El martes, a las nueve de la mañana, pasé por las oficinas del forense del condado. No había dormido bien. La cabaña estaba mal protegida y el aire de la noche era helado. Había subido el termostato a 20 grados, pero se había limitado a encenderse y apagarse sin ningún resultado. Me metí en la cama con la camiseta, un jersey y unos calcetines gruesos. El colchón era tan elástico como el barro. Me encogí bajo una colcha guateada, un edredón y una manta de lana, con la cazadora de aviador encima, para que hiciera peso. En el momento en que empezaba a entrar en calor, la vejiga me anunció que estaba a tope y requería mi inmediata atención si no quería mojar la cama. Quise olvidarme de la molestia, pero me di cuenta de que no pegaría ojo hasta que hubiera obedecido el mensaje. Cuando volví a meterme entre las mantas, el calor había desaparecido y tuve que pasar frío otra vez hasta que me deslicé en el sueño.
Cuando desperté, a las siete, mi nariz parecía un helado y mi aliento era un turbio vaho que filtraba la débil luz matutina. Me duché con agua tibia, me sequé tiritando y me vestí a toda prisa. Luego correteé por la carretera hasta el Café Arcoiris, donde pedí otro desayuno y me harté de zumo de naranja, café, salchichas y bollería saturada de mantequilla y jarabe. Me dije que necesitaría mucho azúcar y mucha grasa para reponer mis exiguas reservas, pero la verdad es que estaba triste por mí y la comida era la forma más sencilla de consolarme.
La oficina del forense estaba en una travesía del centro. En el condado de Nota, el forense es un funcionario que se elige cada cuatro años, y en el presente caso el elegido era además director de la única funeraria del pueblo. El condado de Nota es pequeño, tiene menos de cinco mil kilómetros cuadrados, y está agazapado como un arrepentimiento entre los condados de Inyo y Mono. El forense, Wilton Kirchner III, al que todos llamaban Trey, había estado en el empleo durante los diez últimos años. Como no se pedía experiencia formal en medicina forense, todas las autopsias las hacía un patólogo contratado por la administración local.
Si hay un homicidio, el forense del condado de Nota se encarga de las diligencias inmediatas en el escenario del crimen, junto con un agente de la comisaría del sheriff y un investigador de la fiscalía del distrito de Nota. La autopsia la practica a continuación en «la capital» un patólogo que hace varias autopsias por homicidio al mes y es llamado a juicio muchas veces al año para testificar. Como el condado sólo tiene un homicidio cada dos años aproximadamente, el forense prefiere que sea un departamento de otra administración el que ponga su experiencia, tanto para las autopsias como para los testimonios.
La Funeraria Kirchner e Hijos parecía haber sido una residencia privada en otra época y haberse construido a principios de los años veinte, mientras el pueblo crecía a su alrededor. El estilo era Tudor, fachada de ladrillo rojo claro con ebanistería pintada de oscuro. La débil luz del sol brillaba en las ventanas de vidrios emplomados. El césped que la rodeaba estaba en letargo y la hierba era tan parda y quebradiza como un barquillo. Sólo los arbustos de acebo daban una nota de color al paisaje. Me imaginaba la época en que la casa se había alzado en un solar respetable, pero la propiedad había encogido y en las parcelas de ambos lados había establecimientos comerciales: una inmobiliaria y un pequeño ambulatorio médico.
Trey Kirchner salió a la sala de recepción con la mano estirada y presentándose.
—Trey Kirchner —dijo—. Selma me llamó para decirme que pasaría hoy por aquí. Encantado de conocerla, señorita Millhone. Venga a mi despacho y averiguaremos lo que necesita.
Kirchner andaba por los cincuenta y cinco, y era alto, de espaldas anchas, con una cintura un poco más blanda de lo que debía de haber sido diez años antes. Su pelo era de un gris sin titubeos, se lo peinaba con raya lateral y lo llevaba muy corto alrededor de las orejas. Su sonrisa era agradable y dibujaba arrugas concéntricas a ambos lados de la boca. Llevaba gafas de lentes grandes y delgada montura de metal. Los rabillos de los ojos le caían ligeramente, creando, sin saber cómo, una expresión de inmensa simpatía. Vestía un traje a medida, bien planchado, y la camisa parecía recién almidonada. La corbata era tradicional, pero no lúgubre. En conjunto daba una tranquilizadora impresión de competencia. Había algo sólido en él; parecía un hombre que, por naturaleza, pudiera absorber todo el dolor, confusión y cólera que genera la muerte.
