Hacia el final de mi visita, el Valium pareció perder efecto y Selma se lanzó. Sin saber cómo, se las arregló para recuperarse en un periodo notablemente breve. Esperé en la sala de estar mientras se duchaba y se vestía. Cuando salió, treinta minutos más tarde, dijo que casi se sentía otra vez ella misma. Me asombró la transformación. Con el maquillaje en su sitio, parecía más segura de sí, aunque aún hablaba con la mano en la boca.
Durante los veinte minutos siguientes, hablamos del trabajo, y finalmente llegamos a un acuerdo sobre el procedimiento a seguir. Por entonces estaba claro ya que Selma Newquist sabía apañárselas. Descolgó el teléfono y, con una sola llamada, no sólo me consiguió alojamiento sino que regateó para obtener una rebaja del diez por ciento sobre los precios vigentes en lo que ya era la temporada baja.
Dejé a Selma a las dos de la tarde y me detuve en el pueblo el tiempo suficiente para seguir mi régimen habitual de comida basura con una ración de pescado con patatas de Capt’n Jack y una Coca-Cola grande. Después estuve en condiciones de ver el motel. Obviamente, iba a quedarme en Nota Lake por lo menos otro día. El motel que me había buscado era el Nota Lake Cabins, que consistía en diez cabañas de construcción rústica en una zona boscosa, al lado de la autopista principal, a unos nueve kilómetros del pueblo. La propietaria y administradora del lugar era Cecilia Boden, la hermana viuda de Tom. Cuando entré en el aparcamiento, vi que la zona estaba demasiado alejada para mi gusto. Soy animal urbano por vocación y normalmente me siento mejor rodeada de restaurantes, bancos, tiendas de licores y cines, preferiblemente libres de insectos. Como pagaba Selma, no me pareció oportuno hablar del asunto, y la verdad es que los exteriores de troncos mal partidos me parecían más interesantes que los moteles del pueblo. Tonta de mí.
Cecilia estaba al teléfono cuando entré en la oficina. Le eché unos sesenta años, tan pequeña y sin forma como una niña de diez. Llevaba una camisa de franela de cuadros rojos metida dentro de unos tiesos vaqueros azul oscuro. No se podía hablar de su trasero, pues por allí sólo había una superficie lisa. Casi deseaba ya que dejara de matarse los cortos pelos de la cabeza. Y me preguntaba qué pasaría si permitiese que el gris natural emergiera bajo el tinte castaño con que se los empapaba.
La zona de recepción era compacta, un cubículo de tabiques de pino apenas lo bastante grande para contener una pequeña silla tapizada y un expositor de folletos que cantaban las excelencias de los incontables entretenimientos disponibles. La puerta lateral que ostentaba el rótulo de DIRECCIÓN comunicaba probablemente con la vivienda privada. El mostrador era una superficie de treinta centímetros montada sobre la mitad inferior de la puerta partida que separaba el diminuto vestíbulo de la oficina, en la que se podía ver el utillaje habitual: mesa, archivadores, máquina de escribir, caja registradora, fichero giratorio, un libro mayor y el gran libro de reservas que estaba consultando mientras satisfacía la curiosidad de su interlocutor telefónico. Parecía ligeramente irritada por las preguntas que le formulaban.
—Tengo habitaciones el veinticuatro, pero no el veinticinco… Si quiere limpiar y congelar pescado, pruebe en Elms o en Mountain View… Ajá… Ya veo… Bueno, es todo lo que puedo hacer… —Sonrió para sí, paladeando alguna ocurrencia—. No… No hay servicio de habitaciones, ni gimnasio, y la sauna no funciona…
Mientras esperaba a que terminase, cogí varios folletos al azar, sobre telesillas entre semana e instalaciones hoteleras próximas a Mammoth Lakes y Mammoth Summit. Me fijé en el calendario con los acontecimientos locales. Me había perdido el concurso anual de pesca de trucha, celebrado la semana anterior. También era demasiado tarde para asistir al gran espectáculo de pesca de febrero. Qué rabia. Vi que las fiestas de abril incluían más acontecimientos deportivos, la recepción de prensa del torneo inaugural de la trucha, el comienzo oficial del torneo inaugural de la trucha, y una exposición del club de pesca, con una Celebración de los Tiempos de la Mula y una carrera de treinta kilómetros que se disputaría en mayo. No parecía imposible hacer una excursión, con mochila o acémila, hasta la parte oriental de las Sierras, donde imaginaba un hambriento surtido de fauna al acecho mientras avanzábamos por peligrosas cornisas, con piedras que se desprendían de la ladera de la montaña y caían en el voraz abismo.
