Pasé el resto de la tarde abriéndome paso en el despacho increíblemente revuelto de la casa de Tom Newquist. Ahorraré la tediosa lista de documentos que inspeccioné, de expedientes que miré, de cajones que vacié, de recibos que examiné en busca de alguna prueba de la angustia vital de aquel hombre. En el informe que redacté para Selma exageré (un poco) la enormidad de mis esfuerzos para que se diera cuenta de lo que valían cincuenta dólares en el mercado de nuestros días. En el plazo de tres horas me las compuse para llegar hasta la mitad del laberinto. Por lo que había visto hasta el momento, Tom había sido muy reacio a dejar pistas.
Al parecer era una persona obsesiva que coleccionaba papeles de todos los tamaños, pero fuera cual fuese su método de organización, la montaña que había dejado por herencia era completamente caótica. Su escritorio era un revoltijo de carpetas, correspondencia, facturas pagadas y sin pagar, impresos de Hacienda, artículos de periódico y expedientes de casos en los que estaba trabajando. Los montones tenían más de treinta centímetros de altura, y algunos se apoyaban en los de al lado, a punto de caerse. Sin lugar a dudas, Tom sabía dónde poner la mano para encontrar cualquier cosa que necesitase, pero la misión a la que yo me enfrentaba era de pasmo. Quizá pensara que en cualquier momento iba a poner orden y control en aquel revoltijo. Como muchas personas desordenadas, es probable que creyese que la confusión era temporal, que no tardaría en arreglar aquellos papeles. Por desgracia, le había sorprendido la muerte y me había dejado a mí las faenas de limpieza. Anoté mentalmente que debía lavarme las bragas en cuanto volviera a mi alojamiento. En el último cajón del escritorio encontré parte de su equipo: las esposas, la porra y la linterna que debía de llevar encima. Quizá su hermano Macon quisiera quedárselo. Tendría que acordarme de preguntárselo a Selma más tarde.
Registré dos grandes bolsas de papeles surtidos, cargando con la responsabilidad de tirar recibos del agua y de la luz pagados hacía ya diez años. Guardé unas cuantas muestras al azar por si Selma quería vender la casa alguna vez y necesitaba una media de los gastos domésticos para los posibles compradores. Había dejado abierta la puerta del despacho y seguía hablando informalmente con Selma, que estaba en la cocina mientras yo seleccionaba y tiraba.
—Me gustaría tener una foto de Tom.
—¿Para qué?
—Todavía no estoy segura. Pero me parece una buena idea.
—Hay varias en la pared, al lado de la ventana.
Miré por encima del hombro y vi unas cuantas fotografías de Tom en distintos escenarios, en blanco y negro.
—Perfecto —dije. Aparté el puñado de papeles que estaba ordenando y fui hasta el grupo de fotos más próximo. En la más grande aparecían juntos un serio Tom Newquist y el sheriff Bob Staffer en lo que tenía trazas de ser un banquete. Había parejas sentadas a la mesa, decorada con un precioso centro y el número 2 en una pequeña placa de plástico. Staffer había firmado la foto en el ángulo inferior derecho: ¡AL MEJOR DETECTIVE DEL OFICIO! COMO SIEMPRE, BOB STAFFER. La fecha era de abril del año anterior. Descolgué la foto y la levanté para verla a la menguante luz que entraba por la ventana.
Tom Newquist tenía allí unos alegres sesenta y tres años, ojos pequeños, cara redonda y fofa, y un raleante cabello oscuro cortado casi al rape. Su expresión la venía viendo yo en los policías casi desde el comienzo de los tiempos: neutral, alerta, inteligente. Era una cara que no reflejaba nada del hombre que había detrás. Si fuera a interrogarte como sospechosa, no habría confusión posible, sabrías que aquel hombre te haría preguntas directas y no te daría el menor indicio sobre qué respuestas te librarían de su curiosidad. Cuéntale un chiste y te responderá con una sonrisa leve. Confía en su buena voluntad y su temperamento estallará con un fulminante chorro de calor. Pero si te interrogara como testigo, verías su otra cara: respetuosa, comprensiva, paciente, sincera. Si era como los agentes del orden que yo conocía, era capaz de ser implacable, sarcástico e infatigable, todo por descubrir la verdad. Al margen del contexto, las palabras impulsivo y vehemente casi saltan por sí solas. Como persona podía ser muy diferente y parte de mi trabajo era establecer en qué consistían esas diferencias. Me pregunté qué habría visto en Selma. Parecía demasiado lanzada y emotiva para un hombre experto en camuflaje.