Lo seguí por un largo pasillo hasta su despacho, que había sido el comedor en la primera época de la casa. La alfombra era clara y el suelo de madera se había restregado tanto que tenía ya el color del pino lavado con leche. Las cortinas eran beis, de seda, de rayón o de cualquier otro tejido brillante. La decoración de la empresa de pompas fúnebres se inclinaba por la madera de roble hasta media pared, dejando el resto empapelado con murales paisajísticos donde había montañas y bosques con senderos que se perdían en sus profundidades. Era un mundo de acuarela; las nubes se acumulaban en los cielos apastelados y un asomo de brisa acariciaba la copa de los árboles. A ambos lados del pasillo, a intervalos, había puertas corredizas que estaban abiertas y dejaban ver las capillas ardientes, vacías en aquel momento y sin más enseres que las sillas plegables de metal y las macetas de helechos. Hacía fresco allí, el lugar estaba mal caldeado y olía a claveles, aunque no había ninguno a la vista. A lo mejor echaban ambientador especial de funerarias por el conducto de la calefacción. Todo aquel entorno parecía adaptado a una calma sonámbula.
El despacho en el que entramos parecía destinado a recibir al público; no había libros, ni archivos, ni papeles a la vista. Sospeché que Trey Kirchner tendría un despacho en alguna parte del edificio donde se haría el trabajo de verdad. También, oculto en alguna parte, estaría el utillaje de las autopsias: cámaras, equipo de rayos X, mesa de acero inoxidable, sierra, escalpelos, báscula colgante. La habitación era tan delicada como un pudin (sin olor a formol ni frascos siniestros con trozos de órganos) y no daba el menor indicio de la mecánica de la preparación de cadáveres para la incineración o el entierro.
—Siéntese —dijo, señalando dos sillones tapizados que había a ambos lados de una pequeña mesa. Sus modales eran tranquilos, agradables, cordiales, curiosamente impersonales—. Ya sé que está usted aquí por la muerte de Tom. —Abrió un cajón y sacó una carpeta de color pardo que contenía un informe de cinco páginas—. He fotocopiado el informe de la autopsia, por si es de su interés.
Recogí la carpeta que me tendía.
—Gracias. Me gustaría, si es posible, que habláramos un poco del asunto.
Sonrió.
—Es de dominio público. Podría haberlo echado al correo y haberle ahorrado el viaje, si Selma me lo hubiera dicho antes.
—¿Se consideró que en la muerte de Tom debía intervenir el forense?
—Fue inevitable —dijo—. Ya sabe que murió en la autopista trescientos noventa y cinco, sin testigos y, probablemente, sin darse cuenta de lo que pasaba. No había visto al médico desde hacía casi un año. Supusimos que había sido el corazón, pero nunca se está seguro hasta que se examina el cadáver. Podría haber sido un aneurisma. Bien, la autopsia la hizo Calvin Burkey. Es el patólogo de los condados de Nota y Mono. Le ayudamos dos de aquí. No apareció nada notable. No hubo sorpresas ni imprevistos. Tom murió de un infarto de miocardio causado por una arteriosclerosis de pronóstico grave. Ya lo verá. Está todo ahí. Las secciones de la arteria coronaria presentaban entre el noventa y cinco y el ciento por ciento de oclusión. Sesenta y tres años. Realmente, es sorprendente que durase tanto.
—¿No se descubrió nada más?
—¿Por ejemplo anormalidades? No. El hígado, la vesícula, el bazo y los riñones estaban bien. Los pulmones no tenían buen aspecto. Había fumado toda su vida, pero no había señales de ninguna enfermedad en curso de expansión. Había comido recientemente. Según nuestro informe, había cenado en una cafetería. No había píldoras ni pastillas en su aparato digestivo y el informe toxicológico era contundente. ¿Por qué me hace estas preguntas?
—Selma dijo que había adelgazado. Me preguntaba si sabría usted algo que no le hubiera contado a ella.
—No tenía cáncer, si es eso a lo que se refiere. Ni tumores, ni trombos, ni hemorragias, aparte del miocardio —dijo—. El médico dijo que había rastros de un ataque anterior a pequeña escala.
Reflexioné sobre aquello.
—Así que quizá supiera que sus días estaban contados. Eso le daría motivos para estar meditabundo.
—Es posible —dijo—. Tom no rebosaba salud, eso lo puedo asegurar. Que no haya síntomas no significa necesariamente que uno se encuentre bien. Lo conocía desde hacía años y nunca le oí quejarse, pero pesaba treinta kilos de más. Fumaba como una chimenea y bebía como una esponja, por dejar claros estos clichés. Era un investigador extraordinario, eso también se lo garantizo. ¿Por qué se preocupa Selma?