Levanté la vista y vi que Cecilia Boden me miraba con expresión pétrea.
—Usted dirá, señora. —Tenía las manos apoyadas en la puerta partida, como si me estuviera desafiando a entrar.
Le dije quién era y desechó con un ademán mi tarjeta de crédito. Con los labios fruncidos, repuso:
—Selma me dijo que le enviara la factura directamente a ella. Tengo dos cabañas libres.
Puede usted elegir.
Recogió un puñado de llaves y abrió la mitad inferior de la puerta. Fui tras ella mientras cruzaba la puerta principal y recorría un camino de tablas de cedro. El aire era húmedo y olía a greda[2] y a resina de pino. Se oía el viento entre los árboles y el parloteo de las ardillas. Dejé el coche donde lo había aparcado y fuimos a pie. El estrecho camino que llevaba a las cabañas estaba cerrado por una cadena colgada entre dos postes.
—No quiero coches en esta parte del campamento. El suelo se pone muy blando cuando hace mal tiempo —dijo, como si yo le hubiera hecho alguna pregunta.
—Claro —murmuré, a falta de respuesta mejor.
—Estamos casi al completo —dijo—. No es normal en marzo.
Desde su punto de vista, era una conversación de circunstancias y yo le respondí con los sonidos bucales de rigor. Las cabañas se alzaban delante de nosotras, separadas entre sí por una distancia de unos veinticinco metros y rodeadas de arces, cornejos y abetos de sobra para que aquello pareciese un supermercado de árboles navideños.
—¿Por qué se llama Nota Lake? ¿Es indio?
Cecilia negó con la cabeza.
—No. Antiguamente, la «nota» era una marca que se imprimía con fuego en la piel de los delincuentes. De esa forma siempre se sabía quiénes eran los malhechores. A esta zona vinieron a parar muchos bandidos, facinerosos traídos de Inglaterra allá por el siglo diecisiete. Todos llegaban marcados y no sin motivo; eran asesinos y ladrones, cortabolsas y fornicarios… la hez de la sociedad. Una vez cumplida su parte del contrato, se convertían en hombres libres, venían al oeste y se instalaban por aquí. Sus descendientes trabajaron en el ferrocarril, haciendo faenas manuales en compañía de chinos y negros. La mitad de la gente del pueblo desciende de aquellos presidiarios. Debían de ser hombres muy fogosos, pero nadie sabe dónde encontraron las mujeres. Lo más seguro es que las solicitaran por correo.
Llegamos a la primera cabaña y siguió hablando con voz monótona y casi sin inflexiones.
—Esta es Sauce. Les doy nombres en lugar de números. En mi opinión es mejor. —Introdujo la llave en la cerradura—. Todas son diferentes. Usted elige.
Sauce era espaciosa; una habitación de paredes de pino, de unos seis metros por seis, con una chimenea construida con grandes piedras sin desbastar. El fondo del fogón estaba negro de hollín y en la parrilla había un montón ordenado de troncos. La habitación olía a innumerables fuegos de leña. La cama estaba contra una pared y el colchón tenía joroba. El edredón era de colores abigarrados y parecía oler a moho. Había una lámpara de noche y un despertador digital. La alfombra era un óvalo de trapos trenzados, descolorido y completamente aplastado por el tiempo.
Cecilia abrió una puerta que había a la izquierda.