Levanté la vista y la vi en el umbral, observándome. A pesar de que sus ropas parecían caras, había algo indescriptiblemente barato en su aspecto. Se había quemado tanto el pelo que lo tenía ya como el de una muñeca y me pregunté si de cerca vería racimos por separado, como los brotes de los implantes. Levanté la foto.
—¿Le parece bien esta? Me gustaría sacarla del marco y hacer copias. Si voy a rastrear sus actividades de los dos últimos meses, una cara podría disparar algo donde un nombre quizá no lo hiciera.
—De acuerdo. Me gustaría quedarme una. Está guapo ahí.
—¿No sonreía?
—Poco. Más que nada en acontecimientos sociales. Rodeado de los amigotes, se relajaba… me refiero a los otros agentes. ¿Ha salido algo?
Me encogí de hombros.
—Hasta ahora sólo hay basura. —Volví a los montones de papeles que tenía delante—. Es una lástima que no estuviera usted a cargo de las facturas —señalé.
—No se me dan bien los números. Detestaba las matemáticas en el instituto —dijo. Al cabo de un momento prosiguió—: Estoy empezando a sentirme culpable por dejarla revolver sus cosas.
—No se preocupe por eso. Lo hago para ganarme la vida. Soy experta en diagnósticos, como un ginecólogo cuando estás con los pies en los estribos y el culo al aire. Mi interés no es personal. Me limito a ver lo que hay.
—Era un buen hombre. Eso lo sé.
—Seguro que lo era. Quizá no saquemos nada en claro de todo esto, en cuyo caso se sentirá usted mejor. Tiene derecho a descansar.
—¿Necesita ayuda?
—La verdad es que no. Todavía estoy reconociendo el terreno. Además, estoy a punto de dejarlo por hoy. Volveré mañana y le daré otro repaso.
Arrojé a la papelera un puñado de catálogos y de folletos de propaganda. Volví a levantar los ojos, consciente de que todavía estaba en la puerta.
—¿Quiere cenar conmigo? Brant estará trabajando, así que sólo estaremos usted y yo.
—Será mejor que no, pero gracias. Quizá mañana. Tengo que hacer unas cuantas llamadas telefónicas y luego creo que comeré un bocado rápido y me acostaré temprano. Quisiera terminar con esto por la mañana. En algún momento tendremos que revisar las listas de teléfonos. Es una empresa heroica y la estoy dejando para el final. Nos sentaremos hombro con hombro y veremos cuántos números puede usted reconocer.
—Bueno —dijo sin ganas—. La dejo con el trabajo.
Cuando hube terminado la jornada, Selma me dio una llave de la casa, aunque me había asegurado que no solía cerrar con llave ninguna puerta. Salía a menudo, pero quería que yo me hiciera cargo de la vivienda en su ausencia. Le dije que quería inspeccionar los objetos personales de Tom y no puso objeciones. No me apetecía que llegara un día de pronto y me encontrara registrando la ropa del marido.
Había oscurecido por completo cuando salí y las farolas callejeras hacían poco por disipar la sensación de aislamiento. El tráfico del pueblo estaba animado. La gente se iba a casa a cenar y los comercios cerraban. Los restaurantes empezaban a llenarse y las puertas de los bares estaban abiertas para que saliera el ruido y el humo de tabaco. Las aceras estaban tomadas por deportistas que corrían y por paseantes de perros cuyos animales hacían sus necesidades entre los arbustos.
