma. Volveré enseguida.

Aproveché su ausencia para observar lo que me rodeaba sin moverme de la silla. La casa estaba desordenada (lo había visto al pasar), pero la cocina estaba especialmente revuelta. Los mármoles estaban atestados, las puertas de los armarios abiertas y el fregadero lleno de platos de las últimas comidas. El vinilo del suelo parecía de fondo gris con un dibujo más oscuro encima, pero al inspeccionarlo de cerca resultó que era blanco y que el blanco estaba oculto por un amplio surtido de pisadas mugrientas. Me enderecé cuando volvió.

—Enseguida baja. No tienes pinta de detective. ¿Eres de aquí?

—De Santa Teresa.

—No me pareciste conocida. Deberías hablar con la mujer de Tom. Vive en esta zona, a unas seis manzanas en esa dirección, en Pawnee. La llamamos la calle de los estirados.

—Ella me contrató. ¿La conoces?

—Sí. Vamos a la misma iglesia. Ella se encarga de las flores del altar y yo hecho una mano cuando puedo. Tiene un gran corazón. Es quien regaló a mi Bichito la ropa del bautismo. Aquí está James. Os dejaré solos para que podáis hablar.

Me puse en pie cuando entró en la cocina. James Tennyson era rubio, guapo y delgado, la clase de joven amable que querrías que te ayudara en la autopista cuando se estropea la correa del ventilador o se pincha la rueda trasera. Vestía de civil: vaqueros, un jersey y zapatillas deportivas de piel.

—James Tennyson. Encantado de conocerte.

—Kinsey Millhone —dije mientras nos estrechábamos la mano—. Siento molestarte, pero había terminado en casa de los Newquist y como vivís cerca… Vi tu nombre en el informe que me dio el forense y te localicé por la guía telefónica.

—No hay problema. Siéntate.

—Gracias. Pero desayuna. No tenía intención de interferir.

Sonrió.

—Creo que voy a hacerlo, si no te importa. ¿Y en qué puedo servirte?

Mientras James comía sus cereales, le expliqué las preocupaciones de Selma.

—Creo que lo conocías en persona.

—Sí, conocía a Tom. Bueno, no es que fuéramos muy amigos… Selma y él eran mayores y alternaban con otra gente…, pero todos en Nota Lake conocían a Tom. Su muerte me conmovió, de verdad. Ya sé que era viejo, pero era un elemento inseparable del paisaje.

—Cuéntame cómo lo encontraste. Ya sé que tuvo un ataque al corazón. Sólo trato de hacerme una idea de lo que sucedió.

—Bueno, fue…, veamos…, hace cinco, seis semanas… y no fue nada extraño. Yo iba por la trescientos noventa y cinco cuando vi su vehículo a un lado de la carretera. Tenía puestas las luces de emergencia y el motor en marcha, así que paré detrás. Reconocí el todoterreno de Tom. Ya sabes que vive por esta zona, así que lo veía a menudo. Al principio pensé que tendría problemas con el motor o algo por el estilo. Las dos puertas estaban cerradas, pero cuando me acerqué lo vi caído sobre el volante. Golpeé el cristal con la mano, pensando que se había quedado dormido mientras conducía. Supuse que la calefacción estaba encendida, porque el parabrisas estaba cubierto de vaho y todas la ventanillas empañadas.

—¿Cómo conseguiste entrar?

—Bueno, la ventanilla del conductor estaba entreabierta. Tenía un alambre en el coche y subí el seguro con él. Era evidente que tenía problemas. Tenía un aspecto horrible, los ojos abiertos y suciedad en las comisuras de la boca.

—¿Estaba todavía vivo?

—Estoy convencido de que ya estaba muerto, pero hice lo que pude. Te aseguro que las manos me temblaban tanto que no podía controlarlas. Casi rompí la ventanilla y lo habría hecho si no hubiera podido quitar el seguro. Lo saqué del vehículo, lo acosté en el arcén y le hice la resucitación cardiopulmonar allí mismo. No conseguí ni un latido. Tenía la piel fría, o al menos eso me pareció. Hacía frío allí y, a pesar de la calefacción, la temperatura del vehículo había bajado. Ya sabes cómo son estas cosas. Pedí ayuda por radio…, conseguí que me mandaran una ambulancia enseguida, pero ya era demasiado tarde. El médico de Urgencias lo declaró muerto al llegar.

—¿Crees que Tom supo lo que le pasaba y se detuvo en el arcén?

—Eso podría creer, sí. Debió de sentir dolor en el pecho o quizá se quedara sin aliento.

—¿Viste su cuaderno de notas? ¿De piel negra, de este tamaño?

Se quedó pensativo un momento, negando lentamente con la cabeza.

—No. Creo que no. Claro que no lo busqué. ¿Estás segura que estaba en el todoterreno?

—Pues no, segura no, pero Selma dice que lo llevaba encima y todavía no ha aparecido. Pensé que quizá lo habías visto y lo habías llevado a la comisaría.

—Probablemente lo habría hecho si lo hubiera visto. No me gustaría que mis notas circularan por ahí. Parecen jerga incomprensible, pero son necesarias cuando se redactan a máquina los informes o hay que testificar ante un tribunal. ¿No estaba entre sus objetos personales? La oficina del forense tiene que haber devuelto toda su ropa y cuanto llevara encima, ya sabes, el reloj, el contenido de los bolsillos y lo demás.

—Ya se lo pregunté a Selma y dice que no la ha visto. De todas formas, seguiremos buscando. Gracias por tu tiempo. Si se te ocurre algo, puedes localizarme a través de ella.

—No creo que haya nada que investigar en este asunto. No podrías conocer a un tipo más agradable. Era el mejor. Un buen hombre y un buen policía.

—Eso he deducido.

Volví al motel. No podía soportar la idea de estar un minuto más en el despacho de Tom. Por lo que sabíamos, Tom podía estar pasando perfectamente una depresión por desequilibrio químico. Habíamos supuesto que su problema era humano, pero el caso podía ser otro. Mi problema, en cambio, sí era humano. Echaba de menos mi casa y quería irme.

Entré en la cabaña, advirtiendo con satisfacción que la habían limpiado. La cama estaba hecha, el baño limpio y el papel higiénico colgaba con la punta doblada hacia dentro. Me senté a la mesa y metí un folio en la Smith-Corona. Empecé a describir las actividades de la jornada.

Selma Newquist iba a tener que reconciliarse con la pérdida de Tom. La muerte siempre deja asuntos sin terminar, misterios sin resolver, incontables preguntas sin respuesta en medio del basurero de la vida. Todas las anécdotas se olvidan, todos los recuerdos se pierden. Ni contratando al mejor detective del mundo averiguarás de qué está hecho un ser humano. Podía estar allí tecleando hasta quedarme tiesa. Tom Newquist había muerto y sospechaba que nadie descubriría nunca cómo habían sido sus últimos instantes.