—Aquí están el cuarto de baño y el armario. Tenemos utensilios de todas clases. A menos que le guste a usted la pesca —añadió en un aparte dirigido a sí misma—. Plancha, tabla de planchar, cafetera, jabón.
—Qué bien —dije.
—La otra cabaña es Alerce. Está al lado del pinar, junto al arroyo. Tiene una pequeña cocina, pero no chimenea. Puedo llevarla allí si quiere. —Hablaba prácticamente sin mirarme a los ojos, dirigiendo los comentarios a un punto que estaba a dos metros hacia mi izquierda.
—Esta está bien. Me la quedo.
—Puede instalarse cuando guste —dijo, dándome una llave—. Los coches se quedan en el aparcamiento. Hay más leña a un lado de la cabaña. Si recoge muchos troncos, tenga cuidado con las viudas negras. El teléfono público está fuera de la oficina. Así no hay discusiones a la hora de cobrar las llamadas. Hay una cafetería a unos cincuenta metros, en la carretera, en aquella dirección. No tiene pérdida. Desayuno, comida y cena. Abre a las seis de la mañana y cierra a las nueve y media de la noche.
—Gracias.
Cuando se fue, esperé unos minutos, para darle tiempo de llegar a la oficina. Volví al aparcamiento y recogí el petate, con la máquina de escribir portátil que había metido en el coche de alquiler. En casa de Dietz ocupaba el tiempo libre ordenando mis notas. Mi guardarropa consiste principalmente en vaqueros y jerséis de cuello de cisne; luego metes un puñado de bragas y ya está hecho el equipaje.
Ya en la habitación, puse la máquina de escribir al lado de la cama y metí la ropa en una cómoda toscamente construida. Saqué el champú y coloqué el cepillo de dientes y el dentífrico en el borde de la pila del lavabo mientras miraba a mí alrededor con satisfacción. Hogar dulce hogar, descontando las viudas negras. Probé la cadena del inodoro, que funcionaba, e inspeccioné el entrante de la ducha, arteramente oculto por una cortina de cretona blanca que colgaba de una barra de metal. El rincón parecía limpio, pero estaba construido con el típico material que me recomienda andar de puntillas. Las excursiones a la piscina comunitaria me habían enseñado de joven a ser cautelosa cuando iba descalza y los pies aún se me encogían instintivamente para no tocar los pañuelos de papel arrugados ni las horquillas oxidadas. Aunque no había nada de aquello a la vista, sentía la presencia intangible de porquería desfasada. Olía a cloro mezclado con champú de otras personas. Examiné la cafetera, pero el enchufe había perdido una clavija y no había café, azúcar ni sucedáneo de la leche. Vaya con los utensilios. Menos mal que había jabón.
Volví a la habitación principal y eché un rápido vistazo. Había una mesa de madera y dos sillas junto a una ventana lateral por la que se veían los bosques. Puse en la mesa la máquina de escribir. Tendría que ir a la ciudad a buscar folios y una tienda con fotocopiadora. Muchos investigadores privados utilizan ordenador últimamente, pero yo soy incapaz de manejar esos malditos chismes. Con mi sólida Smith-Corona no necesito enchufes ni tengo que preocuparme por los accidentes ni por la información perdida. Acerqué una silla a la mesa y miré por la ventana, hacia los árboles altos y cónicos. Incluso las coníferas parecían peladas. A través de un encaje de agujas de pino vi una valla que separaba la propiedad de Cecilia de la contigua. Aquella parte del municipio parecía una sucesión de minifundios ganaderos, aunque no faltaban las grandes extensiones abandonadas que en otro tiempo debieron de ser campos cultivados. Saqué un cuaderno barato y escribí unas notas; tonterías, por si alguien quiere saberlo.
Básicamente, Selma Newquist me había contratado para que reconstruyera las cuatro o seis últimas semanas de vida de su difunto marido, basándose en la suposición de que el motivo de sus preocupaciones había tomado cuerpo entonces. No suelo ayudar a los cónyuges que se espían entre sí (y menos cuando uno de los dos afectados está muerto), pero Selma parecía convencida de que las respuestas cerrarían el caso. Yo tenía mis dudas. Quizá Tom Newquist estaba preocupado sólo por la economía, o andaba meditabundo porque no sabía cómo ocupar su tiempo cuando se retirara.