—Es difícil decirlo. Cree que su marido le ocultaba algo, alguna clase de secreto. No lo atosigaba con preguntas y como el asunto sigue sin resolverse, no está tranquila.
—¿Y no tiene ni idea de lo que era?
—Puede que no fuera nada, por eso he venido. ¿Tiene usted alguna teoría?
—No creo que descubra usted nada escandaloso. Tom iba a la iglesia, era un buen hombre. Muy querido y bien considerado en la comunidad, generoso con su tiempo. Si tenía algún defecto, debería decir que era demasiado recto y demasiado rígido. El mundo era para él o negro o blanco, sin matices. Supongo que veía el gris, pero nunca supo qué hacer con él. No creía en la flexibilidad de la ley, aunque la practicaba de vez en cuando. Era un tipo de ideas fijas, pero en mi opinión eso es bueno. Ya podríamos tener más como él. Lo vamos a echar de menos por aquí.
—¿Habló usted con él durante las últimas semanas?
—Nada importante. Si lo vi, fue por motivos de trabajo. No tiene nada de extraño, la comisaría del sheriff y la oficina del forense están así —dijo, cruzando los dedos—. Lo veía por el pueblo. Una vez jugué al billar con él. Nos tomamos unas cervezas. En otra ocasión nos fuimos de pesca en grupo, un fin de semana del pasado otoño, pero no nos desnudábamos el alma por la noche. Con quien tendría usted que hablar es con su compañero, con Rafer.
—Selma me lo mencionó. ¿Cuál es su apellido?
—LaMott.
Me senté en el coche, aún en el aparcamiento de Kirchner e Hijos, y hojeé el informe de la autopsia de Tom Newquist; el certificado de defunción concretaba los detalles de la muerte. Edad, año de nacimiento, número de la seguridad social y su dirección habitual; el lugar y la causa del fallecimiento y la disposición de sus restos mortales. Había ingresado cadáver en la sala de urgencias del Hospital Clínico de Nota, se le había hecho la autopsia al día siguiente y enterrado al otro. En el papel, su paso a la tumba resultaba demasiado rápido, pero en realidad, cuando llega la muerte, el cuerpo humano no es más que una masa de carne que enseguida se pudre. Había algo mecánico y brusco en los detalles… Tom Newquist fallecido… su vida limpiamente terminada; principio, mitad y fin. Bajo el certificado de defunción había una copia de una nota escrita a mano que tal vez había escrito el patrullero que lo había encontrado en el todoterreno.
«Hacia 21 50 2/3 llamada ambulancia a carretera, a 9 km de autopista 395. Sujeto en todoterreno, trasladado al arcén. Resucit. cardiov. comenzada @ 22 00. Méd. de urgen. de Nota Lake llegó @ aprox. 22 15. Sujeto cad. al llegar a Urgen, del Clínico de Nota Lake. Forense avisado».
La nota estaba firmada por «J. Tennyson». A continuación venía el informe de la autopsia; tres páginas escritas a máquina detallando los hechos, como había señalado Trey Kirchner.
Yo había esperado que la explicación fuera obvia, que Tom Newquist padeciese alguna enfermedad terminal y su preocupación fuera simplemente una indicación de su condición mortal. No era el caso. Si la impresión de Selma era acertada y Tom estaba preocupado por algo, no se trataba de ninguna amenaza inminente contra su salud o su bienestar. Siempre cabía la posibilidad de que hubiera tenido problemas de corazón, angina de pecho, arritmia, ahogos. Si había sido así, podía haber estado pensando en la gravedad de los síntomas y comparándola con las consecuencias de consultar al médico. Tom Newquist había visto, sin duda, muertes de sobra para enfocar el proceso filosóficamente. Puede que tuviera más miedo a una intervención médica que a la posibilidad de morirse.
Dejé la carpeta en el asiento de al lado y puse en marcha el automóvil. No estaba segura de adónde iría, pero sospechaba que el movimiento lógico sería ir a hablar con el compañero de Tom, Rafer LaMott. Miré el plano de Nota Lake y localicé la comisaría del sheriff, que era parte del Centro Cívico y estaba en Benoit, a unas seis manzanas hacia el oeste. El sol se había elevado por entre una delgada masa de nubes. El aire era frío, pero había algo encantador en la luz. Los edificios que flanqueaban la avenida principal eran de madera, de fachada estucada y techumbre de metal corrugado: gasolineras, una minigalería comercial, una tienda de artículos de deportes y una peluquería. Bordeando la ciudad estaba la intocable belleza de las lejanas montañas. El termómetro digital del banco señalaba cinco grados sobre cero.