Cuando llegué a la autopista, me fijé en los amplios terrenos que parecían estar libres de presencia humana. De día, las cercas y las construcciones aisladas creaban la impresión de que el campo se había civilizado. De noche, las montañas eran tan negras como el azabache y la pálida rebanada de la luna apenas teñía de plata los picos nevados. La temperatura había descendido y podía oler la humedad espesa del lago. Sentí una punzada de nostalgia, por ver Santa Teresa, sus tejados rojos, las palmeras y el rugiente Pacífico.
Reduje la velocidad cuando vi el rótulo de Nota Lake Cabins. Quizás un fuego crepitante y una ducha caliente me levantaran el ánimo. Dejé el coche en el pequeño aparcamiento que había al lado de la oficina del motel. Cecilia Boden había colocado luces tenues en el sendero que llevaba a las cabañas, pequeñas formas fúngicas que arrojaban círculos de débil luz amarilla sobre las tablas de cedro. Había una pequeña lámpara encendida encima de la puerta de la cabaña. Yo no había dejado ninguna luz encendida, pensando que la dirección del motel podía escandalizarse de una extravagancia así. Al entrar busqué el interruptor de la luz. La bombilla del techo se iluminó con la triste potencia de sus cuarenta vatios. Me dirigí a la cama y encendí la lámpara de la mesilla de noche, que añadió otros cuarenta vatios. En el despertador digital titilaban las 12:00, lo que indicaba que la luz se había ido durante un rato. Miré mi reloj y puse el despertador en hora, las 6:22 de la tarde.
La habitación estaba helada y su aspecto era inhóspito. Olía a brasas antiguas y a la humedad que se filtraba por las tablas del suelo. Comprobé la leña de la parrilla de la chimenea. Había un fardo de periódicos al lado, para encender el fuego. No había quemador de gas y sospeché que las llamas tardarían en prender más tiempo del que podía dedicar a aquel negocio. Recorrí la habitación para correr las cortinas de las ventanas. Luego me desnudé y me metí en la ducha. No soy de las que malgastan agua, pero empecé a notar que se ponía fría antes de que se agotaran mis cuatro minutos. Me aclaré el champú de la cabeza un segundo antes de que el agua fría dominara la situación. Aquello empezaba a parecer una aventura en la selva.
Una vez vestida, cerré con llave la puerta de la cabaña y volví a la carretera, por cuyo arcén anduve a buen paso hasta que llegué a la cafetería. El Café Arcoiris tenía la extensión y anchura de dos remolques, con un mostrador de formica de ocho taburetes y ocho reservados de madera roja a lo largo de la pared. A la vista había una camarera, una cocinera de platos rápidos y un mozo. Pedí un desayuno para cenar. No hay nada tan agradable como los huevos revueltos por la noche; blandos, de un amarillo alegre, brillantes de mantequilla y moteados de pimienta. Comí tres lonchas de beicon crujiente, un picadillo de carne y verduras sofritas con cebolla, y dos tostadas de pan de centeno empapadas en mantequilla y goteando mermelada. Casi me puse a cantar cuando los sabores se mezclaron en mi boca.
Al volver a la cabaña, me detuve para utilizar el teléfono público que había al lado de la oficina. Consistía en una anticuada cabina de vidrio y metal a la que le habían quitado la puerta plegable. Utilicé la tarjeta de crédito para llamar a Dietz.
—Hola, pequeño. ¿Cómo está el paciente? —dije cuando contestó.
—Fenómeno. ¿Y tú? ¿Qué tal estás?
—Regular. De servicio.
—¿En Nota Lake?
—¿Dónde, si no? Y de pie, en una cabina telefónica que hay entre los pinos —dije.
—¿Y qué tal va?
—Acabo de empezar, así que es difícil de decir. Supongo que Selma te hablaría de Tom.
—Sólo me dijo que andaba preocupado por algo. Muy vago, ¿verdad?
—Vaguísimo. ¿Llegaste a conocerlo en persona?
—No. De hecho, a ella hace más de quince años que no la veo. ¿Cómo lo afronta?
—Está en buena forma física. Pero inquieta, como si los dedos se le antojaran huéspedes.
—¿Cuál es tu plan de ataque? —preguntó.