Había acordado hacerle un informe verbal cada dos o tres días y complementarlo con una relación por escrito. Selma no había estado de acuerdo al principio, decía que el informe verbal era suficiente, pero le dije que prefería ponerlo por escrito, entre otras cosas para detallar cualquier tipo de información que consiguiera. Productivo o no, quería que ella viera el terreno conforme yo avanzaba por él. Tan importante era que estuviese al corriente de la información que yo no podía comprobar como tener una descripción de los hechos que yo reconstruyera. Con los informes verbales se pierden muchos datos en la traducción. Pocas personas están preparadas para escuchar. Dada la complejidad de nuestros procesos mentales, el oyente pierde la onda, se atasca, olvida o malinterpreta el ochenta por ciento de lo dicho. Toma quince minutos de conversación, trata de reconstruirlos más tarde y sabrás lo que quiero decir. Si la comunicación tiene un contenido emocional, el que sea, la calidad de la información retenida se degrada otro poco. El informe escrito era también para mí. Pasa una semana y ya no recuerdo la diferencia entre el lunes y el martes, y no digamos cuántas paradas hice y en qué orden las hice. He advertido que los clientes confían en mi habilidad hasta que les toca pagar; entonces, de repente, la cantidad les parece un abuso y se quedan preguntándose qué he hecho exactamente para ganarme aquellos honorarios. Es mejor presentar la factura con una cronología adjunta. Me gusta citar capítulo y versículo, y con todos los puntos sobre las íes. Aunque sólo sea para hacer gala de mi coeficiente intelectual y de mis cualidades redactoras. ¿Cómo se va a confiar en una persona que comete faltas de ortografía o que es incapaz de expresarse?
El otro asunto de que habíamos hablado se refería a mis honorarios. Como trabajaba sola, no tenía normas fijas sobre facturación, y menos en un caso como aquel, en el que trabajaba fuera de mi jurisdicción. Unas veces pongo una tarifa plana que incluye todos los gastos. Otras cobro por horas y pongo los gastos aparte. Selma me había asegurado que tenía dinero de sobra, pero, francamente, me daba no sé qué aprovecharme de la herencia de Tom. Por otra parte, ella estaba viva y yo pensaba que tenía derecho. ¿Por qué iba a pasar el resto de la existencia preguntándose si su marido le había ocultado algo? Ya es difícil afrontar el dolor para que encima haya lamentaciones por otros asuntos pendientes. Selma todavía bregaba por hacerse a la idea de que Tom había muerto. Necesitaba saber la verdad y quería que yo la descubriera. Era justo. Esperaba darle una respuesta satisfactoria.
Habíamos acordado una tarifa de cuatrocientos dólares al día, al menos hasta que me hiciera una idea de lo que podría durar el trabajo. Dietz me había prestado unos modelos de contrato. Había puesto la fecha y el trabajo para el que se me contrataba, y Selma había firmado al pie de un cheque por mil quinientos dólares. Y yo quería ir al banco para hacerlo efectivo antes de poner manos a la obra. Lamento confesar que, aunque simpatizo con todas las viudas, huérfanos y perdedores del mundo, creo que antes de correr en ayuda de nadie es más prudente comprobar que hay suficientes fondos en la cuenta.
Cerré la cabaña con llave, puse en marcha el coche de alquiler y recorrí los nueve kilómetros que me separaban del pueblo. En la carretera había establecimientos de todas clases: concesionarias de tractores, un aparcamiento, un parque de caravanas, un área multiservicio para turistas y una gasolinera. El campo que se veía entre los edificios era dorado a causa de la sequedad de la hierba y los cardos. El cielo había cambiado del azul intenso al gris y una niebla espesa y blanquecina desdibujaba la cima de los montes. Hacia el oeste había una rota franja de nubes que no se movía. Todas las colinas cercanas eran de color tierra sucia con topos blancos. El viento soplaba entre los árboles. Toqueteé la calefacción del coche y puse en marcha el aire hasta que sentí en las piernas una brisa del trópico.