Aparqué enfrente del Centro Cívico, que, además de los locales del sheriff, contenía la comisaría de policía, el juzgado del condado y varios servicios públicos. El complejo administrativo estaba en un edificio que antaño había sido escuela elemental. Lo supe porque las palabras «Escuela de Nota Lake» estaban esculpidas en el friso en mayúsculas. Habría jurado que aún veía la débil huella de las brujas y calabazas de papel pegadas a las ventanas con cinta adhesiva, fantasmas de las fiestas de Halloween de otros tiempos. Como de pequeña me habían maldecido con una curiosa combinación de timidez y rebeldía, la escuela me cayó fatal. Era un campo de minas con normas tácitas que todos parecían conocer y aceptar, menos yo. Mis padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando yo tenía cinco años, así que la escuela me pareció una continuación de la misma maldad y traición. Vomitaba sin motivo y el ordenanza y los compañeros que se sentaban a mi lado no me adoraban por ello precisamente. Todavía recuerdo el charco humeando aún en mi regazo mientras los estudiantes que me rodeaban salían corriendo con cara de repugnancia. En lugar de sentir vergüenza, sentía una ligera satisfacción, el poder de la víctima que se vengaba digestivamente. Me enviaban a la enfermería, donde me tiraba en una camilla hasta que llegaba tía Gin para recogerme. A menudo, a la hora del almuerzo (antes de que aprendiera a vomitar adrede) pedía que me mandasen a casa, jurando que miraría a ambos lados de la calle antes de cruzar y prometiendo no hablar con extraños aunque me ofrecieran golosinas. Los profesores eran sordos a mis dolorosos ruegos y así me condenaban a quedarme; atemorizada, nerviosa, más canija de lo normal, esforzándome por contener las lágrimas. Cuando cumplí los ocho años, aprendí a dejar de pedir cosas. Me las llevaba cuando me hacía falta y sufría las consecuencias después. ¿Qué iban a hacerme? ¿Matarme a sangre fría?
La entrada del Centro Cívico daba a un ancho pasillo que hacía de vestíbulo, aunque en aquellos momentos estaba en reformas. Los archivadores y el material informático se habían trasladado a una zona sin enmoquetar. Las paredes eran de una madera inidentificable. El techo era un damero de módulos acústicos que se alzaba a escasa altura. Ciertos sectores del pasillo estaban acordonados por balizas de tráfico unidas con cinta y unos rótulos escritos a mano indicaban la situación presente de varios departamentos desplazados.
Encontré la comisaría del sheriff, que era pequeña y constaba de varios despachos unidos entre sí que parecían el «Antes» de un anuncio de revista. Las luces fluorescentes no contribuían a mejorar el entorno, que era un sofrito de manuales técnicos, carteles, madera barnizada, máquinas de oficina, papeleras de rejilla y avisos pegados con cinta en todas las superficies disponibles. Detrás del mostrador había una funcionaría civil, una treintañera con zapatillas de deporte, vaqueros y un chándal del MIT encima de un jersey blanco de cuello de cisne. En la tarjeta de identificación decía que se llamaba Margaret Brine. Tenía el pelo negro y cortado con tijera, gafas ovaladas con montura negra y muchas pecas bajo el maquillaje y el rubor natural. Sus dientes eran grandes y cuadrados, con espacios visibles en medio.
Saqué una tarjeta y la puse en el mostrador.
—Me gustaría hablar con Rafer LaMott.
Recogió la tarjeta y le echó un vistazo rápido.
—¿De qué he de decirle que se trata?
—El forense me sugirió que hablara con él acerca de Tom Newquist.
Levantó la vista para mirarme a los ojos.
—Un momento —dijo.
Desapareció por una puerta del fondo que supuse que conducía a otros despachos. Oí un murmullo y poco después apareció Rafer LaMott poniéndose una cazadora deportiva marrón oscuro. Era un afroamericano cuarentón, de un metro ochenta, cutis de caramelo, pelo negro muy corto y sorprendentes ojos castaños. Tenía un ligero bigote y por lo demás iba bien afeitado. Las arrugas de su frente parecían costuras paralelas en una piel de grano fino. La cazadora que llevaba sobre los pantalones negros de tela de gabardina parecía ser de cachemir. La camisa era beis claro; la corbata, de un marrón tibio con un dibujo formado por sujetapapeles negros dispuestos en diagonales paralelas.