—El habitual. Hoy he revisado el escritorio del difunto. Mañana empezaré a preguntar a sus amigos y conocidos, a ver qué sale. Seguiré así hasta el jueves y luego haré balance de la situación. Me gustaría estar en Santa Teresa hacia el fin de semana, siempre que este asunto no se embrolle. ¿Cómo va la rodilla?
—Mucho mejor. La rehabilitación joroba un poco, pero ya me estoy acostumbrando. Echo de menos tus bocadillos.
—Embustero.
—No, de verdad. En cuanto termines ahí, creo que deberías dar la vuelta y volver.
—Ah, no, gracias. Quiero dormir en mi propia cama. Hace un mes que no veo a Henry. —Henry Pitts era mi casero y tenía ochenta y seis años. Sería foto de portada si la asociación nacional de jubilados hiciera alguna vez un calendario de octogenarios macizos.
—Bueno, piénsatelo —dijo Dietz.
—Sí, tranquilo. Escucha, mis días de buena samaritana han terminado. Tengo una profesión. De todas formas, he de irme. Aquí hace un frío que pela.
—Entonces te dejo en paz. Cuídate.
—Tú también —dije.
Llamé a Henry y lo pillé cuando ya salía de casa.
—¿Adónde iba? —pregunté.
—Al local de Rosie. William y ella necesitan ayuda con la cena de esta noche —dijo.
Rosie era la propietaria de la casa de comidas que había a media manzana de mi casa. Ella y el hermano mayor de Henry se habían casado el Día de Acción de Gracias y William se estaba abriendo camino como restaurador.
—¿Y tú qué haces? ¿Desde dónde llamas?
Repetí la historia y lo puse al corriente de mi situación. Le di el número de Selma y el de Nota Lake Cabins por si quería ponerse en comunicación conmigo. Continuamos charlando un rato, hasta que le llegó el momento de irse. Cuando colgó, llamé al bufete de Lonnie y dejé un mensaje para Ida Ruth, repitiendo mis señas y el número de Selma, por si tenía que decirme algo. No se me ocurría otra manera de conexión. Después de colgar, me metí las manos en los bolsillos de la cazadora, esperando vanamente resguardarlas del viento. La idea de pasar la noche en la cabaña me deprimía. Con sólo dos bombillas de cuarenta vatios, incluso leer sería un sufrimiento. Me imaginé bajo el húmedo edredón, tensa, escrutando la oscuridad, con las arañas aguardando a que yo descuidara la vigilancia para salir de la leña. Era una perspectiva lamentable, dado que el único libro que había llevado era uno sobre identificación de neumáticos y pisadas.
Fui a la oficina del motel y miré por el vidrio de la puerta. Había una luz encendida, pero no se veía a Cecilia por ninguna parte. Un cartel escrito a mano rezaba: PARA AVISAR AL ENCARGADO LLAMAR AL TIMBRE. Entré, no hice caso del timbre de la mesa y llamé a la puerta donde decía DIRECCIÓN. Poco después aparecía Cecilia enfundada en una bata de terciopelo rosa y calzada con unas zapatillas peludas también de color rosa.
—¿Sí?
—Hola, Cecilia. ¿Puedo hablar con usted un momento?
—¿Algún problema con la habitación?
—En absoluto. Todo está bien. Más o menos. Me preguntaba si me concedería usted unos minutos para hablar de su hermano.
—¿Qué le ocurre a mi hermano?
—¿Le ha dicho Selma por qué estoy en Nota Lake?
—Lo único que me dijo es que la había contratado. Ni siquiera sé cómo se gana la vida.
—Bueno, pues verá usted, soy investigadora de campo de la compañía de seguros La Fidelidad de California. Selma está preocupada por los trámites de la muerte de Tom.
—¿Qué trámites?
—Buena pregunta. Como usted comprenderá, no estoy autorizada para hablar de los detalles. Ya sabe, Tom, oficialmente, no estaba trabajando, pero ella cree que la noche que murió podría haber estado investigando algún asunto de la comisaría. Si fue así, podría presentar una reclamación.