Para estar en Carson City había llevado la chaqueta de mezclilla, para las ocasiones sociales, y la cazadora vaquera, para uso diario. Resultaban demasiado ligeras y finas para aquella zona. Vagué por las calles del centro hasta que vi una tienda de artículos de segunda mano. Aparqué el coche en batería, en la puerta. El escaparate estaba abarrotado de cacharros de cocina y muebles pequeños: una estantería para libros, un escabel, torres de platos que no hacían juego, cinco lámparas, un triciclo infantil, una picadora de carne, una vieja radio Philco, y varios anuncios rojos de Burma-Shave, atados con un alambre. El de encima decía: ¿SU MARIDO. ¿Qué?, pensé. ¿Su marido… qué? Los anuncios de Burma-Shave habían aparecido en los años veinte y aún circulaban en mi infancia, con variaciones en aquel tonillo tramposo. ¿Su marido… es muy barbudo? ¿Le gusta dormir desnudo? Si vive en una cueva… con mucha oscuridad… dele Burma-Shave… y se afeitará. Algo así.
El interior de la tienda olía a zapatos viejos. Recorrí los pasillos abarrotados de ropa colgada. Vi filas de trajes que debían de haberse comprado pensando en los acontecimientos públicos y las fiestas. Togas de graduación, ropa de sociedad, conjuntos para señoras, jerséis acrílicos, blusas y camisas hawaianas. Las prendas de lana parecían deprimidas y las de algodón cansadas, y habían perdido color de tanto dar vueltas en la lavadora. Cerca del fondo había una barra doblada por el peso de los chaquetones de invierno y los abrigos.
Me probé una ancha cazadora de aviador, de piel marrón. Pesaba como esos delantales de plomo que nos ponen cuando nos hacen una radiografía dental desde una habitación contigua y a salvo. El forro de la cazadora era de lana cruda, ligeramente ensortijada, y los bolsillos tenían cremalleras en diagonal, una de las cuales estaba rota. Miré dentro del cuello. Era de talla mediana, con anchura suficiente para ponerme debajo un jersey grueso, si hacía falta. La etiqueta del precio estaba prendida del estrecho puño de punto marrón. Cuarenta pavos. Qué barbaridad. ¿Su marido eructa y está en celo? ¿Tiene en el culo mucho pelo? ¿Ducharse le resulta una molestia? Pues échele Burma-Shave a esa bestia. Me colgué la cazadora del brazo y seguí recorriendo los pasillos. Encontré una camisa de franela, de un azul descolorido, y unas botas de excursionista. Al salir me detuve, quité el alambre de los anuncios de Burma-Shave y los leí uno por uno:
¿SU MARIDO ES TROGLODITA?
¿REFUNFUÑA, RUGE Y GRITA?
CON BURMA-SHAVE AL MINUTO
HAY QUE ROCIAR A ESE BRUTO
Sonreí para mí. No se me daba del todo mal. Salí a la calle con las compras en la mano. Todo sea por los buenos viejos tiempos. Últimamente mis paisanos están perdiendo el sentido del humor.
Vi una tienda de artículos de oficina al otro lado de la calle. Crucé y compré papel y un par de paquetes de tarjetas para hacer fichas. Dos casas más allá había una sucursal del banco de Selma, hice efectivo el cheque y salí con un fajo de billetes de veinte en el bolso. Fui a buscar el coche, lo puse en marcha y di la vuelta a la manzana hasta que estuve en la dirección que me interesaba. El pueblo ya me parecía familiar, bien planificado y limpio. Main Street tenía una anchura de cuatro carriles. La mayoría de los edificios que había a ambos lados de la calle tenían una o dos plantas y ningún estilo en particular. El ambiente era vagamente del Oeste. Desde todos los cruces se veían las montañas, con los picos nevados formando un telón de fondo que abarcaba todo el pueblo. Había poco tráfico y advertí que casi todos los vehículos eran de trabajo: camionetas y furgonetas con baca para los esquís.