Tenía mi tarjeta en la mano y leyó la información con cierta entonación de listillo.
—Kinsey Millhone, investigadora privada, de Santa Teresa, California. ¿Y qué es lo que desea?
Sentí un hormigueo en la nuca. Su expresión era neutra. Técnicamente no era brusco, pero tampoco cordial y, por sus modales, intuí que no me iba a servir de mucho. Esbocé una sonrisa pública, exenta de sinceridad y calor.
—Me ha contratado Selma Newquist. Tiene unas cuantas preguntas que hacer a propósito de Tom.
Me miró brevemente, abandonó la puerta y se acercó a un extremo del mostrador.
—Ahora tengo que marcharme, pero podemos salir juntos. ¿Qué preguntas?
No tuve más remedio que trotar a su lado mientras recorría el pasillo en dirección a una puerta trasera.
—Dice que Tom estaba preocupado por algo. Quiere saber qué era.
Abrió la puerta y salió de un modo que sugería una agitación creciente. Detuve la puerta cuando ya se cerraba y la crucé inmediatamente detrás de él. Tuve que cambiar el paso para alcanzarlo. Sacó las llaves del coche mientras bajaba las escaleras. Avanzó deprisa por el aparcamiento y redujo la velocidad cuando llegó a un coche blanco, pequeño y anónimo. Se volvió para mirarme mientras abría la portezuela.
—Mire, le voy a decir la verdad y sin ninguna intención de faltarle el respeto a nadie. Selma siempre quería meter la nariz en los asuntos de Tom, no paraba de atosigarle, por si al pobre diablo se le había ocurrido tener alguna idea propia. Esa mujer va siempre con un radar mental, siempre escaneando lo que hay a su alrededor, tratando de enterarse de asuntos que no son de su incumbencia. Repita usted lo que acabo de decirle y lo negaré, así que puede ahorrarse esfuerzo pulmonar.
—No tengo la menor intención de repetirlo. Le agradezco su sinceridad…
—Entonces agradezca también esto —dijo—. Tom nunca dijo ni una palabra contra ella, pero es extenuante tenerla alrededor, lo digo por experiencia. Tom era un buen hombre, pero ahora que ha muerto, es un alivio no tener que verla. Mi mujer y yo no queríamos tener trato con ella. Nos reuníamos cuando teníamos que hacerlo, porque a él lo apreciábamos. Si parece despectivo, lo siento, pero eso es lo que hay. Mi mejor consejo es que deje usted a Tom en paz. Aún no se ha enfriado en la tumba y ella quiere ya desenterrarlo.
—¿Podría estar preocupado por algún caso?
Apartó la mirada con una rápida sonrisa de incredulidad ante mi empeño. Vi que se contenía y que se esforzaba por ser paciente, con la esperanza de librarse de mí.
—Cuando murió tenía diez o quince expedientes en su mesa. Y la respuesta es no, no puede usted verlos, así que no me lo pida.
—¿Pero nada particularmente preocupante?
—Me temo que no puedo decirle qué le preocupaba ni qué no.
—¿Quién ha continuado su trabajo?
—Yo me quedé algunos expedientes. Hace poco ingresó un tipo nuevo y él se ha quedado con el resto. En esa información no hay nada para el consumo público. No pienso comprometer ninguna investigación en curso para satisfacer la morbosa curiosidad de Selma, así que abandone la idea.
—¿Cree usted que Tom tenía problemas personales que no quería que ella conociera?
—Pregunte a otro. No quiero decir nada más sobre Tom.
—¿Por qué no? Si me ayudara, me iría de aquí —dije.
Por toda respuesta subió al coche y cerró la portezuela. Giró la llave de contacto y apretó un botón del salpicadero. La ventanilla del coche bajó con un leve zumbido. Su voz era ya más agradable:
—Mire, no quiero ser maleducado, pero hágase un favor a sí misma y déjelo, ¿de acuerdo? Selma es una egocéntrica. Cree que todo gira a su alrededor.
—¿Y esto no?
De nuevo pulsó el botón y el cristal volvió a su sitio. Fin del asunto. Fin del cuestionario. Salió de la plaza marcha atrás y arrancó con un pequeño chirrido al poner la primera. Me quedé alelada, mirando su parachoques trasero. Con un poco de retraso sentí que el rubor me quemaba la cara. Me llevé la mano a la mejilla como si me hubieran abofeteado.