No mencioné que Tom Newquist no había suscrito ningún seguro con La Fidelidad ni que esta compañía me había despedido hacía año y medio. Estaba preparada para enseñar el carnet que aún llevaba en el bolso. El emblema de la compañía estaba impreso en el anverso, con una foto mía que recordaba los carteles de SE BUSCA que hay en los puestos fronterizos.
Me miró sin expresión y durante un momento de angustiosa espera me pregunté si Cecilia no habría estado hasta hacía poco en algún oscuro departamento de la administración del condado. Parecía estar repasando y analizando todas las leyes y normativas, tratando de decidir cuáles estaban vigentes la noche en cuestión. Estuve tentada de añadir detalles, pero pensé que podía escapárseme la mano. Cuando hay mentiras, lo mejor es mariposear por la superficie, como una libélula. Cuanto más se diga al principio, de más habrá que retractarse al final si resulta que se metió la pata. Mantuvo la puerta abierta para dejarme entrar.
—Pase, por favor. No me importa decirle que es un tema doloroso.
—Ya me lo imagino y siento mucho entrometerme. He conocido a Macon hace un rato.
—Macon no sirve para nada —dijo—. Ya no queda afecto entre nosotros. Desde luego, nunca he pensado en Selma como si fuese de la familia y estoy segura de que ella piensa exactamente lo mismo.
La vivienda de Cecilia Boden era digna de mi cabaña, lo que quiere decir que era deprimente, estaba mal iluminada y había en ella algo destartalado. La principal diferencia era que mi choza estaba helada, mientras que allí parecía haber una calidez estable. El linóleo del suelo imitaba la taracea. Las paredes eran de pino y todo el hinchado mobiliario estaba decorado con paños de punto de colores estridentes. En un ángulo había un gran televisor y todos los muebles estaban orientados hacia allí. Sus gafas de lectura estaban en el brazo del sofá más cercano a la tele. Vi que estaba resolviendo el crucigrama del periódico local. Lo hacía con bolígrafo y, por lo que vi, sin ninguna rectificación. El concepto que tenía de ella subió varios puntos. Yo no habría conseguido una hazaña semejante ni con una pistola apuntándome a la cabeza.
Invertimos unos minutos en instalarnos en la salita. Mi historia era convincente, pero no me daba mucho espacio para preguntar por el carácter de Tom. De todos modos, ¿qué me autorizaba a suponer que Cecilia podía tener información sobre lo que estaba haciendo su hermano la noche de su muerte? El caso es que no cuestionó mi objetivo y, cuanto más hablábamos, más claro estaba que se sentía a gusto hablando de Tom y de su mujer, de su matrimonio y de cualquier otra cosa que se me ocurriera preguntarle.
—Selma dice que Tom estaba preocupado por algo en las últimas semanas. ¿Tiene usted alguna idea de lo que podría ser?
Cecilia frunció el entrecejo al fragmento de suelo que miraba con fijeza.
—¿Qué le hace creer que le pasaba algo?
—Bueno, no estoy segura. Dijo que parecía en tensión, que fumaba más de lo normal y que a su juicio estaba adelgazando. Dijo que dormía poco y desaparecía sin dar explicaciones. Di por sentado que no era lo habitual. ¿Le dijo algo a usted?
—No me hizo ninguna confidencia en concreto —dijo con cautela—. Para ese asunto tendrá que hablar con Macon. Estaban mucho más unidos entre sí que conmigo.
—Pero ¿qué pensaba usted? ¿Le parecía que estaba sometido a alguna clase de tensión?
—Posiblemente.
Lástima que no estuviera tomando notas; tantos datos me mareaban.
—¿Le preguntó alguna vez?
—No creí que fuera asunto mío. No estaba en la naturaleza de nuestras relaciones. Él se dedicaba a sus cosas y yo a las mías.
—¿Alguna corazonada sobre lo que ocurría?
Vaciló un momento.
—Creo que Tom no era feliz. No es que me lo dijera, Pero es lo que creo.
Emití una especie de mmmm, un relleno verbal acompañado de lo que quería ser una mirada de comprensión.