Cuando llegué a casa de Selma, la puerta del garaje estaba abierta. La plaza de aparcamiento de la izquierda estaba vacía. A la derecha había un todoterreno azul último modelo. Al bajar del coche vi a un agente uniformado saliendo de una casa que estaba más allá. Echó a andar hacia mí, cruzando los dos jardincitos que había entre nosotros. Esperé, suponiendo que era Macon, el hermano menor de Tom. Costaba calcular su edad a primera vista. Le eché casi cincuenta, pero su aspecto podía resultar engañoso. Tenía el pelo oscuro, las cejas oscuras y una cara agradable y sin nada que destacar. Medía casi un metro con ochenta y era fornido. Llevaba una cazadora gruesa, abrochada en la cintura para permitirle acceso rápido a la pistolera de cuero que le colgaba de la cadera derecha. El ancho cinturón y el arma le daban un volumen que tal vez no se hubiera notado si lo hubieran despojado de todo el aparejo.
—¿Es usted Macon? —pregunté.
Me tendió la mano y yo hice lo mismo.
—En efecto. La vi llegar y se me ocurrió venir a presentarme. A mi mujer, Phyllis, la conoció hace un rato.
—Siento lo de su hermano.
—Gracias. Fue un duro golpe, se lo aseguro —dijo. Señaló la casa con el dedo pulgar—. Selma no está ahora. Creo que se fue a comprar. Si ha de entrar, la puerta está abierta casi siempre, pero también puede venir a nuestra casa. Con el frío que hace, no apetece estar fuera.
—No se preocupe. Espero que vuelva pronto; si tarda, encontraré la forma de entretenerme. Me gustaría hablar con usted mañana o pasado.
—Desde luego. No hay ningún inconveniente. Le contaré todo lo que quiera, aunque le confieso que las intenciones de Selma son para mí una incógnita. ¿Qué le preocupa? Ni Phyllis ni yo entendemos para qué quiere un detective. Con el debido respeto, es ridículo.
—Quizá debería comentarlo con ella —dije.
—Puedo decirle ahora mismo lo que averiguará acerca de Tom. Era la persona más decente que se pueda conocer. Todos los del pueblo lo apreciaban y yo no era una excepción.
—En ese caso, mi estancia aquí será muy corta.
—¿Dónde la ha instalado Selma? Espero que en un sitio agradable.
—En Nota Lake Cabins. Tengo entendido que Cecilia Boden es su hermana. ¿Son ustedes más hermanos?
Macon negó con la cabeza.
—Sólo nosotros tres —dijo—. Yo soy el benjamín de la familia. Tom tenía tres años más que Cecilia y casi quince más que yo. Me he arrastrado detrás de ellos siempre, hasta donde me alcanza la memoria. Terminé en la comisaría del sheriff cuando ya hacía varios años que Tom estaba en el cuerpo. Como en la escuela. Siempre he seguido los pasos de alguien. —Su mirada se desvió hacia la calle en el momento en que el coche de Selma se aproximaba reduciendo la velocidad y se metía por el camino de entrada—. Ahí llega, así que voy a dejarlas solas. Comuníqueme si puedo hacer algo por usted. Llámenos por teléfono o venga directamente sin avisar. Es esa casa verde de cenefas blancas.
Selma había aparcado ya en el garaje. Bajó del coche. Macon y ella se saludaron con una frialdad casi imperceptible. Mientras Selma abría el maletero del coche, Macon y yo nos despedimos, cambiando las típicas frases insulsas que señalan el final de una conversación.
Selma sacó una bolsa grande de comestibles y dos bolsas de lavandería y cerró el maletero. Bajo el abrigo de piel llevaba unos ceñidos pantalones negros y una camisa de manga larga, de seda color cereza.