Ella lo tomó por un estímulo y me expuso su teoría.
—Nada más lejos de mi intención que criticar a Selma. Fue él quien se casó con ella, no yo. Es posible que esa mujer tuviera algo que no se veía a simple vista. Esperábamos que fuera así. Si quiere mi opinión, mi hermano habría podido aspirar a algo mejor. Selma es una clasista, esa es la verdad.
Esta vez murmuré:
—¿En serio?
Su mirada recorrió mi cara y se desvió de nuevo.
—Usted parece tener buen ojo para el carácter de la gente y sabe que lo que le digo no son mentiras de colegiala. Selma no tiene fondo espiritual, aunque va a la iglesia. Es Un poco materialista. Parece creer que puede llenar con objetos materiales el vacío de su vida, pero no dará resultado.
—¿Por ejemplo? —dije.
—¿Ha visto la alfombra nueva que tiene en la sala?
—Sí, la vi.
Cecilia me dirigió una mirada llena de satisfacción.
—Se la instalaron hace unos diez días. Yo pensé que era de mal gusto que lo hiciera tan pronto, pero Selma no me consultó al respecto. Selma confía asimismo en la eficacia de ponerse fundas en los dientes incisivos, algo tan vanidoso como absolutamente vulgar. Por no hablar del derroche de dinero. Supongo que como ahora es viuda, puede hacer lo que le venga en gana.
¿Qué tiene de malo la vanidad?, me pregunté. Dado el abanico de los defectos humanos, es inofensiva en comparación con otros que podría mencionar. ¿Por qué no hay que hacer cualquier cosa que nos parezca importante para sentirnos mejor con nosotros mismos… dentro de un orden, se entiende? Si Selma quería ponerse fundas, ¿qué rábanos le importaba a Cecilia? Pero dije:
—Me dio la impresión de que quería mucho a su hermano.
—No digo que no. Y él a ella, debería añadir. Tom se Pasó la vida complaciéndola. Si no era una cosa, era otra. Primero quiso tener una casa. Luego quiso otra mayor en un barrio mejor. Luego se hicieron socios del club de campo. Y así una y otra. ¿Que no le daban lo que quería? Pues se ponía de morros y con cara de vinagre hasta que Tom cedía y se lo daba. En mi opinión era lamentable. Tom hacía todo lo que podía, pero nunca estaba contenta.
Dije:
—Vaya por Dios. —Así suelo hablar en situaciones como aquella. No tenía ni la más remota idea de adónde me podía llevar—. Era un hombre de buena planta. Vi una foto suya en casa de Selma —dije tanteando.
—Era guapísimo. Por qué se casó con Selma es un misterio para mí. ¿Y el hijo que tiene? —Cecilia frunció la boca como esos bolsos que parecen talegos—. Brant fue una ofensa al paisaje desde la primera vez que puse los ojos en él. Hablaba como un carretero y era un maleducado por añadidura. Era un respondón y replicaba con malos modos. Nunca había visto nada igual. Además era mal estudiante. Tenía problemas a causa de su temperamento y de lo que llaman control de los impulsos. Desde luego, para Selma era un santo. No permitía ni una palabra de crítica, hiciera lo que hiciese. El pobre Tom estaba desesperado. Supongo que al final se las arregló para conseguir que el chico se fuera por la puerta, pero no fue gracias a ella.
—Creo que Selma me dijo que Brant trabajaba de enfermero paramédico. Es un trabajo de responsabilidad.
—Bueno, eso es cierto —admitió a regañadientes—. Ya era hora de que sentara la cabeza. No hace falta que le diga que fue gracias a Tom.
—¿No sabrá usted por casualidad adónde se dirigía Tom aquella noche? Sé que lo encontraron en alguna parte de las afueras.
—Al norte de aquí, a kilómetro medio de donde estamos.
—¿No pasó a verla?
—Ojalá lo hubiera hecho —dijo—. Yo había ido a Independence, a visitar a una amiga, y no volví hasta las diez y cuarto aproximadamente. Vi pasar la ambulancia, pero no sabía que era para él.