Mientras Macon volvía a su casa, entré al garaje.
—Permítame ayudarla —dije, alargando el brazo para hacerme con la bolsa de comestibles, que Selma me cedió.
—¿Hace mucho que espera? —preguntó—. Me dije que ya me había compadecido de mí misma demasiado tiempo. Es mejor estar ocupada.
—¿De quién es el todoterreno? ¿Era el de Tom? —pregunté.
Selma asintió mientras abría la puerta que comunicaba el garaje con la casa.
—Hice que un empleado del garaje lo remolcara el día posterior a su muerte. El agente que lo encontró había recogido las llaves y lo había dejado cerrado donde estaba. Yo no me sentía capaz de conducirlo. Supongo que con el tiempo lo venderé o se lo dejaré a Brant. —Apretó un botón y la puerta del garaje descendió con un zumbido—. Veo que ya conoce a Macon.
—Él mismo vino a presentarse —dije, entrando en la casa tras ella—. Hay algo que quiero que sepa. Tendré que hablar con muchos del pueblo y en realidad todavía no sé qué enfoque daré a la operación. Oiga usted lo que oiga, haga como si no supiera nada.
Volvió a meter las llaves en el bolso, entró en el cuarto de la limpieza y cerró en cuanto hube pasado yo.
—¿Por qué no decir la verdad?
—Lo haré donde pueda, pero entiendo que Tom era un miembro de la comunidad muy respetado. Si empiezo a indagar sobre sus asuntos personales, nadie me dirá una palabra. Puede que tenga que probar otros métodos. Procuraré no exagerar, pero los hechos podrían salir un poco torcidos.
—¿Y Cecilia? ¿Qué le dirá a ella?
—Aún no lo sé. Ya pensaré algo.
—Le llenará la cabeza. Nunca me ha apreciado. Si puede, me echará la culpa de lo de Tom. Y su hermano también. Macon siempre andaba detrás de Tom por un motivo u otro: un préstamo, un consejo, recomendaciones en la comisaría, cualquier cosa. Si yo no hubiera intervenido, habría dejado seco a Tom. Hágame un favor: no crea a pies juntillas todo lo que le cuenten.
Las rencillas son buenas. Son las que lo cuentan todo.
Ya en la cocina, Selma dejó el abrigo de piel en el respaldo de una silla. La miré mientras vaciaba la bolsa de comestibles y ponía cada cosa en su sitio. Le habría ayudado, pero hizo un ademán para rechazar mi oferta y dijo que sería más rápido si lo hacía ella sola. Las paredes de la cocina eran de color amarillo brillante y el suelo era de linóleo pintado con una ducha de puntos blancos y amarillos. En el rincón de comer había un juego de mesa y sillas de plástico amarillo y cromo, y una ventana con el alféizar atestado de… miré desde más cerca… plantas artificiales. Selma me señaló un asiento al otro lado de la mesa mientras doblaba cuidadosamente la bolsa de papel y la ponía en una estantería llena de bolsas iguales.
Fue al frigorífico y lo abrió.
—¿Cómo toma el café? Le puedo dar aderezo de avellanas o mitad y mitad. —Sacó un pequeño envase de cartón y olisqueó el agujero. Hizo una mueca y puso el envase en el fregadero.
—Lo tomaré solo, gracias.
—¿Seguro?
—De verdad. No pasa nada. No tengo gustos raros —dije. Me quité la cazadora y la colgué en el respaldo de la silla mientras Selma traía dos tazas, el azucarero y una cucharilla para ella.
Sirvió el café y volvió a encajar el recipiente de vidrio en la parte inferior de la cafetera, tac-tac-taconeando mientras cruzaba y volvía a cruzar la habitación. Su energía estaba ligeramente teñida de nerviosismo. Volvió a sentarse e inmediatamente sacó un pequeño Dunhill de oro para encender otro cigarrillo. Aspiró hondo.
—¿Por dónde va a empezar?
—Pensaba empezar por el despacho de Tom. Quizá la respuesta sea fácil y esté en la superficie.